CAPÍTULO QUINTO

UN NUEVO AMIGO

Muchísimo tendría que contar de lo que pasé con Harton en Sonora; pero como aquí sólo se trata de Winnetou, y éste no tomó parte en la expedición, diré solamente que, en efecto, a fuerza de penalidades, luchas y fatigas llegamos a descubrir la bonanza de Harton. Vendí la participación que me correspondía, pues no tenía deseo alguno de explotarla por mi cuenta, y me dieron por ella una cantidad que me compensó cumplidamente de la que había perdido en el naufragio. Luego salí para el río Pecas en busca del poblado de los apaches, donde fui recibido como un hermano, a pesar de que no estaba allí Winnetou, quien hacía entonces un viaje de inspección a las demás tribus apaches.

Me invitaron a esperarle; pero como esto significaba una estancia allí de seis meses, emprendí una excursión al Colorado para regresar después, al través de Kansas, a San Luis. En el camino trabé conocimiento con un inglés llamado Ginery Bothwell, hombre de gran cultura, emprendedor y osado como él solo, a quien debía encontrar años después en el Sahara, como verán más adelante mis lectores.

Todo lo que había yo hecho en compañía de Winnetou primero, luego con Fred Harton y por último con Bothwell, se comentaba en todo el país, y cuál no sería mi sorpresa al llegar a San Luis y ver que mi nombre de Old Shatterhand corría de boca en boca! Cuando el viejo armero Henry observó mi extrañeza, exclamó con su peculiar acento:

—¡Es usted todo un hombre! Ha visto usted y padecido más aventuras en un mes que otros en veinte años. Sabe usted salir de todos los trances con la limpieza con que pasa una bala por un papel secante. No obstante ser un greenhorn recién salido del cascarón se atreve usted con el cazador más famoso y atrevido del Occidente, deroga usted de un golpe las leyes más crueles y sanguinarias del feroz Oeste, perdonando a su peor enemigo, ¡y ahora se queda usted boquiabierto de admiración al oír que su nombre resuena como una campana! Le aseguro a usted que en cuanto a celebridad ha tomado usted la delantera en tan poco tiempo al mismísimo Old Firehand, que le dobla a usted la edad. Yo me volvía loco de alegría cuando oía hablar de sus hazañas, porque al fin fui yo el que le puse a usted en esa senda. Le advierto que le estoy agradecido por las satisfacciones que me ha proporcionado usted, y se las recompensaré. Vea lo que tengo aquí…

Y abriendo un armario sacó el flamante «rifle Henry», recién salido de sus manos, me explicó el mecanismo y uso del mismo, me llevó al lugar donde probaba sus armas y me hizo ensayar su obra maestra. Yo estaba encantado de mi nueva adquisición; pero hube de recordarle nuevamente que la difusión de aquel rifle de tiro rápido sería fatal para los hombres y los animales del Oeste.

—Ya lo sé, ya lo sé —me contestó el armero—; ya me lo ha dicho usted anteriormente, y por eso sólo construiré unos cuantos; el primero, que es éste, es para usted. Ha hecho usted célebre mi viejo «mataosos», y por ello se lo cedo a usted y encima le doy este rifle, pues presumo que le prestará a usted buenos servicios en sus viajes al otro lado del Misisipí.

—Sin duda; pero en tal caso no puedo aceptarlo ahora.

—¿Por qué no?

—Porque no voy ahora a Occidente.

—Pues ¿adónde?

—Primero a mi casa y luego a África.

—¡A-fri-ca! —balbució el armero con los ojos muy abiertos—. ¿Está usted loco? ¿Piensa usted convertirse en negro o en beduino?

—Nada de eso, sino que he prometido a míster Bothwell ir a Argel, donde tiene él unos parientes, para juntarnos allí y emprender una excursión por el Sahara.

—¿Para ser pasto de leones y rinocerontes?

—¡Bah! Los rinocerontes son herbívoros y no habitan en el desierto.

—Pero los leones…

—Tampoco los hay en el verdadero Sahara, porque esos carnívoros necesitan agua como los demás.

—Ya sé que no se abrevan con jarabe; pero aquí se trata de algo más serio: ¿no se habla francés en Argel?

—Sí.

