CAPÍTULO CUARTO

EL MISTERIO DE UN VALIENTE

Dejóme él andar algunos pasos sin contestarme; pero luego me dijo con voz ahogada:

—No corra usted tanto; es verdad lo que dice usted de esa pena que me oprime y no quiere dejarme. He llegado a apreciarle a usted como hombre discreto y de buenos sentimientos, que no me juzgará con excesiva severidad. Por eso voy a referirle lo que me pasa. No necesito decírselo a usted todo; pero lo que calle podrá usted figurárselo.

Enlazó su brazo con el mío y nos pusimos a pasear lentamente por la orilla del arroyo. De pronto se detuvo y me preguntó:

—¿Qué opinión ha formado usted de mí? ¿Qué piensa usted de mi carácter, de… de… de la moralidad de Old Death?

—Le tengo a usted por hombre de honor y como a tal le respeto y le quiero.

—¿Y usted? ¿Ha cometido usted alguna fechoría en su vida pasada?

—¡Hum! —le contesté—. Hice rabiar bastante a mis padres y maestros. Saqueé algún frutal vecino, zurré de lo lindo a mis compañeros de colegio que no pensaban como yo, y cometí otras pillerías por el estilo.

—No diga usted tonterías; yo me refiero a verdaderos crímenes.

—No recuerdo haber cometido ninguno.

—Entonces debe usted considerarse feliz, y le envidio a usted de todo corazón, pues no hay mayor tormento que una conciencia intranquila. Es peor que la horca y que la cárcel; cien veces peor.

Pronunció estas palabras el westman en un tono que me hizo estremecer. Aquel hombre llevaba encima el peso de una gran falta, pues de otro modo no habría hablado en aquella forma. Yo no chisté y él tardó un buen rato en continuar:

—Old Shatterhand, no lo olvide usted nunca; hay una justicia divina en comparación con la cual la justicia humana es juego de niños. El juez eterno reside en la propia conciencia, y no cesa de pronunciar su condena de día y de noche. No puedo ya con este peso que me abruma, y quiero aliviarme confesando mi culpa. ¿Quiere usted saber por qué le elijo para confidente? Pues porque a pesar de sus pocos años me inspira usted gran confianza, y porque en mi interior hay algo que me avisa que mañana puede ocurrir algo que impida al viejo explorador confesar sus pecados.

—¿Está usted loco? No querrá usted darme a entender que cree en presentimientos…

—Sí, los tengo, y de muerte —manifestó Old Death—. Ya ha oído usted lo que nos ha contado el gambusino del comerciante Harton… ¿Qué opina usted del hermano de ese infeliz?

En aquel momento comprendí de qué se trataba y contesté indulgente:

—Que era algo ligero de cascos.

—¡Bah! Con eso pretende usted pronunciar una sentencia excesivamente suave. Yo le aseguro a usted que el ligero de cascos es mucho más peligroso que el hombre verdaderamente malo. Al perverso se le ve venir de lejos; el casquivano, en cambio, suele ser un hombre agradable y bien visto, por lo cual acaba por ser, para los que le tratan, más peligroso que el malvado. Se puede corregir a un millar de hombres malos, porque la maldad tiene un carácter, es decir, un agarradero: la disciplina. En cambio, entre millares de hombres ligeros apenas se corrige uno, porque la ligereza carece de base, de agarradero por donde se la pueda arrastrar al buen camino. Yo no diré que realmente fuera perverso, pero ligero sí, ligero hasta la insensatez, porque aquel Henry Harton que arruinó a su hermano, dejándole en la miseria, soy yo… yo… yo.

—Pero el nombre que me dio usted cuando nos conocimos era muy distinto.

—Es verdad: me llamo de otro modo para no deshonrar mi propio nombre. No hay criminal que guste de recordar a sus víctimas. ¿Ha olvidado usted lo que le dije un día en Nueva Orleáns, de que mi buena madre me había puesto en el camino de la felicidad, pero yo me empeñé en seguir el contrario?

—En efecto: recuerdo esas palabras.

