CAPÍTULO SEXTO

LA OLA DE FUEGO

Nos detuvimos en el borde mismo del barranco, en el fondo del cual se veía el poblado, cuyo caserío había esperado yo que fuera más numeroso. El valle que se extendía a nuestros pies formaba como una especie de sartén rodeada de rocas a plomo y atravesada por una caudalosa corriente que buscaba su salida por entre los peñascos que le cerraban el paso. El terreno se hallaba cubierto de edificaciones propias de la industria petrolera. Más arriba y muy cerca del río funcionaba un perforador de pozos; en el curso medio de aquél y algo más allá de la fábrica verdadera se veía una vivienda harto fastuosa, no obstante su carácter de interinidad, y en torno, hasta donde alcanzaba la vista, se veían duelas, fondos y barriles terminados, muchos vacíos, pero en su mayoría repletos del codiciado líquido.

—Ahí está el bluff, efectivamente —me contestó Harry—. Allí abajo verá usted el almacén, que a la vez es fonda, casa de huéspedes y todo lo que se ofrezca, y por aquí va el camino, algo empinado, como usted ve, lo cual nos obligará a desmontar; pero se puede pasar sin gran exposición de la vida. ¿Quiere usted venir?

Eché pie a tierra, y también el joven desmontó de un salto, diciendo:

—Lleve usted al caballo de la rienda.

—No es preciso; Swallow me sigue como un perro. Guía tú.

El muchacho cogió las riendas de su caballo. Mi mustango iba detrás de mí sin el menor requerimiento, y el yanqui cerraba la marcha con su jaco de la rienda, con paso lento y temeroso. Yo tuve ocasión de admirar la seguridad y agilidad de mi guía. Esta destreza no podía haberla adquirido en el Este, y esto acrecentaba de minuto en minuto la admiración que me inspiraba. En cuanto llegamos al fondo del barranco, volvimos a montar y quise despedirme de mis acompañantes, suponiendo que se encaminarían en línea recta a su vivienda, mientras yo iba al almacén; pero Forster me interrumpió, diciendo:

—No piense usted en eso, hombre; le acompañaremos a usted al almacén, pues aun tengo que arreglar con usted un pequeño asunto que me interesa.

A causa de la simpatía que me había inspirado el muchacho, no me supo mal gozar algo más de su compañía, pero no quise preguntar a Forster a qué asunto se refería. No hube de aguardar mucho a tener la explicación. En cuanto llegamos al Store and Boarding House, como rezaba el letrero escrito con tiza en la puerta de aquella vivienda hecha de troncos de árbol, y una vez que hube echado pie a tierra, vi que el yanqui desmontaba de su jaco y cogía a Swallow de la rienda, diciendo:

—Me he empeñado en comprar este caballo. ¿Cuánto vale?

—No está a la venta.

—Le doy a usted por él doscientos dólares.

Yo, riendo, le contesté negativamente, meneando la cabeza.

—Doscientos cincuenta…

—Es inútil: no se moleste usted.

—¡Trescientos!

—No lo vendo.

—Trescientos, y pago todo el gasto que haga usted en el almacén.

—Pero ¿se figura usted que un pampero va a vender un caballo, del cual acaso dependa su vida?

—Pues le doy a usted el mío encima.

Guarde usted su jaco, por el cual no le daría a usted ni un pelo de mi gorra.

—Pues yo necesito este caballo —replicó impaciente—. Me he encaprichado y lo quiero.

—Lo creo; pero se quedará usted con las ganas. Es usted demasiado pobre para pagarlo.

—¡Pobre yo! —dijo lanzándome una mirada que pensó que iba a aterrarme—. ¿No le han dicho a usted que soy Emery Forster? Quien me conoce sabe que puedo pagar millares de mustangos como ése.

—Me es indiferente lo que tenga usted en la caja. Si puede usted pagar un buen caballo, vaya usted al chalán a comprarlo, y haga el favor de soltar el mío.

—Es usted un desvergonzado ¿lo entiende? Un tipo a quien le asoman los dedos por el zapato debiera agradecer mucho que se le ofrecieran medios para reponerse de calzado. Al menos así lo adquiriría honradamente.

