HACIA LA BONANZA
Nos encaminamos con él al sitio indicado, y Winnetou, subiendo por la correa, llegó a la trinchera, y echó a andar de modo que los comanches pudieran verle. Apenas había dado algunos pasos cuando los comanches empezaron a dispararle flechas, que no le alcanzaban por estar el caudillo demasiado arriba. Sonó entonces un disparo; era del rifle del Castor Blanco, con el cual el nuevo caudillo comanche apuntaba a Winnetou. Este siguió tranquilamente su camino sin preocuparse por el tiro, cuya bala se aplastó en una roca inmediata. Luego se detuvo, y alzando la voz habló cerca de cinco minutos en tono persuasivo y penetrante. En medio de su discurso levantó el brazo, y vimos enderezarse a los apaches para mostrarse al enemigo, con lo cual trataba Winnetou de convencer a los comanches de que se hallaban cercados por un gran número de guerreros resueltos y valientes. Esta última prueba de Winnetou era de una lealtad inusitada y constituía la suprema invitación a rendirse. Luego volvió a tomar la palabra y de repente se echó al suelo, en el momento mismo en que en el campo de los apaches sonó otro disparo. Old Death refunfuñó indignado:
—El caudillo de los comanches ha vuelto a soltarle un tiro como contestación. Winnetou le ha conocido la intención y se ha echado al suelo en el instante mismo de disparar. Ahora… pero mirad, mirad…
Tan rápidamente como se había dejado caer volvió a erguirse Winnetou y apuntando con su «escopeta de plata» contestó a la infame agresión.
Terribles aullidos resonaron en el campamento comanche, aullidos que explicó Old Death diciendo:
—Ha matado al caudillo.
Vimos entonces que Winnetou extendía el brazo otra vez, pero con la palma de la mano en sentido horizontal. Todos los apaches apuntaron y sonó una descarga cerrada de cuatrocientos rifles.
El viejo explorador refunfuñó:
—Vámonos de aquí, señores, que no me gusta presenciar esta cosas. Esto es demasiado indio para mis viejos ojos europeos, aunque he de confesar que se lo tienen bien merecido. Winnetou ha hecho todo lo posible para evitar la hecatombe.
Volvimos al sitio donde estaban los caballos, y el viejo explorador examinó los que nos habían regalado. Volvió a sonar una descarga, seguida del canto de triunfo de los apaches. A los pocos minutos regresó Winnetou con rostro grave y solemne y nos dijo:
—Sonarán grandes lamentos en las tiendas de los comanches, pues ninguno de sus guerreros volverá a sus poblados. El Gran Espíritu ha querido vengar a nuestros muertos. Ellos lo han querido así, y yo no he podido evitarlo; pero mis ojos desean apartarse de este valle de la muerte. Lo que falta por hacer ya lo harán mis fieles guerreros. Yo salgo inmediatamente de aquí con mis amigos los hermanos blancos.
Poco después partíamos, bien provistos de todo lo necesario y con una escolta de diez apaches bien montados. ¡Con cuánto gusto dejaba yo aquellos lugares de horror!
El Mapimí se halla en el término de las dos provincias mejicanas Chihuahua y Cohahuila, y constituye una extensa hondonada de la meseta que se halla a 1.100 metros sobre el nivel del mar. A excepción de la parte Norte, está rodeado por todos lados de unas escarpadas cadenas de roca calcárea, separadas por infinidad de desfiladeros del verdadero Mapimí. Este se compone de llanuras onduladas, desprovistas de árboles y cubiertas de una hierba menuda y rala, que de cuando en cuando ofrecen grandes fajas arenosas y rara vez una mata o un arbusto. A intervalos de aquella llanura desolada surge un monte aislado; con frecuencia se halla desgarrado el suelo por profundas grietas verticales que obligan al caminante a dar grandes rodeos. Sin embargo, no era el territorio del Mapimí tan escaso de agua como me había figurado, pues hay en él lagos que, si en la estación calurosa se desecan en su mayor parte, esparcen en el aire tal humedad, que en sus orillas crece una vegetación bastante lozana.
A uno de dichos lagos, llamado Laguna de Santa María, nos dirigimos. Se encuentra a unas diez millas del valle en que había dado comienzo nuestra expedición, jornadaharto penosa después de una noche pasada en vela. Íbamos atravesando desfiladeros que no ofrecían perspectiva alguna.
