CAPÍTULO PRIMERO

EL CONSEJO DE OLD DEATH

Tan rápida fue la escena, que no dio tiempo a los comanches para ponerse en pie.y proteger con sus cuerpos a su caudillo; pero al ver a éste derribado, se lanzaron como fieras en persecución de Winnetou. Sólo nosotros, los blancos, seguimos inmóviles. Old Death se acercó a los jefes derribados y vio que habían muerto. Lange exclamó:

—¡Qué audacia! Ese Winnetou es un demonio escapado de los infiernos.

—¡Bah! —contestó riendo Old Death—. Todavía falta lo mejor; conque prestad atención. Apenas había pronunciado estas palabras cuando estalló una gritería espantosa, que hizo decir a Old Death:

—Ya lo tenéis ahí; no sólo ha castigado la traición de los caudillos, sino que ha atraído a los guerreros para ponerlos al alcance de los suyos, y las flechas apaches están dando buena cuenta de esos incautos. Escuchad.

Se oyó ocho veces seguidas el chasquido penetrante de los disparos de un revólver.

—Ese es Winnetou —continuó Old Death—, que está haciendo uso de sus armas. Ese valiente debe de estar en medio de los comanches sin que éstos puedan echarle mano.

Para el viejo explorador era todo aquello cosa corriente; de ahí que su rostro siguiera tan sereno como si presenciase una representación teatral, cuyo argumento y desenlace le fueran perfectamente conocidos. Los comanches regresaron sin haber encontrado rastro del fugitivo; pero trayendo a unos cuantos de los suyos heridos o muertos. Si hubieran sido gente civilizada habrían guardado profundo silencio, tanto por compasión a los que habían caído como por prudencia; pero ellos empezaron a aullar y chillar como si los atormentaran, y a bailar alrededor de los cadáveres blandiendo el hacha de combate y haciendo molinetes por cima de sus cabezas. Old Death observó:

—Yo en su lugar apagaría las hogueras y me estaría quieto… Pues, ya ven ustedes: ellos cantan sus propios funerales.

—¿Qué han resuelto por fin en el consejo de guerra? —preguntó Lange—. Abrirse paso hacia el Oeste y seguir su camino.

—¡Qué disparate! ¡Para caer en manos del núcleo principal de los apaches, que se acerca!

—No lo crea usted, pues no conseguirán abrirse paso. Claro que si lo lograran dejarían a Winnetou a la espalda y tendrían a los demás de frente, es decir, que quedarían entre dos fuegos y por lo tanto deshechos; pero suponen al enemigo en inferioridad numérica y se juzgan capaces de aniquilarlo. Además, saben que nos sigue el hijo del Castor Blanco con su gente, y eso acaba de animarlos a llevar a cabo su pensamiento. Arden ahora en deseos de vengar la muerte de su caudillo; pero debieran esperar el día y romper la línea por el otro lado, o sea por el boquete por donde vinimos. De día se ve al enemigo, y se ven los obstáculos que opone. Se lo he aconsejado así; pero mi proposición ha sido rechazada. A nosotros puede tenernos sin cuidado lo que hagan, pues no hemos de ir con ellos.

—Eso les enojará.

—Lo mismo me da. Old Death no tiene ganas de romperse la cabeza en vano… Pero oigan; ¿qué es eso?

Los comanches seguían aullando, lo cual nos impedía distinguir la clase de ruido que nos hacía notar el viejo explorador.

—¡Qué estúpidos! —gruñó Old Death—. Winnetou es capaz de aprovecharse de ese barullo. No extrañaría que los apaches estuviesen cortando árboles para cerrar las salidas, pues me ha parecido oír el crujido que hace un tronco al caer. Juraría que de esta hecha no queda un comanche para contarlo, en justa pero terrible represalia de haber asaltado en tiempo de paz los confiados poblados apaches y de haber matado a traición a los embajadores. Si Winnetou consigue poner barricadas, puede retirar a su gente, reunirla en medio del valle y atacar a esos imprudentes por la espalda. Es capaz de eso y de mucho más.