—Entonces no hay Para qué hablar más. Mi madre moribunda me indicó el sendero de la virtud, pero yo me lancé por el del vicio. Quise ser rico, anhelé poseer millones y me lancé a especulaciones sin conciencia ni sentido, perdiendo así mi herencia paterna y mi crédito y honra comercial. Entonces me fui a los diggings (los placeres) y hallé oro a manos llenas, pero lo malgasté tan de prisa como lo había ganado, porque me convertí en jugador apasionado. Trabajaba como un negro, meses enteros, en los diggings para poner luego todas mis ganancias a una carta y perderlas en un minuto. Pero no me bastaba; los diggings no daban lo suficiente para lo que yo quería; yo necesitaba cien mil dólares de una vez para hacer saltar la banca y luego todas las demás que se presentaran. Me dirigí a México y me hice gambusino; tuve nuevamente una suerte loca, pero volví a jugarlo todo. Aquella vida de penalidades y emociones continuas me agotaba físicamente, tanto más cuanto que me había aficionado al opio, ese veneno sutil, que mata lenta, pero seguramente. Había yo sido un hombre fornido, de musculatura de gigante; pero poco a poco me fui acabando hasta quedar en los huesos. Llegó día en que no pude resistir más; la gente no quería mirarme siquiera y hasta los perros me ladraban. En tal estado me encontró mi hermano, cuyos negocios le llevaban a Frisco (San Francisco), y que a pesar de mi total degradación, me reconoció y me llevó a su casa. ¡Ojalá me hubiese dejado reventar como un perro en vez de compadecerse de mí! ¡Cuántas desgracias se habría ahorrado, y a mí cuántos remordimientos!

Old Death calló un rato; su respiración jadeante indicaba lo que padecía. A mí me inspiraba profunda lástima. En cuanto hubo dominado su emoción, prosiguió:

—Me vi obligado a ser bueno, y mi hermano me juzgó tan completamente cambiado que me colocó en su oficina; pero el demonio del juego dormitaba solamente, y en cuanto despertó me sujetó con más fuerza que nunca. Para forzar la suerte, metí la mano en la caja de valores, firmé letras de cambio falsificadas, con objeto de tener dinero para el tapete verde. Perdí y volví a perder, y viéndome irremisiblemente perdido me fugué. Mi pobre hermano pagó las letras de cambio y se quedó arruinado para siempre. También él salió de la ciudad que había sido testigo de su desgracia en compañía de su hijito, pues su mujer había muerto de pena ante el tremendo desastre. Todo esto lo supe muchos años después, cuando me atreví a poner de nuevo mis plantas en Frisco. La impresión que tales nuevas produjeron en mí fue tan grande, que obró un cambio radical en mi ser. Había vuelto a trabajar con suerte como gambusino, e iba en busca de mi hermano para restituirle lo que le había quitado, pero me encontré con que había desaparecido. Desde entonces me dediqué a buscarle por todas partes, sin haber logrado dar con su paradero. Aquella vida aventurera me convirtió en explorador y me regeneró moralmente, pues renegué del juego, aunque sigo tomando opio, pero solamente mezclado con el tabaco que masco y en cantidades minúsculas. Es decir, que dejé de ser fumador para convertirme en mascador de opio. Esta es mi confesión; ahora puede usted escupirme a la cara y pisotearme como quiera, pues no me opondré; lo tengo harto merecido.

Y soltando mi brazo se sentó en la hierba, apoyó los codos en las rodillas, ocultó la cara entre las manos y así permaneció largo rato sin hacer el menor movimiento. Yo, excitado por sensaciones indescriptibles, me quedé callado también. Por último Old Death se puso en pie de repente, y mirándome con ojos extraviados me preguntó:

—¿Todavía sigue usted aquí? ¿No le da asco el contacto con este miserable?

—Nada de eso —contesté—. Sólo me inspira usted profunda compasión. Ha pecado usted, pero también ha padecido mucho, y su arrepentimiento ha sido sincero. ¿Cómo he de atreverme yo a juzgarle? Yo también he cometido faltas, y no sé todavía qué pruebas me reserva la vida.