Durante todo el día no vimos el sol y si alguna vez lo divisábamos era sólo por unos momentos. Caminábamos tan pronto hacia la derecha como hacia la izquierda, y aun a veces, en apariencia, hacia atrás, de tal modo que me hacía dudar de la dirección principal que llevábamos. Era noche oscura cuando llegamos a la Laguna. El suelo era arenoso, y no había árboles, pero en el lugar donde acampamos abundaban los arbustos de nombres para mí desconocidos. Reducíase el lago a una triste sabana de agua rodeada de escasa vegetación, una llanura sobre la cual, hacia Occidente, veíamos destacarse unas colinas bajas, detrás de las cuales acababa de ponerse el sol. Allí, sus rayos habían dejado un gran ardor, mientras que en los desfiladeros que habíamos atravesado incluso se sentía fresco. El suelo irradiaba un calor capaz de freír huevos. En cambio, en cuanto se hizo noche, y el aire hubo absorbido el calor de la tierra, se dejó sentir el frío, y hacia la madrugada sopló un viento helado que nos obligó a envolvemos en nuestras mantas.
En cuanto hubo amanecido, nos pusimos de nuevo en marcha, en dirección a Poniente, mas pronto hubimos de dar frecuentes rodeos, por cerrarnos el paso otra vez infinidad de desfiladeros. Sería imposible bajar a aquellas quebrajas abiertas a pico, si la sabia Naturaleza no las hubiese dotado de bajadas escalonadas, aunque altamente peligrosas. Eso sí; una vez en el fondo, no existe medio de salir de aquellos barrancos, pues hay que recorrer diez y más tajos principales y secundarios antes de dar con una salida practicable. En efecto, el jinete parece hallarse con su caballo colgado de la roca, y por arriba no tiene más que una estrecha faja de un cielo de fuego, y a sus pies las profundidades del abismo, en el cual no hay una sola gota de agua, y sí sólo pedruscos áridos y cortantes. En lo alto vuelan los buitres, que no se separan del viajero desde por la mañana hasta la noche y que velan su sueño a cierta distancia, con objeto de reanudar con él la caminata; y con sus graznidos roncos y hambrientos parecen avisarle que no aguardan más que verlo caer agotado por el cansancio o despeñado por un paso en falso de su caballo para precipitarse a devorarlo. A veces, al revolver una roca, se ve a algún esquelético chacal que huye como una sombra para seguir después al viajero, voraz e incansable, en espera de la misma presa ansiada por los buitres.
Hacia el mediodía habíamos recorrido un laberinto horroroso de tales cortaduras y salimos a una llanura verdeante, que recorrimos al galope. En ella divisamos las huellas de diez jinetes que, en ángulo recto con las nuestras, procedían de nuestra derecha. Winnetou aseguró que eran las que buscábamos, señalándonos las de los cascos herrados de los caballos de los blancos y las de los cascos sin herrar de los de los indios apaches que les servían de guías. Old Death opinó lo mismo; pero, desgraciadamente, hubimos de convencernos también de que Gibson nos llevaba una delantera de seis horas por lo menos. Había hecho caminar a su gente toda la noche, suponiendo muy cuerdamente que le perseguiríamos.
Al anochecer mandó Old Death hacer alto e hizo avivar el paso a los rezagados, pues en aquel instante acababa de descubrir un nuevo rastro procedente del Sur, que venía a unirse al anterior y estaba formado por treinta o cuarenta jinetes aproximadamente. Era muy difícil determinar con toda exactitud el número de los nuevos viajeros, porque habían ido en hilera. Esta manera de caminar y la circunstancia de que sus caballos no fueran herrados nos hizo suponer que fuesen indios. Se habían desviado a la izquierda de nuestra dirección y la igualdad del tiempo de que databan las huellas daba a comprender que se habían encontrado con los blancos. Old Death masculló algo entre dientes, muy mal humorado, y acabó por decir:
—¿Qué clase de indios serán éstos? Seguramente no serán apaches; y así ya podemos prepararnos a algo poco agradable.
—Mi hermano tiene razón —asintió Winnetou a su vez—. Por aquí no andan ahora los de mi tribu, y fuera de nosotros no hay en el Mapimí sino hordas enemigas. Tenemos, pues, que andar con cuidado.
