CAPÍTULO SEGUNDO

OFERTAS GENEROSAS

—¡Winnetou! ¡Demonio! Claro está que sólo el caudillo de los apaches es capaz de espiar a Old Death sin que éste lo note. Es una obra maestra que no me atrevería a imitar.

El apache salió de su escondite y contestó sin manifestar que me conocía:

—El caudillo apache no pensaba encontrar a Old Death aquí, pues de lo contrario ya se habría acercado antes a hablar con él.

—Pero te expones a grandes peligros, puesto que te has atrevido a pasar por entre los centinelas y escuchas para llegar hasta aquí, y luego has de regresar junto a los tuyos.

—No; los blancos son mis amigos y puedo fiar en su lealtad. Este valle está en territorio apache, y Winnetou lo ha dispuesto como trampa para cazar al enemigo, que quería destrozarnos. Estos muros de roca no son tan inaccesibles como parecen; los apaches han cavado una trinchera que rodea el valle a la altura de varios hombres. Por medio de un lazo se puede subir y bajar fácilmente. Los comanches penetraron aquí guiados por mis exploradores y aquí perecerán.

—¿Habéis decidido su muerte irremisiblemente?

—Sí; Winnetou ha escuchado tu conversación con el cabecilla comanche y ha comprendido que te inclinas a favor de los apaches. Te ha oído enumerar los crímenes de los comanches y confesar que nuestra venganza por los múltiples asesinatos cometidos es justa.

—¿Pero por eso ha de correr la sangre nuevamente?

—Ya has oído que los comanches se niegan a confesar su crimen y a seguir tus consejos, que son los de la prudencia. Pues bien, caiga su sangre sobre ellos, y así los apaches darán ejemplo de cómo saben castigar la traición, para que no vuelvan a repetirse con ellos semejantes felonías.

—¡Es espantoso! Pero no me siento con ánimos de llevar mi consejo a quienes lo desdeñan.

—No te harán caso aunque insistas. Por vuestra conversación, veo que posees los objetos sagrados del caudillo. ¿Cómo has logrado apoderarte de ellos?

Old Death refirió el episodio y al terminar el relato observó Winnetou:

—Ya que le prometiste devolvérselos, has de cumplir tu palabra. Llévaselos ahora mismo y vente con nosotros, pues a todos os recibiremos como amigos.

—¿Ahora mismo, dices?

—Sí; dentro de tres horas llegarán más de seiscientos apaches, la mayoría con armas de fuego; sus balas registrarán todo el valle, y no estaríais seguros.

—Pero ¿cómo vamos a llegar hasta vosotros?

—¿Eso pregunta Old Death?

—Pues, claro: montamos a caballo y llegamos a la hoguera, donde entrego al caudillo sus objetos sagrados, y luego salirnos galopando en dirección adonde están los apaches. A los centinelas que intenten cerrarnos el paso los derriban nuestros caballos; pero ¿cómo pasamos la barricada?

—Muy fácilmente. Aguardad diez minutos a salir, desde que yo me haya marchado. Estaré a la salida, a la derecha, para recibiros.

Winnetou desapareció como por ensalmo, mientras Old Death me preguntaba:

—Y ahora ¿qué dicen ustedes de todo esto?

—¡Que es un hombre extraordinario! —contestó el viejo Lange.

—De eso no cabe duda. Si ese hombre llega a nacer europeo, sería ya capitán general. ¡Desgraciados de muchos blancos si se le ocurriera reunir a su alrededor a todos los indios para defender los derechos de su raza! Afortunadamente, ama la paz y sabe que los indios están destinados a perecer, a pesar de todos los esfuerzos que se hagan. El peso terrible de ese convencimiento está oculto en lo más hondo de su pecho, para que los suyos no lo sepan… Pero sentémonos unos minutos para dar lugar a que pase el tiempo señalado.

En el valle reinaba un silencio profundo y los comanches seguían conferenciando. En cuanto hubieron transcurrido los diez minutos montó Old Death a caballo diciendo:

—Hagan ustedes exactamente lo que yo.

