CAPÍTULO SEGUNDO

HISTORIA DE RIBANNA

Al otro día, muy de mañana, no doraban aun los rayos del sol las cimas de los montes vecinos, y un silencio profundo reinaba todavía en el campamento, cuando yo, harto de dormir, me subí al peñasco donde había encontrado a Harry.

En el fondo del valle las espesas masas: de niebla rodaban por de la espesura, mientras el aire superior puro y limpio me acariciaba las sienes con su deliciosa frescura: En las ramas de las moreras saltaba un picogordo, llamando con su garganta rosada a la indómita esposa; algo más abajo un papamoscas de plumaje gris azulado interrumpía de cuando en cuando sus gorjeos con un sonoro chillido, y, desde abajo, un pato, ton su canto admirable, aplaudía cada estrofa de aquel torneo musical, con, un ruidoso ¡cuac, cuac!

Pero mis pensamientos estaban mucho menos ocupados por aquel concierto vocal que por los episodios de la víspera. Según los datos aportados por un cazador que acababa de regresar de la selva, y que había visto a los ponkas, éstos eran muchos más de lo que habíamos supuesto, pues él había visto en la pampa otro campamento con caballos y todo.

Era, pues, más que seguro que la expedición de aquellos indios no se reducía a combatir con unos cuantos individuos, sino que iba contra toda la colonia, por lo cual, y dado el gran número de los enemigos, podíamos calificar nuestra situación de poco envidiable. Los preparativos que había que hacer para rechazar el asalto habían ocupado la tarde y la noche anterior, de tal modo que no nos había dejado tiempo de pensar en la suerte qué reservábamos a nuestro prisionero. Este se hallaba bien atado y vigilado en una de las cuevas abiertas en la roca. En cuanto desperté me dirigí a ella para convencerme de la seguridad de sus ligaduras.

Dentro de pocos días, acaso dentro de pocas horas, habíamos de ver importantes sucesos, y con grave temor recapacitaba yo sobre nuestra situación, cuando sentí pasos que me sacaron de mi ensimismamiento.

—¡Buenos días, sir! El sueño, al parecer, ha huido de usted como de mí.

Agradecí el saludo y contesté:

—Hay que estar alerta; la vigilancia es la virtud más necesaria en estas tierras.

—¿Le inspiran a usted temor esos cobrizos? —me preguntó Harry, pues era él el recién llegado.

—Ya sé que no haces en serio esa pregunta; pero ten presente que no somos más que trece, y que tenemos que habérnoslas con un enemigo muy superior. A cara descubierta no hay que pensar en hacerle frente, y nuestra salvación está únicamente en que no nos descubra.

—Me parece que ve usted las cosas muy negras. Trece hombres como los nuestros pueden hacer algo, y aun cuando los rojos descubrieran nuestro escondite, sólo podrían cosechar unos cuantos coscorrones.

—Yo pienso de distinto modo. Están furiosos por nuestro ataque, y mucho más por las pérdidas que han tenido. Además, deben de saber ya que su caudillo ha caído en nuestro poder. No hay que dudar que habrán buscado a los desaparecidos y hallarán los cadáveres, pero no el de Parranoh; y cuando una horda tan numerosa emprende por algún motivo una expedición de ese género, no ceja hasta alcanzar el objeto que se ha propuesto, haciendo derroches de energía y astucia, si es menester.

—Todo eso está muy bien, sir; pero no es motivo para abrigar tan grandes temores. Yo también conozco a esa raza, que, si es cobarde y pusilánime por naturaleza, sabe atacar por la espalda que es una maravilla, sobre todo tratándose de seres indefensos. Hemos recorrido sus cazaderos desde el Misisipí hasta el Pacífico, desde México hasta los lagos; los hemos empujado delante de nosotros como a una manada de borregos; hemos luchado con ellos; hemos tenido que ocultarnos ante su número; pero siempre hemos conservado el puñal en la mano con ventaja.