—Tiene usted razón; mis sufrimientos han sido horribles. ¡Dios de los cielos! ¿Qué significan todas las trompetas del mundo al lado de esa voz incansable, que es la conciencia del hombre abrumado por una falta grave? Tengo que hacer penitencia, tengo que resarcir el daño que he hecho. Mañana, por fin, veré a mi hermano, y me parece como si para mí fuera a levantarse el sol de un nuevo día, pero no terreno. Mas estas impresiones mías no le importan a usted; son otras las cosas que deseo confiarle. ¿Cumplirá usted gustoso los encargos que le dé?

—Con alma y vida.

—Pues entonces, fíjese bien en lo que voy a decirle. Tengo motivos muy justificados para llevar a cuestas mi silla de montar, aun cuando no tenga caballo. Descosiendo el cuero que la cubre hallará usted objetos que destino a mi hermano; a mi hermano exclusivamente. ¿Me ha comprendido usted?

—Esa petición es poca cosa.

—No lo crea usted. Acaso llegue usted a saber la confianza que tengo en su lealtad, y le ruego que no olvide ese detalle. Y ahora déjeme usted solo, pues una voz interior me aconseja que repase esta noche el libro de mi conciencia: acaso mañana no me quede tiempo. Hay presentimientos que no engañan, que pueden calificarse como precursores de la verdad. Váyase usted, se lo suplico; duerma usted como un santo, puesto que no tiene usted una culpa que le prive del sueño. Buenas noches.

Yo me encaminé lentamente al campamento y me acosté, mas aunque no logré dormirme hasta que empezó a clarear, todavía no había regresado el viejo westman. Al despertarme ya estaba Old Death a caballo, como si le corriera mucha prisa ver realizados sus presentimientos de muerte. El gambusino manifestó que fuera de los dolores de la espalda se encontraba bastante repuesto y fuerte para empezar la caminata. Le envolvimos en una manta como si fuera una falda de mujer; un apache lo tomó a la grupa de su caballo y emprendimos la marcha.

Atravesamos nuevamente varios desfiladeros por cuyas profundidades caminamos hasta el mediodía, y después entramos en tierra abierta con la seguridad de no encontrar otro pasaje tan penoso hasta el día siguiente. Recorrimos extensas llanuras cubiertas de hierba e interrumpidas por algunos montículos aislados. Hasta entonces seguíamos exactamente las huellas de los chimarras, pero de pronto el gambusino mandó hacer alto y dijo satisfecho:

—Aquí debemos dejar la pista. Veo que Harton ha seguido mi consejo y los ha conducido por un vericueto que retardará mucho la llegada. Nosotros, en cambio, torceremos por aquí, que es el camino que conduce en línea recta a la bonanza.

—Adelante, pues, por donde usted indique.

Hacia el Noroeste, adonde nos encaminábamos, se destacaban en el horizonte grandes masas azuladas, que según nos dijo el gambusino eran montañas, pero estaban tan lejos que tardaríamos muchas horas antes que nos diéramos cuenta de que nos acercábamos a ellas. Poco después de mediodía hicimos un corto descanso, para emprender nuevamente la marcha con doble brío. Por fin descubrimos el primer arbusto, bastante reseco, al que seguían otros muchos, y cruzamos después verdes pampas en las cuales nos veíamos precisados a rodear de cuando en cuando extensas masas de arbustos que formaban verdaderas isletas. El verdor de los campos parecía hacernos revivir, y hasta los caballos daban pruebas de una resistencia extraordinaria. A diferencia de los que nos había regalado Don Atanasio, éstos trotaban alegres y vigorosos como si acabaran de salir del campamento.

