CAPÍTULO NOVENO

EN LA «FORTALEZA»

Al cabo de unas horas de descanso volvimos a emprender la marcha. Como si los caballos adivinaran que nos encaminábamos a un lugar de seguridad y recreo, trotaban alegremente, y habíamos recorrido un buen trecho cuando al ocaso nos aproximamos mucho a una cadena de alturas, detrás de las cuales estaba el valle del Mankizila. Empezó a subir el terreno, y nos hallábamos atravesando un barranco que al parecer nos conducía perpendicularmente al curso del río, cuando de pronto, de entre unos algodoneros laterales, por cuyas ramas vimos aparecer el reluciente cañón de un rifle, sonó una voz diciendo:

—¡Alto ahí! ¡Venga el santo y seña!

—Valiente.

—¿Y qué más?

—Callado —contestó Old Firehand, mientras sus penetrantes ojos escudriñaban el follaje.

Al oír la respuesta se abrieron las ramas, dando paso a un hombre cuya vista me causó una impresión de alegría y asombro.

Bajo el ala, melancólicamente caída, de un sombrero de fieltro cuya edad, color y forma habrían sumido al observador más agudo en un mar de cavilaciones, y por entre una maraña de canoso pelo, surgía una nariz de dimensiones aterradoras, que habría podido servir de gnomon a cualquier reloj de sol. A causa de la abundante y desgreñada pelambrera, salvo el descomunal órgano del olfato, no se le veían en el resto de la cara sino dos ojillos vivos y penetrantes, que parecían dotados de una movilidad extraordinaria, y que saltaban de un lado a otro, con expresión de maliciosa picardía.

La parte más noble del hombrecillo descansaba sobre un cuerpo que hasta las rodillas permanecía perfectamente invisible a nuestros ojos, por hallarse metido en una vieja zamarra de cuero, que indudablemente había sido cortada para persona de dimensiones mucho mayores que las de su actual propietario, y que daba a éste el aspecto de un niño que llevara la chaqueta de su abuelo. De esta zamarra, de amplitud excesiva, surgían dos piernecillas secas y encorvadas como una hoz, metidas en polainas deshilachadas, de tal vetustez que debieron de quedársele pequeñas a su dueño hacía dos lustros, pero que servían perfectamente para poner mejor de manifiesto unas botas indias, cada una de las cuales habría Podido servir de escondite a su amo en caso de peligro. Empuñaba el hombrecillo un viejo escopetón que yo no me habría atrevido a tocar sin grandes precauciones.

Al acercarse a nosotros, con tanta prosopopeya que me pareció que encarnaba en aquel instante la caricatura más perfecta del cazador pampero, exclamó Old Firehand:

—Sam Hawkens, ¿se han enturbiado tanto tus ojillos que te has visto precisado a pedirme el santo v seña?

—No lo crea usted; pero yo soy de los que opinan que el que está de guardia debe demostrar que no se le olvida. Bien venidos seáis a Bajou, señores. Vuestra llegada va a causar contento, gran contento. Estoy loco de alegría por tener ante mis ojos a mi greenhorn (le otros tiempos, hoy llamado Old Shatterhand, como también a Winnetou, el gran caudillo de los apaches, si no me equivoco.

Me tomó ambas manos y las estrechó con tal fervor contra su zamarra, que ésta sonó como un cajón de madera vacío; además aguzó los barbudos labios con ánimo de darme un ósculo, pero yo logré esquivar tan cariñosa demostración con un hábil movimiento de cabeza. Su pelo, antes oscuro, se había tornado bastante canoso. Yo le contesté con afecto:

—De todo corazón me alegra verle a usted, querido Sam; pero, dígame: ¿no ha dicho usted nunca a Old Firehand que me conocía y que fue usted mi primer maestro?

—¡Claro que sí!

—¡Y usted no me indicó siquiera que iba yo a encontrar aquí a mi buen Sam, en su castillo! —añadí volviéndome a Old Firehand.

Este contestó sonriendo:

—Quise darle a usted una sorpresa; ya ve usted que le conozco hace tiempo de oídas, pues Sam me ha hablado mucho de usted. Todavía se encontrará usted con otros dos buenos amigos.

