EL ANILLO MISTERIOSO
Del golpe caímos los dos al suelo, del cual no volvió a levantarse ya Parranoh, mientras yo me ponía en pie de un salto, pues no sabía si mi adversario estaba o no herido de muerte; pero al ver que el ponka no daba señales de vida, jadeando le saqué el cuchillo de la herida.
No era el primer enemigo que caía bajo mi puñal, y mi cuerpo os tentaba más de un recuerdo de tales encuentros, no siempre felices, con los belicosos habitantes de las estepas americanas; pero esta vez era un blanco el que se desangraba a mis pies, herido por mi mano, y yo no podía desechar un sentimiento de angustia, a pesar de que el blanco se tenía la muerte bien merecida.
Todavía pensaba en qué señal de mi victoria había de llevarme, cuando oí el paso apresurado de un hombre detrás de mí. Me eché al suelo inmediatamente; pero eran vanos mis temores, pues el que corría era Winnetou, impulsado por su afectuosa previsión por mí. Al ver al muerto, me dijo:
—Mi hermano es rápido como la flecha del apache, y su cuchillo acierta siempre.
—Dónde está Old Firehand? —le pregunté.
Firehand es fuerte como el oso cuando cae la nieve; pero sus pies se ven detenidos por la mano de los años. ¿No piensa mi hermano adornarse con los rizos del scalp del atabaska?
—Se lo regalo a mi hermano Winnetou.
Con tres hábiles cortes desprendió éste del cráneo de Parranoh su cuero cabelludo. ¡Qué odio tan horrible contra él debía de sentir el humanitario apache para aceptar de mano ajena aquel sangriento despojo! Por no presenciar la operación me volví de espaldas y entonces me pareció distinguir a lo lejos varios bultos oscuros que venían hacia nosotros.
—Winnetou debe echarse al suelo, pues me parece que tendrá que defender el scalp del caudillo blanco —observé yo.
Los que venían se acercaban con todo género de precauciones, y pronto vimos que eran media docena de ponkas que venían en busca de sus amigos diseminados.
Winnetou, aplastado contra el suelo, se escurrió hacia un lado, y yo le seguí adivinando su propósito. Ya hacía tiempo que Old Firehand debía habérsenos juntado; pero sin duda al perder de vista a Winnetou debió de equivocar la dirección. Observamos que los indios venían con sus caballos de la brida, lo cual significaba que estaban preparados para una rápida fuga; mas para nosotros esta circunstancia constituía un verdadero peligro, y nos era preciso apoderarnos de sus monturas. Así dimos un rodeo de manera que nos colocamos a su espalda, entre ellos y sus caballos.
No esperaban hallar cadáver alguno a tal distancia del lugar de la lucha, y así, al encontrarse con el de Parranoh, soltaron un ¡uf! de admiración y sorpresa. Si hubieran sospechado que había hallado la muerte allí mismo, se habrían precipitado en su auxilio; pero parecían suponer que el indio, al sentirse herido, se habría arrastrado hasta aquel sitio huyendo del fragor del combate, y al inclinarse y reconocerle rompieron en furiosos aullidos.
Era el instante propicio para nosotros. De un salto nos acercamos a los caballos, apoderándonos de las riendas qué los indios habían soltado al reconocer a su jefe, montamos en ellos y partimos a carrera tendida hacia los nuestros. No había que pensar en luchar con ellos; bastante hacíamos, desprovistos de armas como estábamos, escapando con bien de manos de un enemigo tres veces superior en número a nosotros, y llevándonos los caballos, además del cuero cabelludo de su jefe.
Con regocijo muy disculpable me figuraba la cara que habían puesto al verse chasqueados, y hasta el grave Winnetou hubo de romper en un ruidoso ¡uf! Pero no dejaba de preocuparnos la desaparición de Old Firehand, que debía de haber topado con los ponkas lo mismo que nosotros; y este cuidado quedó perfectamente justificado cuando a nuestro regreso no le encontramos en el lugar del combate, y eso que hacía un buen rato que le habíamos dejado en él.