Yo le miré sin contestarle, y él debió de ver en mi mirada algo muy distinto de la admiración, porque al cabo de un corto silencio continuó:

—Diga usted lo que quiera, señor; pero yo le aseguro que hay sentimientos en el corazón humano que dirigen el brazo valiente de un hombre o de un muchacho. Si hubiéramos llegado ayer tarde al Beefork, hubiera usted visto un sepulcro que encierra a los dos seres más queridos del mundo para mí. Fueron asesinados por hombres de pelo negro y tez cobriza, y desde aquel día aciago siento crisparse mi mano cada vez que veo ondear un bucle de scalp; y muchos han sido los indios que se han deslizado sangrando del caballo al relámpago de la pistola que vomitó el plomo homicida en el corazón de mi madre, y cuya precisión ya tuvo usted ocasión de comprobar en New-Venango.

El mocito sacó el arma del cinto y me la puso delante de los ojos.

—Es usted un excelente tirador —añadió—; pero con este viejo armatoste no llegaría usted a hacer blanco a quince pasos de distancia ni en el tronco de un hickory (nogal americano). Ya puede usted pensar cuánto habré tenido que ejercitarme para hacer un blanco seguro. Yo sé manejar todas las armas; pero tratándose de indios sólo empleo ésta, pues he jurado que cada grano de pólvora de los que empujaron la bala que mató a mi madre, me lo he de cobrar con la vida de un indio; y creo estar ya próximo a realizar mi juramento. El mismo cañón que mató a mi madre, será el instrumento de mi venganza.

—¿Fue Winnetou quien te entregó esta pistola?

—¿Se lo ha dicho a usted él?

—Sí.

¿Se lo ha contado a usted todo?

—Solamente lo que te digo.

En efecto, él me la dio. Pero sentémonos, sir, y le referiré a usted lo más preciso, aunque el asunto es tal que merecería un largo relato.

Se sentó a mi lado, y después de contemplar un rato el valle que se abría a nuestros pies, empezó:

—Mi padre era guardabosque mayor en el viejo continente y vivía con su esposa y un hijo en felicidad completa, hasta que llegó la época de los trastornos políticos que privaron a muchos hombres de sus medios de vida, y los arrastró la vorágine, de la que sólo pudieron escapar huyendo de su patria. La travesía costó la vida a su mujer, y como al poner el pie en tierra se encontró sin recursos, y sin relaciones en un mundo nuevo y extraño, y hubo de echar mano de lo primero que se le ofreció, salió como cazador para el Oeste, y confió al niño a una familia de buena posición que lo recibió como a un hijo. Pasó algunos años entre peligros y aventuras, que le convirtieron en un westman respetado por los blancos y temido por los indios; en una de sus expediciones, que le llevó hasta el Quicourt, en medio de las tribus de los asineboins, trabó conocimiento con Winnetou, que, procedente de las orillas del Colorado, había ido al Misisipí superior en busca de la arcilla sagrada para los calumets de su tribu. Ambos fueron regalados como huéspedes de Tah-cha-tunga, se hicieron amigos y conocieron en el wigwam del caudillo a la hija de éste, Ribanna, bella como la aurora y graciosa como la rosa de la montaña. Ninguna de las hijas de los asineboins aventajaba a Ribanna en curtir las pieles y en coser los trajes de cazador; y cuando iba a coger leña para el fuego de su caldera, su esbelta y majestuosa figura pasaba por el llano con la apostura de una reina, mientras sus largos cabellos la cubrían como un manto real hasta los pies. Era el encanto de Mánitu, el Gran Espíritu; era el orgullo de su tribu, y los jóvenes guerreros ardían en deseos de conquistar los scalps enemigos para depositarlos a los pies de la hermosa doncella. Mas ninguno halló gracia a los ojos de Ribanna, porque ésta amaba al cazador blanco, aunque era mucho mayor que todos los que la pretendían, y entre los cuales Winnetou figuraba como el de menos años, pues casi era un chiquillo. También en el corazón del blanco despertaron las perfecciones de la hermosa india un cúmulo de sentimientos nuevos, que le impulsaban a seguir las huellas de sus pies, a velar por ella y a tratarla como a una hija de los rostros pálidos. Una noche se presentó a él Winnetou y le dijo:

»—El hombre blanco no es como los demás hijos de su pueblo, de cuyos labios brota la mentira como las boñigas de la tripa del búfalo. Siempre ha hablado la verdad a Winnetou, su amigo.