—¿Dick Stone y Will Parker, los inseparables de Sam, no es eso?

—Así es, y para ellos la llegada de usted constituirá una grata sorpresa. Pero, veamos, Sam, ¿qué gente tenemos ahora en casa?

—Todos, menos Bill Bucher, Dick Stone y Harris, que creo han salido a hacer «carne». El señorito también está de regreso.

—Ya, ya… ¿Qué tal te ha ido? ¿Se acercó algún piel roja?

—No recuerdo haber visto a ninguno, aunque debo advertir —dijo Sam señalando a su escopeta—, que mi Liddy ha sentido ansias matrimoniales.

—¿Y las trampas?

—Hemos tenido una gran cosecha, excelente, si no me equivoco. Ya la verá usted; hallará poca agua en el portón, pienso yo.

Y dando media vuelta se encaminó de nuevo a su escondite, mientras nosotros seguíamos nuestro camino.

El encuentro del centinela me había demostrado que nos hallábamos próximos a la fortaleza, pues indudablemente Sam Hawkens montaría la guardia a poca distancia de la misma; y mi curiosidad me llevó a examinar cuidadosamente el terreno a fin de descubrir la entrada. En esto se abrió ante nosotros una estrecha sima formada de rocas, cubiertas por arriba de espesos zarzales, y tan cercanas unas de otras que podíamos tocar a cada lado con los brazos extendidos. El suelo en toda su anchura estaba formado por un arroyo, cuyo lecho duro y pedregoso no dejaba imprimir la menor huella, y cuya agua cristalina iba a verterse en el riachuelo por cuyas orillas habíamos llegado hasta el valle.

Old Firehand se introdujo en la abertura y nosotros le seguimos caminando al paso de nuestros caballos contra la corriente. Entonces comprendí el significado de las palabras de Sam Hawkens al decirnos que hallaríamos poca agua en el portón.

Habíamos avanzado muy poco trecho cuando las rocas se estrecharon tanto y se presentaron en forma tan amenazadora que parecían como dispuestas para cerrar el paso al hombre. Pero, con gran sorpresa mía, vi seguir adelante a Old Firehand y atravesar el muro que parecía impenetrable. Winnetou le siguió, y cuando yo llegué al punto que me parecía místerioso, observé que las ramas entrelazadas de la hiedra silvestre que caían desde arriba no formaban el revestimiento mismo de los peñascos, sino un espeso telón detrás del cual continuaba la abertura en forma de túnel, sumida en profunda oscuridad.

Dando vueltas y doblando recodos seguimos nuestro camino en medio de las tinieblas, hasta que por fin pareció alborear y penetramos en otra angostura parecida a la que dejábamos, pero más clara. Al ensancharse, mudo de asombro, paré mi caballo. Nos encontrábamos a la entrada de un magnífico y ancho valle, en forma de caldera, rodeado por todos lados de muros de roca cortados a pico, enteramente inaccesibles. Una frondosa franja de arbustos rodeaba la llanura circular cubierta de abundante hierba fresca, en la cual pacían varios grupos de caballos y mulos, y entre los cuales se veían muchísimos perros, algunos de ellos de esa raza de perros lobos que da a los indios sus animales de guardia y caza, y otros de esas especies bastardas cuyos individuos se ceban y engordan y cuya carne es, después de la de pantera, el bocado más exquisito para los pieles rojas.

—Ahí tiene usted mi «fortaleza» —observó Old Firehand—, en la cual se vive más seguro que en el seno de Abraham.

—¿No tiene salida alguna a los montes? —pregunté yo señalando al lado opuesto del valle.

—Ni aun para dar paso a una culebra, y desde fuera es imposible llegar a las cumbres. Ya ha pasado rozándola más de un piel roja, sin sospechar que esos agudos picachos no forman una masa compacta, sino que encierran un valle tan seductor.

—¿Y cómo ha encontrado usted retiro tan delicioso?

—Persiguiendo a un racoon (mapache) llegué a la sima que acabamos de recorrer, y que no se hallaba entonces como ahora cubierta de hiedra; y en seguida tomé posesión de tan hermoso refugio.

—¿Solo?

