OLD FIREHAND
Algunos días después llegaba a la Gravel-Prairie, donde hube de esperar toda una semana a que apareciera Winnetou. El hambre no llegó a torturarme en aquellas soledades, donde había caza en abundancia, ni tampoco se me hacía el tiempo pesado, porque pululaban por allí grupos de indios siux que me tenían en continua alarma para no caer en sus manos. En cuanto llegó el caudillo apache y le referí la presencia de los rojos, convino conmigo en marcharnos de allí en el acto.
Yo tenía vehementes deseos de conocer a Old Firehand, el famoso westman, y estaba dispuesto a aprender de él todo lo que quisiera enseñarme. El camino que nos conducía a la región donde podríamos encontrarle, no era del todo seguro, según observamos ya al día siguiente al topar con la huella de un indio que, cuando menos, debía de ser un escucha.
Examiné el suelo cuidadosamente. El caballo del indio había estado trabado y había despuntado las espigas semisecas de la hierba pampera; el jinete había estado echado en el suelo, jugando con su aljaba, y debió de rompérsele el astil de una flecha; pero, cosa rara dada la previsión extraordinaria de los indios, había dejado allí los pedazos rotos. Los recogí y contemplé minuciosamente, convenciéndome de que no se trataba de una flecha de caza, sino de guerra. Entonces le dije a mi compañero:
—El piel roja anda por el sendero de la guerra, pero es joven todavía y sin experiencia; de lo contrario habría ocultado los pedazos de la flecha. Además las huellas de sus pies no revelan al hombre maduro.
Seguimos examinando las huellas y quedamos convencidos de que aquel hombre debía de haber partido de aquel sitio hacía poco, porque sus bordes estaban aún muy recortados y los tallos inclinados al suelo no se habían enderezado todavía.
Seguimos la pista hasta que las sombras se hicieron más densas y empezó a oscurecer, pues entonces nos vimos obligados a desmontar so pena de perder el rastro. Pero antes de echar pie a tierra investigué la llanura con mi anteojo. Nos hallábamos en lo alto de una de las muchas ondulaciones del terreno que se sobreponen en aquella parte de la pampa como las olas de un mar petrificado, lo cual me permitía escudriñar libremente el horizonte. Apenas hube acercado el instrumento a mis ojos, cuando enfoqué una línea larga y recta que desde el Este se alargaba hasta el punto más extremo de Occidente, por todo el horizonte septentrional. Lleno de alegría, tendí el instrumento a Winnetou, indicándole la dirección en que debía mirar. Después de examinar el terreno largo rato, mi amigo se lo quitó de los ojos, lanzando un ¡uf! de asombro, y me miró interrogativamente:
—¿Sabe mi hermano qué es eso? No es el sendero del bisonte ni el abierto por las pisadas del piel roja.
—Lo sé; no hay bisonte que recorra el trecho que marca esa línea, ni hay indio que lo pueda trazar al través de la pampa. Es el sendero trazado por el corcel de fuego que hoy mismo veremos pasar.
Y volviendo a mirar con mi anteojo contempló con visible interés los rieles; pero de pronto apartó de sus ojos el instrumento, saltó a tierra y se echó con él en veloz carrera por la cuesta abajo. Claro está que tan súbita acción debía de tener causa muy justificada, y por eso seguí yo su ejemplo sin pedir más explicaciones.
—Allá abajo —me dijo luego—, junto al camino del corcel de fuego, están escondidos unos hombres rojos detrás del terraplén, pero he podido ver uno de sus caballos.
Winnetou había obrado con gran cordura al dejar tan velozmente aquel punto elevado que nos ponía en evidencia, pues aunque la distancia era muy grande, aun para la vista de águila de un indio, ya había visto yo, en mis correrías por la selva, algún anteojo en las manos de los pieles rojas. La civilización marcha a pasos agigantados, y aunque empuja a los salvajes cada vez más tierra adentro, también los provee de adelantos que les permiten defenderse contra su poder.
—¿Qué opina mi hermano de las intenciones de esa gente? —le pregunté.