Llevando nuestros caballos al paso, nos acercamos a la hoguera. El círculo de comanches se abrió para darnos entrada. Si aquellos rostros no hubieran estado tan pintarrajeados, habríamos descubierto en ellos profunda sorpresa y admiración. El caudillo se puso en pie de un salto y exclamó:

—¿Qué queréis? ¿Por qué venís a caballo?

—Venimos a caballo para honrar a los valientes y discretos guerreros comanches. Ea, decidnos lo que hayáis decidido.

—Todavía no ha terminado el consejo. Desmontad, sois nuestros enemigos y no podemos consentir que nos habléis desde tan alto. ¿O vienes acaso para devolverme mis amuletos?

—¿No sería una imprudencia por mi parte, habiendo dicho tú que desde el momento en que te los devuelva seremos enemigos de muerte y no pararás hasta vernos en el palo de los tormentos?

—Y sostengo lo dicho: la cólera de los comanches os aniquilará.

—Tan poco es lo que nos importa tu cólera, que daremos en seguida comienzo a la enemistad. Ahí tienes lo tuyo. Ahora, a ver qué podéis hacernos.

Old Death se arrancó ambos objetos del cuello y los arrojó al suelo; luego, dando un espolazo a su caballo, le obligó a saltar la hoguera en un extenso arco hasta abrir una brecha en las filas de los comanches; Sam, el negro, le siguió, derribando al caudillo, y los demás hicimos lo propio. Diez o doce comanches rodaron por el suelo, lo mismo que los centinelas que intentaron cerrar el paso a Old Death; luego cruzamos volando el valle, seguidos por los furiosos aullidos de nuestros ex-amigos. De repente nos detuvo la voz de:

—¡Uf! ¡Alto, que aquí está Winnetou!

Paramos en seco los caballos, un pelotón de apaches echó mano a las bridas, y desmontamos. Winnetou nos condujo al pasadizo que daba acceso al exterior del valle, donde se había hecho ya lugar para que pudiéramos pasar uno a uno, así como nuestras monturas.

En cuanto hubimos franqueado la barricada se fue ensanchando la salida y pronto vimos un resplandor muy vivo. El angosto pasaje se iba ensanchando y terminaba en una hoguera junto a la cual dos indios daban vueltas a un asador improvisado. Al acercarnos se levantaron respetuosamente y los demás apaches se retiraron en cuanto hubieron atado nuestras caballerías. A cierta distancia pastaba toda una manada de caballos, custodiada por varios guerreros. Aquel campamento ofrecía un aspecto realmente marcial: los movimientos de los apaches eran exactos y precisos, como debidos a una instrucción militar. Winnetou nos dijo:

—Mis hermanos pueden descansar al amor de la lumbre: he mandado preparar para ellos un solomillo de bisonte. Coman mientras vuelvo.

—¿Estarás fuera de aquí mucho tiempo? —le preguntó el explorador.

—No mucho; es preciso que regrese al valle. Los comanches, arrebatados por la rabia que os tienen, pueden haberse aproximado a mi gente, y habrá que espantarlos con unos cuantos tiros.

El apache se alejó corriendo, mientras nosotros nos acomodamos junto al fuego, y Old Death clavó su cuchillo en el sabroso asado. La carne estaba exquisita, y como ni el viejo explorador ni yo habíamos comido, y nuestros compañeros sólo habían tomado un bocado de la carne de caballo que les habían ofrecido los comanches, el solomillo disminuía de un modo alarmante. En esto volvió Winnetou y me miró de un modo que preguntaba si había de continuar o no desconociéndome. Yo entonces me levanté, le tendí ambas manos y le dije:

—Mi hermano Winnetou comprenderá ahora que no es necesario volver al río Pecos para estrecharle la mano. Mi corazón se complace en verte ya aquí.

Y nos abrazamos efusivamente, ante el estupor de Old Death, que mirándonos con los ojos muy abiertos, preguntó:

—¿Pero qué es eso? ¿Es que ya os conocíais?

—Es mi hermano Old Shatterhand —declaró el apache.

—¡Old Shatterhand! —exclamó el viejo, poniendo una saladísima cara de estupefacción; y al confirmar yo, riendo, las palabras de Winnetou, exclamó colérico:

—¿Es decir que me ha engañado usted como a un chino, que ha tomado usted el pelo a Old Death dándole gato por liebre? ¡Y este Old Shatterhand se ha callado como un zorro, cada vez que le llamaba novato y greenhorn!