Dieron fin los cantos fúnebres, y los comanches con el mayor silencio se reunieron para recibir las órdenes del subjefe que había asumido el mando. Old Death nos dijo:

—Parece que disponen la partida, y es preciso que echemos un vistazo a nuestros caballos, no sea que se los lleven. Señor Lange, vaya usted con su hijo y Sam a buscarlos; nosotros nos quedamos aquí, pues sospecho que el nuevo jefe querrá echarnos aún un discursito.

En efecto, en cuanto se hubieron alejado los Lange, se nos acercó el nuevo caudillo con paso lento y majestuoso.

—Los rostros pálidos continúan sentados tranquilamente —nos dijo—, mientras los comanches se preparan a partir. ¿Por qué no os disponéis a la marcha?

—Porque todavía no sabemos qué han acordado los comanches.

—Hemos resuelto salir del valle.

—No lo lograréis.

—Old Death parece un cuervo de voz áspera; los comanches aplastarán con los cascos de sus caballos a todos los que se les pongan por delante.

—Sólo lograrán aplastarse a sí mismos, y por eso nosotros seguiremos donde estamos.

—¿Old Death ha dejado ya de ser amigo nuestro? ¿No ha fumado con nosotros la pipa de la paz? ¿No le obliga eso a luchar a nuestro lado? Los rostros pálidos son guerreros valientes y discretos; no sólo nos acompañarán, sino que se pondrán a la cabeza de los nuestros.

Al oír esto, se levantó Old Death de un salto, se acercó al comanche y, riéndose en sus narices, contestó:

—Mi hermano rojo ha tenido una ocurrencia muy ingeniosa. Los blancos hemos de ir delante, abriéndoles el camino a los rojos, para ser los primeros en caer, ¿verdad? Somos amigos de los comanches, pero no estamos sujetos a las órdenes de sus caudillos. Por casualidad tropezamos con ellos, pero sin obligarnos a participar de sus expediciones guerreras. Somos valientes y discretos, como ha dicho muy bien el caudillo, y ayudamos a nuestros amigos en toda lucha que tenga sentido y razón de ser, pero no nos metemos en peleas que estamos seguros de que han de acabar en desastre.

—¡Es decir que los blancos os negáis a acompañarnos! Os tenía por más osados.

—Somos valerosos, pero también prudentes. Por lo visto, entre los comanches se acostumbra colocar a los huéspedes, a quienes debieran proteger, en primera fila para que caigan antes, ¿no es eso? Mi hermano rojo es listo; pero nosotros no somos tontos. También el nuevo caudillo es un guerrero valiente, y estoy convencido de que él se colocará al frente de los suyos, que el lugar que corresponde al jefe.

El indio dio muestras de azorarse. Habíamos descubierto su intención de sacrificarnos para salvarse él, y al negarnos a ser sus víctimas no sólo se azoraba sino que se encolerizaba de mala manera. Su voz, que hasta entonces era sosegada, se llenó de ira al preguntar:

—¿Qué piensan hacer los blancos cuando se hayan ido los comanches? ¿Pretenden acaso unirse a los apaches?

—¿Cómo sería posible, habiendo decidido mi hermano su exterminio? Seguramente no quedará un apache con quien poder aliarnos.

—Ya sabéis que llegarán más, y por lo mismo no podemos consentir que os quedéis rezagados: es preciso que os decidáis a partir con nosotros.

—Ya he dicho que nos quedamos.

—Si los blancos insisten en quedarse, tendremos que considerarlos como enemigos.

—Pues si los comanches nos consideran así, seremos nosotros los que los tratemos como a tales.

—No os devolveremos vuestros caballos.

—Por si acaso ya nos hemos apoderado de ellos; ahí los tienes.

En efecto, en aquel instante llegaban nuestros compañeros llevando a los caballos de la brida. El caudillo arrugó el entrecejo y dijo:

—¿De modo que ya habíais tomado precauciones? Eso indica claramente vuestras intenciones hostiles, y por eso os mandaré prender.

Old Death dejó oír una risita irónica de mal agüero, y contestó:

—El caudillo de los comanches está en un error respecto de nosotros. Ya declaré a Castor Blanco que nos quedaríamos aquí; si ahora ejecuto lo que dije no significa eso hostilidad alguna contra vosotros, de modo que no hay razón alguna para que nos hagáis prisioneros.