—Que intentan destruir el sendero del corcel de fuego —contestó el apache.
—Eso creo yo también, pero conviene espiarlos para estar seguros.
Y tomando mi anteojo le invité a que me aguardara y avancé cautelosamente hacia la vía férrea.
Aunque estaba convencido de que no sospechaban nuestra presencia, traté de avanzar sin ser visto y logré acercarme tanto, que echado en el suelo podía observarlos y contarlos tranquilamente.
Eran treinta hombres pintarrajeados con sus colores de guerra y armados de flechas y algunas armas de fuego. El número de los caballos, trabados, era mucho mayor que el de los jinetes, circunstancia que vino a confirmar la idea que tuvimos de que pensaban hacer botín. De pronto, percibí a mi lado el aliento de una persona, y sacando rápidamente el cuchillo, me volví y me encontré con Winnetou, a quien la impaciencia había espoleado hasta venir en mi seguimiento.
—¡Uf! —murmuró—. Mi hermano ha sido muy osado, al adelantarse tanto. Son ponkas, la tribu más valiente de los siux, y allí veo a Parranoh, el caudillo blanco.
Yo le miré sorprendido.
—¿Dices que es blanco?
—¿No ha oído mi hermano hablar de Parranoh, el sanguinario jefe de los atabaskas? Nadie sabe de dónde vino, pero es un guerrero temible, que ha sido recibido en el consejo de la tribu, entre los hombres rojos. Cuando las testas encanecidas en la tribu se fueron todas con Mánitu, obtuvo él el calumet del caudillo y reunió muchos scalps. Mas después le cegó el Espíritu malo, trató a sus guerreros como a negros y tuvo que huir. Ahora vive en el consejo de los ponkas, a quienes hará acometer grandes hazañas.
—¿Conoce mi hermano su rostro?
—Winnetou ha cruzado su tomahawk con él; pero el blanco está lleno de astucia; no lucha con lealtad.
—Es un traidor, ya lo veo. Quiere detener, la marcha del corcel de fuego, para matar y saquear a mis hermanos.
—¿A los blancos? —replicó Winnetou sorprendido—. No puede ser, pues son de su mismo color. ¿Qué piensa hacer mi hermano blanco?
—Esperaré para ver si Parranoh destruye el sendero del corcel de fuego, y saldré al encuentro de mis hermanos blancos para avisarles del peligro que corren.
Winnetou asintió bajando la cabeza. En aquella época no era cosa extraña que, ya fuesen bandidos blancos o bandidos rojos, hiciesen descarrilar los trenes para saquearlos. Dos veces tendré que referir el caso.
La noche se tornaba cada vez más oscura, de modo que se nos iba haciendo más difícil por instantes la observación del enemigo. Me era preciso orientarme bien respecto de lo que intentaban los indios, y así le supliqué a Winnetou que volviera a esperarme donde estaban nuestros caballos. Winnetou se sometió a mi deseo, no sin decirme:
—Cuando mi hermano corra algún peligro, imite el grito de la gallina pampera e inmediatamente acudiré.
El se deslizó para desandar su camino, y yo, arrastrándome por el suelo y haciéndome todo oídos, avancé en dirección diagonal hacia la vía férrea. Tardé mucho en llegar a ella, pero luego la atravesé y me deslicé por el lado opuesto, con grandes precauciones, al lugar en donde se ocultaban los ponkas. Llegué con felicidad adonde ellos se hallaban y vi que estaban ya en plena actividad. Había por allí, cosa rara en la sabana, piedra abundante, lo cual explicaba que los ponkas hubieran elegido aquel lugar para el asalto. Oí cómo iban amontonando piedras sobre la vía, las cuales debían de ser muy grandes y pesadas a juzgar por el jadeo fatigoso de quienes las acarreaban.