»—Mi hermano rojo tiene el brazo de un guerrero fuerte, y es el más sabio junto a la hoguera del gran consejo. No está sediento de la sangre del inocente y yo le he dado la mano de amigo. Hable, pues.

»—¿Ama mi hermano a Ribanna, la hija de Tah-cha-tunga?

»—Me es más preciosa que todos los rebaños de la pampa y los scalps de todos los hombres rojos.

»—¿Y será bueno para ella, no hablará con dureza a su oído, sino que le dará su corazón y la protegerá contra todas las tormentas de la vida?

»—Yo la llevaré en la palma de mis manos y la sostendré en, toda pena y en todo peligro.

»—Winnetou conoce el cielo y sabe los nombres y el lenguaje de las estrellas; pero el astro de su vida se ha puesto para siempre, y en su corazón han entrado las tinieblas de la noche. El quería coger la rosa de Quicourt y llevarla a su wigwam para reclinar sobre su pecho la cabeza cansada al regresar del sendero del bisonte o de los campamentos del enemigo. Pero los ojos de Ribanna iluminan a un amigo y sus labios pronuncian el nombre del buen rostro pálido. El apache saldrá del país de la felicidad, y su pie recorrerá solitario las orillas del Pecos. Jamás tocará su mano la cabeza de una mujer, ni la voz de un hijo llegará nunca a su oído. Mas volverá en la época en que el danta atraviesa los puertos y verá si Ribanna, la hija de Tah-cha-tunga, es tan feliz como merece serlo.

»Y dando media vuelta desapareció en la oscuridad. Cuando, a la primavera siguiente halló a Ribanna, cuyos ojos luminosos de cían mejor que las palabras la ventura que gozaba, me tomó a mí, que escasamente contaba unos días, en sus brazos, me besó, colocó su mano, como bendiciéndome, sobre mi cabeza, y dijo:

»—Winnetou velará por ti como el árbol en cuyas ramas duermen los pájaros del cielo y donde hallan los animales protección y abrigo contra el agua de las nubes. Su vida sea tu vida y su sangre sea la tuya. Nunca se paralizará el aliento de su pecho ni la fuerza de su brazo para el hijo de la rosa de Quicourt. Caiga el rocío de la mañana sobre sus caminos e ilumine la luz del sol sus senderos para que se recree en ti y goce contigo el hermano blanco de los apaches.

»Pasó el tiempo y yo fui creciendo; pero a la vez iban aumentando los deseos de ni padre de ver a su primer hijo. Yo tomaba ya parte en los juegos guerreros de los muchachos y estaba lleno del espíritu de las armas y de la guerra. Mi padre no pudo ya dominar sus ansias y se dirigió al Este, llevándome consigo. Al lado de mi hermano, y en un mundo civilizado, se abrió ante mis ojos una existencia nueva, de la que no creía poder desprenderme jamás, por lo cual mi padre regresó solo a la tribu, dejándome en manos de los protectores dé mi hermano. Mas al cabo de algún tiempo sentí la nostalgia de mi país, con tal fuerza que no podía resistirla, y en la próxima visita de mi padre exigí que me llevara consigo.

»Al llegar a nuestro campamento lo hallamos vacío y arrasado por el fuego, y después de buscar mucho tiempo encontramos un wampum en que Tah-cha-tunga nos informaba de todo lo ocurrido. Tim Finnetey, un cazador blanco, había visitado con frecuencia nuestro campamento y había pedido también a la rosa de Quicourt para squaw; pero los asineboins no le tenían simpatía, porque era un ladrón que había desvalijado a menudo sus catches. Fue, pues, rechazado y se fue jurando venganza. Por mi padre, que le había encontrado varias veces en los Black Hills, supo después que Ribanna era su mujer, y entonces se encaminó a la tribu de los pies-negros para invitarlos a una expedición contra los asineboins.