Le dejamos entregado a sus comentarios, pues Winnetou tenía mucho que contarme y comenzó:

—Ya sabrá mi hermano que tuve que ir a Fort Inge, donde averigüé…

—Lo sé todo —le interrumpí— y cuando estemos más despacio te contaré cómo lo supe. Ahora deseo saber ante todo dónde se hallan los diez rostros pálidos que estaban con los comanches y que se pasaron a vuestro bando con los dos supuestos topias.

—Se han ido.

—¿Adónde?

—A Chihuahua, a unirse con Juárez.

—¿De modo que se han marchado?

—Sí; llevaban mucha prisa, pues habían dado un gran rodeo con los comanches y tenían que recuperar el tiempo perdido.

—Es un golpe terrible para mí, pues con ellos iban los dos hombres a quienes busco.

—¡Uf, uf! ¿También esos? No lo sabía. Como tenían el plazo fijado para llegar a Chihuahua y habían perdido mucho tiempo, y como yo soy partidario de Juárez, les facilité la marcha todo lo posible, les procuré caballos y provisiones y les di como guías a los dos supuestos topias, que conocen admirablemente el camino, por el Mapimí, a Chihuahua. Los rostros pálidos declararon no poder detenerse un minuto más.

—¡Eso encima! Caballos, provisiones y guías! Yo que creía tener ya cogido a Gibson, puedo dar ahora la empresa por fracasada y renunciar a ella.

Winnetou se quedó pensativo y dijo por fin:

—He cometido sin saberlo una gran falta, pero trataré de repararla. Yo prometo entregarte a Gibson. He cumplido la misión que tenía en Matagorda, y en cuanto haya castigado a los comanches quedaré libre y podré acompañaros. Os daré los mejores caballos de la tribu y, de no ocurrir algo inesperado, habremos dado alcance a los viajeros antes que termine el segundo día.

En esto llegó corriendo un apache y dijo a Winnetou:

—Los perros comanches han apagado la hoguera y han dejado el campamento; proyectan, sin duda, un ataque.

—Serán rechazados otra vez —contestó Winnetou—. Si mis hermanos blancos quieren acompañarme, los colocaré en un puesto desde donde puedan verlo todo.

Nos pusimos en pie inmediatamente y llegamos hasta la barricada. Allí Winnetou entregó a Old Death una correa pendiente de una roca, diciéndole:

—Gatead por este lazo hasta dos veces la altura de un hombre, donde hallaréis unas malezas, que apartaréis, y encontraréis la trinchera de que os he hablado antes. Yo no puedo seguiros porque he de ponerme al frente de los míos.

Y cogiendo el rifle que tenía apoyado en una roca, se alejó.

—¡Hum! —gruñó el viejo explorador—. Eso de gatear por esta correa tan delgada más de doce pies, se dice más pronto que se hace. Yo no soy de esos monos que trepan por los bejucos colgantes; en fin, probaremos.

Y en efecto, logró remontarse a la altura requerida, seguido por nosotros, aunque con bastante dificultad. Arriba encontramos un árbol, a cuyo tronco estaba sujeta la correa, y junto al cual había grandes matorrales que ocultaban el sendero. Como estaba tan oscuro, tuvimos que utilizar, en vez del sentido de la vista, el del tacto, y con las manos extendidas fuimos avanzando poco a poco trinchera adelante hasta que Old Death se detuvo. Apoyados en la peña aguardamos los acontecimientos. Un silencio de muerte abrumaba el valle, y por más que forcé el oído no pude percibir sino el leve resollar del viejo explorador.

—¡Qué burros son esos comanches! ¿No es cierto? —me dijo—. Hacia la derecha se siente un tufillo a caballos, pero a caballos en movimiento, muy distinto del que exhalan los caballos cuando están parados. El de los últimos es pesado e inmóvil; como si dijéramos, se puede palpar con las narices; pero en cuanto el ganado se mueve, se hace movible a su vez, se afina, se evapora, y se esparce alrededor. Por increíble que le parezca a usted, los westmen conocemos por la densidad de ese olor si tenemos cerca caballerías paradas o en movimiento. Ahora bien; por la derecha me da en las narices el tufillo, y mis viejos oídos han creído percibir también como un tropezón dado por un casco de caballo, ligero, pero apagado, en un suelo cubierto de hierba. Se me figura que los comanches se están deslizando cautelosamente hacia la salida para abrirse paso por allí.