—Al principio, sí. Cien veces me salvé de una muerte segura, cuando perseguido por los indios lograba ocultarme en este escondrijo. Luego me traje a mis chicos, y aquí almacenamos nuestras pieles y desafiamos los rigores del invierno.

Mientras hablaba Old Firehand sonó un silbido penetrante, que se extendió por todos los ámbitos del valle, y en seguida se abrieron los matorrales que formaban la franja de arbustos, y por distintos lados surgieron individuos que desde luego acreditaban su ciudadanía del Oeste.

Avanzamos hasta el centro del vallecillo, y pronto nos vimos rodeados de gente que nos reveló su contento por nuestra llegada con demostraciones excesivamente vigorosas al estrecharnos las manos. En el grupo figuraba Will Parker, que pareció enloquecer de gozo al verme, y a quien Winnetou saludó con mucho afecto.

En medio de la algazara, solamente permisible en aquel recinto tan cerrado, vi que Winnetou desmontaba y desensillaba su caballo, después de lo cual dio al animal un palmetazo en las ancas, indicándole así que debía cuidar por sí mismo de procurarse la cena; y cargándose la silla y los arreos echó a andar sin preocuparse más por los circunstantes. Yo seguí su ejemplo, pues veía a Old Firehand tan ocupado en contestar a las preguntas de sus compañeros, que no le dejaban lugar a atendernos, y después de soltar a Swallow y sin hacer caso de los preguntones que también me asediaban a mí, me fui a explorar la llamada «Fortaleza».

Cuando la formación geológica de la sierra, habían sido levantadas las masas pétreas como una burbuja gigantesca de jabón que al reventar había dejado un hemisferio hueco, abierto por arriba e inasequible desde fuera, comparable al cráter de un volcán enorme. Luego se habían combinado el aire y la luz, el viento y la lluvia en la descomposición del duro suelo, para hacerlo propicio a la vegetación, y las aguas acumuladas se habían abierto poco a poco una salida al través del muro de roca, formando así el arroyo que había sido nuestro guía.

Yo escogí para mi paseo el borde extremo del valle y caminé por entre la maleza y el muro de roca, que estaba cortado a pico o sobresalía como un reborde, y en el cual advertí muchas aberturas tapadas con pieles, que indudablemente servían de puerta a las habitaciones o almacenes tan necesarios a aquella colonia de cazadores.

Esta colonia debía de constar de mayor número de personas que las que habían asistido a nuestra llegada; por lo menos así lo daba entender el número de squaws que encontré en mi camino; pero la mayoría debían de estar de caza y regresarían quizá a principios de invierno, cuyos rigores no habían de tardar en hacerse sentir.

Mientras paseaba descuidadamente, observé una pequeña cabaña hecha de fuertes troncos, que a manera de vigía parecía colgar de uno de los peñascos más inaccesibles, y desde donde debía de dominarse el valle en sus más ocultos rincones; decidí escalar el saliente para llegar a ella, y al poco rato encontré un sendero estrecho, formado por una hilera de huellas humanas que habían trepado hasta el risco, y lo tomé inmediatamente.

Me faltaba muy poco para llegar al término de mi objeto, cuando vi salir por la angosta y baja puertecita de la cabaña una juvenil figura, que no debió de darse cuenta de mi llegada; sin mirarme, y dándome la espalda, se aproximó al borde del peñasco, y resguardándose los ojos con la mano, contempló con atención el valle.

Llevaba una cazadora de tejido fuerte, y calzones adornados por largos flecos, desde la costura extrema de la cadera, y los pequeños mocasines se hallaban guarnecidos de abalorios y cerdas de jabalí. Alrededor de la cabeza, a manera de turbante, llevaba un paño rojo, y una faja del mismo color rodeaba su cintura.

Al poner yo el pie en el pequeño terraplén, oyó aquel joven el ruido de mis pasos y se volvió rápidamente. ¿Era ficción o realidad? Y hube de exclamar, asombrado:

—¡Harry! ¿Es posible? —y me acerqué a él con rápido paso.

El muchacho me miró con frialdad, sin que ni un solo movimiento de su rostro descubriera la menor señal de satisfacción al verme.

—Si no fuera posible, no me hallaría usted aquí —contestó desdeñosamente—. Pero el derecho a esa pregunta está más bien de mi parte que de la de usted. ¿Qué circunstancias le han permitido a usted llegar a nuestro campamento?