»Los pies-negros siguieron su consejo.y llegaron en un momento en que, los guerreros se hallaban ausentes en una excursión cinegética. Aquéllos sorprendieron el campamento, que saquearon e incendiaron, matando a las mujeres jóvenes y a las doncellas. Cuando volvieron los cazadores se encontraron sólo cenizas; pero siguiendo las huellas de los merodeadores, como debieron de emprender su funesta expedición pocos días antes de nuestra llegada, debía sernos fácil darles alcance.

»En pocas palabras, en el camino topamos con Winnetou, que había atravesado la sierra para ver a sus amigos. Al darle mi padre la terrible nueva, volvió grupas sin pronunciar palabra; pero nunca olvidaré el aspecto que ofrecían aquellos dos hombres, que, mudos e inmóviles, pero con el corazón hecho llamas, perseguían al enemigo con premura angustiosa y terrible. A orillas del Beefork habían dado alcance a los pies-negros, que esperaban solamente la llegada de la noche para hacer alto y acampar. A mí me encargaron la custodia de los caballos; mas la impaciencia me devoraba, y cuando creí que llegaba el momento del ataque, me deslicé por entre los árboles hasta el borde del bosque, donde oí el primer disparo. Fue una noche espantosa; el enemigo nos superaba en número y los aullidos guerreros no cesaron hasta que empezó a clarear.

»Yo, que había presenciado la confusión de aquellos salvajes combatientes, oí los gemidos y lamentos de los heridos y moribundos, y pidiendo a Dios misericordia me hundí en la hierba mojada. Luego regresé al puesto de guardia. Esta había desaparecido. Un terror indecible se apoderó de mí, y al oír de nuevo los aullidos de triunfo del enemigo, comprendí que habíamos sido.derrotados. Me escondí entre la maleza basta que fuera de noche, para examinar entonces el lugar en que se había desarrollado el combate.

»Un silencio profundo reinaba en él, y la clara luz de la luna plateaba las caras de los que yacían inmóviles en el suelo. Penetrado de espanto fui examinándolas una por una hasta que encontré… a mi madre, con el pecho atravesado de un balazo, y estrechando entre sus brazos a mi hermanito, cuya tierna cabecita tenía una cuchillada tremenda. El sentimiento que me produjo su encuentro me privó de sentido, y caí desmayado sobre sus cadáveres.

»No sé cuánto tiempo estaría allí. Vino el nuevo día, pasó una noche, y volvió a amanecer cuando sentí pasos que se acercaban. Me incorporé un poco y descubría mi padre y a Winnetou, con las ropas destrozadas y cubiertos de heridas. Habían tenido que ceder ante la superioridad numérica del enemigo, que los había cogido prisioneros y los arrastraba consigo, pero por fin habían logrado escapar.

Suspirando profundamente capó Harry y clavó su mirada a lo lejos con expresión terrible. Luego, volviéndose a mí, me preguntó:

—¿Vive su madre de usted, sir?

—Sí.

—¿Qué haría usted si se la mataran?

—Entregaría al asesino al brazo de la justicia.

—Bien; pero cuando este brazo, como ocurre en el Oeste, es demasiado débil o demasiado corto, hay que prestarle el brazo propio.

—Hay gran diferencia entre el castigo y la venganza, Harry: el primero es una consecuencia necesaria del pecado, y está íntimamente unido a la imagen de la justicia divina y humana… La segunda, en cambio, es odiosa y priva al hombre de los altos privilegios que le hacen superior al animal.

—Habla usted así porque la sangre india no corre por sus venas. Cuando el hombre se despoja voluntariamente de esos privilegios para convertirse en bestia feroz, hay que tratarle como a tal y perseguirle a tiros hasta matarle. Cuando aquella noche aciaga enterramos los dos cadáveres para librarlos de los ataques de los buitres, los tres sentimos palpitar en nuestros corazones un mismo sentimiento: el de un odio salvaje contra el asesino de nuestra ventura; y fue Winnetou el que expresó nuestro triple juramento al decir con voz ronca:

»—El caudillo de los apaches ha escarbado en el suelo y ha encontrado la flecha de la venganza. Su mano se ha crispado, su pie es ligero, y su tomahawk tiene la rapidez del relámpago. Buscará, indagará, y encontrará a Tim Finnetey, el asesino de la rosa de Quicourt, y cogerá su scalp a cambio de la vida de Ribanna, la hija de los asineboins.