—Emery Forster, cuidado con la lengua, pues pudiera ocurrir que el hombre que al parecer no vale una perdigonada, se la soltara a alguien de la manera más honrada posible.

—¡Hola, joven! Aquí no estamos en la pampa, donde los granujas campan por sus respetos. En New-Venango no hay más amo y señor que yo, y al que no quiere por las buenas se le endereza por las malas. Ya te he hecho mi última oferta: ¿me das el caballo, sí o no?

Cualquier otro westman habría contestado a esto con la violencia; pero el proceder de aquel hombre me divertía más que me disgustaba, y además la consideración que me inspiraba el muchacho me inducía a dominarme más de lo que habría hecho tratándose del yanqui solo. Así, contesté con bastante mesura:

—No se lo cedo a usted. Suéltelo.

Y eché mano a la rienda que Forster tenía en la mano. Entonces él me dio un empujón en el pecho, que me hizo tambalear, y de un salto montó en el caballo, exclamando:

—Ahora verás que Emery Forster sabe apoderarse de un caballo que se le niega, cuando le parece bien. Ahí te dejo el mío. El gasto que hagas en el store corre de mi cuenta, y la cantidad ofrecida puedes cobrarla en la caja, cuando quieras. Vamos, Harry, no hay más que hablar.

El joven no acudió en seguida, sino que continuó un instante quieto, mirándome de hito en hito; pero cuando vio que yo no daba señal alguna de recuperar lo mío a estilo de pampero, vi extenderse por su rostro una expresión de desprecio profundo. Acercándose me preguntó desdeñosamente:

—¿Sabe usted lo que es un coyote?

—Sí —contesté con indiferencia.

—Pues explíquemelo usted.

—Así llaman al lobo de las pampas; un animal cobarde y miedoso, que huye ante el ladrido de un perro y no merece que se le mire siquiera.

—La contestación de usted es exacta, y puede usted darla con facilidad, puesto que usted… es un coyote.

Y con un ademán de repugnancia indescriptible me volvió la espalda y siguió al «amo y señor» de New-Venango.

Yo callé, pues sabía muy bien lo que me hacía. Swallow no estaba perdido para mí, y dejándole por algún tiempo en manos de Forster me sería hacedero volver a ver a Harry, por quien tanto me interesaba. En su boca aquellas palabras no me resultaban ofensivas.

De la tienda habían salido algunos hombres, que presenciaron la desagradable escena. Uno de ellos ató el jaco de Forster a una estaca y se acercó a mí. En aquel mozo borracho y pelirrojo se descubría al irlandés a cien leguas.

—No le duela el trato, máster —me dijo familiarmente—, pues no sale usted malparado. ¿Piensa usted pasar algún tiempo en New-Venango?

—No tengo malditas las ganas. ¿Es usted el dueño de ese famoso store?

—Soy el amo, y la tienda goza de fama, como dice usted muy bien. Su crédito llega hasta donde haya un hombre a quien le guste paladear el brandy de mi bodega. Acaso sea su suerte haber llegado aquí.

—¿Cómo es eso?

—Ya se lo explicaré; puede usted alojarse en mi casa, no un día ni dos, sino mañana, pasado y siempre, porque yo necesito un board keeper a quien no se le altere la sangre aunque le pisen un callo de cuando en cuando. En nuestro negocio sobra y hasta perjudica la ambición, y como acabo de ver que usted sabe soportar sin chistar un buen bufido, choque usted, que no le pesará.

Me dieron ganas de cruzar la cara a aquel hombre, pero como realmente el ofrecimiento tenía más de ridículo que de molesto, sin responderle entré en la tienda para hacer mis compras. Cuando le hube preguntado por el precio de los efectos que elegí, me replicó asombrado:

—Pero ¿no se ha enterado usted de que el gasto corre de cuenta de Emery Forster? Cumplirá su palabra, y yo le hago a usted entrega de todo lo comprado sin aceptar un céntimo.