¿Era este el recibimiento que yo merecía? Con frialdad y circunspección mayores aún que las suyas contesté solamente:

—¡Bah!

Y volviéndole la espalda descendí con precaución por donde había venido.

Aquel muchacho era, como yo había supuesto, hijo de Old Firehand, y entonces todo se presentó a mis ojos claro y comprensible. No obstante ser un niño, me molestaba enormemente su actitud desdeñosa después de lo que había hecho yo por él. La declaración de Old Firehand de que Harry me había tenido por un cobarde, concordaba con las manifestaciones del joven; pero me era absolutamente imposible decir en qué consistía esa cobardía que me achacaba; y así, dominando mi disgusto, volví al fondo del valle.

Era noche oscura. En medio del ancho barranco ardía una gran fogata, alrededor de la cual se habían reunido todos los que a la sazón habitaban la fortaleza. Incluso Harry, que gozaba de todos los derechos de los demás, según observé en el acto, ocupaba un lugar entre ellos y me miraba con ojos menos suspicaces. Se refirieron toda una serie de aventuras y episodios, que yo escuché con gran atención, hasta que siguiendo mi inveterada costumbre me levanté para ir a cuidar de mi caballo. Alejándome del fuego me interné en la oscuridad sobre la cual se extendía el cielo claro, sereno y luminoso, como si sus millones de estrellas iluminaran una tierra cuyos seres mejor organizados no se dedicaran a espiarse unos a otros con las armas en la mano, ansiosos de aniquilarse.

Un leve y alegre relincho que sonó al borde del soto que rodeaba el arroyo me llevó al sitio donde pacía Swallow, el cual me había reconocido, y frotaba contra mi hombro su inteligente cabeza. Aquel animal me era doblemente precioso desde que me había sacado del mar de llamas; afectuosamente apoyé la mejilla en su cuello esbelto y reluciente.

Un peculiar resoplido del caballo, que solía servirme de aviso, me hizo volver la cabeza, y observé que se me acercaba Harry, a quien reconocí por su rojo turbante. Con voz insegura balbució el joven:

—Perdóneme usted si le molesto; pero me he acordado de Swallow, a quien debo la vida, y he venido aquí con objeto de acariciarle.

—Pues aquí lo tienes. No estorbaré con mi presencia tus expansiones. Good night.

Dando media vuelta me dispuse a alejarme, pero a los diez o doce pasos oí que el joven me llamaba con voz apagada:

—¡Caballero!

Me detuve y vi que Harry se me acercaba con paso vacilante. El vibrar de su voz revelaba el azoramiento en que se hallaba y que no lograba dominar.

—Le he ofendido a usted —me dijo.

—¿Ofendido? —contesté con la mayor frialdad—. Estás muy equivocado. Por ti no puedo sentir otra cosa que indulgencia; nunca podrías darme la impresión de ofensa.

Tardó un rato antes de encontrar respuesta a tan inesperada contestación.

—Pues entonces, perdone usted mi error.

—Con mucho gusto, pues yo también estoy acostumbrado a equivocarme.

—No volveré a necesitar la indulgencia de usted.

—A pesar de lo cual, yo estoy siempre dispuesto a concedértela.

Iba a seguir mi camino cuando se me acercó Harry rápidamente y me puso una mano en el hombro, diciéndome:

—Dejémonos de resquemores. El hecho es que me ha salvado usted la vida con gran peligro de la suya y ha salvado usted la de mi padre dos veces en una misma noche. Por eso quiero darle a usted las gracias, aunque me rechace usted con palabras tan duras y ásperas como las que me ha dicho. Hace un momento que he sabido lo que ha hecho usted por mí.

—Todo buen westman está siempre dispuesto a hacer lo que yo hice y aun cosas más importantes que las que mencionas. Lo que uno hace por otro ya se ha hecho centenares de veces, y no vale la pena de recordarlo. No debes juzgar por la medida que te da tu cariño filial.

—Primero fui yo; pero ahora es usted el que no hace justicia. ¿Va usted a ser también injusto conmigo?

—No es ese mi deseo.

—Entonces ¿me permite usted que le haga una súplica?