No había tiempo que perder, y después de arrastrarme hacia atrás un buen trecho, me puse en pie y corrí como un galgo vía arriba. Yo no sabía en qué parte del camino me hallaba ni sabía a qué hora pasaría el tren, pero adiviné la dirección que debía de traer. Podía llegar en cualquier instante y para dar el oportuno aviso me era forzoso adelantarme un buen trecho. Me hallaba en un estado de excitación terrible, que me hizo chocar con Winnetou, el cual en poco estuvo que me clavase de una puñalada, tomándome por enemigo.
Después de unas palabras de aclaración, montamos a caballo y nos dirigimos a galope tendido a lo largo de la vía en dirección al Este. Nos habría venido muy bien un poco de luna, pero la claridad de las estrellas bastaba para no perder el camino.
Pasó un cuarto de hora y luego otro. Ya no había que temer un peligro inminente para el tren que llegara, si lográbamos hacernos visibles al maquinista, y aun mejor si conseguíamos nuestro objeto sin que lo notaran los indios, aunque con los focos de fortísima luz que llevan las locomotoras americanas, y en aquel terreno tan llano, se hacían perceptibles los trenes a larga distancia. Soltamos las riendas a nuestros caballos y recorrimos así una gran extensión sin decir palabra.
Por fin había llegado el momento. Nos detuvimos, desmontamos, y después de sujetar fuertemente a nuestros caballos, reuní un montón de hierba seca con la cual formé una especie de antorcha, que salpiqué de pólvora para que se encendiera fácilmente. Así ya sólo nos faltaba esperar los acontecimientos.
Echados sobre nuestras mantas, escuchábamos anhelantes, sin perder de vista la dirección en que venía el tren.
Al cabo de una espera que nos pareció eterna, vimos surgir en lontananza una luz que al principio era opaca, pero que fue aumentando poco a poco de tamaño y de intensidad. Después percibimos el rodar de los vagones, que acabó por parecerse al ruido sordo de trueno lejano.
Había llegado el instante solemne. Arrojando un cono de luz deslumbradora avanzaba el convoy majestuosamente. Yo saqué el revólver y disparé sobre la mecha: en el acto se incendió la pólvora, comunicando la llama a la hierba seca, Haciendo girar la antorcha la convertí en un haz de fuego, y con el brazo izquierdo le hice al maquinista la señal de parada.
Debió de verla por los cristales de su garita protectora, pues hizo sonar un silbido penetrante, que se repitió varias veces, los frenos funcionaron y avanzó con estrépito la hilera de vagones por los relucientes rieles. Yo hice a Winnetou seña de que me siguiera y salté al tren, cuya velocidad iba disminuyendo por instantes. Por fin paró en seco y sin hacer caso de los guardafrenos que se inclinaban curiosos desde sus elevadas garitas, yo salté de un coche a otro hasta llegar a la locomotora, y echando la manta que llevaba sobre el reflector, grité con voz de trueno:
—Apagad las luces.
El tren quedó instantáneamente en completa oscuridad, porque los empleados de la Compañía del Pacífico son gente serena y avezada a estos trances.
—¡Demonios! —gritaron desde la máquina—. ¿Por qué me apagan la luz? ¿Ocurre algo más allá?
—Es preciso que nos quedemos a oscuras —le contesté—. Un poco más abajo hay indios apostados para hacer descarrilar el tren.
—¡Rayos! Si es verdad eso, es usted el hombre más valiente de esta maldita tierra —replicó el maquinista; y arrojándose a la vía conmigo, me estrechó la mano con tal fuerza, que creí que me la deshacía. Instantes después nos veíamos rodeados de los viajeros que venían en el tren, los cuales gritaban llenos de confusión:
—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? ¿Por qué paramos?
En pocas palabras explicó el jefe de tren la situación, lo cual produjo entre los pasajeros tanta alarma, que tuvo él que tranquilizarlos, diciendo:
—Muy bien: perfectamente. Eso ocasiona alguna perturbación en el servicio; pero nos depara una ocasión magnífica para dar a esos granujas rojos una lección provechosa. Afortunadamente, aunque somos pocos, estamos todos bien armados. ¿Sabe usted cuántos son los salteadores?