La lucha había terminado. Los blancos que nos habían ayudado, o, mejor dicho, que no habían hecho maldita la cosa, amontonaban a los indios muertos. Los heridos se habían escapado con los ponkas que habían salido ilesos, y cerca del sitio en que habían obstruido la vía, ardían dos inmensas fogatas, que daban luz suficiente y servían al mismo tiempo de señal al tren.
Comprendiéronla los empleados del mismo y éste se puso en movimiento, y paró junto a las hogueras. Los empleados saltaron a la vía, con objeto de enterarse del resultado de la lucha, y en cuanto conocieron con todos sus detalles cómo había ocurrido todo, nos abrumaron a alabanzas, que habrían podido suprimir, y el jefe prometió enviar un informe laudatorio a la compañía y cuidar de que nuestros nombres fueran celebrados debidamente.
Yo le respondí:
—Eso no es necesario; somos modestos westmen que renuncian gustosos a tanto honor; pero si tanto le interesa a usted mostrarse agradecido, haga usted sonar la trompeta de la fama en loor de esos otros valientes caballeros por todos los confines de los Estados Unidos, pues han gastado mucha pólvora, y es justo que se les reconozca tan espléndida manifestación.
—¿Habla usted formalmente, sir? —preguntó el conductor, no sabiendo si tomarlo en serio o en broma por el tono con que lo había dicho.
—¡Vaya!
—¿Entonces se han portado valerosamente?
—Con valor extraordinario.
—Me alegro infinito: tomaré nota de sus nombres para publicarlos. Pero ¿qué ha sido de Old Firehand, que no le veo? No quiera Dios que le haya ocurrido una desgracia.
Winnetou dijo:
—Mi hermano Old Firehand debió de perder la pista de Parranoh y sin duda ha topado con otros enemigos. Voy a salir con Old Shatterhand en su busca.
—En efecto, es preciso que vayamos en seguida —asentí yo—, pues es probable que se halle en peligro. Esperamos encontraros todavía a nuestro regreso.
Winnetou y yo recogimos nuestros rifles y tomahawks, que habíamos arrojado al perseguir a Parranoh, y echamos a correr en dirección al sitio en que fue muerto, pensando encontrarnos así con Old Firehand.
La luz de la luna era demasiado débil para que pudiéramos distinguir las cosas a larga distancia, de modo que teníamos que contar más bien con el oído que con la vista. En los primeros momentos ni aun del oído podíamos servirnos, porque el ruido que producía la locomotora apagaba todos los demás; pero en cuanto estuvimos bastante alejados y nos rodeó el silencio profundo y solemne de la noche, nos detuvimos de cuando en cuando para poner todos nuestros sentidos en ejercicio.
Mas tampoco obtuvimos resultado alguno, y ya íbamos a dar la vuelta, suponiendo que Old Firehand habría llegado entretanto a la vía, cuando oímos un grito ahogado, que llegó a nosotros desde muy lejos.
—Debe de ser nuestro hermano Old Firehand —dijo Winnetou—, porque a los ponkas fugitivos no se les ocurriría delatarse en esta forma.
—Lo mismo opino yo; corramos —contesté.
—Partamos como la flecha, pues debe de estar en peligro inminente. Si no, no gritaría.
Emprendimos veloz carrera. Winnetou hacia el Norte y yo hacia el Este; pero el apache, al, ver que nos separábamos observó:
—¿Por qué se aleja de mí mi hermano? La voz ha sonado hacia el Norte.
—No, no: hacia el Este; si no, escucha otra vez.
El grito se repitió y yo insistí:
—Suena hacia el Este; lo oigo muy claro.
—Es al Norte: mi hermano se equivoca de nuevo.
—Pues yo estoy convencido de que estoy en lo cierto. Old Firehand está en peligro y no hay tiempo que perder en discusiones. De modo, que vaya mi hermano hacia el Norte, mientras yo voy hacia el Este; uno de los dos le hallará.
—Está bien.