—¿Conoce usted esa lengua?

—Sí.

—Y en el desierto ¿qué se habla?

—Árabe.

—Pues está usted aviado.

—Nada de eso; mi profesor de árabe es uno de los mejores arabistas de Alemania.

—Vaya usted a paseo; no hay medio de atacarle a usted por ningún lado. Pero ahora se me ocurre una cosa que seguramente le hará desistir a usted de ese viaje disparatado.

—¿Qué?

—La falta de dinero.

—Estoy provisto.

—¿Y eso?

—Pues verá usted; la bonanza me ha reportado un capitalito, además de la espléndida gratificación del banquero Ohlert y del resto del sueldo que me trajo de parte de Josy Taylor.

—Pues si es así, eche usted a correr hacia ese dichoso Sahara —exclamó furioso míster Henry—. Me parece imposible que un hombre con sentido común se empeñe en meterse en un desierto, donde sólo se ve arena y pulgas por todas partes. Aquí hubiera usted estado como el pez en el agua; pero ya que se empeña usted en romperse la cabeza, se acabó todo entre los dos, pues Dios sabe si volveremos a vernos en esta vida.

Diciendo esto corría de acá para allá como león enjaulado, gruñendo y despotricando de mala manera y manoteando como un energúmeno. Mas poco a poco la bondad pudo más que su mal genio, y parándose delante de mí me preguntó:

—¿Puede serle a usted útil el «mataosos» en el desierto?

—¡Claro que sí!

—¿Y el rifle de repetición?

—Más que ninguno.

—Pues aquí tiene usted los dos, y lárguese usted con viento fresco. Fuera de aquí, y que no se le ocurra volver a parecer por esta casa, so pena de verse arrojado de ella a empellones… so… so… asno del desierto.

Me puso las dos armas en las manos, abrió de un tirón la puerta, me empujó afuera y echó el cerrojo detrás de mí. En cuanto me tuvo en la calle sacó la cabeza por la ventana del taller y gritó:

—Esta noche le espero a usted sin falta, ¿eh?

—¡Naturalmente!

Well. Le prepararé una sopa de cerveza en mi maquinilla de café, ya que es su plato favorito. Y ahora váyase.

Cuando pocos días después me despedía de él, hube de darle mi palabra de honor de volver a verle dentro de seis meses, siempre que no me lo impidiera un obstáculo invencible. Afortunadamente pude cumplirle la palabra y al cabo de medio año nos abrazábamos otra vez en San Luis.

Su alegría fue indescriptible, sobre todo cuando le relaté los preciosos servicios que me habían prestado sus armas de fuego en mi lucha contra el terrible Gum (caravana de bandidos). El, por su parte, me contó que entretanto le había visitado Winnetou, a quien había enterado de la época de mi regreso a América. Mi joven amigo le había encargado que me enviara al río Suanca, donde me aguardaría cazando en compañía de gran número de sus guerreros.

Inmediatamente me dirigí a la cuenca de dicho río, adonde tardé tres semanas en llegar, y poco después descubrí el campamento apache. Winnetou se entusiasmó tanto como yo con el nuevo rifle Henry; pero sin pedirme nunca hacer un solo disparo con la codiciada arma, que consideraba como una cosa sagrada para mí. Tuve la grata sorpresa de recibir de manos de mi amigo indio un hermoso caballo, negro como la endrina, cuyo nombre era Swallow (golondrina), en méritos de su cualidad principal, la velocidad en la carrera. El animal poseía en alto grado el adiestramiento indio más exquisito, y se acostumbró muy pronto a su nuevo dueño.

Winnetou proyectaba dirigirse después de la cacería a la tribu de los navajos, para restablecer la buena armonía entre éstos y los nijoyas, que se hallaban en discordia; y yo me decidí a acompañarle. Pero este plan no llegó a realizarse, porque unos días antes de la partida tropezarnos con un transporte de oro californiano, cuyos conductores se asustaron no poco al verse repentinamente rodeados de pieles rojas, pero se tranquilizaron en seguida al oír los nombres de Winnetou y Old Shatterhand. La buena fama de que gozábamos era tal que los jefes nos rogaron que les diéramos escolta hasta Fort Scott, mediante una retribución adecuada. Yo me resistía a aceptar tan honrosa petición, por no separarme de Winnetou; pero éste, como mi primer maestro, considerábase orgulloso de la distinción y confianza que me dispensaban y me instó a que prestara aquel servicio a la expedición y a que fuera después, desde Fort Scott, en dirección Norte, a la Gravel-Prairie, situada al Oeste del Missouri, donde nos encontraríamos y me presentaría a su antiguo y famoso amigo Old Firehand, de quien sabía que recorría aquellas regiones.