—¿Fue Finnetey quien la mató?

—El mismo. En los primeros momentos de la lucha, cuando parecía que iban a quedar vencidos los sorprendidos pies-negros, la mató despiadadamente. Winnetou lo vio, se precipitó sobre él, le arrancó el arma, y habría acabado con su vida si en aquel momento no le hubieran atacado otros por la espalda, y tras una lucha desesperada no le hubieran atado y preso. Para mayor burla le dejaron en las manos la pistola descargada que me regaló más adelante, y que no se ha separado de mí desde entonces, ya sea recorriendo las calles de las ciudades del Oeste, ya las llanuras de la pampa.

—He de decirte que…

El muchacho me cortó la palabra con un imperioso ademán, diciendo:

—Sé todo lo que va usted a decirme y me lo he repetido yo a mí mismo centenares de veces. Mas dígame: ¿no conoce usted la leyenda del flat’s ghost, que durante las tempestades asoladoras galopa por la llanura arrasando y destruyendo todo lo que se opone a su paso? Pues bien, la conseja encierra una profunda moraleja, que nos indica que la voluntad desenfrenada ha de precipitarse como un mar tempestuoso sobre la llanura antes que el orden de los Estados civilizados llegue a poner el pie en ella. También por mis arterias corre una ola de ese mar, que me obliga a seguir su impulso, aunque sé que han de tragarme sus aguas.

Con estas palabras proféticas expresaba sus presentimientos; a ellas siguió un profundo pero elocuente silencio, que yo interrumpí con un consejo. Aquel niño pensaba, hablaba y obraba como un hombre, lo cual se me resistía y me repugnaba. Yo traté de amansarle con blandas palabras, pero aunque me escuchaba sin responder, movía la cabeza negativamente. Con elocuencia arrebatadora me describió el cúmulo de impresiones que habían producido en su ánimo los horrores de aquella noche, su vida posterior a aquella tremenda tragedia, que le había zarandeado entre los dos extremos del salvajismo y la civilización, y entonces comprendí que no tenía derecho alguno a condenar su modo de ser de pensar y de proceder.

De pronto sonó en el valle un silbido agudo; el joven calló y dijo:

—Mi padre llama a la gente. Bajemos, pues será para juzgar al preso.

Yo me levanté y le cogí la, mano.

—¿Quieres hacerme un favor, Harry?

—Con mucho gusto, mientras no me pida usted cosas imposibles.

—Pues bien: deja al preso en manos de tus compañeros.

—Me pide usted, precisamente, lo que no puedo concederle. Miles, millares de veces he sentido el deseo de tenerle frente a frente para matarle; mil y mil veces me he recreado en esta hora, pintándola en mi imaginación con todos los colores que puede producir la fantasía humana; ella ha sido el objeto de mi vida, el premio de todos los dolores y privaciones pasados y sufridos para conseguirla; y ahora que me hallo próximo a realizar el anhelo más grande de mi vida, exige usted que renuncie a él… ¡No, no, y no, mil veces no!

—Tu deseo se cumplirá aun sin tu intervención inmediata; pero sabe que el espíritu del hombre ha de tener miras más elevadas, objetos más nobles que el que te has propuesto tú, y que el corazón humano es capaz de una dicha mucho más santa y sublime que la que ofrece la satisfacción del odio y la venganza más ardientes.

—Piense usted como quiera, sir; pero déjeme también a mí que piense como se me antoje.

—¿Entonces te niegas a mi súplica?

—No podría complacerle a usted aunque quisiera.

El gran desenvolvimiento mental de aquel muchacho, cuyas dotes eran verdaderamente extraordinarias, me inspiraba profundo interés, aunque no podía menos de lamentar el tesón con que mantenía su decisión sanguinaria. Extrañamente conmovido por nuestra conversación le seguí lentamente al valle.