—Di lo que quieras.

—Guárdeme usted rencor, téngame usted todo el odio que quiera; pero no vuelva a hablarme de indulgencia: ¿quiere usted?

—Te lo prometo.

—Gracias, y ahora volvamos a dar las buenas noches a nuestros compañeros que están junto a la hoguera. Le enseñaré a usted después la habitación que le está destinada, y nos entregaremos al descanso, porque mañana la partida será muy temprano.

—¿Por qué motivo?

—He colocado cepos en Beefork y deseo que me acompañe usted a inspeccionarlos.

Instantes después nos hallábamos ante una de las puertas de piel; el joven la levantó para hacerme entrar en un lugar oscuro que iluminó poco después por medio de una bujía de sebo de ciervo, la cual encendió con ayuda del eslabón y el pedernal.

—Este es el dormitorio de usted —me dijo—. Nuestros cazadores suelen retirarse a dormir en estas cuevas, cuando temen coger un reuma a la intemperie.

—¿Por ventura crees que ese enemigo de la humanidad me es desconocido?

—Deseo que no le conozca usted. El valle es húmedo, puesto que los montes que lo rodean impiden la circulación de los vientos, y las precauciones nunca están de más. Que usted descanse.

El joven me tendió la mano y salió de la cueva sonriendo afectuosamente.

Al encontrarme a solas inspeccioné mi celda, que no era obra de la naturaleza, sino de los hombres que la habían abierto en la peña a punta de pico. El suelo se hallaba cubierto de pieles curtidas, de las cuales estaban también revestidas las paredes, y en el fondo se veía el lecho, fabricado de lisos troncos de cerezo, con una gruesa capa de pieles de yuta y buen acopio de magníficas mantas ¿e las que fabrican los indios navajos. Algunas estacas empotradas en las rendijas de la roca sostenían efectos que me demostraron que Harry me había cedido su propia habitación.

Únicamente el gran cansancio que sentía podía obligarme a permanecer encerrado en aquel estrecho recinto, pues el hombre que se ha avezado a pasar las noches en la inmensidad de la pampa libre y abierta, con dificultad se resuelve a utilizar la prisión que los hombres civilizados califican de vivienda. Mi reclusión en tal alcoba fue causa de que el sueño me estrechara en sus brazos con más fuerza que de costumbre, pues dormía aún profundamente cuando vino a despertarme la voz de Sam, que gritaba:

—¡Caramba, sir! Parece que está usted todavía en el nido midiendo la longitud del cobertor. ¡Ea! estírese usted otro poco, pero no a lo largo, sino a lo alto, que así estará mejor, si no me equivoco.

Púseme en pie de un salto y contemplé con ojos adormilados a aquel despertador sui géneris, que obstruía la puerta, con todos los arreos de cazador, señal evidente de que pensaba acompañarme a la expedición.

—En seguida voy, querido Sam.

—Así lo espero: el pequeño sir ya está en el agujero.

—¿Viene usted con nosotros?

—Así parece, si no me equivoco. El pequeño sir no va a cargar con las herramientas, y a Old Shatterhand no se le debe exigir tampoco que lo haga.

Al salir de mi celda vi a Harry, que esperaba junto a la entrada del valle. Sam recogió un haz de cepos, se lo echó a cuestas, y empezó a andar en dirección de los que nos esperaban. Yo le pregunté:

—¿Llevamos los caballos?

—No creo que los animalitos entiendan de eso de poner cepos o de sacar un castor del fondo del río. Tenemos que apretar el paso para llegar a tiempo. Conque, adelante —observó Sam con su brusquedad de costumbre.

—Tengo que cuidar antes de Swallow, viejecito.

—No es necesario: el pequeño sir ya lo ha hecho, si no me equivoco.

Sin darse cuenta me daba con su última frase una grata noticia. Harry se había cuidado de mi caballo, antes que amaneciese, señal evidente de que había pensado también en el dueño. No me cabía duda de que su padre le habría hablado de mí, con lo cual habían dado un cambio las ideas del muchacho. Iba a mostrar mi extrañeza de que no anduviera por allí, cuando le vi pasar el arroyo en compañía de Winnetou y de un cazador.

