LOS ESPÍAS PONKAS
Uno de los indios llevaba a cuestas una colección de cepos, y el otro gran número de pieles; ambos iban armados hasta los dientes y observaban una actitud que daba a conocer que se hallaban en terreno hostil.
—¡Canastos! —murmuró Sam entre dientes—. Estos granujas se han apoderado de nuestras trampas y han cosechado lo que nosotros habíamos sembrado, si no me equivoco. Ya veréis, tunantes, cómo os explica mi Liddy de quién son los cepos y las pieles.
Y amartillando su escopeta se la echó a la cara. Yo, convencido de la necesidad de castigar a los indios sin meter ruido, agarré al viejo cazador por un brazo. Me había bastado una sola mirada para comprender que eran ponkas y que por lo pintarrajeado del rostro no iban en son de caza, sino de guerra. Es decir que no estaban solos, sino que cerca debían de tener auxiliares que acudirían al primer disparo.
—No tire, Sam: esto es cuestión de cuchillo. Advierta usted que han desenterrado el hacha de la guerra y que no vendrán solos.
El hombrecillo, deseoso de disparar, contestó:
—Ya lo veo, si no me equivoco, y por eso creo mejor acabar con ellos a la chiticallando; pero mi viejo cuchillo está demasiado desgastado para que pueda atravesar a dos hombres como esos.
—¡Bah! Yo me encargo de uno y usted del otro. ¡A ellos!
—¡No faltaba más sino que les dejáramos cuatro de nuestros mejores cepos, que valen tres dólares y media cada uno! Me alegraría de que además de las pieles robadas tuvieran también que dejar las suyas.
—Vamos allá, Sam, antes que sea tarde.
Los indios, de espaldas a nosotros e inclinados hacia el suelo, buscaban huellas humanas. Me deslicé cautelosamente por entre las cañas, dejando el rifle, y con el cuchillo entre los dientes. De pronto oí susurrar a mi oído:
—Quédese usted, sir: yo iré en su lugar.
Era Harry quien así me hablaba.
—Gracias. Yo me encargo de llevarlo a cabo.
Mientras cambiábamos estas frases en voz muy baja, me había acercado al borde de la maleza; después, enderezándome de un salto, agarré por el cuello al indio más próximo, le hundí el cuchillo en la espalda y cayó sin exhalar un gemido. La necesidad me obligaba a matarle, pues se trataba de ponkas que no merecían perdón y que si llegaban a descubrir la «fortaleza» nos pasarían a todos a cuchillo.
Me volví rápidamente al otro indio para encargarme también de él en caso necesario, pero ya estaba tendido en el suelo. Sam, encima de él, con las piernas abiertas, se había envuelto la larga trenza alrededor de la mano izquierda y le arrancaba de un tirón el cuero cabelludo.
—Ea, amiguito; ya puedes solazarte en los eternos cazaderos, poniendo todos los cepos y trampas que gustes; pero las nuestras tienes que dejarlas aquí.
Y limpiando el sanguinolento trofeo en la hierba, añadió con su extraña risa:
—Una de sus pieles está ya en mi poder; ahora le toca a Old Shatterhand coger la otra.
—No, gracias —contesté—. Ya sabe usted mi opinión respecto a escalpar, y extraño mucho verle a usted entregado a tan sangriento deporte.
—Tengo mis motivos, sir. Desde la última vez que nos vimos, he padecido mucho, y me he tenido que pelear con los rojos de tal manera que me han hecho perder toda idea de perdón y misericordia. Ya ve usted; tampoco ellos tuvieron piedad de mí; si no, míreme.
Y arrancándose el melancólico sombrero se llevó de paso la larga pelambrera. Yo conocía ya el aspecto que ofrecía aquel cráneo sin piel y rojo como la sangre.
—¿Qué dice usted de esto, sir, si no me equivoco? Yo llevaba mi pellejo desde que nací con la mayor honradez y equidad, merced al derecho que me asistía que no podía disputarme el mejor abogado del mundo, hasta que llegaron una o dos docenas de pauníes y me escalparon, lo cual me obligó a ir a Tekama a comprar eso que llamaron peluca y que me costó todo un rimero de pieles, si no me equivoco. Pero no importa, porque la nueva resulta a veces más práctica que la vieja, porque puedo quitármela cuando siento calor. No obstante, muchos indios han tenido que pagar con su pellejo el que me quitaron, y hoy la caza de un scalp me produce más que el castor mejor cebado.