Seguimos nuestro camino, y pronto llegamos al lugar del encuentro de los indios con los blancos a quienes seguíamos. Ambos grupos habían hecho alto para conferenciar, y el resultado debió de ser favorable para los blancos cuando pudieron continuar la expedición juntamente con los pieles rojas. Los guías apaches, o sea los supuestos topias, se habían despedido en aquel mismo punto, lo cual se demostraba por las huellas aisladas de dos caballos que se separaban de las demás.
Al cabo de un rato llegamos a una cadena de alturas cubiertas de hierba y maleza, desde las cuales oímos el rumor de una cosa extraordinaria en aquella comarca; un mísero arroyuelo, a cuyas orillas se habían detenido los fugitivos para abrevar sus caballos. Las orillas del arroyo estaban tan desprovistas de vegetación que a gran distancia podíamos seguir su curso, que era al Noroeste. Old Death tenía los ojos clavados en el arroyo, y al preguntarle yo el motivo de su insistente observación, me dijo:
—Veo dos bultos negros delante de nosotros, y deben de ser lobos. Pero ¿qué hacen esos animales sentados ahí? Sin embargo, no acabo de estar seguro, pues si realmente lo fueran habrían ya echado a correr al ver que nos acercamos, porque no hay animal más cobarde que el lobo de la pradera.
—Cállense mis hermanos; déjenme escuchar, pues he oído algo —dijo Winnetou.
Guardamos silencio, y en efecto, procedente del punto mismo en que se veían los dos bultos negros sonó un grito ahogado.
—¡Es un hombre! ¡Vamos allá! —exclamó Old Death.
Montó de un salto, y nosotros tras él; echamos a correr hacia aquel sitio y vimos, en efecto, levantarse dos lobos y huir escapados de la orilla del arroyo donde estaban agazapados y de cuyo centro surgía a flor de agua una cabeza humana cubierta de mosquitos que se le metían por los ojos, la boca y las narices.
—¡Por Dios, salvadme! —gimió el desgraciado—. No puedo más… no puedo más… Desmontamos inmediatamente y Old Death le preguntó en español, que debía de ser su lengua, pues en ella nos hablaba:
—¿Qué le pasa? ¿Por qué no sale del agua, que es tan poco profunda?
—Porque estoy enterrado hasta los hombros.
—¿Quién ha sido el infame que le ha puesto así, rayos y centellas?
—Indios y blancos han sido.
Entonces nos fijamos en que desde el abrevadero hasta el lugar donde nos hallábamos había muchas pisadas.
—Manos a la obra, señores —dijo Old Death—. Ese hombre ha de salir de ahí inmediatamente; y ya que no tenemos los instrumentos necesarios, valgámonos de nuestras manos.
—Mi azada está aquí mismo, en el agua, pero enterrada también en la arena —respondió aquel hombre.
—¿Y de dónde la ha sacado usted?
—Soy gambusino (buscador de oro y otros metales), y los del oficio llevamos siempre pico y azada.
Logramos dar con la herramienta, y metiéndonos en el agua empezamos la faena. El lecho del arroyo era de arena fina y compacta, difícil de extraer. Observamos que el infeliz estaba atado por el cuello a una lanza empotrada en el fondo del arroyo, de manera que no podía inclinar la cabeza para evitar que le llegaran los labios al agua; ésta se hallaba a unos pocos centímetros de su boca, con lo cual aumentaba su tormento. Además le habían frotado la cara con carne cruda y sangrienta que atrajera a los mosquitos y demás insectos para que dieran cuenta de él. El infeliz, enterrado, con las manos atadas a la espalda y los pies sujetos con una correa, se hallaba imposibilitado de todo movimiento. El hoyo en que le habían metido tenía la profundidad suficiente para que permaneciera de pie.
En cuanto logramos sacarle de él y cortar sus ligaduras, el infeliz cayó en un profundo desmayo. Estaba completamente desnudo y con la espalda llagada a fuerza de azotes. Poco después volvió en sí y le llevamos en brazos al sitio donde habíamos de acampar. Después de darle de comer, revisé mi maleta, y con una camisa que llevaba yo de repuesto le cubrimos las heridas. Una vez hecha la cura, se halló en estado de darnos las noticias que le pedimos.
—Soy gambusino —repitió—, y trabajé últimamente en una bonanza (mina de oro o plata) que está a una jornada de aquí, en medio de los montes. Allí tenía un camarada, un yanqui llamado Harton, el cual…
—¿Harton? —le interrumpió Old Death con viveza—. ¿Cuál es su nombre de pila?