—Treinta he contado.
—Entonces todo irá bien, pues podremos hacerles cara. Pero ¿qué veo? Ahí está un indio…
Y echando mano al cinto, quiso precipitarse contra Winnetou, que me había seguido y se mantenía en la penumbra, en actitud de expectación.
—Alto ahí, sir; ese es mi compañero, que se alegrará de conocer a los valerosos jinetes del corcel de fuego.
—Eso varía; pero dígale usted que se acerque. ¿Cómo se llama?
—Es Winnetou, el caudillo de los apaches.
—¡Winnetou! —gritó una voz desde el fondo del grupo; y abriéndose paso se presentó un hombre diciendo—: ¡Winnetou, el gran caudillo de los apaches, en este sitio!
Era un hombre gigantesco, según pude ver no obstante la oscuridad, y que no llevaba el traje de los empleados del tren ni el de viajero, sino el de cazador de las pampas. Se plantó delante de Winnetou, a quien dijo con voz sonora y acento de alegría:
—¿Se ha olvidado ya Winnetou de la figura y de la voz de su amigo?
—¡Uf! —contestó el interpelado con iguales muestras de contento—. ¿Cómo va a olvidar Winnetou a Old Firehand, el más grande y más famoso de los cazadores blancos, aunque haya dejado de verle muchos meses?
—Lo creo, lo creo, hermano querido, porque a mí me pasa lo mismo; pero…
—¡Old Firehand! —exclamaron los hombres del grupo dando un paso atrás, en actitud respetuosa, al oír el nombre del más famoso enemigo de los indios, y a cuya persona iban unidos relatos de tales hazañas, que la imaginación y la superstición de los cazadores pamperos le rodeó de una aureola que iba en aumento a cada acción estupenda que llevaba a cabo.
—¡Old Firehand! exclamó también el maquinista. —¿Por qué no ha dado usted su nombre al subir al tren? Yo le habría dado a usted mejor sitio que a ninguno de los que por atención llevamos a recorrer el Oeste.
—Gracias, señor; el que ocupaba era bastante bueno; pero no perdamos, charlando, un tiempo precioso; hay que pensar en lo que ha de hacerse.
Todos se agruparon a su alrededor, por juzgar su opinión la más autorizada, y Old Firehand me invitó a repetir mi relato minuciosamente. Cuando hube terminado, me preguntó:
—¿De modo que es usted amigo de Winnetou? Yo no soy de los que fácilmente prodigan su amistad; pero el que merezca la de Winnetou, puede contar conmigo en toda ocasión. Aquí está mi mano…
—Es mi hermano y amigo —declaró Winnetou—. Hemos bebido juntos la sangre de nuestra hermandad.
—¿De veras? —exclamó Old Firehand acercándose más a mí y mirándome de hito en hito—. Entonces ese hombre debe de ser… debe de ser…
—Old Shatterhand —dijo Winnetou, completando la frase—. El hombre cuyos puños derriban al enemigo más fuerte, sin excepción.
—¡Old Shatterhand, Old Shatterhand! —repitieron los del grupo, rodeándome entusiasmados.
—¡Conque Old Shatterhand! —insistió el jefe de tren gozosamente—. ¡Qué encuentro más feliz! Old Firehand, Old Shatterhand y Winnetou! ¡Los tres hombres más famosos del Oeste, los invencibles, los héroes! Ahora podemos estar tranquilos; ahora veo ya seguro el triunfo sobre esos bandidos rojos. Caballeros, no tienen ustedes más que mandar, que todos los obedeceremos ciegamente.
Old Firehand observó:
—Se trata de treinta granujas con los cuales no hay que usar de misericordia. Hay que despacharlos a tiros, como si fueran conejos.
—Son seres humanos, sir —advertí yo.