Winnetou echó delante de mí a Harry un cumplido indio:

—El hijo de Ribanna es fuerte como el guerrero de las orillas del Gila. Su mirada penetrante descubrirá muchos castores, y sus manos no podrán con la carga de tantas pieles.

Y viendo que yo recorría con los ojos el valle en busca de Swallow, me dijo a mí:

—Mi buen hermano puede partir tranquilo. Su amigo cuidará del caballo, por el cual siente también gran cariño el apache.

Pasada, la estrecha sima nos encaminamos en dirección opuesta a la que seguimos el día antes, hacia la izquierda, y seguimos el curso del riachuelo hasta llegar al punto en que desemboca en el Mankizila. Las orillas de éste se hallaban cerradas por la casi impenetrable maleza, y los vástagos de la vid silvestre trepaban por los troncos de los apretados árboles, iban de una rama a otra y bajaban luego fuertemente entrelazados, formando una maraña espesa que sólo podía atravesarse con ayuda del machete.

Sam iba delante, y su cuerpo cargado de cepos me recordaba vivamente a los vendedores de ratoneras eslovacos que de cuando en cuando visitaban mi villa natal. A pesar de que no había en los alrededores ningún enemigo, su pie toscamente calzado evitaba, con sorprendente agilidad, pisar en los puntos que pudieran conservar la menor huella de su paso, y sus ojillos escudriñaban con movilidad ratonil a derecha e izquierda la exuberante vegetación, que, no obstante lo avanzado de la estación, podía competir por lo lozana con la que ostentan los vírgenes valles de la cuenca del Misisipí.

De pronto levantó unas ramas, se echó al suelo y gateó por debajo de la espesura. Harry imitó su ejemplo, diciéndome:

—Síganos usted, señor, que aquí se bifurca nuestro sendero.

En efecto, detrás del verde y espeso tapiz de follaje se extendía una línea angosta y abierta dentro de la espesura, por la cual anduvimos largo rato, siempre en dirección paralela al río, entre la maraña de árboles y arbustos, hasta que Sam se detuvo repentinamente al oír un sonido ronco, entre gruñido y silbido, procedente del agua, que le hizo llevar un dedo a los labios como imponiéndonos silencio.

—Hemos llegado ya —dijo en voz baja Harry—, y el centinela se ha alarmado.

Al cabo de un rato, durante el cual reinó un silencio profundo, seguimos caminando y llegamos a un recodo del río, que nos permitió ver toda una colonia de castores.

Un dique lo bastante ancho para poder ser recorrido por un pie humano, penetraba bastante dentro del agua, y sus moradores se hallaban ocupados activamente en fortificarlo y agrandarlo. A la otra orilla había gran número de castores que empleaban sus agudos dientes en cortar troncos de árboles jóvenes para conseguir que cayeran al río; otros se entretenían en transportar los troncos caídos empujándolos en el agua, y otros afirmaban la construcción con tierra, que aportaban 'desde la orilla y con la cual por medio de las patas y sirviéndose de la ancha cola como de paleta, revestían los troncos.

Yo contemplaba la afanosa tarea de aquel activo pueblecillo, y había fijado mi atención, principalmente, en un ejemplar de tamaño extraordinario que estaba sobre el dique en funciones de centinela. De pronto vi que el animal aguzaba las orejas, daba media vuelta sobre sí mismo, soltaba un grito de alarma y desaparecía bajo el agua.

En un momento le siguieron los demás, y era muy gracioso ver cómo al hundirse en el agua levantaban la parte posterior del cuerpo y azotaban la superficie con la aplastada cola, cuyo chasquido se oía a gran distancia y hacia saltar el agua a lo alto.

Claro está que no era aquel el momento de entregarse a humorísticas contemplaciones, porque aquella súbita perturbación debía de ser causada por la proximidad de un enemigo, y el enemigo mayor y más feroz de aquellos pacíficos animales es… el hombre.

No había desaparecido aún el último de los castores en el agua, cuando nosotros, arma al brazo, nos agazapamos debajo de las ramas de algunos pinos, aguardando con ansiedad la aparición del huésped inesperado. No tardó mucho en oscilar el cañaveral que había a cierta distancia, y pocos minutos después aparecieron dos indios, que se acercaban con paso sigiloso…

FIN