—Fred.
—¿Sabe usted de dónde es y qué edad tiene?
—Nació en Nueva York, y podrá tener unos sesenta años.
—¿Le habló a usted de su familia, acaso?
—Su mujer murió, y tiene un hijo que en San Francisco ejerce no sé qué oficio. ¿Le conoce usted?
Old Death había hecho sus preguntas muy excitado, con ojos que relampagueaban y con las hundidas mejillas ardientes como ascuas. De pronto se esforzó por aparentar serenidad y continuó en tono más reposado:
—Le conocí hace años. Cuentan que estaba en buena posición. ¿No se lo dijo?
—Me contó que era hijo de buena familia y que se dedicó al comercio. Poco a poco logró montar un negocio floreciente, pero le sobrevino la desgracia de tener un hermano bribón, que le chupaba el dinero como una sanguijuela.
—¿Sabe usted el nombre de ese hermano?
—Sí; se llamaba Henry.
—Conformes: espero tener la suerte de ver algún día a su amigo Harton.
—Lo creo difícil, pues a estas horas puede que haya dejado de existir; se lo llevaron los malvados que me enterraron a mí.
Old Death hizo un ademán como si fuera a ponerse en pie, pero dominándose otra vez continuó en tono reposado:
—¿Y cómo fue eso?
—Eso es lo que iba a contar antes que usted me interrumpiera. Harton era comerciante; pero su hermano le robó toda su fortuna. Al parecer todavía quiere mucho al perdido sin conciencia que le despojó de cuanto tenía. Al verse pobre, estuvo muchos años de minero en los placeres, sin tener nunca suerte; fue vaquero, fue todo cuanto se puede ser con la misma fortuna contraria, hasta que por último se metió a gambusino; mas para aventurero le faltan agallas y así fue de mal en peor.
—¿Por qué no dejaba el oficio?
—Eso es fácil de decir, pero no de hacer; hay millones de personas que acaban por ser, no lo que mejor les cuadra, sino lo que menos les conviene. Tal vez tuviera él motivos secretos para meterse a gambusino, pues su hermano lo fue y con mucha suerte. Acaso creyera tropezar con él de ese modo.
—Lo que dice usted ahora no se compagina con lo que decía antes. ¿De modo que el hermano fue un gambusino afortunado y sin embargo le despojó al otro de su fortuna, cuando un gambusino con suerte tiene el dinero a espuertas?
Claro está! Porque si lo gasta más de prisa que lo gana, pronto le da fin. Era un manirroto. Por último, Harton vino a parar a Chihuahua, donde le contrató mi principal y donde yo le conocí y le tomé cariño, lo cual es una rareza, pues es sabido que los gambusinos se tienen unos a otros una envidia y unos celos rabiosos. Desde entonces salíamos siempre juntos a explorar terrenos.
—¿Cómo se llama su amo?
—Davis.
—¡Caramba! ¿Habla usted inglés, por ventura?
—Tan bien como el español.
—Pues, entonces, tenga la bondad de expresarse en inglés, porque aquí hay dos caballeros que no entienden el español y a quienes el relato de usted interesa extraordinariamente.
Y señaló a los Lange. El gambusino preguntó:
—¿Cómo puede interesarles?
—Ya lo verá usted. Oiga, señor Lange; este hombre es buscador de oro y está al servicio de un tal Davis, de Chihuahua.
—¿Davis, dice usted? —exclamó Lange—. Así se llama el jefe de mi yerno.
—Si ese señor se refiere al Davis que se dedica al fabuloso negocio de acaparar minas de oro y plata, no hay duda —contestó el gambusino.
—Es el mismo —replicó Lange—. ¿Le conoce usted personalmente?
—¡Ya lo creo, puesto que trabajo para él!
—¿Y a mi yerno?
—¿Cómo se llama?
—Uhlmann; es alemán e hizo su carrera en Freiberg.
—En efecto: es el director de las minas, con un gran sueldo y un subido tanto por ciento. Desde hace Unos meses le han ido tan bien las cosas que acabará por ser socio de Davis. ¿Conque es yerno de usted?
—Sí; su esposa Agnès es hija mía.
—Nosotros la llamamos doña Inés, y todos la apreciamos mucho. Ya supe que sus padres vivían en Missouri. ¿Va usted a verla ahora?
Lange asintió.