—Gracias; pero cuando compro algo lo pago con mi dinero y no con el de un ladrón de caballos.

Iba él a protestar contra mis palabras; pero en cuanto vio el puñado de monedas de oro que saqué del cinto, tomó su rostro una expresión de profundo respeto, y se hizo el trato de mi compra con la astucia y tenacidad características de aquellas comarcas en que con tanta habilidad se explota al prójimo.

Por fin, nos pusimos de acuerdo y entré en posesión de un traje completo de trapper y de abundantes provisiones de boca y guerra a un precio exorbitante; pero con las cuales podía ir yo tirando una buena temporada.

Entretanto había llegado la noche y la oscuridad más profunda envolvía el valle. No era mi intención alojarme en las habitaciones del boarding-house, bajas de techo y malolientes, sino que echándome a cuestas mis alforjas llenas, salí fuera, deseoso de entendérmelas con Forster, respecto a sus derechos de amo y señor de la comarca.

Me encaminé a la orilla del río y la seguí, y entonces noté lo que no había reparado antes, por hallarse absorta mi atención en mi joven acompañante; un penetrante olor a petróleo que llenaba todo el valle y que iba en aumento al acercarme al agua, señal evidente de que el río debía de arrastrar una cantidad considerable de aquel líquido combustible.

El caserío adonde me encaminaba se ofrecía negro y sombrío ante mí, pero en cuanto hube vuelto un recodo del camino se presentó a mis ojos la casa señorial, de la cual surgían grandes estelas de luz, que iluminaban la terraza donde se pasaba la velada. En cuanto llegué a la verja que rodeaba el patio, percibí un leve resoplido, cuyo origen comprendí en seguida.

Sabía muy bien que a Swallow sólo lograba meterlo en la cuadra una mano amiga, pues a un extraño le era imposible reducirlo a la obediencia. Así es que el caballo había quedado en el patio, sujeto a un pilar de la terraza, desde donde se le custodiaba fácilmente. Yo me deslicé con cautela por la parte del patio donde daba la sombra hasta el sitio donde se asentaban los pilares de la terraza, con lo cual llegué hasta muy cerca de mi caballo, y observé con satisfacción que Harry ocupaba una de las hamacas desde la cual sostenía con Forster, sentado allí mismo, una viva discusión. Sin apartar de ellos los ojos, sujeté mis alforjas a la silla de Swallow. Mi lea; amigo no había consentido que le quitaran los arreos, y si al salir galopando con Forster hubiese yo dejado oír un silbido que él conocía muy bien, se habría desembarazado de su jinete para volver a mi lado.

En esto oí decir a Harry:

—Es una idea tan inútil como criminal, dear uncle, y me parece que no has pensado ni calculado bien el lío en que te metes.

—¡Ahora vas a enseñarme tú a calcular y reflexionar! El precio del petróleo ha bajado únicamente por el exceso de producción, de modo que si dejamos correr libremente los manantiales durante un mes, en que se pierda el mineral, volverá a subir la mercancía por falta de existencias, y haremos un negocio loco. Y hay que dar el golpe: nos hemos juramentado y todos cumpliremos la palabra. Yo dejo desaguar uno de los pozos en el Venango-River; hasta que suban los precios ya habremos perforado otro más arriba, y como tengo una provisión más que suficiente de toneles, en pocos días puedo enviar al Este tal cantidad de petróleo que me reporte centenares de miles de dólares.

—Comprendo, tío; pero es un negocio poco limpio. Además, me parece que habéis olvidado los yacimientos del viejo continente. Ese proceder vuestro impulsará a la competencia extranjera a hacer esfuerzos inauditos para proveer el mercado, de modo que vosotros mismos entregaréis a vuestros contrarios las armas que os han de vencer. Eso sin contar con que las provisiones de petróleo almacenadas bastan para surtir los mercados durante mucho tiempo.

—Tú no conoces el enorme consumo de petróleo que se hace, y no tienes tampoco suficiente criterio para juzgar de estas cosas.

—Eso habría primero que probarlo.