De pronto oímos una voz autoritaria, que dijo:

¡Ntsa-ho! (que significa: ¡ahora!)

En el mismo instante sonaron dos tiros: era la «escopeta de plata» de Winnetou la que hablaba y a la que secundaron los revólveres. Una gritería indescriptible retumbó en el valle, descollando las voces de mando y el chasquido de las hachas de guerra. La lucha se generalizó, pero duró poco, y pronto los resoplidos y relinchos de los caballos y los aullidos de los comanches fueron ahogados por los penetrantes ¡Juiuiuiuiuí! de los apaches, que proclamaban su victoria. Poco después oímos el tropel de los vencidos comanches que huían, asaltados de un pánico indescriptible y al galope de sus caballos, hacia el centro del valle.

Old Death observó filosóficamente:

—¡No lo decía yo! Ganas me daban de ser de la partida, pero estos apaches pelean que da gloria verlo. Después de disparar sus flechas, atacan con las lanzas desde sus seguros escondites, por lo cual en la espesa masa de los comanches no se pierde ni una flecha, ni un lanzazo, ni una bala, y una vez derrotado el enemigo, se guardan muy bien de seguirlo, en lo cual hacen perfectamente, pues bien cubiertos en las trincheras no hay miedo de que se les escape un comanche, y sería una tontería echarse al valle a luchar a pecho descubierto.

Los comanches, escarmentados por el nuevo fracaso, siguieron entonces el consejo de Old Death, pues guardaban un profundo silencio, y con esto y con las hogueras apagadas dejaban a sus enemigos en duda respecto de su situación.

Seguimos esperando otro rato sin que ocurriera ninguna novedad, cuando sonó la voz queda de Winnetou, que nos decía desde abajo:

—Ya pueden descender mis hermanos; la lucha ha terminado y no volverá a empezar.

Retrocedimos hasta llegar al árbol y nos deslizamos ayudados de la correa. Winnetou nos esperaba abajo y con él nos encaminamos hacia la hoguera.

—Los comanches han intentado esta vez escaparse por la otra parte —manifestó el caudillo apache—, pero con el mismo resultado. Están bien vigilados y no pueden mover un pie sin que yo me entere. Mis guerreros los han seguido y acampan frente a ellos formando una fila que atraviesa el valle, y tendidos en la hierba no les quitan ojo.

Mientras hablaba tenía la cabeza inclinada hacia el lado derecho, como si escuchara, Luego se puso en pie, de modo que el fuego le diera de lleno y le iluminara de pies a cabeza.

—¿Por qué haces eso? —le pregunté.

Winnetou extendió el brazo hacia las tinieblas y dijo:

—Winnetou acaba de oír que un caballo ha dado un traspiés en el suelo pedregoso; debe de ser un jinete de mi tribu que irá a bajar para explorar quién está en la hoguera: por eso me he puesto en pie, para que desde lejos pueda conocer que es Winnetou, su caudillo.

El oído finísimo del indio no se había engañado; vimos llegar al trote un jinete que desmontó de un salto para acercarse a nosotros. El caudillo le miró con dureza y le recriminó por el mal paso dado por su caballo, que había producido un ruido inoportuno. El censurado guardó la actitud respetuosa y correcta del indio libre, que reconoce y acata la superioridad de su jefe, y dijo solamente:

—Ya llegan.

—¿Cuántos?

—Todos. No falta uno. Cuando Winnetou llama, no hay guerrero apache que no acuda.

—¿Están muy lejos aún?

—Llegarán al rayar el día.

—Está bien. Lleva tu caballo con los demás y échate con los guardias a descansar.

El guerrero obedeció y Winnetou volvió a sentarse con nosotros. Le referimos nuestra permanencia en la Estancia del Caballero y los episodios que ocurrieron en La Grange. Charlando se pasó el tiempo y nadie se acordó de dormir. Winnetou escuchó nuestra relación, interrumpiéndola de cuando en cuando con alguna breve observación o pregunta. Paulatinamente fueron cediendo las tinieblas y empezó el crepúsculo matutino. Winnetou extendió la mano hacia Poniente y dijo:

—Mis hermanos blancos verán ahora la puntualidad de los guerreros apaches. Ahí vienen.