—Pues a pesar de eso os prenderemos si no dais ahora mismo palabra de salir con nosotros al frente de la expedición.

La mirada de Old Death recorrió el terreno con extraña insistencia, y en su rostro se dibujó la mueca burlona que le era peculiar cada vez que hacía alguna jugarreta a alguien. Seguíamos junto a la hoguera él, el indio y yo, mientras nuestros compañeros se mantenían algo apartados custodiando las caballerías. Los demás comanches se habían alejado para preparar la partida. Old Death me dijo entonces en alemán, para que el comanche no le entendiera:

—Cuando le haya derribado, a caballo todos, en seguida, detrás de mí, en dirección a la entrada del valle, pues los comanches están en el lado opuesto.

—Mi hermano no debe hablar esa lengua que no entiendo, y exijo que me traduzca las palabras que acaba de decir.

—Voy a obedecerte en el acto. Habéis desdeñado varias veces mis consejos, y a pesar de los desastres que os ha ocasionado no escarmentáis. Vais derechamente a la muerte y queréis obligarnos a nosotros a que también perezcamos. Por lo visto, no os habéis enterado todavía de quién soy yo. ¿Te figuras que a Old Death hay quien le obligue a hacer lo que no le acomoda? Ya te he dicho que ni tú ni tus comanches me asustáis lo más mínimo. ¿Conque pretendes hacernos prisioneros y no te has dado cuenta aún de que estás en nuestro poder? ¿Ves esta arma? Pues haz el menor movimiento y te dejo seco.

Diciendo esto le apuntaba con el revólver. El indio quiso entonces sacar el cuchillo; pero ya Old Death le apoyaba el arma en el pecho, mientras rugía colérico:

—¡Fuera las manos! El indio dejó caer el brazo, y el westman continuó:

—Está visto; se han acabado las amistades entre nosotros; y ya que te portas como enemigo, te descerrajaré un tiró si no obedeces mis órdenes.

Las pintarrajeadas facciones del piel roja se descompusieron de rabia, y sus ojos lanzaron una mirada investigadora a su alrededor como buscando una salida, a lo cual correspondió Old Death diciéndole:

—Es inútil que busques auxilio de los tuyos, porque aun cuando te rodeara toda tu gente te mataría lo mismo. Tus ideas son débiles como las de una vieja cuyo cerebro se ha desecado. Estás rodeado de enemigos a los cuales sucumbirás irremisiblemente, y encima te procuras otros más temibles aún que los apaches. Armados como estamos hasta los dientes, os tumbaremos a docenas con sólo una descarga y antes de daros tiempo a disparar una sola flecha. Si te empeñas en llevar a tu gente al matadero, allá tú; pero no cuentes con nosotros para nada, pues no acatamos tus mandatos.

El indio se quedó callado un momento y luego observó:

—No debe tomar mi hermano las cosas tan a pechos, pues no he tenido intención de molestarle.

—Yo tomo las palabras tal como se me dicen; las intenciones me importan poco.

—Aparta el arma y volveremos a ser amigos.

—Está bien; pero antes de apartarla debo tener la completa seguridad de que tu amistad es verdadera.

—Lo he dicho y mantengo mi palabra.

—Pues bien acabas de decir que tus palabras no indican lo que piensas, es decir, que no puedo fiarme ni de lo que dices ni de lo que prometes.

—Si no quieres creerme, no tengo otras seguridades que darte.

—¡Vaya si las tienes! Dame tu pipa de la paz y…

—¡Uf! —le interrumpió aterrado el indio—. Bien sabes que el calumet no se da…

—Pues no me contento con ella tan sólo, sino que exijo también tu medicina.

—¡Uf! Uf! ¡Uf! Eso es imposible.

—No quiero que me los des para siempre, sino temporalmente; en el instante en que nos separemos en paz, te los devolveré.

—No hay ningún guerrero que se separe de su medicina.

—Pues yo la exijo, por lo mismo que conozco vuestras costumbres. Una vez que tenga en mi poder ambos objetos, soy tu misma persona, y cualquier acto de hostilidad que emprendieras contra mí te privaría para siempre de las delicias de los eternos cazaderos.