—La prueba está a mano. ¿No acabas de declararme hace poco que, en efecto, te habías equivocado en tu primer juicio respecto a ese westman o lo que sea? Nunca habría imaginado que te hallaras a gusto con semejante compañía.

Vi que Harry se ruborizaba y le oí contestar en el acto:

—Yo me he criado entre ellos, como no ignoras; he pasado mi infancia en la selva y tendría que querer muy poco a mi padre si despreciara esta sociedad sólo por su aspecto externo. Hay hombres en ella a los cuales vuestros nobles gentlemen y orgullosos plutócratas no les llegan ni a la suela de los zapatos en punto a moralidad y nobleza de sentimientos. Por lo demás, no se trata de error alguno, porque sólo he dicho que al principio me había parecido otra cosa; pero yo suelo distinguir entre suposición y afirmación.

Forster quiso replicar, pero no pudo hacerlo, porque en aquel instante estalló un trueno que me dio la sensación de que la tierra se abría a mis pies. El suelo retembló horrorosamente, y cuando aterrado volví la cabeza observé en la parte alta del valle, donde había funcionado el perforador, una ola de fuego que subía a una altura de cincuenta pies, anegando con una velocidad aterradora todo el terreno, al tiempo que penetraba en los órganos de la respiración un aire pestilente y abrasado y la atmósfera se saturaba de un fuego etéreo y gaseoso que me asfixiaba.

Yo, que conocía por experiencia aquel horrible fenómeno, pues lo había presenciado en toda su espantosa realidad en el valle de Kanawhat, de un salto me planté en medio de la tertulia petrificada de espanto.

—¡Apagad las luces, pronto: fuera luces! El perforador ha abierto un nuevo pozo y habéis olvidado que en estos casos no debe haber fuego por ningún lado. Ahora se extiende a los gases inflamados por todo el valle, que será pasto de las llamas si no se apaga todo —grité yo como un loco.

Y saltando de candelabro en candelabro maté a manotadas las bujías encendidas; pero en las habitaciones superiores ardían las lámparas aún y en el store se veía todavía luz. Entretanto la corriente de petróleo inflamado se había extendido por toda la parte superior del valle con pasmosa rapidez y llegaba al río, de modo que ya no había que pensar sino en salvar la vida.

—¡Escapad, corred! —grité ya fuera de mí—. ¡Subid a la cumbre si no queréis morir abrasados!

Y sin hacer caso de los demás, arranqué a Harry de la hamaca, me lo eché a cuestas y de un salto monté sobre Swallow. Harry, desconociendo mis intenciones e ignorando la gravedad del peligro, se defendía a puñetazos de mi abrazo; pero como en momentos de peligro extremo parecen duplicarse las energías, los esfuerzos del muchacho fueron vanos, y hubo de someterse a la fuerza con que yo le estrechaba, mientras Swallow, guiado por su instinto, que hacía inútiles rienda y espuela, volaba río abajo en busca de una salida.

El sendero que nos había llevado desde la pampa a New-Venango nos estaba vedado, por hallarse ya invadido por el río de fuego, y sólo hacia abajo había salvación; pero yo no había visto durante el día camino practicable alguno en aquella dirección, donde, por el contrario, se estrechaban los muros de rocas, de tal modo que solamente el agua convertida en espuma se abría paso violentamente.

—Dime —pregunté al joven con ansiedad horrible—: ¿no hay camino que nos saque de este infierno?

—No, no —gimió el muchacho haciendo inauditos esfuerzos por desasirse—. Déjeme usted libre. Yo no le necesito a usted; me basto y me sobro para ponerme en salvo.

Como era natural, no hice caso de sus súplicas, pues mis ojos estaban clavados en el angosto horizonte que formaban los dos muros de rocas. De pronto sentí una presión en la cintura y el joven gritó triunfante:

—¿Qué me quiere usted? Suélteme ahora mismo si no quiere que le clave su propio puñal en el pecho.

En efecto, vi brillar en su mano una hoja acerada. El imprudente muchacho se había apoderado mi cuchillo. No había tiempo para discutir. Con la mano derecha me apoderé de sus dos muñecas mientras con el brazo izquierdo le sujeté más fuertemente.