—Seres animalizados, en todo caso —replicó el cazador—. Ya he oído hablar del modo de ser de usted, Old Shatterhand, y sé que aun con peligro de su vida, tiene usted compasión de esos canallas; pero en ese punto opinamos de distinto modo. Si hubiera usted pasado lo que yo, nadie hablaría del misericordioso Old Shatterhand; y como esa gentuza va acaudillada por Parranoh, el renegado y cien veces asesino, mi hacha dará cuenta de todos ellos, sin dejar uno para contarlo. Yo tengo una cuenta pendiente con Parranoh, y la liquidaré hoy mismo. Esa cuenta está escrita con sangre.
—¡Howgh! —asintió Winnetou, tan indulgente y bondadoso en otras ocasiones. Debía de tener razones muy poderosas para manifestar en aquel lance tan excesiva severidad.
—Razón tiene usted —afirmó a su vez el ingeniero—. La piedad en este caso sería un crimen. Pero vamos a ver qué planes tiene usted.
—El personal del tren no se moverá de su puesto; son empleados que no deben intervenir en la lucha; pero los demás señores pueden darse el gusto de tomar parte en la contienda, y de hacer a esos pillos la sana advertencia de que no conviene saquear los trenes. Nosotros nos escurriremos hasta el sitio donde se ocultan y los sorprenderemos en la oscuridad. Como no sospecharán nuestra llegada, el terror mismo los paralizará mejor que una descarga cerrada. En cuanto hayamos dado cuenta de ellos haremos una señal luminosa para que avance el tren, pero con lentitud, pues no sabemos si hasta entonces habremos desembarazado la vía de todos los obstáculos. Conque ¿quién viene con nosotros?
—¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!… —gritaron todos los presentes fuera del personal del tren. Ningún viajero quiso quedarse atrás.
—Pues cojan todos sus armas y adelante. No hay tiempo que perder, porque los indios saben seguramente la hora del paso del tren, y si se retrasara recelarían algo…
Salimos andando, guiados por Winnetou y por mí. Reinaba un silencio profundo, pues nosotros nos esforzábamos en que no se hiciese el menor ruido. Nadie habría dicho que en aquella serena y tranquila noche, llena de paz y quietud, se hicieran preparativos para una catástrofe sangrienta.
Al principio recorrimos un buen trecho cómodamente y andando, pero en cuanto nos acercamos al lugar del combate nos echamos al suelo y seguimos avanzando a gatas uno tras otro, a lo largo del terraplén. La luna había salido e iluminaba con pálida luz la extensa llanura, de modo que se podía ver a bastante distancia. La claridad dificultaba nuestra empresa, por un lado, pero nos favorecía por otro. Dada la semejanza de las ondulaciones del terreno, no nos habría sido posible en la oscuridad determinar el lugar exacto en que habíamos visto a los ponkas, y podíamos tropezar con ellos cuando menos lo pensáramos; la luna evitaba esta fatal contingencia.
De cuando en cuando nos deteníamos un momento, y enderezándome yo cautelosamente echaba una mirada al otro lado del terraplén; en una de estas maniobras logré divisar un bulto echado en la elevación lateral y que se destacaba claramente sobre el horizonte. Esto significaba que los ponkas habían colocado allí un centinela; y si éste, en vez de fijar la vista a lo lejos en espera del tren, la dirigía a su alrededor, tendría que descubrirnos forzosamente.
A los pocos momentos, observamos también a los demás, que continuaban inmóviles en el suelo. A poca distancia de los indios se hallaban los caballos trabados, circunstancia que dificultaba mucho una sorpresa, porque los animales podían dar fácilmente la voz de alarma con sus resoplidos. Al mismo tiempo observé el obstáculo dispuesto por los indios para detener el tren. Constaba de muchas piedras enormes colocadas sobre la vía. Aterrado pensé en la suerte que habría cabido a los pasajeros y empleados del ferrocarril si no hubiéramos acertado a descubrir la trama de los indios.