Puesto que nuestra separación obedecía a un deseo manifestado por Winnetou, me avine a acompañar el convoy, que llegó felizmente a su destino, no sin vencer graves peligros. Yo me encargué de hacerles frente sin ayuda de nadie, y más de tina vez debí exclusivamente al rifle Henry y a mi caballo haber escapado con vida.

Luego seguí solo mi camino, atravesando el Kansas y el Nebraska por territorios de los indios siux, de cuya persecución me salvó repetidas veces la ligereza de mi caballo. Winnetou me había advertido ya que mi paso 'por aquella comarca me llevaría a una región petrolífera recién descubierta y puesta en explotación, cuyo propietario se llamaba Forster y donde encontraría un store (almacén) en el cual podría proveerme de todo lo necesario.

A juzgar por las señas, debía de hallarme muy cerca de la colonia petrolífera, la cual llevaba el nombre de New-Venango y estaba situada en uno de esos barrancos llamados bluffs, que penetran profundamente en la pampa; regados generalmente por un riachuelo que, o bien desaparece entre las rocas sin dejar señales, o se pierde poco a poco en el terreno poroso, o bien, cuando su caudal es importante, desagua en alguna de las grandes vías fluviales americanas. No había yo visto hasta entonces dibujarse en la llanura inmensa, cubierta del amarillo helianto en flor, ningún pormenor que me permitiera colegir la proximidad de una hondonada. Mi caballo daba muestras de cansancio, y yo me encontraba también necesitado de reposo, pues la larga caminata me había fatigado tanto, que anhelaba más que nunca el término de la jornada, donde pasar un día de descanso y reponer las municiones, que iban muy en baja.

Ya me resignaba a no lograr mi objeto, cuando observé que Swallow enderezaba gallardamente la cabeza y daba ese resoplido especial con que el caballo pampero advierte la aproximación de algún ser viviente. A un ligero tirón de la brida se quedó parado el corcel y yo inspeccioné cómodamente todo el horizonte. No hube de tardar mucho en divisar a dos jinetes, que también debieron de verme a mí, pues picaron espuelas y galoparon en línea recta hacia el sitio donde yo me encontraba. Como la distancia que nos separaba era demasiado grande para distinguir a simple vista los pormenores, saqué mi anteojo y observé con gran sorpresa mía que uno de los jinetes no era un hombre, sino un muchacho, lo cual podía considerarse como un hecho extraordinario en aquellas soledades.

—¡Pardiez! ¡Un niño en medio de la pampa y en traje de legítimo trapper! —me dije, y volví a ajustar el revólver y el machete que por precaución había aflojado.

¿Sería aquel hombre alguno de esos yanquis extravagantes, capaces de los más extraordinarios hechos, o sería acaso el flat’s ghost (el espíritu de la llanura) que según la superstición india, recorre de noche en corcel de fuego y de día en mil extrañas formas, las woodlands (las selvas) para atraer a los blancos a su perdición? Y aquel niño, ¿sería algún rehén raptado en el Este?

Luego contemplé con cierta prevención mi personalidad externa, que nada tenía de lo que se exige a un gentleman de la buena sociedad; los mocasines se habían vuelto con el tiempo tan francos y abiertos de genio que estaban hechos trizas; los leggings brillaban de grasa de bisonte y de oso por haber adoptado yo también la laudable costumbre de servirme de los calzones como de servilleta y paño de limpieza; la zamarra de cuero en forma de saco, que había soportado con admirable resistencia todos los temporales y calamidades atmosféricas, me daba el aspecto de un espantapájaros maltratado por el viento y la lluvia, y la gorra de piel de castor que me cubría la cabeza no sólo se había vuelto muy ancha y deforme, sino que había perdido la mayor parte del pelo, y, con menoscabo de su natural hermosura, daba señales de haber estado en relaciones muy íntimas con las hogueras de todos los campamentos que había recorrido su amo.