A cada segundo iba en aumento el peligro: la corriente ígnea había llegado a los depósitos, y los barriles llenos estallaban en el aire como bombas de dinamita, derramando su llameante contenido en aquel mar de fuego, cuyas olas adquirían así más fuerza e intensidad. La atmósfera era asfixiante, y yo experimentaba la sensación de hallarme en una caldera de agua hirviendo, con tal sequedad y rarificación del aire que me parecía arder interiormente. Ya pensaba perder el conocimiento; pero no se trataba de mi vida sola, sino también de la de aquel muchacho, y este pensamiento me azotó de tal manera que hostigué a mi noble caballo:

—¡Arriba, Swallow! ¡Corre, corre, Swa…!

Un calor sofocante me cortó la palabra y no me dejó continuar. Verdad es que el animal no necesitaba de mis gritos, pues corría con una velocidad que rayaba en lo imposible. Pero estaba visto que por aquel lado no había salida practicable. Las llamas iluminaban aquellas enormes peñas lo bastante para convencerme de que eran inaccesibles, y por lo tanto no quedaba más recurso que el agua, y pasar al otro lado del río.

Una ligera presión del muslo bastó para que el fiel mustango se precipitara en la corriente, cuyas aguas se cerraron sobre nosotros. Sentí renacer nuevas fuerzas, vida nueva al contacto del líquido elemento, pero el caballo desapareció debajo de mí. Esto me daba lo mismo, en aquel crítico momento; la cuestión era pasar, pasar a todo trance. Swallow había sido más veloz que el fuego, que chispeante, llameando y elevándose en enormes oleadas rojas, se precipitaba en el río, cuyo caudal se había aumentado con el pozo de petróleo que desaguaba en él. ¡Ay! en un minuto, en un segundo iba a alcanzarme aquel alud de fuego con el muchacho desmayado, cuyos rígidos brazos me aprisionaban. Nadé río abajo como no había nadado en mi vida; es decir, no nadé sino que me lancé en saltos vertiginosos sobre la corriente, en cuyo fondo culebreaban luces oscilantes como relámpagos. Un terror, un pavor indescriptible me erizaba el cabello, cuando sentí un resoplido a mi lado.

—Swallow, fiel y valiente amigo, ¿eres tú? Aquí está la orilla… a la silla… pero ¡si no puedo! Parece que se me ha requemado la médula en los huesos… ¡Dios mío… Señor, piedad! Salvadme para que no muera aquí! Probaré otra vez… ya estoy arriba… ¡Gracias, Dios mío!… Ahora… fuera… fuera de aquí, Swallow, por donde quieras… con tal de salir de este infierno de llamas…

El caballo me entendió, pues siguió galopando. ¿Hacia dónde? Yo no lo sabía, ni me importaba, con tal de huir. Mis ojos parecían ser de metal fundido y la luz que recibían parecía derretirme el cerebro; llevaba la lengua fuera de la boca reseca, y todo mi cuerpo experimentaba la sensación de hallarse compuesto de una esponja que se requema y cuyas cenizas van a deshacerse de un momento a otro. El animal jadeaba y gemía como si exhalara humanos lamentos de dolor; corría, saltaba, trepaba, trasponía riscos y rocas, atravesaba barrancos y cortaduras, cumbres y salientes, con movimientos ya de tigre, ya de culebra. Yo iba con la derecha abrazado a su cuello y con la izquierda sujetando al muchacho. Un salto más, un bote terrible, vertiginoso, y por fin quedó vencido el muro de roca; unos centenares de pasos más para alejarnos del fuego, pampa adelante, y Swallow se quedó rígido mientras caía yo entre sus patas como muerto.

Pero la excitación y el exceso de fatiga eran tales, que superaron al desmayo que iba a apoderarse de mí. Me incorporé lentamente y echando los brazos al cuello de mi incomparable salvador, que temblaba como un azogado, lo besé derramando un raudal de lágrimas, con el mismo fervor con que se besa a un ser amado.