Durante este discurso había vuelto a encasquetarse el sombrero y la peluca; pero no había tiempo que perder en conversaciones y recuerdos, porque de detrás de cada árbol podía partir una flecha o dispararse un gatillo, y era, ante todo preciso dar la voz de alarma en nuestro refugio avisando la aparición de los ponkas. Encarándome con Sam le dije:
—Eche usted aquí una mano, Sam, que hay que ocultar estos cadáveres.
—Tiene usted razón, sir; opino lo mismo, si no me equivoco. Para ello conviene que máster Harry se oculte detrás de la maleza, pues apuesto mis mocasines contra un par de zapatos de baile a que dentro de poco acudirán pieles rojas.
Harry siguió el consejo del viejo Sam, y escondimos los cadáveres en el cañaveral, pues por pura precaución no convenía echarlos al río.
Al terminar nuestra faena observó Sam:
—Ea, ya estamos listos. Ahora usted se volverá con máster Harry a la «fortaleza», a dar aviso a nuestra gente, mientras yo sigo las huellas para averiguar algo más de lo que nos han dicho este par de cobrizos.
—¿No seria mejor que fuera usted a avisar a mi padre? —preguntóle Harry. Cuatro ojos ven más que dos.
—¡Hum! Si el señorito se empeña no me quedará más remedio que complacerle, si no me equivoco; pero las cosas vienen rodadas de otro modo del que él se figura, no tendré yo la culpa.
—¡Qué ha de tener usted, abuelo! Ya sabe usted que sólo me gusta seguir mi voluntad. Usted ya tiene su scalp, y ahora me falta a mí buscar mi parte. Vamos, sir.
Y dejando a Sam Hawkens plantado, penetró en la espesura seguido por mí.
Aunque las circunstancias exigían que pusiera toda mi atención en los alrededores, me la robaba la actitud del muchacho, que con la destreza de un westman experimentado se deslizaba silenciosamente por entre la maleza, ofreciendo en cada uno de sus movimientos la imagen más completa de la prudencia y la habilidad.
No cabía duda; aquel niño se había criado en las pampas, donde debía de haber experimentado impresiones que habían aguzado sus sentidos, fortalecido sus sentimientos y dado al curso de su vida tan extraordinaria dirección.
Una hora haría que avanzábamos sin detenernos, cuando llegamos a otra colonia de castores, cuyos habitantes no salieron de sus viviendas.
—Aquí estaban colocados los cepos que nos habían quitado esos ladrones rojos, y más arriba el Beefork, que es el sitio adonde íbamos, a no haberlo estorbado nuestro tropiezo; pero temo que la cosa tome otro rumbo, porque las huellas van hada la selva de donde proceden y que tendremos que recorrer.
Iba a seguir andando cuando le agarré del brazo, diciendo:
—Harry…
El muchacho se quedó parado mirándome interrogativamente:
—¿No sería mejor que te volvieras tú y me dejaras ir a mí solo a la selva?
—¿Qué ocurrencia es esa?
—¿Sabes los peligros que nos esperan?
—¿Cómo no? Además no pueden ser mayores que los que he desafiado y vencido hasta ahora.
—Quisiera conservar tu vida.
—Eso quiero yo también y espero conseguirlo. ¿Acaso se figura usted que me va a dar un patatús al ver delante a un rojo pintarrajeado?
Seguimos adelante, pero desviándonos del río penetramos en un bosque formado de árboles esbeltos de tronco, liso, cuyas ramas se entrelazaban formando una bóveda verde y tupida sobre el suelo cubierto de una blanda alfombra de musgo, en donde, sin gran esfuerzo, descubrimos pisadas.
Harry, que iba delante, se detuvo. No eran las huellas de dos hombres, sino de cuatro, que en aquel sitio debieron de separarse. Los que descansaban fríos y yertos para siempre en el cañaveral llevaban todas sus, armas de guerra, y como suponía que había de haber mayor número de los suyos, a quienes sólo una gran empresa podía obligar a cruzar un territorio cuajado de hordas enemigas, supuse que tal vez la expedición tuviera alguna relación con el fracasado ataque al ferrocarril, y que debía de ser una de esas algaradas de venganza con que los indios tratan de borrar mi insulte o saldar una derrota.