Entretanto nos habíamos acercado a las montañas. Ya era hora, pues el sol comenzaba a declinar hacia sus cimas. Entonces descubrimos el primer árbol, que en medio de la pampa ostentaba sus ramas deshechas por los temporales, y lo saludamos como al precursor de la anhelada selva. Poco después vimos levantarse otros a derecha e izquierda, que ora se estrechaban, ora se alejaban entre sí para formar al poco rato un claro, que subía en forma de loma, y que nos condujo a una altura en cuyo lado opuesto caía el terreno cortado a pico formando un valle de escasa profundidad. Había que bajar a él para atravesarlo, y desde allí volver a subir a una altura de fácil acceso, pero bastante considerable. Hallábanse sus laderas desnudas de todo árbol o arbusto, pero la cumbre estaba cubierta de una verde faja de bosque. A lo largo de él pasamos, a la sombra de los árboles, para descender a una hondonada profunda; luego cruzamos un barranco, que salía a una pequeña meseta cubierta solamente de espesa hierba. En cuanto penetramos en ella, divisamos una especie de raya oscura que la atravesaba en sentido diagonal al camino que nosotros llevábamos.

—¡Un rastro! —exclamó el gambusino—. ¿Quién habrá pasado por aquí?

Desmontó de un salto y se puso a examinar cuidadosamente las huellas.

Old Death gruñó:

—Para ver eso no se necesita desmontar. Un rastro así sólo puede dejarlo un grupo de cuarenta o cincuenta jinetes; es decir, que llegamos tarde.

—¿Cree usted de veras que habrán sido los chimarras?

—Por desgracia, así lo creo.

Winnetou desmontó también para seguir la pista un buen trecho, y volvió para manifestarnos:

—Han sido diez rostros pálidos y cuatro veces su número de indios. Desde que pasaron por aquí ha transcurrido el tiempo de una hora.

—¿Qué dice ahora el gambusino? —observó Old Death.

—Que aunque sea lo que usted dice, todavía podemos adelantarles —contestó el aludido—, pues de todos modos han de explorar antes el terreno y eso requiere algún tiempo.

—Habrán obligado a Harton con amenazas y castigos a que les dé todos los datos necesarios para no tener que perder el tiempo en largas exploraciones.

—Pero los indios sólo atacan antes de amanecer.

—Déjese de esas pamplinas. Ya le he dicho que van en compañía de unos blancos a quienes les importan poco las costumbres indias. Los creo incluso capaces de atacar de día la bonanza. Conque adelante.

Picamos espuelas a los caballos, que volaban por la llanura, en dirección contraria a la de los chimarras. Harton no los había conducido a la verdadera entrada de la mina, sino que se esforzaba en guiarlos al borde extremo del barranco. En cambio, nosotros nos apresuramos por llegar cuanto antes a la boca del mismo. Desgraciadamente la noche se nos echaba encima a toda prisa. En la llanura no se advertía aún; pero una vez en el bosque caminábamos a oscuras, por sendas desconocidas, tan pronto bajando como subiendo, y hubimos de confiarnos en absoluto a la dirección del gambusino, que iba delante, y a la vista y el instinto de nuestras monturas. Las ramas y las zarzas nos cerraban el paso con frecuencia, azotándonos la cara y amenazando derribarnos del caballo. Decidimos entonces caminar a pie, llevando de la brida a las caballerías y en la otra mano el revólver amartillado, pues podíamos tropezar de un momento a otro con el enemigo. Por fin percibimos el murmullo del agua, y el gambusino advirtió en voz baja:

—Ya estamos en la entrada. Mucho cuidado; a la derecha corre el arroyo, y hay que ir en hilera y arrimados a las peñas.

—Está bien —replicó Old Death—; pero ¿no hay ningún centinela apostado en la entrada?

—Todavía no; viene cuando llega la hora de acostarse.

—¡Vaya una organización, y sobre todo en una bonanza! ¿Qué tal es el camino que sigue ahora? Lo pregunto porque está esto más oscuro que boca de lobo.

—Siempre derecho: el suelo es llano y ya no hallaremos ningún obstáculo hasta que lleguemos a la tienda.

La oscuridad sólo nos permitía distinguir que delante de nosotros se abría el barranco llano y libre. A nuestra izquierda se elevaban masas oscuras y enormes, que eran las peñas, y a la derecha murmuraba la corriente su monótona canturía; pero la vista no alcanzaba el lado opuesto del barranco. Seguimos caminando así, llevando a los caballos de las riendas. Old Death, el gambusino y yo íbamos delante. De pronto me pareció ver deslizarse por las peñas un bulto oscuro del tamaño de un perro grande. Avisé a mis compañeros, y éstos hicieron alto y escucharon atentamente, pero no se oía nada; el silencio era tan profundo como las tinieblas.