Y diciendo esto el que tan rara vez se equivocaba echó a correr como un gamo en la dirección que él juzgaba la mejor, mientras yo seguía la mía. Al poco rato pude convencerme de que esta vez era yo el que acertaba, porque el grito sonó de nuevo y más claro que antes. Poco después vi un grupo de hombres que luchaban. Apretando el paso volé por la llanura, gritando:
—¡Allá voy, Old Firehand! ¡Allá voy!
Y pude muy luego distinguir el grupo con toda claridad. Old Firehand, arrodillado en el suelo, y, sin duda herido, se defendía contra tres indios que le acosaban, mientras a su alrededor yacían otros tres, a los cuales debía de haber derribado él. Eran los mismos a quienes habíamos quitado los caballos. Cada golpe podía privarle de la vida, y todavía me hallaba yo a cincuenta pasos de distancia. Así fue que parándome en seco, me eché a la cara el rifle, que ya había cargado de nuevo. A la engañosa luz de la luna y a consecuencia de la rápida carrera, que me aceleraba el pulso y la respiración, el tiro era muy arriesgado, pues podía dar al que anhelaba socorrer; pero no había más remedio que intentarlo. De tres disparos seguidos derribé a los tres ponkas, y corrí al lado de Old Firehand.
—¡Gracias a Dios! ¡A eso se le llama ser oportuno! Ha llegado usted en el instante más crítico —exclamó mi nuevo amigo al verme.
—¿Está usted herido? —le pregunté—. Espero que no sea de gravedad.
—No creo que se trate de perder el pellejo; pero tengo dos hachazos en las piernas. Como esos bandidos no llegaban más arriba, me han dado en las piernas para derribarme.
—Eso produce gran pérdida de sangre. Permita usted que le examine…
—Bueno; pero ¿sabe usted que es un tirador de primera? ¡Con esta luz mortecina y después de una carrera en pelo, hacer tres blancos magníficos, todos en la cabeza, y mortales por consiguiente! Eso no puede hacerlo sino Old Shatterhand. Yo no he podido seguirle a usted en la persecución de Tim Finnetey, porque tengo un flechazo en una pierna que me impedía correr; tampoco he podido encontrar sus huellas; y mientras le buscaba a usted he topado con estos seis demonios, que han surgido de la tierra como los hongos; como que se habían echado en el suelo a esperarme. Yo no tenía más armas que el cuchillo y mis puños, porque había tirado las otras para correr mejor. Me han herido en las piernas con sus tomahawks y yo he logrado tumbar a tres; los restantes habrían dado buena cuenta de mí si no llega usted a tiempo. Nunca olvidaré la deuda que he contraído hoy con Old Shatterhand.
Mientras me hacía esta relación, examinaba yo sus heridas, que si eran dolorosas, no ofrecían peligro, afortunadamente. En esto llegó Winnetou, que me ayudó a vendar al compañero, lamentando haberse dejado engañar por su oído, otras veces tan agudo y tan certero. Los seis muertos quedaron allí y nosotros nos volvimos a la línea férrea a paso lento, por serle muy difícil andar a Old Firehand. No extrañamos, pues, que se hubiese marchado el tren, puesto que tenía horario señalado y no podía esperarnos tanto tiempo. Los caballos nuestros y los de los indios se hallaban allí trabados, lo cual era una suerte, porque nos permitía trasladar al herido con mayor facilidad. Claro está que a causa de Old Firehand tuvimos que detenernos allí más de una • semana, hasta que se vió capaz de montar a caballo. Para esperar su mejoría nos indicó un lugar, distante como media jornada, en donde había hierba y agua en abundancia y donde podíamos encontrar lo que necesitábamos, no sólo para nosotros, sino para nuestras caballerías.
Muchos días pasaron antes que Old. Firehand pudiera emprender con nosotros el camino de su «fortaleza». Recorrimos el territorio con toda felicidad, no obstante hallarse infestado de tribus enemigas, y esperábamos que después de haber vencido tantos peligros podríamos dedicarnos al descanso y a la buena vida con toda tranquilidad.