Miramos todos en la dirección indicada. La niebla pesaba aún como un lago gris y sereno sobre el horizonte, y sus espesas masas formaban a modo de golfos y ensenadas entre las montañas. De entre aquel mar de niebla vimos surgir un jinete, al cual seguía una hilera interminable de apaches. Al vernos se detuvo un instante; pero al reconocer a Winnetou espoleó al caballo y se nos acercó al trote largo. Era un caudillo, porque llevaba unas plumas de águila en el moño. Ninguno de los jinetes usaba verdaderos arreos; guiaban a sus monturas con una especie de ronzal; y no obstante, al verlos llegar a galope y detenerse en cuádruple fila y en correcta formación, vimos que podían competir ventajosamente con cualquier caballería europea. Los más venían armados de rifles; los restantes traían lanzas y flechas. El jefe se detuvo a hablar con Winnetou; luego hizo una seña y al momento echaron todos pie a tierra. Los que no tenían rifle se encargaron de la vigilancia de los caballos, y los demás penetraron en el desfiladero. La correa seguía colgando de la roca, y pude verlos gatear por ella, todo ello con un silencio y una exactitud como si lo hubiesen acordado y ensayado muchos días atrás. Winnetou seguía con interés los movimientos de su gente, y cuando el último apache estuvo arriba se volvió a nosotros para decirnos:

—Mis hermanos blancos comprenderán que los hijos de los comanches están perdidos.

—Convencidos de todo punto —contestó Old Death—. Pero ¿es posible que Winnetou desee derramar tanta sangre?

—¿Acaso han merecido otra cosa? ¿Qué hacen los blancos cuando uno de los suyos es asesinado? ¿No buscan y capturan al asesino? Y una vez preso ¿no se reúnen sus ancianos para juzgarlo y sentenciarlo a muerte? ¿Y os atrevéis a censurar a los apaches porque hacen lo mismo?

—Pero es que no hacéis lo mismo.

—¿Puedes probármelo?

—Sí; nosotros castigamos al asesino dándole muerte; tú, en cambio, vas a mandar que se dé la muerte incluso a los que no tomaron parte en el asalto de vuestros poblados.

—Tienen la misma culpa, puesto que estaban de acuerdo con los que lo hicieron. Además, asistieron a la muerte en el palo de los tormentos de los apaches prisioneros, y ahora son los dueños de nuestras mujeres e hijas y de los caballos y efectos que nos robaron.

—Aun así no son asesinos.

—No entiendo qué pretende Old Death. Entre sus hermanos hay además otros crímenes que se castigan con la muerte. Los westmen no matan a todos los ladrones de ganado; pero un blanco, si le roban a su mujer o a su hija, da muerte a todos los que intervinieron en el hecho. Ahí dentro, en el valle, están los amos de nuestras mujeres y doncellas robadas: ¿quieres que por el despojo les demos una cruz o una condecoración como las que dan los blancos?

—No es eso; pero podrías perdonarlos, recuperando todo lo vuestro.