Seguimos a gatas hasta encontrarnos frente al grupo enemigo apostado a la entrada del terraplén, y con las armas preparadas seguimos echados, esperando los acontecimientos. Nuestro propósito era deshacernos primeramente del vigilante indio, empresa que sólo se podía encomendar a Winnetou. Dada la claridad de la luna podía aquél descubrir la menor sombra, y dada la quietud absoluta de la noche, percibir el ruido más insignificante. Y aun si se lograba sorprenderle, para impedir que nos delatara era necesario hacerle callar de una cuchillada certera, y para eso había que enderezarse momentáneamente, con lo cual nos descubríamos a los ponkas. No obstante todas estas dificultades, prestóse Winnetou gustoso a vencerlas. Se deslizó como una anguila hasta el centinela, a quien vimos hundirse de repente, como si se lo tragara la tierra, y enderezarse nuevamente, ocupando su postura anterior. Todo había sido cosa de un momento; pero yo sabía lo que significaba: el supuesto centinela de ahora no era ya el ponka, sino el caudillo apache, que aproximándose a aquél le había derribado, dejándole muerto de un solo golpe e irguiéndose de un salto para ocupar su sitio.
Era otra de sus admirables proezas indias. Los enemigos permanecieron inmóviles, lo cual indicaba que debió de pasarles inadvertido el incidente. Lo más difícil, pues, estaba hecho y podíamos disponernos al ataque.
Aun no se había dado la señal cuando sonó un tiro a mi espalda. Un pasajero tan torpe como imprudente había apretado sin querer el gatillo de su revólver. No obstante encontrarse los indios tan ajenos a una sorpresa, no perdieron la serenidad, y nosotros, descubiertos por aquel disparo inoportuno, nos pusimos en pie para echarnos sobre el enemigo. Al vernos se precipitaron los ponkas a sus caballos, dando furiosos alaridos, con objeto de tomar sus disposiciones desde sitio seguro.
—¡Atención! —gritó Old Firehand. ¡Tirad a los caballos para que no puedan escapar, y luego, a ellos!
Sonó una descarga y el pelotón de los indios formó una maraña confusa de caballos tendidos, hombres atropellados y jinetes que intentaban huir. Para evitarlo, hice uso de mi rifle Henry. En cuanto un ponka fugitivo se consideraba seguro, le metía yo al caballo una bala que le tumbaba patas arriba.
Old Firehand y Winnetou, blandiendo los tomahawks, se precipitaron contra el grupo de hombres y caballos. Yo, que no había cifrado grandes esperanzas en el auxilio que pudieran prestarnos los demás viajeros, vi confirmada mi suposición. Descargaban sus armas al tuntún contra los indios, pero manteniéndose a honesta distancia de ellos, y sin hacer blanco, y emprendieron vergonzosa fuga en cuanto vieron que algunos ponkas se revolvían aullando contra ellos.
En cuanto hube disparado el último tiro, solté el mataosos y el rifle de repetición y empuñé el tomahawk, dirigiéndome adonde estaban Winnetou y Old Firehand. Nosotros éramos los únicos que luchábamos con los indios.
A Winnetou le conocía yo lo bastante para no preocuparme por él; pero, en cambio, deseaba acercarme a Old Firehand, cuyo aspecto me recordaba a los gigantes de los libros de cuentos que de chiquillo admiraba yo con loco entusiasmo. Con las piernas abiertas, erguido y tieso como un pino, esperaba a que empujáramos a los ponkas hasta él, y el hacha de guerra, manejada por sus poderosas manos, caía como una maza sobre la cabeza del enemigo. El pelo largo y sedoso, como melena de león, se agitaba en su cabeza, que llevaba descubierta, y su rostro, iluminado por la luz plateada de la luna, resplandecía con tal expresión de triunfo, y de seguridad, que daba a sus facciones un aspecto extraño.
Yo descubrí a Parranoh, en medio de un grupo de indios, y traté de acercarme; pero, por desviarse de mí, el bandido fue a caer cerca de Winnetou, y aterrado intentó de nuevo escabullirse. Al observarlo el apache dio un salto hacia él, gritando:
—¡Parranoh! Te he visto! El perro de los atabaskas huye delante de Winnetou, caudillo de los apaches. La boca sedienta de la tierra beberá tu sangre, y la garra del buitre desgarrará las entrañas del traidor, mientras que su scalp adornará el cinturón del apache.