—La noche engaña —observó el gambusino—. Por lo demás, a nuestra espalda está la escalera de que les hablé a ustedes.

—Pues entonces el bulto que he visto procedía de allí —dije yo.

—Si es así no hemos de preocuparnos, pues se trataría de alguien de la bonanza; por más que ninguno tiene nada que hacer por aquí a estas horas. Debe usted de haber sufrido alucinación, señor.

Con esto se dio por terminado el asunto, que había de acabar de modo tan funesto para uno de nosotros, por lo menos. Al cabo de un rato vimos el resplandor luminoso de las lámparas que alumbraban la tienda del director y oímos voces en ella. Los tres nos adelantamos. Old Death le dijo al gambusino:

—Aguarde usted aquí a los demás, mientras nosotros entramos a hablar con el señor Uhlmann.

Las pisadas de nuestros caballos debieron de percibirse en la tienda, a pesar de lo cual nadie salió a franquearnos la entrada.

—Entremos nosotros —me dijo el westman—. Verá usted qué sorpresa y qué alegría va a causar nuestra presencia.

Se veía perfectamente dónde estaba el pedazo de lona que hacía las veces de puerta. Old Death lo levantó y penetró en el interior. Una voz exclamó:

—Ya están aquí, ¡cerradles el paso!

Sonó un tiro, y vi que el viejo explorador se agarraba con ambas manos al marco de la puerta, mientras varios rifles apuntaban a ella. Old Death no pudo sostenerse y cayó al suelo, gimiendo:

—Mi presentimiento… hermano… mío… perdón… En mi silla de montar…

Yo grité consternado:

—¡Señor Uhlmann, por Dios, no tire usted! ¡Somos amigos y compatriotas! Venimos en compañía de su suegro y su cuñado a protegerlos contra otros.

—¡Dios mío, alemanes! —exclamó una voz dentro de la tienda.

—¡Sí, sí: no sigan disparando! Déjenme entrar… Entraré yo solo y les explicaré…

—Bueno, pase; pero usted solo absolutamente.

Penetré en la tienda y me encontré con un grupo de veinte hombres rifle en mano. Tres lámparas encendidas pendían del techo. Se me acercó un joven, acompañado de un hombre de aspecto misérrimo, a quien preguntó el primero:

—¿Estaba éste, Harton?

—No, señor.

—Déjese de interrogatorios, señor. Somos amigos; pero el enemigo de ustedes y nuestro viene pisándonos los talones y puede presentarse cuando menos lo pensemos. Ha llamado usted Harton a ese sujeto. ¿Es el mismo que se llevaron los chimarras?

—Sí; logró fugarse y hace dos minutos escasos que ha llegado a la bonanza.

—¿Entonces era usted un bulto que se ha deslizado por las rocas hace un momento? Yo le vi a usted; pero mis compañeros no me creyeron. ¿Quién ha sido el que ha disparado?

—Yo —contestó uno de los hombres del grupo.

—¡Gracias, Dios santo! —repuse yo con un suspiro de satisfacción, pues temí que el hermano hubiera matado al hermano—. Ha matado usted a un inocente, a un hombre a quien quizá deben ustedes su salvación.

En esto entraron los dos Lange con el gambusino que los aguardaba afuera y se produjo una escena de confusión y de alegría. De las cabañas vecinas salieron también los demás habitantes del valle para saludarnos. Hube de hacer valer mi autoridad para imponer el silencio. Old Death estaba muerto, pues la bala le había atravesado el corazón. El negro Sam introdujo el cadáver en la tienda y lo depositó en medio de ella entre el general sentimiento. Salieron entonces de uno de los dos compartimientos dos mujeres: una niñera con un nene en los brazos y otra que se precipitó en los de su padre y su hermano.