Para no llamar la atención de los indios, nuestros rifles permanecían callados, mas no por eso habíamos carecido de caza, pues la cogíamos con red y con trampa. Una noche descansaba yo con Old Firehand junto a la hoguera y Winnetou montaba la guardia. En uno de sus recorridos se nos acercó y Old Firehand le dijo:
—¿No quiere mi hermano reposar un poco al amor de la lumbre? El sendero de los rapachos corre lejos de aquí y estamos muy seguros en nuestro escondite.
—Los ojos del apache velan siempre; no fía de la noche, porque es mujer —contestó Winnetou, y volvió a desaparecer en la oscuridad de la selva.
—Odia a las mujeres —observé yo, iniciando así con Old Firehand una de esas conversaciones íntimas que a la claridad de un cielo estrellado suelen constituir un recuerdo gratísimo para toda la vida.
Old Firehand abrió un estuche, que llevaba colgado del cuello, sacó de él una pipa, que llenó de tabaco, y la encendió lentamente, diciendo:
—¿Le parece a usted Pues puede que se engañe.
—Sus palabras parecían indicarlo.
—¡Parecían! —repitió el cazador—. Las apariencias engañan… Hubo una por cuya posesión habría peleado con hombres y demonios, y desde entonces la palabra squaw no ha vuelto a sonar en sus labios.
—¿Por qué no la condujo a su cabaña?
—Porque ella amaba a otro.
—Eso no suele importarles mucho a los indios.
—Pero el hombre amado era amigo suyo.
—¿Y cómo se llamaba?
—Old Firehand se llama ahora.
Yo le miré sorprendido. Veíame ante un drama de los que tanto abundan en el Oeste y que dan a sus personajes y a sus episodios el carácter enérgico que los caracteriza tan vigorosamente. No tenía yo derecho a preguntar; pero el deseo de saber más debió de asomar de tal modo en mis facciones, que Old Firehand prosiguió:
—Dejemos en paz el pasado. Si quisiera recordarlo sería usted quizá el único a quien, a pesar de su juventud, se lo revelaría, pues le he tomado a usted cariño en el poco tiempo que hace que nos conocemos.
—Muchas gracias; también yo he de confesar que no soy insensible.
—Lo sé, lo sé: ya me lo ha probado usted con exceso, pues, sin su auxilio aquella noche memorable, yo no existiría. Estaba en una situación terrible, desangrándome como un búfalo herido, cuando llegó en mi socorro. Lo que siento es no haber podido liquidar la cuenta que tenía pendiente con Tim Finnetey. Habría dado la mano derecha por el gusto de hundir mi puñal en el pecho del bandido.
Al decir esto se descompuso su rostro sereno y franco con un gesto de rencor; y al verle echado junto a mí, con los ojos chispeantes de odio y los puños apretados de rabia, no pude menos de pensar que la cuenta pendiente entre ambos debía de ser terrible.
Confieso que mi curiosidad iba en aumento por instantes, y hay que decir en mi abono que a toda persona que se hubiese encontrado en mi lugar le habría pasado lo mismo, pues se revelaba ante mí el dato desconocido de que mi amigo Winnetou había dado su corazón a una mujer. Había guardado inviolable su secreto hasta para su amigo y hermano de sangre, y no me quedaba más remedio que tener paciencia, lo cual no me era difícil, puesto que esperaba que el porvenir me daría la solución del enigma.
La curación de Old Firehand progresaba más de lo que esperábamos, y así pudimos levantar el vuelo antes de lo calculado para penetrar hasta el Mankizila, cruzando el territorio de los rapachos y de los pauníes, pues en las orillas de aquel río tenía Old Firehand su castillo, al cual debíamos llegar pronto, puesto que el día anterior habíamos pasado el Kehupán.
Allí pensaba yo permanecer una corta temporada juntándome con los cazadores que Old Firehand acaudillaba, para pasar después por el territorio del Dakota y la pampa de los perros a la región de los lagos. Durante mi estancia con Old Firehand contaba encontrar una ocasión de echar un vistazo a su pasado, y así permanecí en silencio, echado enfrente de él, y moviéndome sólo para atizar de cuando en cuando la hoguera y alimentarla con nuevos troncos.