Afortunadamente no me hallaba con aquel indumento en las butacas del Teatro de la Opera, sino entre Black-Hills y las Montañas Rocosas, y por añadidura no tuve tiempo de sentirlo, pues todavía no había terminado mi inspección personal cuando tuve a los dos jinetes frente a mí. El muchacho levantó en alto el pomo de su látigo para saludarme, y gritó con voz clara y fresca:

—¡Good day, sir! ¿Qué se le ha perdido que tanto lo busca usted?

Your servant, caballerito. Me abotono la camisa, que está acorazada para que de tus miradas investigadoras no me venga daño alguno.

—¿Entonces está prohibido mirarle a usted?

—Nada de eso; pero sólo en el caso de que no se me niegue la licencia de contemplarte yo también a mi talante.

—Hay que ser complaciente con un caballero de casco de piel de nutria y coraza resplandeciente como un carbunclo. Levante usted, pues, esa horrible visera que le oculta el rostro y míreme cara a cara.

—Gracias. Mirémonos, pues, hasta hartarnos, si te place, con lo cual saldré yo ganando, pues tu vestimenta es todavía flamante y gentlemanlike.

Y haciendo girar rápidamente a mi caballo añadí con ironía:

—Ea; ya, puedes contemplarme tú por todos lados, a caballo y de tamaño natural. ¿Qué tal te parezco?

—Espere usted un poco y míreme antes —contestó el muchacho riendo; y encabritando el caballo le hizo dar media vuelta, presentándose en la misma forma que lo había hecho yo, y me dijo:

—Así la presentación es completa; y ahora dígame usted si le Agrado.

—No estás del todo mal, o, por lo menos, resultas bastante pasable para estas tierras. Y yo, ¿qué te parezco?

—¡Así, así! Pero no conviene acercarse demasiado a su persona.

—¡Ya lo creo! Descontando al hombre, el jinete es muy aceptable —observó su acompañante en tono despectivo, pero abarcando a Swallow con una mirada de franca admiración.

Yo no hice caso de lo ofensivo de la observación, y le dije al muchacho, que para su edad tenía linos modales muy desenvueltos:

—Tu observación es muy justificada, amiguito; pero debe servirme de disculpa el páramo y la soledad en que nos hallamos.

—¿De soledades habla usted? Entonces es usted forastero.

—Tan extraño soy a estos lugares, que hace veinticuatro horas que busco en vano el número de la casa…

—Pues venga conmigo si le interesa ver la extensión del páramo de que habla.

Y volviéndose en la dirección que yo llevaba hizo andar a su caballo en todos los pasos, desde el muy lento hasta el galope de carga. Swallow le seguía naturalmente, a pesar de hallarse en marcha desde antes del amanecer. El arrogante animal, como si comprendiera que se trataba de dar una ligera muestra de gallardía, echó a andar por sí solo en forma tal que el muchacho desistió de seguirle y paró su caballo con exclamaciones de admiración.

—Va usted extraordinariamente bien montado, sir. ¿No piensa usted vender su caballo?

—Ni por todo el oro del mundo —respondí yo sorprendido por la pregunta—. Este mustango me ha sacado de tantos peligros, que más de una vez me ha salvado la vida. Me es imposible, por lo tanto, desprenderme de él.

—Tiene el adiestramiento indio —observó él con mirada inteligente—. ¿De dónde lo ha sacado usted?

—Me lo regaló Winnetou, el caudillo apache, con quien estuve en el río Suanca una corta temporada.

El joven me miró con sorpresa indecible y exclamó:

—¡Winnetou! ¡Pues si es el indio más famoso y más temido entre Sonora y Columbia! No tiene usted cara de contar con tales amistades.

—¿Por qué? —le pregunté con franca sonrisa.

—Yo le había tomado a usted por un geodesta o cosa así, gente que suele ser hábil y valiente, pero que no se atreve a meterse entre apaches, nijovas ni navajos, pues para eso se necesita algo más. Su flamante revólver, el elegante puñal que lleva usted al cinto, la escopeta de salón que lleva usted en bandolera y su actitud de parada en ese magnífico caballo, no concuerdan con lo que suele verse en un trapper o squatter de profesión.