—Entonces no necesita usted ir a Chihuahua, pues precisamente se halla de temporada en la bonanza de que antes hablaba. Pero ¿no se lo han dicho a usted todavía? Esa bonanza es propiedad de su yerno. Haciendo una excursión de recreo por la montaña descubrió Uhlmann esa mina de oro, la más rica de las de esta tierra, y el señor Davis le cedió la gente para que pudiera ponerla en seguida en explotación. Ahora se trabaja en ella febrilmente y los filones son tan abundantes que se susurra que Davis va a asociarse con Uhlmann, lo cual sería una suerte para los dos.
—¡Qué buena noticia me da usted! ¿Lo oyes, Will?
Esta pregunta iba dirigida a su hijo, a quien los sollozos impidieron contestar. La noticia le había conmovido hasta hacerle derramar lágrimas de alegría:
También nosotros nos congratulábamos de la ventura de nuestros compañeros. Old Death hacía todo género de gestos, que yo no lograba interpretar y eso que me había impuesto ya en el significado de casi todas sus extrañas muecas.
Tardó un rato en calmarse la impresión que había causado en nosotros la noticia de que el yerno de Lange se hallaba en la próxima bonanza, y el gambusino pudo continuar diciendo:
—Ayudé a Harton a organizar la explotación de la bonanza y luego salimos juntos a explorar el Mapimí. Pasamos tres días recorriéndolo en todas direcciones sin hallar la menor señal de yacimientos auríferos, y hoy habíamos venido a descansar tranquilamente a orillas de este arroyo. Habíamos pasado una mala noche y nos encontrábamos tan cansados que nos dormimos sin darnos cuenta; al despertar nos vimos rodeados de un gran número de blancos e indios.
—¿De qué tribu?
—Chimarras. Eran unos cuarenta, y diez los blancos.
—Los chimarras son los más valientes de todos los bandidos del país, y sin embargo se metieron con vosotros, pobres infelices… ¿Por qué? ¿Viven en enemistad con los blancos?
—Nunca se sabe a punto fijo cómo se está con ellos, pues ni se declaran enemigos ni amigos; pero si bien se guardan mucho de mostrarse en abierta hostilidad, porque son pocos, tampoco dan motivo para merecer nuestra confianza. De ahí que nos hallemos respecto a ellos en una situación más peligrosa que si fueran francamente enemigos, porque no se sabe nunca cómo tratarlos.
—No obstante, alguna razón tendrían para maltratarle a usted. ¿Les ha ofendido usted en algo?
—No, que yo sepa; pero el señor Davis nos había provisto bien para el viaje. Teníamos dos caballos cada uno, buenas armas, municiones abundantes, herramientas y todo lo que se necesita para vivir en una comarca tan desprovista de todo.
—¡Hum! Es motivo sobrado para gente de esa calaña.
—Nos cercaron y preguntaron quiénes éramos y qué íbamos a hacer allí; y en cuanto les contestamos la verdad, se encolerizaron de mala manera, asegurando que el Mapimí es propiedad suya con todo lo que encierra, y en el acto nos exigieron la entrega de cuanto llevábamos.
—¿Y obedecisteis sin chistar?
—Yo me negué; pero Harton fue más listo, pues lo entregó todo. Yo cogí el rifle, no para disparar, pues habría sido una locura dada su superioridad numérica, sino para intimidarlos. Pero se me echaron encima, me destrozaron la ropa y me dejaron en cueros. Los blancos presenciaron tranquilamente el despojo sin auxiliamos en nada. En cambio, nos sometieron a un interrogatorio, y como no quise contestar me azotaron con los lazos. Harton fue más astuto; él no podía saber lo que intentaban o determinarían después, pero ello es que les refirió todo lo que sabía de la nueva bonanza del señor Uhlmann. Aguzaron el oído y le obligaron a que describiera punto por punto la situación de la mina. Yo le interrumpí para que callara, y entonces comprendió mi compañero que aquella gente llevaba malas intenciones y se negó a seguir dándoles los informes que pedían. Para castigarme me ataron y enterraron en el arroyo; Harton fue azotado hasta que cantó de plano todo lo que sabía; y ellos, temiendo que les hubiera dado datos falsos, se lo llevaron, amenazándole con una muerte horrorosa en caso de no hallarse mañana por la noche en la bonanza.