—¿Qué hacemos? —preguntó Harry—. Estas huellas se encaminan hacia nuestro castillo, y no debemos exponernos a que lo des cubran. ¿Las seguimos o nos separamos, sir?
—Estas pisadas cuádruples se dirigen al campamento de los indios, que se han escondido esperando la vuelta de sus exploradores. Ante todo, debemos tratar de descubrir su escondrijo, con objeto de, averiguar cuántos son y la intención que los guía. La entrada de nuestra fortaleza está guardada por un centinela, que hará lo que debe para conservar el secreto.
—Tiene usted razón. Adelante, pues.
El bosque, desde el valle por donde corría el río, penetraba buen trecho en la llanura y estaba cruzado por profundas quebradas rocosas, por cuyos bordes salían helechos y zarzales de exuberante lozanía. Íbamos a llegar a una de las cortaduras, cuando noté ligero olor a quemado que, poniéndome en guardia, me impulsó a escudriñar el bosque con mayor cuidado. Entonces vi una delgada columna de humo, que se interrumpía a veces o desaparecía del todo con movimientos caprichosos hacia la cima de los árboles, muy cerca de nosotros.
Aquella débil humareda sólo podía proceder de una hoguera india, pues mientras los blancos arrojamos leña al fuego sin reparar cómo, produciendo anchas llamaradas que originan la natural cantidad de humo, el indio, para no ser descubierto, sólo deja prender los extremos de los troncos, con lo cual produce una llama pequeña con humo apenas perceptible. Winnetou solía decir de las hogueras de los blancos: «Los rostros pálidos hacen con su fuego tanto calor que no pueden sentarse junto a él para calentarse». Yo detuve a Harry mostrándole mi descubrimiento, y le dije:
—Escóndete detrás de esas matas, mientras yo voy a espiar a esa gente.
—¿Por qué no he de ir con usted?
—Con uno basta; con dos se duplica el riesgo de ser descubiertos. El joven asintió y se deslizó a un lado, borrando cuidadosamente, sus pisadas, mientras yo, resguardándome detrás de los troncos de los árboles, me aproximaba a la quebrada.
En el fondo de ella vi tendidos, y estrechándose unos contra otros, a tal número de ponkas, qué escasamente cabían en aquel sitio; y en los extremos de la hondonada había sendos mocetones, semejantes a estatuas de cobre, que guardaban la entrada y la salida, con otros centinelas apostados a lo largo de los bordes. Afortunadamente no se dieron cuenta de mi presencia.
Yo traté de hacer un recuento de los indios, y para ello iba fijándome en todos uno a uno, cuando me quedé, parado, mudo de sorpresa. El más cercano al fuego —¿era visión o realidad?— era nada menos que el caudillo blanco Parranoh o sea Tim Finnetey, según le llamaba Old Firehand. Yo había visto demasiado claramente su rostro la luz de la luna, al darle mi cuchillada en la noche del asalto a tren, para haberme equivocado, y, sin embargo, empezaba a dudar d mí mismo, porque de su cabeza pendía el espléndido bucle del scalp, siendo así que Winnetou se lo había arrancado y lo llevaba pendiente del cinto.
En esto, el centinela más próximo hizo un ademán hacia el sitio en qué estaba yo agazapado detrás de un pedrusco, lo cual me obliga a escurrirme más que de prisa.
Una vez junto a Harry, le hice señas de que me siguiera y me encaminé al sitio por donde habíamos venido, hasta llegar donde se bifurcaban las huellas. Desde allí seguimos la segunda pista, que por entre una tupida, maleza se prolongaba en línea recta hacia el valle que habíamos atravesado la víspera y donde nos había dado el alto el centinela Sam Hawkens.
Era indudable que los ponkas se habían reforzado y nos habían seguido los pasos para tomar cruel venganza. Nuestra detención durante la enfermedad de Old Firehand les había dado tiempo para reunir todas sus fuerzas disponibles. Lo que no acababa yo de comprender era por qué habían congregado a tantos guerreros para luchar contra tres solos, y por qué no se habían lanzado sobre nosotros hacía tiempo, en lugar de dejarnos seguir tranquilamente nuestro camino. Sólo había una razón par tan extraño proceder; que Parranoh supiera algo de aquella colonia de cazadores y premeditara el exterminio de todos ellos.