En aquellas circunstancias yo debía apresurarme a tomar precauciones, y empecé por preguntar a Harton cómo había logrado burlar la vigilancia de sus verdugos. Mientras los demás hablaban y se daban enhorabuenas, nos retiramos los dos a un lado, y el infeliz me habló así:

—Los llevé engañados al bosque detrás del valle, donde acamparon, mientras el jefe iba a explorar el terreno, y en cuanto anocheció emprendieron la marcha, dejándome a mí atado de pies y manos con los guardianes de los caballos. Aprovechando la oscuridad y el descuido de los centinelas, logré aflojarme las ligaduras de las manos, y, sueltas éstas, las de los pies. Luego me fui escurriendo hasta la escalera oculta y bajé al barranco. Entonces me crucé con ustedes, y pensando que eran los enemigos, vine corriendo a la tienda, donde estaban los trabajadores reunidos, y les avisé la proximidad de los asaltantes, conviniendo todos en tumbar al primero que se atreviera a penetrar en la tienda.

—Ojalá no se hubiera usted movido de donde estaba, pues su intervención ha tenido lamentables consecuencias. Por lo que acaba usted de referirme, el enemigo debe de estar para llegar, y es preciso prepararnos.

Me acerqué al director, o sea al joven que salió con Harton al entrar yo en la tienda. En cuatro palabras le hice comprender la gravedad de la situación, y con su ayuda tomé las disposiciones necesarias en menos de dos minutos. Nuestros caballos fueron internados en el barranco, los apaches, con los obreros de Uhlmann, se apostaron detrás de la tienda, y el cadáver de Old Death fue puesto a cubierto. Uno de los mineros llevó un barril de petróleo y una botella de bencina a la orilla del arroyo, y después de quitar la tapa al barril se colocó junto a ella preparado para verter la bencina en el petróleo y prenderle fuego a una señal convenida. En cuanto empezara a arder debía empujar el barril hasta el agua, que arrastraría la masa en combustión, iluminando así todo el valle.

Los cincuenta hombres que reunirnos estábamos así dispuestos a recibir a los enemigos, a quienes igualábamos en número y excedíamos en armamento. Unos cuantos de los trabajadores más expertos fueron enviados a la entrada para acechar la llegada de los asaltantes. El lienzo posterior de la tienda fue aflojado para poder entrar y salir por él cómodamente. Se llevó a las mujeres y al niño a lugar seguro en el fondo del barranco, y yo me quedé en la tienda con Winnetou, Uhlmann y los dos Lange, Sam se unió a los apaches.

Habían transcurrido unos minutos cuando volvió uno de los enviados en descubierta diciendo que se acercaban dos blancos deseosos de saludar al director; pero que detrás de ellos había notado cierto movimiento, indicador de que los demás los seguían a corta distancia. Uhlmann ordenó que pasaran, mientras los Lange, Winnetou y yo nos ocultamos en uno de los compartimientos de la tienda. ¡Cuál no sería mi sorpresa al reconocer en los recién llegados a Gibson y William Ohlert! El director los recibió con la más exquisita cortesía y les ofreció asiento. Gibson se presentó como Gavilán, y como geógrafo, que recorría los montes en viaje de estudio y en compañía de un colega. Habiendo acampado allí cerca, se le había acercado un tal Harton, gambusino, quien le había enterado de que allí cerca había una vivienda humana, en donde podría hospedarse; y en vista de que su colega se hallaba mal de salud, había aceptado la proposición de Harton, y se permitía pedir al señor Uhlmann que recibiera a su colega por una noche.

Sin tomarme el trabajo de discernir si la fábula de Gibson era ingeniosa o estúpida, saliendo de mi escondite me planté ante él, que, consternado, me miraba con ojos de espanto, mientras yo le preguntaba burlonamente:

—Los chimarras que os siguen, ¿vienen también enfermos, máster Gibson? William Ohlert no sólo permanecerá aquí, sino que se vendrá conmigo, y esta vez no te escaparás, sino que me harás compañía.

Ohlert siguió tan indiferente como antes; pero Gibson se repuso en el acto y gritó como un energúmeno:

—¡Granuja! ¿Incluso aquí te atreves a molestar a las personas honradas? Yo te haré…

—¡Calla! —le interrumpí—. Eres mi prisionero y no hay quien te libre de mis garras.