La cara que puso Old Death no la había yo visto nunca, y eso que sabía leer toda la gama de los sentimientos en su rostro curtido. Había en él una resolución tan sombría y tan salvaje que le daba el aspecto feroz del asesino que no retrocede ante nada con tal de degollar a su víctima. Su voz era bronca y dura al preguntar:
—¿De modo que usted supone que desde aquí van derechamente a la bonanza?
—Sin duda alguna; van a asaltarla y saquearla. Hay en ella grandes depósitos de municiones y provisiones, y efectos de gran valor para esos granujas, además de gran cantidad de metal.
—¡Demonio! Irán a partir: para los blancos el metal y para los indios lo demás. ¿A qué distancia nos hallamos de la bonanza?
—Una buena jornada a caballo, y por la noche se llega allí, a no ser que Harton haya seguido el consejo que le di.
—¿Cuál?
—Que los guiara dando rodeos, pues supuse que acaso me deparase Dios un viajero que me salvara y por quien yo pudiera avisar a la gente de la bonanza la llegada del enemigo. Yo no habría podido por carecer de caballo.
El viejo westman se quedó un rato pensativo y por último observó:
—Yo preferiría salir en seguida, pues así podríamos seguir sus huellas hasta que anocheciera… ¿No podría usted describirme el camino de manera que lo encontrara, aunque fuera a oscuras?
El gambusino dijo que no, y nos disuadió de emprender una marcha nocturna, por lo cual Old Death se resolvió a aguardar hasta el día siguiente, y dijo:
—Somos quince contra cuarenta indios y diez blancos, que suman cincuenta… Me parece que no debemos asustarnos. ¿Qué armas llevan los chimarras?
—Sólo lanza y flechas; pero ahora tienen nuestros rifles y revólveres —contestó el gambusino.
—No importa, pues no saben manejar las armas de fuego. Además sabremos aprovechar las circunstancias, y para eso es preciso enterarse bien de la situación de la bonanza. Decía usted antes que sólo puede encontrarse por casualidad; y eso no me cabe en la cabeza. En toda bonanza suele haber agua, y ésta corre por un cauce, un barranco, una cortadura fácil de encontrar en una comarca tan abierta y desprovista de bosque como ésta. A ver, descríbame usted el sitio con todos sus detalles.
—Figúrese usted una quebrada cortada a pico, en medio de un bosque, que por el centro se ensancha y queda rodeada de rocas calcáreas, también como muros perpendiculares. Estas rocas calizas encierran veneros riquísimos de plata, cobre y plomo. La selva virgen se extiende por todos lados hasta el borde mismo del barranco, y muchos árboles y arbustos crecen entre las mismas rocas. En el fondo hay un manantial, que brota, caudaloso como un arroyo, del suelo mismo. El barranco, cortadura, o si usted quiere, hondonada, tiene una longitud de dos millas; pero no obstante su extensión no se encuentra lugar a propósito por el cual se pueda descender al fondo. La única entrada la constituye el punto por donde el agua del manantial sale de la hondonada y allí se estrechan las rocas de tal modo que fuera del paso de la corriente apenas dejan sitio para tres hombres o un par de jinetes.
—Pues así la defensa es cosa de juego y no son de temer los asaltos.
—Ciertamente, y no hay otra salida, a lo menos para gente que no conozca el sitio como lo conocen los que trabajan en la bonanza. Esta se halla en el centro del barranco, y como en ciertos casos se hacía muy penosa la caminata de media hora necesaria para salir de la cañada, dispuso el señor Uhlmann que se abriera una escalera en un lugar apropiado, donde la roca no es perpendicular sino que forma cantiles. Mandó cortar gran número de árboles y precipitarlos desde arriba sobre los salientes, y bajo esa espesa capa de troncos, ramas y follaje hizo labrar peldaños en la roca viva, ocultos enteramente a la vista de los extraños.
—¡Oh! Yo me comprometo a descubrir en el acto la famosa escalera. Se ha vendido usted con la tala de los árboles, pues donde éstos hayan sido cortados es que hay hombres o los ha habido.
—Pues yo aseguro que llegará usted al sitio indicado y no sospechará siquiera dónde han sido derribados los árboles, a fuerza de cuerdas y garfios, ni el esfuerzo y el riesgo que han sido necesarios para colocarlos en la posición en que están. Pero no se ha hecho una tala de árboles en el verdadero sentido de la palabra, pues no hallará usted un solo tronco cortado. El amo los hizo desarraigar, de modo que se inclinaran lentamente hacia el barranco y dejaran al descubierto toda la enorme raigambre. Más de treinta hombres tiraban entonces de los cables para que el árbol no se precipitara al fondo, sino que se deslizara poco a poco hasta reposar en el saliente de la roca.