Los espías a quienes seguíamos nos habían abierto camino; así fue que pudimos seguirlos con relativa rapidez. No debíamos de encontrarnos ya muy lejos del valle que cortaba perpendicularmente nuestra dirección. De, pronto, oímos un ligero sonido metálico, que procedía de una espesa mata de cerezos silvestres.
Haciendo seña a Harry de que se ocultara, me tendí boca abajo en el suelo, empuñé el cuchillo y me dirigí al bosquecillo dando un rodeo. Lo primero que distinguí fue un montón de cepos de hierro Y junto a ellos unas piernecillas torcidas y secas que acababan en un par de mocasines gigantescos. Avanzando unos pasos más, me encontré con una descomunal zamarra de cuero, sobre cuya parte superior descansaba un sombrero de fieltro mugriento y seboso; y algo distante del ala de tan antiquísima prenda vi surgir las púas duras y punzantes de una barba selvática entre las cuales acechaban dos ojillos vivarachos, al través de la hojarasca.
Era el pequeño Sam. Pero ¿cómo había ido a parar allí, cuando yo le juzgaba hacía rato en la fortaleza? Era preciso averiguarlo; por lo que, gateando lo más cautelosamente que supe hasta ponerme a su lado, me iba riendo por adelantado del susto que le iba a meter en el cuerpo. Extendí suavemente la mano, me apoderé de la Liddy, que tenía a su alcance, aquel rifle antediluviano que hacía todas sus delicias, y amartillé el roñoso gatillo. Al oír el chasquido se volvió Sam tan rápidamente que en las ramas se quedaron enganchados el sombrero y la peluca, y al ver que le apuntaban con su propia arma, apareció debajo de la disforme nariz de papagayo que brillaba con todos los colores del arco iris, una sima negra y profunda, que iba en progresión ascendente al par de su sorpresa.
—Sam Hawkens —le dije en voz baja—, si no cierra usted pronto ese buzón, le meto en él la docena de cepos que tiene usted ahí.
—¡Good lack! ¡Cómo me ha asustado usted, si no me equivoco! —contestó el cazador, quien no obstante su consternación no había hecho el menor movimiento imprudente y volvía a colocar en su sitio, con la mayor serenidad, el sombrero y la peluca—. Vaya usted al diablo con sus sorpresas. Todavía me tiemblan las piernas; y le aseguro a usted que si hubiera usted sido un indio…
—Ya habría usted comido su último budín en la tierra. Tome usted su retaco y explíqueme qué idea ha sido la suya al decidirse a echar la siesta aquí.
—¿Siesta, dice usted? Pues sepa usted que aunque me haya sorprendido, no dormía ni mucho monos. Estaba con las ideas fijas en las dos pieles de rata, que me había empeñado en recoger antes de volver a nuestro castillo; y le advierto que no debe usted decir a nadie que le ha dado usted un susto al viejo Sam.
—Callaré como un muerto.
—¿Dónde está el pequeño sir?
—Allá abajo. Oímos sonar los cepos de usted y quise saber qué campanillas eran esas.
—¿Campanillas? ¿Tanto sonaron? Sam Hawkens, estás perdiendo los papeles y convirtiéndote en un mapache viejo y atolondrado. Está el animal deseando cazar scalps y arma al mismo tiempo un estrépito que se puede oír en el Canadá, si no me equivoco. Pero ¿cómo ha venido usted por aquí? ¿Es que vienen ustedes pisando los talones a esos dos sabuesos rojos?
Yo hice un ademán de afirmación y le referí el resultado de mis pesquisas.
—¡Malo, malo!: Eso va a costar mucha, pólvora, mucha pólvora, sir. Venía yo tan tranquilo con mis cepos río arriba, cuando me echo a la cara a dos cobrizos, si no me equivoco, que espiaban ocultos detrás de la maleza a ocho pasos escasos de mí. Me acurruco para observarlos y veo que uno se va para arriba y otro para abajo a explorar el valle. «¡Qué mal les va a sentar el paseo a los pobrecillos!» pienso; habrá que preguntarles, cuando regresen, qué han visto por ahí.