En uno de tales movimientos se reflejó la llama en la sortija de Harry que llevaba yo en el dedo A la penetrante vista de Old Firehand no le pasó inadvertido el reflejo, y con un gesto de asombro se incorporó diciéndome:
—¿Qué anillo es ese, sir?
—Es un recuerdo de una de las horas más terribles de mi vida.
—¿Permite usted que lo vea un momento?
Accedí a su deseo y se lo entregué. Con ansiedad no reprimida, cogió la sortija y después de examinarla un buen rato, me preguntó:
—¿Quién le ha dado a usted este aro?
Old Firehand daba muestras de una excitación indescriptible, y al oír que yo le contestaba: «Procede de un muchacho de New-Venango», exclamó atropelladamente:
—¿De New-Venango, dice usted? ¿Ha visto usted a Forster? ¿Ha conocido a Harry? Hablaba usted de horas terribles… ¿Acaso se trata de tina desgracia?
—De un accidente en que mi leal Swallow y yo estuvimos a punto de ser pasto de las llamas —respondí tendiendo la mano para recoger el anillo.
—¡Fuera manos! —exclamó rechazándome—. Necesito saber cómo ha llegado usted a poseer este anillo. Tengo un derecho sagrado a este aro, un derecho más santo y más inviolable que ningún otro de la tierra.
—Puede usted continuar echado tranquilamente, aunque si alguno, fuera de usted, se atreviera a negarme la devolución de esa sortija, le obligaría por la fuerza; pero tratándose de Old Firehand estoy dispuesto a referir ese episodio con todos sus detalles, exigiendo en cambio la demostración del derecho que asegura usted tener sobre ese.
—Hable usted; pero sepa también que este aro en manos de un hombre en quien tuviera menos confianza que en usted, se convertiría en su sentencia de muerte. Ahora no se detenga usted; hable, hable.
Era indudable que conocía Harry y también a Forster, pues la excitación que le poseía demostraba el gran interés que le inspiraban ambos personajes. Yo tenía un centenar de preguntas en la punta de la lengua; pero me las tragué todas y empecé a referirle muy por menudo mi encuentro con Harry y Fofster y sus consecuencias.
Apoyado en el codo y con la hoguera entre los dos, escuchaba él ansiosamente cada una de mis palabras, mientras su rostro expresaba una tensión de ánimo extraordinaria, que iba cada vez en aumento, y al llegar al instante en que forcejeé con Harry para echarle sobre mi caballo y arrancarle de las llamas, se puso en pie de un salto y exclamó:
—¡Era el único medio de salvarle! ¡Todavía tiemblo por su vida! ¡Siga usted, siga!
También yo me había incorporado, al impulso de los recuerdos de aquella noche espantosa. Old Firehand se iba acercando a mí cada vez más, entreabiertos los labios como si bebiera mis palabras, y con los salientes ojos pendientes de ellas. Inclinábase hacia adelante como si fuera él el que cabalgara sobre los lomos de Swallow, el que se precipitara en las ondas espumosas del río y el que trepara, espoleado por un terror indescriptible, por la roca cortada a pico. Me había cogido del brazo, y lo apretaba involuntariamente, con tal fuerza, que me hacía saltar las lágrimas, mientras de su pecho, oprimido por la angustia, salía la respiración jadeante, ruidosa, gemebunda…
—¡Heavens! (¡Cielos!) —exclamó, dando un suspiro tan profundo que pareció salir de lo más hondo de sus entrañas, en cuanto me oyó decir que habíamos salido del trance sanos y salvos—. ¡Qué espanto, qué horrores! He pasado unas angustias como si mi propio cuerpo fuese lamido por las llamas, y eso sabiendo por adelantado que habían ustedes logrado salvarse, pues si no, no habría podido Harry darle a usted el anillo.
—No me lo dio, sino que se le desprendió del dedo al desasirse violentamente de mis manos, de modo que no se dio cuenta de su falta.
—Entonces la obligación de usted era devolvérselo inmediatamente.