—¿De tantos brazos dispone Uhlmann?
—Ahora serán unos cuarenta.
—¡Bah! Entonces no necesitamos apurarnos. ¿Cómo ha organizado el señor Uhlmann sus comunicaciones con el exterior?
—Por medio de recuas de mulos que llegan cada dos semanas a proveer a la bonanza de todo lo necesario y a llevarse el mineral.
—¿Está guardada la salida?
—De noche, cuando todos duermen, ponen un centinela en ella. Además hay un experto cazador contratado para que recorra durante el día los alrededores y provea de caza a la colonia. A ése no se le escapa nada.
—¿Ha construido Uhlmann casas o edificios?
—No: habita una gran tienda de campaña, donde se reúnen todos después de cesar en el trabajo. Una tienda suplementaria sirve de despensa y almacén, y las dos se apoyan en el muro de rocas y están rodeadas en semicírculo por unas cabañas de ramas y follaje donde duermen los jornaleros.
—Pero desde el borde del barranco se podrán ver las tiendas…
—No, señor, porque se hallan ocultas por los árboles y revestidas además de hule de color oscuro, en vez de ser de lona.
—Eso ya es otra cosa. Y de armamento ¿qué tal andan?
—Admirablemente; cada obrero tiene rifle de dos cañones, puñal y revólver.
—Entonces ya pueden esperar tranquilos a esos benditos chimarras y a sus compañeros, aunque es preciso que lleguemos nosotros antes. Mañana nos espera una buena jornada, y así hay que aprovechar para dormir las pocas horas que nos quedan. Por lo que pueda ocurrir debemos descansar y tener frescos los caballos.
Yo no podía conciliar el anhelado sueño, a pesar de que no había pegado los ojos en toda la noche anterior; la idea de apoderarme de Gibson me excitaba extraordinariamente. Old Death tampoco dormía, y no cesaba de revolverse de un costado a otro sin encontrar postura cómoda. Esto me admiró sobremanera en él; luego le oí suspirar y refunfuñar palabras que no pude entender, no obstante hallarnos tan cerca uno del otro. Algo había que le oprimía el corazón y le quitaba el sueño. Su extraña actitud cuando el gambusino le hablaba de Harton me había chocado mucho; pero me la explicaba por tratarse de un antiguo conocido. ¿Serían sus relaciones algo más que las de un simple conocimiento?
Unas horas habían pasado cuando observé que el viejo explorador se levantaba, y después de convencerse de que dormíamos todos, se alejó en dirección al arroyo. El centinela, un apache, le dejó pasar, y yo me quedé esperando su regreso; pero pasó un cuarto de hora, luego otro y por fin una hora sin que hubiese vuelto, y entonces me fui en su busca.
Se había alejado bastante, de modo que tardé unos diez minutos en descubrirlo. Estaba tendido de espaldas a la orilla del arroyo y con los ojos clavados en la luna. Yo no hice nada por apagar el ruido de mis pasos; pero aunque la espesa hierba hacía que no se oyeran, él los habría sentido sin duda a no hallarse tan abstraído y meditabundo. Cuando estuve tan cerca de él que podía tocarle, se volvió de repente, me apuntó con el revólver y dijo:
—¡Rayos y truenos! ¿Quién es usted? ¿Por qué me espía? ¿Quiere usted que le meta una bala en el cuerpo?
Y calló de pronto. Debía de estar con la imaginación extraviada, pues hasta aquel instante no me conoció, y al darse cuenta de quien era, continuó:
—¡Es usted! Por poco le deshago el cráneo, pues le he tornado por un extraño. Por qué no duerme usted?
—Porque la idea de echarle el guante a Gibson me quita el sueño.
—Lo creo; pero mañana no se nos escapará o pierdo el nombre que llevo. Además, yo no podría continuar en su persecución, porque necesito quedarme en la bonanza.
—¿Me deja usted? ¿Por qué? ¿Es algún secreto?
—Sí.
—Entonces no insisto ni quiero molestarle más. Toda la noche le he oído a usted suspirar y hablar entre dientes y he creído que me haría usted partícipe de una pena que parece roerle a usted las entrañas. Buenas noches, amigo mío.
Y resueltamente di media vuelta para alejarme.