—Todavía no —respondió furioso—. Por de pronto ahí va eso.

Llevaba la escopeta en la mano y la levantó para darme un culatazo. Yo le agarré el brazo, con lo cual dio media vuelta y la culata fue a dar en la cabeza de Ohlert, quien cayó como herido de un rayo. En aquel momento penetraban en la tienda los mineros apostados detrás de ella, y apuntaron con sus rifles a Gibson.

—¡No tiréis! —grité, ansioso de cogerle vivo.

Pero va era tarde: salió un tiro y el criminal cayó al suelo con la cabeza atravesada de un balazo.

—No lo tome usted a mal, señor —me dijo el que había disparado—. Es costumbre de estas tierras.

Como si el disparo fuera una señal convenida (y acaso lo era entre Gibson y sus adláteres), estalló alrededor de la tienda el grito de guerra de los chimarras, lo cual nos indicó que habían penetrado éstos con los blancos hasta la misma tienda del ingeniero. Uhlmann se echó afuera seguido de los demás, y le oí dar órdenes. Sonaron tiros y descargas cerradas y voces humanas que proferían gritos y maldiciones. Yo me quedé solo en la tienda con Ohlert, y arrodillándome a su lado observé que aun le latía el corazón. Esto me tranquilizó y me permitió ir a tomar parte en la lucha.

Al salir de la tienda vi que ya mi presencia no era necesaria. El valle estaba iluminado a giorno, gracias a la barrica de petróleo ardiendo. El enemigo no había contado con el recibimiento que se le hacía; la mayoría de los chimarras yacían en el suelo; otros huían perseguidos por los mineros hacia la salida del valle; acá y acullá se veía a alguno de los chimarras defendiéndose de dos o tres de los nuestros, aunque sin esperanza. Uhlmann, apoyado en la tienda, enviaba sus balas como si tirara al blanco, y yo le advertí que convendría enviar a algunos hombres guiados por Harton al sitio donde estaban los caballos del enemigo, para apoderarse de ellos y apresar a los malhechores que hubiesen podido escapar. En seguida dio las órdenes oportunas.

No habían transcurrido tres minutos desde el primer disparo, cuando ya estaba limpio de enemigos el barranco.

No quiero extenderme sobre cuadros que no merecen los honores de la pluma ni el pincel. El verdadero cristianismo prohíbe al vencedor deleitarse en su triunfo.

El grupo enviado a apoderarse de los caballos encontró muy fácil su cometido, y pasó la noche guardándolos. Sólo Harton volvió a la mina, sin sospechar siquiera quién fuese el único que por nuestra parte había muerto en la jornada, y que además había perecido por una mala inteligencia a manos de uno de los nuestros. Yo me alejé con él valle adentro, y después de buscar un rinconcito apartado y oscuro, donde nos sentamos, le referí la triste suerte de su hermano. Harton derramó abundantes lágrimas. Díjome que había querido siempre al muerto y le había perdonado sinceramente. Se había metido a gambusino con la secreta esperanza de encontrarlo algún día, creyendo que ésta era la profesión de su hermano. Me suplicó que le refiriera minuciosamente todo lo que había ocurrido desde que Henry y yo trabamos conocimiento hasta el aciago instante en que al arrepentido le había matado la bala del minero.

Palabra por palabra quiso saber todas nuestras conversaciones y discusiones; y cuando al cabo de una hora volvimos a la tienda a ver el cadáver, me rogó encarecidamente que le tuviera a él el mismo afecto que había profesado a su pobre hermano.

Al día siguiente le hice traer la silla de montar de Old Death, y estando solos los dos, abrimos el cuero y hallamos una cartera poco voluminosa, pero de valioso contenido. El muerto dejaba a su hermano gran número de cheques al portador, por cantidades elevadas, y, lo que valía más que este capital, un detallado plano topográfico de un lugar en el Estado mejicano de Sonora donde Old Death había descubierto un riquísimo filón de oro. Desde aquel momento podía considerarse Fred Harton inmensamente rico.