—Pues no te los doy.

—Entonces no hay más que hablar: te soltaré un tiro y me apoderaré de tu cuero cabelludo para que después de muerto te conviertas en mi esclavo y mi perro. Tres veces levantaré la mano izquierda; a la tercera dispararé si no me has obedecido.

El westman hizo con la mano izquierda lo que había dicho, sin dejar de apoyar con la derecha el cañón del revólver en el pecho del indio; y ya iba a bajar el brazo por la tercera vez cuando el indio exclamó:

—Espera. ¿Dices que me devolverás la bolsa y la pipa?

—Sí.

—Pues te las daré. Voy a…

Y levantó las manos como para quitarse ambos objetos del cuello; pero Old Death se lo impidió diciéndole:

—Quieto y abajo esas manos, si no quieres que tire. No me fío hasta tener las dos cosas en mi poder. Mi compañero se encargará de quitártelas y de ponérmelas al cuello. El comanche obedeció sin chistar, y yo me apresuré a quitarle la bolsa y la pipa y a ponérselas a Old Death, quien, en cuanto las tuvo encima, apartó el revólver, diciendo:

—Ea, ya somos amigos, y mi hermano puede hacer lo que guste. Nosotros seguiremos aquí, esperando el desenlace de la lucha.

Nunca debió de haber experimentado el indio una furia tan grande como en aquel momento. Su mano temblorosa se dirigió al cinto, sin atreverse a sacar el cuchillo; pero su voz sibilante no pudo menos de decir:

—Los rostros pálidos están ahora seguros de que no puede ocurrirles nada; pero en cuanto vuelvan a mi poder mi calumet y mi medicina, seremos enemigos irreconciliables y no pararé hasta verlos expirar en el palo de los tormentos.

Y dando media vuelta, desapareció.

Old Death nos dijo:

—Ya estamos más seguros que en el seno de Abraham; pero, no obstante, tomaremos nuestras precauciones. No nos conviene permanecer junto a la hoguera, sino retirarnos al fondo del valle, donde aguardaremos tranquilamente el curso de los acontecimientos. Ea, señores, adelante con los caballos.

Cada cual tomó al suyo de la rienda y nos dirigimos al lugar designado por nuestro jefe. Allí trabamos las caballerías y acampamos al pie del muro de roca, bajo unos árboles. El fuego seguía alumbrando el sitio que habíamos dejado y el silencio nos rodeaba.

—Pronto veremos el resultado —observó en voz baja el westman—, pues no tardará en empezar el baile. Los comanches atacarán con una gritería infernal; pero a muchos se les apagará la voz para siempre. Ya lo tienen ustedes ahí.

En efecto, sonó de pronto un estrépito horrible, como si hubiesen soltado a una manada de fieras.

—Escuchen ustedes y verán cómo no contestan los apaches. Esos saben más y hacen su faena a la chita callando.

Los muros de roca devolvían los gritos con fuerza multiplicada y el eco repetía los disparos. Old Death observó entonces:

—Vuelve a resonar la «escopeta de plata» de Winnetou, señal segura de que los comanches están contenidos.

Si el silbido de las flechas y las lanzas no fuera tan silencioso, se habría oído en el valle un estrépito ensordecedor; pero se oían tan sólo las voces de los comanches y los continuos disparos de Winnetou. Duraría la refriega unos dos minutos, cuando sonó un penetrante ¡Juiuiuiuiuí!

—¡El grito de los apaches! —exclamó Sam, gozoso—. Han triunfado y derrotado a los comanches.

El negro estaba en lo cierto, porque en cuanto hubo cesado aquel canto de victoria se hizo un silencio sepulcral y al poco rato vimos aparecer junto a las hogueras a gran número de jinetes, que fueron aumentando paulatinamente. Eran los comanches, que al ver que no lograban abrirse paso retrocedían al punto de partida. Durante mucho tiempo reinaron la confusión y el barullo entre los derrotados, hasta que vimos llevar a varios heridos y muertos, y entonces volvieron a resonar los lamentos y cantos funerarios. Old Death se revolvía como si estuviese sentado sobre un hormiguero, y censuraba duramente la falta de sentido de los comanches. Sólo aprobó la orden que dieron éstos de enviar cierto número de centinelas a vigilar las dos salidas del valle, precaución de todo punto necesaria. Cuando al cabo de mucho tiempo cesaron los lamentos, se reunieron los comanches en consejo de guerra. Después de media hora larga de conferencia, vimos a varios guerreros alejarse de la hoguera y desparramarse hacia la parte posterior del valle donde nos hallábamos nosotros, y Old Death observó:

—Nos andan buscando; han comprendido las tonterías que han hecho y necesitan de nuestro consejo para ver de remediarlas.