—No tengo inconveniente en decirte que, en efecto, soy una especie de cazador dominguero; pero las armas no son malas, pues proceden de Front-street de San Luis; y si eres tan perito en la materia, como parece, sabrás que allí, pagando bien, se adquiere buena mercancía.

—¡Bah! La calidad del género se conoce con el uso. ¿Qué le parece a usted esta pistola?

Diciendo esto metió la mano en la pistolera de la silla y sacó un arma vieja y roñosa, más parecida a un palo envejecido por el uso, que a una pistola de confianza.

—Ese chisme parece ser del año uno; mas para el que lo haya manejado algún tiempo, puede que sea bueno. Yo he visto a algunos indios hacer maravillas con esas antiguallas.

—Entonces dígame si también hacían esto.

Y ladeando de repente el caballo trazó un círculo a mi alrededor y me disparó un tiro antes que yo pudiera comprender su intención.

Yo sentí un ligero golpe en mi pelada gorra y vi volar por el aire la flor de helianto que había prendido en ella a guisa de penacho.

Parecía como si el tirador quisiera enterarse así de lo que hubiera de cierto respecto de mi cacería dominguera, y yo contesté tranquilamente a tan inaudita pregunta:

—Yo creo que eso está al alcance de todo el mundo, aunque no todos sientan afición a convertir las gorras en blancos, pues fácilmente pudiera hallarse en ella la cabeza del amo. De modo que te aconsejo lealmente que no tires a nadie hasta que le hayas convencido de que con esa lavativa sabes dar donde quieres.

En esto sonó una voz detrás de mí, la del acompañante del muchacho, que con su pesado jaco no había podido seguirnos y se acercaba en el momento del disparo.

—La cabeza de un corredor de la pampa con la gorra de pelo que lleva encima, está más que pagada con un solo cartucho de perdigones.

El sujeto aquel, delgado y seco como un espárrago, tenía la fisonomía contraída del verdadero yanqui. Por consideración al muchacho dejé pasar la grosería, aunque luego me pareció que el joven atribuía mi prudencia a otro motivo, pues vi pasar por su rostro una expresión que daba a conocer poca admiración por mi falta de réplica.

El encuentro me iba pareciendo algo extraño, y si lo hubiera leído como episodio de una novela, habría supuesto en el autor el deseo de hacer pasar a los ojos de sus lectores lo imposible por hacedero. Sea como fuere, no cabía duda de que cerca de allí debía de haber un poblado; y como desde hacía tiempo ninguna tribu india había recorrido aquel territorio en son de guerra, hasta un chicuelo podía permitirse el lujo de internarse a caballo por la pampa.

Lo que no acababa de ver claro era cómo había de clasificar al interesante muchacho, que revelaba un conocimiento del Occidente y una maestría en las habilidades anejas al país que me hacían sospechar que sus circunstancias debían de ser muy especiales. Así no extrañará nadie que mis ojos se clavaran con vivo interés en el simpático mocito.

Este nos llevaba un caballo de delantera, y el resplandor del sol al inclinarse sobre el horizonte, le envolvía en una aureola de fuego. «Moreno y hermoso», como cuenta la Sagrada Escritura que fue el niño David, sus correctas facciones, a pesar de su suavidad juvenil, tenían una firmeza de expresión que demostraba un desenvolvimiento precoz del espíritu y una energía vigorosa de la voluntad, al paso que su actitud, como cada uno de sus movimientos, expresaba una independencia y seguridad que vedaban en absoluto tratar a aquel ente singular como a un muchacho de su edad, aunque escasamente contaría dieciséis años.

Yo no podía menos de recordar los relatos que había leído, las historias maravillosas de osadía y fortaleza de que en el Far-West hacen gala hasta los niños, y esa independencia no se revelaba solamente en lo referente al carácter, sino hasta en punto a los intereses, lo cual le había impulsado a preguntar por el precio de mi caballo.

De pronto detuvo su montura y me dijo:

—¿Va usted a New-Venango, sir?

—En efecto.

—Y viene usted de la pampa, naturalmente.

—Como has podido verlo.

—Pero aun así no es usted westman.