Después de haber echado un vistazo a Swallow saludando a mi leal compañero, me acerqué al consejo, que se celebraba alrededor de un tronco al cual estaba atado Parranoh y en el cual se deliberaba sobre la clase de muerte que había de dársele.

—Hay que matar a ese granuja, si no me equivoco —dijo Sam Hawkens—, pero yo no soy capaz de inferir a mi Liddy la injuria de que tome parte en su ejecución.

—Merece la muerte y hay que dársela —asintió Dick Stone—, y me complacerá verle colgado de una rama. ¿Verdad, sir?

—Bien —contestó Old Firehand—. Pero yo opino que nuestra hermosa «fortaleza» no ha de ser manchada con la sangre de semejante reptil. Allá fuera, a orillas del Beefork, mató él a los míos, y en el mismo lugar debe recibir el castigo. La tierra que oyó mi juramento debe presenciar también su realización.

—Permita usted, sir —le interrumpió Stone—. ¿Para qué ha servido entonces que arrastrase yo hasta aquí a ese blanco escalpado? ¿Quiere usted que en pago entregue a los cobrizos mi cabellera?

—¿Qué opina Winnetou, el caudillo apache? —preguntó Old Firehand, comprendiendo lo justo del reproche.

—Winnetou no teme los flechazos de los ponkas. Lleva en su cinto la piel del perro de Atabaska, y regala el cuerpo de su enemigo a su hermano blanco.

—Y usted ¿qué dice? —me preguntó entonces Old Firehand.

—Que acaben ustedes pronto. Ninguno de los presentes teme a los ponkas; pero no veo la necesidad de exponernos a un peligro inútil y de descubrir de paso nuestro refugio. Ese hombre no merece semejante riesgo.

—Usted puede quedarse a velar por su alcoba —observó entonces Harry, encogiéndose desdeñosamente de hombros—. En lo que a mí respecta, exijo que se cumpla la sentencia en el mismo lugar en que reposan las víctimas del criminal. El destino confirma mi deseo, al ponerlo en nuestras manos aquí y no en otra parte. Lo que exijo es una deuda que contraje con los míos al jurar al pie dé su sepultura que no descansaría ni viviría hasta haberlos vengado.

Yo di media vuelta, sin contestarle. El prisionero, apoyado en el tronco, y a pesar del dolor que debían de causarle las ligaduras que penetraban en sus carnes, y la deliberación sobre su muerte, no hacía el menor gestó ni descubría el menor movimiento en su rostro surcado por la edad y las pasiones. En sus facciones repugnantes parecía hallarse escrita toda la horrible historia de su vida, y el aspecto del cráneo desollado en que se reflejaban todos los colores y matices de la sangre, acrecentaba la impresión pavorosa que producía aun al espectador más animoso o indiferente.

Después de larga conferencia, en que yo no tomé parte, se disolvió el consejo y los cazadores se prepararon para la partida. La voluntad del muchacho se había impuesto, y yo no podía apartar el pensamiento de que eso iba a ocasionarnos algún percance funesto. Old Firehand se acercó a mí, y poniéndome una mano en el hombro, observó:

—Deje usted correr las cosas, sir, y no pretenda medirlas por el rasero de su cacareada civilización.

Yo no me permito formular juicio alguno sobre su proceder, sir. Yo sé que el crimen merece castigo en todas partes, pero no tomará usted a mal que yo no intervenga directamente en su ejecución. ¿De modo que van ustedes al Beefork?

—En efecto, y ya que no quiere usted asistir a la ejecución, me alegro de saber que queda aquí alguno a quien se pueda confiar la seguridad del campamento.

—No será culpa mía si ocurre algo que no deseamos. ¿Cuándo volverán ustedes?

—No puedo decirlo, pues depende de lo que encontremos afuera. De modo que páselo usted bien y esté alerta.

Y dejándome a mí se acercó a los encargados de conducir al preso. Este fue desatado del árbol, y cuando volvió Winnetou, que había salido a explorar el terreno, y dijo que no había observado nada sospechoso, amordazaron a Finnetey y se encaminaron a la salida.