Me fue imposible averiguar, dadas las circunstancias, los proyectos que perseguía Gibson en relación con William Ohlert, pues ni aun su hermana Felisa Perilla, en cuya busca iban, supo darme explicación alguna. En los bolsillos de Gibson hallé las cantidades cobradas en los bancos en nombre de Ohlert, descontando los gastos que había ocasionado el viaje.

Ohlert vivía, pero sin salir de su letargo, y era de esperar que, dado su estado, nos viéramos obligados a prolongar nuestra permanencia en la bonanza, lo cual no me contrariaba, pues me daba ocasión de reponerme de las penalidades sufridas, y de estudiar a fondo la vida y el tráfico de una bonanza, hasta que la salud de Ohlert permitiera llevarlo a Chihuahua para ponerle en manos de un buen médico.

Old Death fue enterrado con toda clase de honores, y sobre su tumba levantamos una gran cruz de mineral argentífero. Su hermano se despidió de Uhlmann para reponerse en Chihuahua de las fatigas de su vida errante de gambusino.

En la familia Uhlmann resplandecían la alegría y la felicidad desde la llegada del padre y el hermano. Eran el director y su esposa gente amable y hospitalaria, que merecían la suerte que les deparaba la Providencia. Cuando Fred Harton se despidió de sus antiguos amos y de mí, me suplicó encarecidamente que le acompañara a Sonora en busca de la bonanza que le legaba su hermano. Yo no pude darle una contestación definitiva, y le consolé diciéndole que ya hablaríamos del asunto cuando llegara a Chihuahua. Winnetou se empeñó en quedarse conmigo, y despidió a la escolta de apaches que traía, bien provista de regalos que les hizo Uhlmann. El negro Sam se marchó con Harton. Sin duda cumpliría su encargo, pero no supe si volvió posteriormente a casa de su amo Cortés.

Dos meses después me hallaba en la celda del buen religioso Padre Benito, de la Congregación del Buen Pastor de Chihuahua, a quien, por ser el médico más famoso de las comarcas septentrionales, había confiado a mi enfermo, que bajo tan hábiles manos se hallaba ya completamente restablecido; y digo completamente, porque a la par de la salud del cuerpo había logrado la del espíritu. Parecía como si el culatazo hubiera dado fin a la funesta manía de ser un poeta loco. El hipocondríaco se había convertido paulatinamente en un hombre alegre y campechano, deseoso de ver a su padre. Yo no le había dicho que lo esperaba de un día a otro, pues habiendo comunicado a este señor todo lo ocurrido, me contestó anunciando su próxima llegada. Al mismo tiempo le había suplicado que presentara mi dimisión a míster Josy Taylor, pues de día en día eran más vehementes mis deseos de acompañar a Harton a Sonora.

El hermano de Old Death venía diariamente a visitarnos y a saludar al buen religioso. Me había tomado un cariño verdaderamente conmovedor, y no cesaba de demostrar su satisfacción por el restablecimiento de Ohlert.

Respecto del enfermo, había que confesar que su curación tenía mucho de maravillosa: Ohlert aborrecía la palabra «poeta», como si fuera una injuria; recordaba perfectamente cada hora de su vida, pero no tenía noción del espacio de tiempo transcurrido desde su fuga con Gibson hasta su despertar en la bonanza. Esto figuraba como una hoja en blanco en el libro de sus recuerdos.

Estábamos reunidos en la celda del Padre Benito, Ohlert, Harton y yo, refiriéndonos nuestras mutuas aventuras y esperanzas, cuando llamó un lego a la puerta y después de abrirla hizo pasar a un caballero, a cuya vista lanzó William un grito de alegría. Sólo por mí sabía el hijo las penas que había ocasionado a su padre, en cuyos brazos se precipitó llorando como un niño, mientras salíamos de la estancia silenciosamente.

Después vino la hora de las explicaciones y relatos, que el padre y el hijo escucharon cogidos de la mano. El primero me entregó la aceptación de mi renuncia de detective, y en el acto di palabra a Harton de acompañarle a Sonora. ¡Cuánto mejor habría sido que nos acompañara también el otro compañero querido, el famoso westman Old Death!