Uno de los comanches se nos acercó y Old Death tosió para llamarle la atención. El guerrero vino entonces y nos dijo:

—Si los rostros pálidos están aquí, los invito a acercarse a la hoguera.

—¿Quién te envía?

—El caudillo.

—¿Para qué nos queréis?

—Vamos a celebrar un consejo en que debéis tomar parte.

—¡Cuánta bondad! Por fin nos juzgáis dignos de ser escuchados por los discretos guerreros comanches. Hemos venido a descansar y vamos a dormir: díselo así a tu jefe. Vuestras cuestiones con los apaches nos tienen sin cuidado.

El indio se puso a rogar y sus súplicas ablandaron al bondadoso Old Death, quien acabó por decirle:

—¡Ea! Si es verdad que sin mi consejo no halláis salida del atolladero, no dejaré de dároslo; pero os advierto que no estamos dispuestos a acatar la autoridad de vuestro caudillo, y para que conste así, dile que si nos necesita que venga y aquí hablaremos.

—Esto no puede ser: se lo impide su dignidad de caudillo.

—Pues te hago saber que yo soy un caudillo mucho más grande y afamado que él, cuyo nombre apenas conozco: puedes decírselo así.

—Tampoco vendría aunque quisiera, pues está herido en un brazo.

—¿Desde cuándo caminan los comanches con las manos y no con los pies? Si no puede ni quiere venir, que se quede donde está; yo no os necesito ni a él ni a vosotros.

—Le comunicaré las palabras de Old Death y acaso venga.

—Adviértele que venga solo, pues no tengo ganas de conferenciar con muchos que luego alargan la discusión. Y ahora vete.

El indio se fue, y vimos cómo llegaba a la hoguera y penetraba en el círculo del consejo. Pasó un buen rato sin que notáramos nada de particular, y por fin vimos levantarse en el centro del corro a un hombre, que con lento y mesurado paso se dirigió hacia nosotros. Llevaba en el moño las plumas de águila.

—Ved; ha despojado al difunto Castor Blanco del distintivo de su jerarquía, para ponérselo él, y aquí vendrá con la mayor prosopopeya.

Cuando estuvo cerca el caudillo vimos que, en efecto, llevaba el brazo en cabestrillo. El sitio donde acampábamos debía de haberle sido descrito con toda clase de pormenores porque vino en línea recta hacia nosotros y se quedó parado un instante. Esperaba, sin duda, que le saludáramos nosotros antes, pues no dijo una palabra. Old Death continuó echado y mudo, y nosotros seguimos su ejemplo, naturalmente. Cansado de aquel silencio, preguntó, por fin, el caudillo:

—¿Mi hermano blanco ha rogado que viniera a hablarle?

—Old Death no tiene para qué rebajarse con ruegos ni peticiones; eres tú el que necesitas hablarme, de modo que si se trata de ruegos eres tú quien los hace. Pero antes dime tu nombre, pues todavía no lo conozco.

Es conocido en toda la pampa; me llaman el Ciervo Ligero.

—Pues yo he recorrido todas las pampas sin haberlo oído nunca. Sin duda lo has ocultado con gran esmero. Mas, ya que me lo has dicho, te permito que te sientes.

El caudillo dio un paso atrás: no quería recibir permisos de nadie; pero al mismo tiempo comprendía que las circunstancias le obligaban a ceder ante Old Death. Así es que fue agachándose lentamente hasta tocar el suelo, y entonces nos incorporamos nosotros para sentarnos. Si el comanche creyó que el viejo westman iniciaría la conversación, se equivocó de medio a medio, pues Old Death continuó en su actitud indiferente y el indio hubo de empezar, diciendo:

—Los guerreros comanches van a celebrar un gran consejo y desean que sus amigos los rostros pálidos asistan a él y den su opinión y dictamen.