—¿Cree usted que vendrán aquí a reunirse?
—Claro que sí. Si quiere usted hacer una gorda, escóndase al otro lado, para que queden entre dos fuegos, y no haga usted esperar a master Harry, para que, impaciente ya, no vaya a cometer un imprudencia.
Obedecí las indicaciones del hombrecillo y volví en busca de Harry a quien, después de enterarle de lo ocurrido, me llevé al escondite, frente del de Sam, donde acechamos ansiosamente el regreso de ponkas.
Nuestra paciencia fue puesta a prueba, pues transcurrieron varias horas antes que oyéramos unos pasos cautelosos. Era uno de los espías que esperábamos, un viejo curtido que, no teniendo ya sitio en su cinturón donde colocar los scalps, llevaba las costuras de sus anchos calzones de cuero guarnecidas de espesas capas de pelo humano procedente de los cráneos de sus enemigos.
Apenas estuvo al alcance de nuestras manos se vio sujeto por delante y por detrás, y muerto. Lo mismo le ocurrió al otro, que llegó poco después; y ya libres de espías nos encaminamos los tres al «castillo».
Al llegar a la entrada hallamos de centinela a Will Parker que, oculto detrás de la maleza, había observado perfectamente al escucha indio al pasar a pocos pasos de distancia de él.
Sam le miró asombrado al saberlo y observó bruscamente:
—Has sido un greenhorn, y lo seguirás siendo hasta que los cobrizos te agarren del moño, como a mí. ¿Te has figurado acaso que el indio venía por aquí a cazar codornices, para dejarle volver sin hacerle unas cosquillas con tu herramienta?
—Sam Hawkens, hazte un nudo en la lengua si no quieres probar tú lo que tiene que hacer Will Parker antes de dejar su papel de greenhorn. Esa broma merece unos cuantos granos de pólvora. Pero el hijo de tu madre no sabe aún ni tiene mollera suficiente para comprender que a un explorador no se le caza para que su falta no alarme al enemigo.
—Te daré la razón, amigo, pues no te interesa poseer algunos pellejos de indio, según parece.
Diciendo esto Sam Hawkens se dirigió al arroyo; pero antes de desaparecer entre las rocas advirtió al centinela:
—Abre los ojos, porque allá abajo en el gutter (canalón o zanja) hay agazapados todo un nido de flecheros que pretenden meter sus narices por entre tus piernas, y, la verdad, sería una lástima que lo consiguieran. ¡Una gran lástima!
Y enterrado debajo de las pieles que le cubrían por todos lados, siguió adelante, y pronto nos vimos a la salida de la sima que nos permitía abarcar todo el valle. Un agudo silbido del viejo cazador bastó para que acudiesen todos los habitantes del recinto, los cuales escuchaban con visible ansiedad las peripecias de nuestra excursión.
Old Firehand no dijo una sola palabra hasta que hubo acabado el relato; pero en cuanto le comuniqué mis dudas respecto de Parranoh, no pudo contener una exclamación de asombro y la vez de alegría:
—¿Sería posible? Entonces podría cumplir aún mi juramento y destrozarle entre mis manos, lo cual ha sido el deseo mayor de mí vida.
—El pelo que lleva es lo único que me hace dudar.
—Eso es lo de menos. Sam Hawkens puede servir de ejemplo. Yo no puedo dudar que le hirió usted aquella noche. Los suyos debieron de encontrarle y recogerle, y durante mi enfermedad se habrá repuesto y nos ha hecho espiar y seguir.
—Pero ¿por qué no atacarnos cuando estábamos solos?
—Lo ignoro; pero sus motivos tendría, y hay que averiguarlos. ¿Está usted cansado?
—Nada absolutamente.
—Es preciso que vea yo a ese hombre con sus propios ojos. ¿Quiere acompañarme?
—No hay inconveniente; pero antes he de hacerle a usted presentes los peligros de la expedición. Los indios esperarán en vano el regreso de sus escuchas, y no cesarán de buscarlos hasta encontrar sus cadáveres. Nos vamos a encontrar rodeados por ellos y separados de los nuestros.