—Swallow, querido Swallow, gracias; tú nos has salvado a todos. No olvidaré mientras viva lo que te debo.

El cielo se cubría de un resplandor vivo, rojo como la sangre, y el tufo del petróleo desencadenado se difundía en nubes espesas y negras, cruzadas de rayos purpúreos sobre aquel cuadro de desolación y de ruina. Mas no tuve tiempo de ensimismarme en tan tristes contemplaciones, pues ante mí, con el cuchillo en los dedos convulsos, yacía Harry, tan pálido, frío y rígido que me hizo un instante creer que se había ahogado en las ondas del agua, cuando yo quería salvarle de las del fuego.

Su ropa chorreaba y se pegaba al cuerpo yerto del joven, en cuyo rostro, pálido como el de un cadáver, se proyectaban los reflejos rojizos de las lenguas de fuego que sobresalían de los bordes del barranco. Yo le cogí entre mis brazos, le despejé de cabellos la frente, le friccioné las sienes, y a fin de devolver la actividad a sus pulmones contraídos coloqué mis labios sobre los suyos para darle mi aliento; en una palabra, hice todo lo que estaba en mi mano, dado el estado de completa incapacidad en que me hallaba, para devolverle la vida.

Por fin noté un ligero temblor en sus miembros, suave al principio y más perceptible después, sentí el latir de su corazón y el respirar de su aliento… De pronto abrió los ojos desmesuradamente y me miró con una expresión indescriptible; luego recobró el sentido y lanzando un grito penetrante se incorporó repentinamente exclamando:

—¿Dónde estoy? ¿Quién es usted? ¿Qué ha ocurrido?

Cariñosamente le contesté:

—Estás salvado de la hoguera que arde allá abajo.

Al oír mi voz y ver el incendio que no acababa de extinguirse, volvió a su mente el recuerdo y balbució:

—¿Fuego?… Allí abajo… ¡Dios mío, es verdad! ¡Ha ardido el valle y los Forster!…

Como si el nombre que acababa de pronunciar le recordara toda la inmensidad del peligro en que había dejado a sus parientes, levantó amenazador el brazo, diciendo:

—Es usted un cobarde, un miserable, un coyote, como ya le dije. Ha podido usted salvarlos a todos, a todos sin excepción; pero ha preferido usted huir como huye el chacal ante el ladrido de un faldero. Yo… yo le desprecio… Quiero irme, lejos de aquí… al lado de los, míos…

E hizo ademán de marcharse. Yo le cogí de la mano y contesté:

—No te muevas. No es posible hacer nada ya y sólo te precipitarías en nuevos peligros.

—Déjeme usted; yo no tengo nada que ver con un cobarde.

Y desasiéndose de un tirón se lanzó corriendo hacia el valle. Yo noté que un pequeño objeto se me había quedado entre los dedos. Era un anillo que se había desprendido al violento tirón que dio para soltar la mano.

Le seguí, pero ya había desaparecido entre las sombras de las peñas. No me era posible guardarle rencor; era muy niño, y la catástrofe le había privado de la serenidad necesaria para juzgar con claridad lo ocurrido. Metíme entonces la sortija en el bolsillo y volví a sentarme para descansar de las penalidades pasadas, esperando el nuevo día, pues durante la noche no había que pensar en bajar nuevamente al bluff.

Temblaban aún todos mis músculos, y el valle, en donde crepitaban las llamas, parecía un infierno del cual había podido escapar por milagro patente. La ropa se me caía a pedazos como yesca; me puse el traje comprado en el store y que, por habérseme mojado al pasar el río, había sido respetado por las llamas.

Swallow estaba echado junto a mí. Había allí hierba en abundancia, pero no la comía, pues el pobre animal se hallaba tan exhausto y agotado como yo. ¿Qué había sido de los habitantes del poblado? Esta pregunta venía sin cesar a mi mente, robándome el sueño reparador que tanto necesitaba. Velé toda la noche, acercándome repetidas veces al borde del barranco para contemplar el desastre. El fuego había disminuido en extensión e intensidad; pero, no obstante, ofrecía un aspecto que no olvidaré mientras viva. El petróleo salía, a manera de surtidor de unos treinta metros de altura, por el agujero de perforación, y el rayo incandescente se deshacía en lo alto en haces luminosos y en millares de chispas para caer sobre la tierra y correr por ella, como una faja de fuego llameante de dos o tres metros de altura, en dirección al río, cuyo lecho ocupaba en toda su anchura.