—Esa fue mi intención; pero el muchacho huyó de mí como de un apestado. Esto no obstante, todavía le seguí y le hallé al día siguiente, en compañía de una familia que se había salvado de una muerte segura, por hallarse su casa en el ángulo superior del valle; es decir, que el río de fuego bajaba en dirección contraria.
—¿Y le habló usted del anillo?
—Ni me dejaron abrir siquiera la boca: me recibieron a tiros y tuve que retirarme.
—¡Así es ese chico! No hay cosa que aborrezca tanto como la cobardía y le tuvo a usted por cobarde. ¿Qué ha sido de Forster?
—He sabido que solamente se salvó la familia mencionada. El mar de fuego cubrió todo el valle y se tragó todo lo que había en él.
—Es espantoso; pero parece un terrible castigo a la idea, tan inútil como codiciosa, de hacer que subiera el precio del petróleo dando suelta al manantial.
—¿Le conocía usted, sir? —le pregunté yo entonces.
—Le visité varias veces en su casa de New-Venango. Era un hombre altivo, orgulloso de su dinero, que tenía motivos de sobra para haberse portado conmigo de un modo más cortés y correcto.
—A Harry le conocería usted de allí, ¿verdad?
—¿A Harry? —repitió con extraña sonrisa, que animó su rostro, otra vez sereno y reposado—. Le vi en casa de Forster y en Omaha, donde el muchacho tiene un hermano… y en otras partes…
—Me interesaría saber algo más acerca de ese muchacho, y le agradecería…
—Otro día; por hoy no. El relato de usted me ha trastornado de tal modo que no tengo ganas de hablar; pero en tiempo oportuno le contaré a usted algo de su vida, es decir, lo poco que yo sé… ¿No le dijo a usted a qué iba a New-Venango?
—Me dijo que estaba solamente de huésped, por unos días…
—¿De modo que usted cree que escapó del peligro con toda felicidad?…
—Seguramente.
—¿Le ha visto usted tirar al blanco?
—Ya le he dicho a usted que es un gran tirador; el muchacho es un ser extraordinario.
—En efecto: su padre es un viejo cazador, que no dispara una bala que no vaya a alojarse entre las dos famosas costillas indias. De él aprendió Harry a hacer blancos; y si se figura usted que no sabe emplear su destreza con oportunidad, se equivoca usted de medio a medio.
—¿Dónde vive su padre?
—No tiene residencia fija. Hoy está aquí y mañana allá; nos conocemos hace mucho tiempo, y hasta es probable que se lo presente a usted el mejor día.
—Me alegraría mucho.
—Todo se andará. Demasiado ha hecho usted por el hijo para que el padre no le dé a usted siquiera las gracias.
—¡Oh! no es por eso.
—Claro que no; le conozco a usted lo bastante para estar convencido de ello. Pero tome usted el anillo, y más adelante sabrá usted lo que significa mi actitud respecto de él. Ahora iré a buscar a Winnetou, pues ya es hora de relevarle. Envuélvase usted en la manta y eche un sueño, para poder continuar mañana, temprano, nuestro camino, que nos esperan dos buenas jornadas a caballo.
—¿Dos? ¿No decía usted que descansaríamos en Green Park?
—Lo he pensado mejor; buenas noches.
—Good night; no deje usted de despertarme cuando me toque la vela.
—Duerma usted tranquilo. Lo menos que puedo hacer por usted es velar unas horas, con tanto como ha hecho usted por mí.
Yo experimenté al oír estas palabras una sensación extraña; no sabía qué pensar de nuestra conversación, y al quedarme solo me asaltaron un tropel de suposiciones a cual más estrambótica, y ni una sola de las cuales tenía fundamento. Mucho rato hacía que Winnetou había llegado y se había envuelto en su manta para dormir, y todavía ciaba yo vueltas y más vueltas sobre el duro lecho. El relato había excitado mi sistema nervioso; aquella noche terrible volvía a representarse ante mis ojos desvelados con todos sus horribles pormenores, y entre tan aterradoras imágenes veía surgir siempre la de Old Firehand. Hasta cuando logré conciliar el sueño oí sus palabras: «Duerma usted tranquilo, que bastante ha hecho usted por mí».