—Todo es posible; pero yo no puedo aguardar aquí con los brazos cruzados hasta que den con nuestro refugio. ¡Dick Stone! Este, que había pasado el día fuera «haciendo carne», no me habla visto todavía y se acercó a saludarme con gran cordialidad. Old Firehand le preguntó:
—¿Sabes adónde vamos?
—Me lo figuro.
—Coge el rifle, que vamos a caza de pieles rojas.
—Al momento. ¿Ensillo el caballo?
—No es necesario, pues sólo llegaremos hasta el gutter. Vosotros, entretanto, no estéis parados; tapad los catches (escondites para las pieles) con césped y musgo. No sabemos la que puede pasar, y si los rojos llegan, a penetrar en nuestras rocas, por lo menos que no encuentren nada de lo que necesitan. Tú, Harry, te unes a Will Parker, y tú, Bill Bulcher, te encargas de mantener el orden hasta que volvamos.
—Padre, déjame que te acompañe —suplico. Harry.
—No puedes serme útil, niño: ya te llegará la oportunidad.
Harry insistió en sus ruegos; pero Old Firehand permaneció inquebrantable y los tres salimos por el lecho del arroyo fuera de la «fortaleza».
Una vez que hubimos salido de ella y se hubieron dado al centinela las órdenes correspondientes, nos encaminamos al observatorio donde había yo encontrado a Sam. La vigilancia desde aquel punto era la más ventajosa, porque estábamos a cubierto por ambos lados, y seguros de topar con los indios encargados de indagar el paradero de los espías muertos.
Winnetou también había salido temprano del campamento y no había regresado aún al partir nosotros. Esto era sensible porque en aquellas circunstancias habría sido para nosotros un precioso auxiliar. A mí me iba preocupando tan larga ausencia, pues era más que probable que hubiera tropezado con el enemigo, y en tal caso y no obstante su valor, le tenía por irremisiblemente perdido.
En el preciso instante en que abrigaba yo tan tristes pensamientos, vimos que se abría la maleza y aparecía el caudillo apache. Nuestras manos que, al oír el crujido de la hojarasca, habían empuñado las armas, las dejaron en su sitio al conocerlo.
—Winnetou irá con sus hermanos blancos a ver a Parranoh y los ponkas —dijo tranquilamente.
Todos le miramos con asombro al ver que estaba enterado de la presencia del enemigo.
—¿Ha visto mi hermano rojo a los guerreros de los parientes más sanguinarios y feroces de los siux? —le pregunté.
—Winnetou vela por su hermano Old Shatterhand y por el hijo de Ribanna; los ha seguido en su expedición y les ha visto hundir el cuchillo en el corazón de sus enemigos. Parranoh se ha cubierto el cráneo con el scalp de un hombre de la tribu de los osagas; su cabello es una ficción y sus pensamientos estén llenos de falsedad. Winnetou le dará la muerte…
—No, por cierto; el caudillo de los apaches no le tocará, sino que me lo dejará a mí —contestó Old Firehand.
—Winnetou lo cedió ya una vez a su amigo blanco…
—Esta vez no se me escapará, porque mi mano…
Sólo oí esta última palabra, porque en el instante en que se pronunciaba vi brillar dos ojos detrás de un arbusto que ocultaba un recodo del sendero, y de un salto me lancé sobre el hombre que nos espiaba.
Era éste el mismo de quien se hablaba; esto es, Parranoh. Apenas le hube cogido vi surgir a mi alrededor gran número de indios que acudían en socorro de su caudillo.
Mis compañeros habían notado el movimiento y se precipitaron acto continuo contra mis asaltantes. Yo tenía al cabecilla blanco debajo, apoyando mis rodillas sobre su pecho; la mano izquierda clavada en su garganta y sujetando con la derecha el brazo con que él empuñaba el cuchillo. Se revolvía como un reptil, haciendo esfuerzos inauditos para desasirse; pateaba como un toro encadenado, tratando de levantarse a fuerza de terribles sacudidas; el postizo cuero cabelludo, cubierto de sedosa cabellera, se le había caído, y los ojos inyectados en sangre le salían de las órbitas. De la boca despedía una espuma sanguinolenta, y su cráneo desnudo y desollado por el cuchillo de Winnetou se hinchaba al esfuerzo terrible de todos sus músculos y sus nervios hasta adquirir una fealdad repugnante. Me parecía tener debajo de mí a una fiera enfurecida. Haciendo un esfuerzo supremo le apreté convulsivamente el gaznate, hasta que tras unos cuantos estremecimientos dejó caer la cabeza hacia atrás, revolvió los ojos y con un temblor cada vez más débil de los miembros se estiró cuan largo era. Estaba vencido.