—Los caballos pueden recuperarse; pero las mujeres no. Y en punto a perdón, te diré que hablas como un cristiano que exige siempre de nosotros lo contrario de lo que hace él. ¿Por ventura nos perdonan a nosotros los blancos alguna vez? Y si vamos a ver, ellos tienen el deber de perdonarnos, porque vinieron aquí a despojarnos de nuestras tierras. En vuestro país, cuando alguno se atreve a adelantar un mojón o a matar un animal en bosque ajeno, se le mete entre cuatro paredes oscuras que vosotros llamáis cárcel; y, sin embargo, ¿qué venís a hacer vosotros en tierra extraña? ¿Qué habéis hecho de nuestras pampas y sabanas? ¿Dónde están las manadas de caballos, bisontes y otros animales que nos pertenecían? Vinisteis en grandes masas, y cada muchacho vino armado con un rifle para robarnos la carne, que era nuestro sustento; nos arrebatasteis un territorio tras otro sin ningún derecho, y cuando el indio se decidía a defender lo suyo, le llamabais asesino y le matabais, a él, y a los suyos. Tú me pides que perdone a mis enemigos, a quienes no hicimos mal alguno, y yo te pregunto a ti por qué no nos perdonáis vosotros, que nos habéis perjudicado y nos hacéis todo el daño que os es posible, sin que os hayamos dado motivo alguno para ello. Cuando nos defendemos cumplimos con nuestro deber, y vosotros nos pagáis con el exterminio. ¿Qué diríais si los hombres de piel roja fueran a vuestra tierra a imponeros sus costumbres y su modo de ser y de vivir? Si empleáramos la fuerza para imponéroslos como lo habéis hecho vosotros, los mataríais hasta no dejar uno solo o nos meteríais en vuestros manicomios. ¿Por qué no hemos de obrar nosotros lo mismo? Pero luego se dice por el mundo que el hombre rojo es un salvaje que no merece piedad ni indulgencia y que, incapaz de recibir la cultura europea, debe desaparecer de la faz de la tierra. ¿Habéis demostrado vosotros que poseéis la civilización que cacareáis? Además, queréis obligarnos a aceptar vuestra religión, enseñándonosla a lo menos. Los hombres rojos veneran al Gran Espíritu de una sola manera, mientras que en vuestro país cada cual quiere salvarse en forma distinta. Yo he oído hablar de una doctrina cristiana que es buena, que vinieron a enseñarnos unos buenos padres que ni nos mataban ni nos expulsaban de lo nuestro, sino que, al contrario, establecieron misiones y enseñaban lo mismo a los viejos que a los niños. Vivían entre nosotros tratándonos con afecto y enseñándonos todo lo que pudiera sernos útil y provechoso. Eso ha cambiado del todo; aquellos hombres buenos han tenido que retirarse como nosotros, y los hemos visto morir sin encontrarles sustitutos. En cambio, vemos llegar ahora a gentes de creencias distintas, que nos llenan los oídos de palabras sonoras, que no entendemos. Mutuamente se acusan de embaucadores y charlatanes, asegurando todos que sin su concurso no lograremos penetrar en los eternos cazaderos. Y cuando hartos de sus peloteras les volvemos la espalda, nos llenan de maldiciones, diciendo que van a sacudir el polvo de sus zapatos y a lavar sus manos inocentes. Luego no tardan en llamar a los demás rostros pálidos, para que penetren en nuestra comarca y quiten el pasto a nuestros ganados. Y cuando protestamos contra semejante injusticia, llega una orden diciendo que debemos retirarnos tierra adentro, y ceder el terreno a los invasores. Ahí tienes la contestación a la pregunta que me hacías: no te gustará; pero tú en mi lugar hablarías aún más fuerte. ¡Howgh!

Pronunciada esta afirmación india, Winnetou se alejó unos pasos y se quedó mirando a la lejanía. Se hallaba interiormente excitado y así trataba de dominarse. Al recobrar su ecuanimidad volvió donde estábamos y dijo a Old Death:

—He echado un largo discurso a mi hermano, que me dará la razón, porque es hombre justo; pero a pesar de lo que he dicho, he de confesarle que mi corazón no tiene sed de sangre y que mis sentimientos son más blandos que mis palabras. Yo creía que los comanches me habrían enviado un emisario de paz; pero como no lo hacen, no tengo para qué usar de misericordia. No obstante, haré un nuevo intento enviándoles un mensajero que trate con ellos.

—¡Cuánto me alegro! —exclamó Old Death—. Yo hubiera dejado este lugar con el ánimo turbado si toda esa gente hubiera perecido sin hacer yo una tentativa para salvarlos, tanto más cuanto que yo también tengo parte de culpa en que hayan caído en tu poder.

—De eso puedo yo absolverte, pues también los habría cogido en la trampa sin tu concurso —replicó Winnetou.

—Pero ¿sabes también que vienen muchos centenares aún?

—Winnetou no lo ignora; ya sabes que tuvo que pasar por entre ambas huestes con el «hombre bueno». Pero sólo son cien los que vienen, y yo los encerraré en el mismo valle que a los demás, para exterminarlos a todos si no se entregan voluntariamente.