Y arrojando el tomahawk, sacó el cuchillo del cinto guarnecido de cueros cabelludos, y agarró al caudillo ponka por el cuello; pero se vio privado de darle el golpe mortal. Cuando, contra su costumbre, se precipitó Winnetou con un grito rabioso sobre el ponka, Old Firehand había lanzado una mirada fugaz al rostro de éste. No obstante la rapidez de aquella mirada había descubierto en él al ser que más aborrecía en la tierra, al que odiaba con todas las fuerzas de su corazón, al que había buscado en vano año tras año, a fuerza de penalidades y trabajos, sin haber logrado dar con él, y que ahora, de pronto y tan inesperadamente se ofrecía a sus ojos.
—¡Tim Finnetey! —rugió con voz pavorosa; y de una manotada separó a los dos combatientes como si fueran dos briznas de paja y detuvo el brazo que había levantado Winnetou para herir a Parranoh, diciendo al apache—: No le toques, hermano: ese hombre me pertenece a mí.
El ponka se quedó petrificado de espanto, al oírse llamar por su nombre verdadero; pero en cuanto hubo visto el rostro airado de Old Firehand, se desprendió de las manos de Winnetou, que tenía su atención dividida entre ambos, y echó a correr disparado como una flecha. En aquel instante me deshice yo también del adversario con quien luchaba y eché a correr tras el fugitivo. Cierto que yo no tenía cuenta alguna pendiente con él; pero aunque como autor del horrible atentado contra el tren no mereciese una bala mía, sabía que era enemigo mortal de Winnetou, y según acababa de manifestar, también a Old Firehand le interesaba la captura de aquel bandido.
Los dos se habían lanzado en persecución de Parranoh; pero yo veía que no acortaban la distancia que yo les llevaba y observé a la vez que me las había con un corredor de primera fuerza. Aunque Old Firehand, por lo que me habían contado de él, podía ser considerado como maestro en todas las habilidades que exige la vida en el Oeste, se encontraba ya en una edad que no favorece para la carrera, y Winnetou me había confesado a menudo que no se juzgaba capaz de seguirme.
Con gran satisfacción observé que Parranoh cometía la falta de, correr en línea recta, sin calcular bien sus fuerzas y echando en olvido, a causa de su propio terror, la táctica habitual de los indios, que consiste en huir haciendo zigzag, mientras que yo procuraba economizar mi aliento, y calculando matemáticamente mis fuerzas y probable resistencia alternaba el esfuerzo, ya corriendo sobre una pierna, ya sobre otra, precaución que había hallado siempre ser la más ventajosa.
Mis dos amigos fueron quedándose atrás, pues no oía ya a mis espaldas el fatigoso jadeo de su pecho; y ya a cierta distancia oí a Winnetou que decía:
—Old Firehand puede detenerse. Mi joven hermano blanco cazará y matará al sapo de los atabaskas, pues tiene las piernas del viento y nadie logra escapársele.
Por halagüeña que fuese para mí esta alabanza, no pude volverme para saber si el furioso Old Firehand seguía el consejo. La luna continuaba derramando su luz sobre el campo; pero a causa de lo engañoso y falaz de la misma, no podía perder de vista al fugitivo.
Hasta entonces no me había acercado a él un solo paso; pero al observar que su velocidad iba disminuyendo apreté yo más y al poco rato estaba tan próximo a él que percibía su jadeante respiración. Yo no llevaba más armas que los revólveres descargados y el cuchillo de monte, que saqué de la vaina. El hacha me habría impedido correr, y la había arrojado lejos de mí a los pocos pasos que di detrás de Parranoh.
De pronto dio éste un salto de lado para dejarme pasar en plena carrera y atacarme después por la espalda; pero ya estaba yo preparado para semejante triquiñuela, y en el mismo momento que él di un bote de costado que nos hizo chocar a los dos con tal fuerza que mi cuchillo penetró en su cuerpo hasta la empuñadura.