Entonces me enderecé, eché una ojeada a mi alrededor y presencié una escena que mi pluma se resiste a describir. Por temor a llamar a nuevos enemigos, ninguno de los combatientes hacía uso de las armas de fuego, empleando solamente el cuchillo y el tomahawk; ninguno luchaba en pie, pues todos rodaban por el suelo, revolcándose en la sangre propia mezclada con la del enemigo. Winnetou estaba con el brazo en alto, dispuesto a hundir su puñal en el pecho de su adversario. Old Firehand sujetaba a un enemigo y trataba de deshacerse de otro que le destrozaba un brazo. Acudí en su auxilio y tumbé al ponka con su propia hacha, que se le había caído. Después me acerqué a Dick Stone, que entre dos pieles rojas y con un indio gigantesco encima, que trataba de asestarle en vano una cuchillada, era el que más apurado estaba. De un solo hachazo le libré del gigante.
Stone se levantó de un salto y estiró sus miembros inferiores diciendo:
—¡By good, sir! ¡A eso se le llama acudir a tiempo! ¡Tres contra uno y sin poder disparar un tiro, es exagerar las cosas! Si no es por usted no lo cuento.
Old Firehand a su vez me alargó la diestra, e iba a hablar, cuando su mirada se fijó en Parranoh:
—¡Tim, Tim!… ¿Es posible? ¡El caudillo en persona! ¿Quién ha tenido que habérselas con él?
—Old Shatterhand le ha derribado —contestó Winnetou en mi lugar—. El Gran Espíritu le ha dado la fuerza del búfalo que ara la tierra con su cuerno.
—¡Hombre! —exclamó Old Firehand—. No he encontrado otro como usted en todas mis correrías. Pero ¿cómo es posible que Parranoh se escondiera aquí con los suyos estando Winnetou tan cerca?
—El caudillo blanco no se hallaba oculto por el lado de donde vino el apache —contestó Winnetou—, sino que, habiendo descubierto vuestras huellas, las siguió. Sus hombres deben de seguirle; y mis hermanos blancos deben encaminarse de prisa a sus wigwams.
—El caudillo apache tiene razón —afirmó Dick Stone—. Es preciso volver cuanto antes a nuestro refugio.
Está bien —replicó Old Firehand, de cuyo brazo manaba sangre—. Pero es preciso borrar cuanto antes las huellas de la lucha. Adelántate un poco, Dick, para que no nos sorprendan.
—Se hará como usted dice, sir pero antes hágame el favor de sacarme esta espina que llevo clavada, pues no puedo alcanzarla con mis manos.
En efecto, uno de sus adversarios le había clavado en el costado su cuchillo, que con la lucha había ido introduciéndose cada vez más. Afortunadamente, no era peligroso el sitio de la lesión, y una vez extraída la hoja y merced a la naturaleza de hierro de Stone, sólo quedó una ligera herida.
En poco tiempo estuvo hecho lo más preciso y Old Firehand consultó con Dick:
—¿En qué forma trasladamos al prisionero?
Habrá que llevarlo a hombros —contesté yo—, y eso ofrecerá sus dificultades en cuanto recobre el conocimiento.
—¿En brazos? —preguntó Stone—. Hace años que no me han dado a mí ese gusto, y no quisiera hacer a ese mozo tamaña injuria.
De unos cuantos hachazos derribó algunos troncos jóvenes, cogió la manta misma de Parranoh, que hizo tiras, y manifestó cabeceando alegremente:
—Es precisó hacer un rastrillo, un trineo o algo semejante, para poder sujetar fuertemente a nuestro hombre y echarnos luego a correr cuesta abajo.
La proposición obtuvo la aprobación general y fue ejecutada inmediatamente; y nos pusimos en camino, mientras Winnetou, cerrando la comitiva, se ocupaba en borrar la extensa huella que dejábamos.