—¿Tienes tan clara la vista que puedas distinguir eso?

—¿Es usted alemán?

—Sí; pero ¿acaso hablo el inglés con tan mal acento que has podido conocer mi origen?

—Mal acento no; pero sí con el suficiente para que se le conozca a usted la nacionalidad. Si a usted le parece hablaremos en nuestra lengua materna.

—¿Cómo? ¿Eres compatriota mío?

—Mi padre es alemán, aunque yo nací en Quicourt: mi madre era india, de la tribu de los asineboins.

Esto me explicó el corte singular de su rostro y el color oscuro de su piel. Era huérfano de madre; pero su padre vivía, y he aquí que yo tropezaba con un caso verdaderamente anormal. Y no fue sólo curiosidad lo que me inspiró desde entonces aquel muchacho, quien con el brazo extendido, me dijo:

—Mire usted allá abajo. ¿No ve usted salir humo del suelo?

—En efecto: serial de que hemos llegado al bluff que buscaba, en el fondo del cual debe de hallarse New-Venango. ¿Conoces a Emery Forster, el príncipe del petróleo?

—Un poco; es el padre de la mujer de mi hermano, que vive en Ohma. Acabo de venir de allá y he acampado aquí… ¿Tiene usted negocios con Forster?

—No; vengo sólo para proveerme en el almacén de algunos efectos que necesito. Pregunté por él porque, siendo uno de los príncipes del petróleo más famosos de esta tierra, es hombre que interesa a todos los que recorren la comarca.

—¿Le ha visto usted alguna vez?

—Todavía no.

—Pues a su lado camina. Nuestra mutua presentación ha sido algo deficiente pero ya se sabe que en la pampa se dejan a un lado las formas sociales.

—Yo no participo de esa opinión —contesté sin mirar siquiera al yanqui—. Incluso me atrevería a decir que la pampa ha formado una distinción muy marcada, y la norma no la da la bolsa, sino el mérito personal. Ponle a uno de vuestros arrogantes reyes del petróleo una pistola en la mano como la que tan certeramente manejas tú, y envíale a Occidente, y te aseguro que a pesar de sus millones, perecerá irremisiblemente. En cambio, pregunta a uno de nuestros famosos westmen, que a manera de soberanos absolutos, dominan con su rifle la llanura, de cuánto money disponen, y contestarán con una carcajada. Allí donde el hombre pesa tanto como el peligro que puede vencer, presta mejores servicios, por ejemplo, mi gorra modelo, tal como la ves, que la posesión de media docena de pozos de petróleo. En la pampa no dicta leyes de cortesía ni cumplidos el maestro de baile, sino el machete.

Los ojos del muchacho pasaron rápidamente, con mirada chispeante, de Forster a mí, y con ello pude comprender que había expresado lo que el joven sentía; pero quiso hacer un distingo y contestó:

—No puedo contradecirle a usted del todo, caballero; pero acaso haya algún trapper o squatter que no se eche a reír cuando le pregunten si posee o no metal. ¿Ha oído usted hablar, por ventura, de Old Firehand?

—¿Cómo no, si es uno de los más famosos exploradores de la selva? Aunque a decir verdad no le conozco personalmente.

—Pues él y Winnetou, a quien usted conoce, es decir un blanco y un indio, pertenecen a la clase a que me refiero yo. Esos dos hombres conocen todas las entradas y salidas de la sierra y pueden llevarle a usted junto a yacimientos de plata y oro, cuya existencia y riqueza nadie sospecha. No creo que a ninguno de ellos se le ocurriera cambiarse con un rey del petróleo.

—¡Bah! Harry —observó Forster—, te agradeceré que no te vengas ahora con indirectas.

El muchacho no contestó; pero yo lo hice fríamente:

—El negociante en petróleo no ha descubierto esos tesoros, y se guardaría muy bien de pagar su explotación con su propio pellejo. Por lo demás, has de confesar, joven amigo, que tu respuesta constituye una confirmación escueta de mi afirmación. El verdadero explorador hallará un filón aurífero; pero no vende su preciosa libertad por todo su contenido: para él la libertad está por cima de todo. Pero ya tenemos aquí el bluff, y por lo tanto hemos llegado a nuestro destino.