Así continuó ardiendo hasta el día siguiente, y así seguiría mientras manara petróleo del manantial, si no se lograba apagar el incendio. La luz del día aminoraba la intensidad de las llamaradas, y al contemplar entonces el valle pude observar que, fuera de una cabaña situada en la parte más alta de la ladera, adonde no se había comunicado el fuego, todo estaba arrasado; la vivienda de Forster, las fábricas y almacenes y todo el caserío habían desaparecido. Todo el bluff, hasta el borde extremo de las rocas, estaba ennegrecido por el humo y hacía el efecto de una sartén gigantesca cubierta de hollín y cuyo contenido ha quedado carbonizado por descuido del cocinero.

Delante de la única casita salvada había unas cuantas personas, entre las cuales descubrí a Harry, que en un acto de temeridad se había atrevido a bajar durante la noche. Yo, a la luz del día, no tuve la menor dificultad en hacerlo. Cerca de mí estaba el sendero que nos había llevado al pueblo la tarde anterior, y lo tomé sin dilación. En esto advertí que Harry me señalaba, llamando la atención de los demás hacia mi persona, y uno de los presentes entró en la cabaña, volvió a salir armado de un rifle, y adelantándose a la orilla del río, aguardó a que yo llegara a la otra para gritarme con voz bronca:

—¿Eh! ¿Qué viene usted a hacer a nuestro poblado? Largo de aquí, si no quiere que le meta una bala en los sesos.

—He venido a auxiliar en lo que pueda —contesté serenamente.

—Estamos enterados —respondió con risa irónica—. Esas ayudas ya sabemos lo que significan.

—Además necesito hablar con el joven Harry.

—Eso va a serle a usted harto difícil.

—Necesito darle una cosa.

—¡Basta de infundios! ¡Buenas cosas tendrá que dar un vagabundo como tú! ¡Primero cobarde e infame, luego vengativo y rencoroso, y acaba convirtiéndose en incendiario!

Quedé por un momento petrificado de horror, incapaz de pronunciar una sola palabra. ¡Yo incendiario!

Aquel hombre debió de tomar mi silencio como prueba de mi culpabilidad, pues luego añadió:

—Ya se ha cortado de puro miedo y no necesitamos de más confesión. Sabemos muy bien lo que eres, de modo que si no te largas de aquí al momento, te pego un tiro.

Y echándose la escopeta a la cara, me apuntó. Entonces exclamé, realmente indignado:

—¿Pero está usted loco? ¡Aquí no ha habido incendiario ni crimen alguno!.Los gases se han inflamado al contacto de las luces, de modo que el desastre ha sido el resultado lógico del descuido y la falta de precaución.

—Ya, ya… ¡Largo de aquí o disparo!.

—¿Acaso habría salvado con riesgo de mi vida a ese mozuelo, si hubiera sido yo el autor de la catástrofe?

—¡Disculpas! Si hubieras querido y no te hubieras escapado, se habrían salvado todos, mientras que así todos se han abrasado, muriendo desastrosamente. Ahí va lo que tienes merecido.

Aquel hombre disparó; mas era tal mi indignación que continué inmóvil en mi puesto, sin hacer el menor movimiento por librarme de la bala; y eso fue mi suerte, pues el hombre era mal tirador y el proyectil no me rozó siquiera. Mis manos se crisparon con deseos de darle la contestación que merecía; pero me dominé y dando media vuelta volví a subir lentamente por el sendero arriba sin volver una sola vez la cabeza.

Una vez en la pampa, monté a caballo y seguí mi camino. Si en lugar de recibirme agradecidos y como salvador me trataban como a un criminal, valía más sacudir el polvo de los zapatos y desaparecer sin dejar rastro.