Al despertar, al día siguiente, me encontré solo junto a la hoguera, aunque mis compañeros no debían de andar muy lejos, porque el caldero pendía hirviendo sobre las llamas y junto al tasajo sobrante de la noche anterior estaba el talego de la harina abierto.
Salí de entre mis envolturas y fui a lavarme al arroyo, donde encontré a mis compañeros conversando; por la actitud que adoptaron al verme, comprendí que era yo el objeto de su conversación. Poco después emprendíamos la marcha en una dirección que nos conducía, a unas veinte millas del Missouri y paralela a éste, al valle del Mankizila.
El tiempo era fresco, íbamos bien montados, y como nuestros caballos estaban bien descansados y cuidados desde la última caminata, pudimos avanzar un buen trecho por un terreno lleno de hierba verde y lozana.
Me asombró mucho el cambio que observé en la actitud de mis compañeros para conmigo. Me trataban con gran consideración y hasta me atrevería a decir que con respeto, y veía en la mirada de Old Firehand, al contemplarme a hurtadillas, una expresión de afecto rayano en ternura.
Era chocante en extremo la íntima amistad que unía a Old Firehand y Winnetou. Dos hermanos unidos por los lazos de la sangre y el cariño más profundo, no habrían podido demostrarse más fraternales sentimientos ni más finas atenciones, y me pareció como si ambos reconcentraran su mutuo afecto en mi persona. Winnetou era con Old Firehand todavía más cariñoso que conmigo, y esa predilección habría llegado a inspirarme celos si hubiese tenido disposiciones adecuadas y la falta de sentido necesaria para sentirlos.
Cuando hicimos alto, al mediodía, se alejó Old Firehand para explorar los alrededores del terreno, se echó Winnetou a mi lado, mientras yo sacaba las provisiones me dijo:
—Mi hermano es osado como el gran gato de la selva y mudo como la roca.
Yo callé ante tan extraño prólogo, y él continuó:
—Atravesó las llamaradas del aceite de la tierra y no se lo refirió a Winnetou, su amigo.
—La lengua del hombre —contesté— es un cuchillo en la vaina, agudo y cortante, que no sirve para el juego.
—Mi hermano es sabio y tiene razón; a Winnetou le entristece que el corazón de su joven hermano permanezca cerrado como la piedra en cuyo seno se ocultan los granos de oro.
—El corazón de Winnetou ¿ha estado abierto para el oído de su amigo?
—¿No le reveló todos los secretos de la pampa? ¿No le enseñó a leer las huellas, a lanzar el lazo, a desprender el scalp y a hacer todo lo que debe saber un gran guerrero?
—Winnetou ha hecho lo que dice; pero ¿por ventura le habló de Old Firehand, que posee su alma, y de la mujer cuyo recuerdo no ha muerto en su corazón?
—Winnetou la amó, y el amor no vive en su boca. Pero ¿por qué no me habló Charlie del muchacho que con Swallow sacó de las llamas?
—Porque habría sonado a alabanza propia. ¿Conoces tú a ese chico?
—Le he llevado en mis brazos, le enseñé a conocer las flores del campo, los árboles de la selva, los peces del agua y las estrellas del cielo; le enseñé a disparar la flecha, a domar el potro salvaje; le he regalado la lengua de los hombres rojos, y por último le regalé el arma de fuego cuya bala mató a Ribanna, la hija de los asineboins.
Asombrado, me quedé mirándole. En mi mente penetraba poco a poco una sospecha que no me atreví a traducir en palabras, no obstante lo cual habría acabado por expresarla si en aquel instante no hubiera llegado Old Firehand y llamado nuestra atención hacia la comida.
Pero durante la misma no cesaba de recordar las palabras de Winnetou, de las cuales, junto con lo que me había dicho Harry, colegí que el muchacho era hijo de Old Firehand.
En efecto, la actitud de éste al oír el extenso relato que le hice la víspera venía a confirmar mi suposición, aunque había hablado del padre de Harry como de un tercero, y no había soltado una sola palabra que pudiera convertir mi sospecha en convicción absoluta.