—¿Se queda mi hermano blanco? —me preguntó el apache antes de unirse a la expedición.

—El caudillo de los apaches conoce mis sentimientos, sin que los revele mi boca.

—Mi hermano es precavido como el pie que penetra en el lago de los cocodrilos; pero Winnetou debe estar al lado del hijo de Ribanna, muerta a manos del atabaska.

Winnetou se fue; yo sabia que opinaba lo mismo que yo, y que sólo el cuidado de los demás y sobre todo el de Harry podía decidirle a formar parte de la expedición.

Muy pocos cazadores permanecieron en la «fortaleza», y uno de ellos fue Dick Stone. Yo le llamé y le dije que pensaba salir a reconocer la maleza, fuera del recinto.

—No es necesario, sir —observó Stone—. El guardia está en su puesto y con los ojos muy alerta, y además ya exploré Winnetou los alrededores. Quédese usted aquí a cuidarse, que ya le vendrá faena.

—¿Cuál?

—Vaya, los rojos tienen ojos y oídos para ver y escuchar y no dejarán de saber que ahí fuera tienen buena caza.

—Tienes mucha razón, Dick, y por eso voy a echar un vistazo, a ver si se mueve algo. Entretanto, te encomiendo la custodia de nuestra residencia; no te haré esperar mucho rato.

Cogí mi carabina y salí del valle. El centinela me aseguró no haber visto nada alarmante; pero yo me había acostumbrado a fiarme sólo de mí mismo y atravesé la espesura en busca de las huellas de los indios. En efecto, enfrente de la entrada de nuestro refugio observé unas ramas desgajadas, y al examinar el suelo de cerca, comprobé que allí había estado acostado un hombre, que al alejarse había tratado de borrar cuidadosamente las señales de su permanencia sobre el follaje seco y la tierra vegetal floja y blanda que cubría el suelo.

Es decir que nos habían espiado, que habían descubierto la entrada de nuestro refugio y que podían atacarnos en el instante menos pensado; pero como supuse que el enemigo fijaría su atención con preferencia en su jefe Parranoh y los que se lo llevaban, era de todo punto preciso avisar a Old Firehand cuanto antes, y decidí seguirlos sin pérdida de tiempo.

Después de haber dado al centinela las órdenes convenientes, seguí las huellas de nuestra gente que se había encaminado a lo largo del río, aguas arriba, y poco a poco llegué junto al teatro de nuestras hazañas de la víspera. Tal como lo había supuesto, había ocurrido; los ponkas habían descubierto los cadáveres, y por la anchura del terreno pisoteado deduje que se habían reunido en gran número en aquel lugar, a fin de llevarse los cuerpos de sus hermanos:

No me había alejado mucho de allí, cuando encontré nuevos rastros procedentes de un lado de la maleza, y que continuaban por el camino emprendido por nuestros cazadores. Los seguí con toda la precaución compatible con la mayor velocidad, y recorrí en un espacio de tiempo relativamente corto un buen trecho de camino, gracias a lo cual llegué pronto al sitio en que las aguas del Beefork desembocan en el Mankizila.

Como desconocía el sitio en que había de realizarse la ejecución, hube de redoblar mis precauciones y con los ojos clavados en las huellas continué mi carrera por entre la espesura. De pronto me encontré con un recodo del riachuelo, donde la maleza dejaba un claro limitado por los llamados «matorrales negros» en que la hierba tenía suficiente espacio para su libre crecimiento.

En medio de aquel claro se levantaba un grupo de pinos balsámicos, bajo los cuales descansaban mis compañeros en animada conversación, después de haber atado a Tim Finnetey a uno de los árboles.

Delante de mí, a una distancie de seis o siete metros, un pequeño grupo de indios, oculto en la espesura, escudriñaba el claro, lo cual me hizo comprender que habría otros grupos apostados a derecha e izquierda para encerrar a mis incautos compañeros por tres lados y exterminarlos a todos de la primera embestida o empujarlos al río.