—Pues entonces, cuida de que no lleguen demasiado pronto: has de haber acabado con éstos antes que lleguen los otros.

—Winnetou no teme nada; pero se dará prisa.

—¿Tienes un hombre a propósito para conferenciar con los comanches?

—Muchos hay aquí; pero preferiría que fuese mi hermano blanco el que se encargara de ello.

—Con mucho gusto; me adelantaré un buen trecho y mandaré llamar al caudillo. ¿Qué condiciones son las tuyas?

—Que por cada muerto en la lucha entreguen cinco caballos y por cada atormentado diez.

—Eres muy generoso; pero desde que han mermado tanto las manadas de caballos salvajes ya no es fácil obtener caballerías.

—Además exijo que nos entreguen tantas doncellas como mujeres e hijas nos robaron. Esposas de comanches no queremos; pero han de devolvernos también los niños que se llevaron. ¿Te parecen muy duras las condiciones?

—No.

—Por último exigimos que quede señalado un punto donde puedan reunirse los jefes de ambas tribus para concertar la paz, que por lo menos ha de durar treinta veranos y treinta inviernos.

—Si aceptan los felicitaré cordialmente.

—El punto de reunión será este valle donde se hallan encerrados, y aquí han de traer todo lo que deben restituirnos. Hasta que todo quede cumplido como acabo de decir, los comanches que hoy se entreguen quedarán prisioneros nuestros.

—Opino que tus condiciones no son excesivas y las comunicaré a los comanches tal como me las dices.

Old Death se echó el rifle al hombro, cortó una rama que había de servirle de insignia de parlamentario y se alejó con el caudillo por el boquete. Para mi compañero encerraba no pocos peligros la comisión; pero el viejo explorador no conocía el miedo.

Cuando Winnetou se hubo convencido de que Old Death estaba ya en conferencia con el jefe de los comanches, regresó a nuestro lado y nos condujo al sitio donde estaban los caballos de la hueste que acababa de llegar, entre los cuales los había para usos ordinarios, de repuesto, y otros para emplearlos en casos extraordinarios y difíciles.

Winnetou, refiriéndose a éstos, nos dijo:

—He prometido a mis hermanos procurarles caballos mejores y ahora mismo vamos a escogerlos. A mi hermano le destino uno de mi yeguada.

Y apartó cinco hermosos ejemplares. El que me destinó a mí me encantó, y también mis compañeros quedaron satisfechísimos de los suyos. Sam, sobre todo, enseñaba los blancos dientes, radiante de gozo, y no cesaba de decir:

—¡Oh, oh, qué caballo tener Sam! ¡Tan negro como Sam y tan hermoso como negro! ¡Qué bien casarán el jinete y el caballo, oh, oh!

Habrían transcurrido unos tres cuartos de hora cuando vimos regresar a Old Death con rostro sombrío y grave. Como yo tenía la certeza de que los comanches aceptarían las condiciones de Winnetou, la actitud del viejo explorador, que indicaba lo contrario, me desconcertó. Winnetou observó:

—Mi hermano viene a decirme lo que yo me temía: los comanches no aceptan, ¿verdad?

—Desgraciadamente.

—El Gran Espíritu los ha cegado para que sufran el castigo debido por sus maldades y no hallen gracia ni misericordia. Pero ¿qué razones dan?

—Todavía tienen la esperanza de vencer.

—¿No les has dicho que ha llegado un refuerzo de quinientos apaches y dónde se hallan?

—Sí; pero no quieren creerlo; incluso se mofaron de mí.

—Pues entonces están destinados a la muerte, pues los guerreros a quienes esperan no llegarán a tiempo.

—Se me ponen los pelos de punta al pensar que tantos hombres van a perder la vida tan miserablemente.

—Mi hermano tiene razón. Winnetou no sabe lo que es el miedo; pero siente escalofríos al pensar que debe dar la señal para la matanza. En cuanto levante la mano sonará una descarga cerrada. Voy a hacer otra tentativa, la última: acaso el Gran Espíritu les quite la venda que cubre sus ojos. Voy a mostrarme a ellos y a manifestarles lo que les espera. Mis hermanos me acompañarán hasta la barricada y lo verán. Si no hacen caso de mis palabras, el Gran Espíritu me autoriza para cumplir su sentencia.