—Es inútil. Habéis oído tantas veces los míos sin seguirlos, que no quiero volver a reincidir. Yo estaba acostumbrado a que se me atendiera y obedeciera, por lo cual desde hoy guardaré mis opiniones para mí.

—Mi hermano debiera pensar que necesitamos de su experiencia.

—Por fin os han demostrado los apaches que Old Death sabe más que todo el consejo comanche, ¿verdad? ¿Cómo os ha ido el ataque?

—No hemos podido abrirnos paso. La salida estaba cerrada con troncos, rocas y ramaje.

—Ya lo sabía yo. Los apaches cortaban árboles y vosotros ni siquiera lo habéis oído, porque estabais aullando, entregados a vuestros cantos fúnebres. Además, ¿por qué no apagabais la hoguera? ¿No comprendíais que había de perjudicaros?

—Los guerreros comanches tienen que obedecer las órdenes del consejo; ahora seremos más discretos y precavidos, pues tú vendrás a aconsejarnos.

—Yo sé de antemano que no me obedeceréis.

—Te aseguro que sí.

—Si me lo prometes, estoy dispuesto a darte mi parecer.

—Pues vente conmigo junto a la hoguera.

—Gracias; yo no me muevo de aquí. Es un gran disparate mantener tina lumbre que permite ver a los apaches todo lo que hacéis. Además, no tengo ganas de discutir con tus guerreros. Aquí mismo te diré lo que pienso, y tú puedes hacer luego el uso que quieras de ello.

—Habla.

—Los apaches no sólo poseen las salidas del valle, sino que están dentro de él. Se han establecido ahí delante y han cerrado las salidas, por lo cual tienen libertad de moverse a la derecha o a la izquierda, según les convenga: es imposible, por lo tanto, contar con echarlos de aquí.

—Somos muchos más que ellos.

¿Cuántos guerreros habéis perdido?

—El Gran Espíritu ha llamado a sí a muchos de los nuestros; más de diez veces diez, y también hemos perdido muchos caballos.

—En tal caso no debéis emprender ya nada esta noche, pues os pasaría lo mismo que la última vez. En cuanto llegue el día se apostarán los apaches de modo que os tengan al alcance de sus armas, mientras las vuestras no podrán causarles daño. Entretanto, llegarán los refuerzos que ha pedido Winnetou y habrá más apaches que comanches, de modo que estáis condenados al exterminio.

¿Eso piensa realmente mi hermano? Seguiremos su consejo si es capaz de salvarnos.

—Ya que hablas de salvación comprenderás seguramente la razón que tuve al denominar trampa a este valle. Por más vueltas que le doy al problema, sólo encuentro dos maneras de intentar vuestra salvación; pero fíjate bien: hablo solamente de un intento, pues no tengo seguridad de que salga bien. La primera consiste en tratar de gatear por las rocas, para lo cual habéis de esperar que amanezca el nuevo día; pero os vería el enemigo y se precipitaría sobre vosotros y os dominaría, porque no tendríais caballos para escapar. El segundo remedio, y es el mejor, consiste en entrar en tratos con los apaches.

—¡Eso nunca! —gritó el caudillo—. Los apaches exigirían nuestra muerte.

—No lo extrañaría, pues les habéis dado hartos motivos para ello. En medio de la paz, asaltasteis sus poblados, saqueasteis su hacienda, os llevasteis a sus mujeres y sus hijas y matasteis y disteis tormento a sus varones. No contentos con eso, faltasteis a vuestra palabra asesinando a sus embajadores. Tanta infamia pide venganza, y no debe admiraros que los apaches os traten como merecéis. Tú mismo debes comprender y confesar que habéis obrado cruelmente con ellos, y que vuestra conducta merece un castigo terrible.

La acusación de Old Death era tan franca que hizo enmudecer al caudillo, quien al cabo de un rato exclamó consternado:

—¡Uf! ¡Y eso me lo dices a mí… a mí que soy el cabecilla de los comanches!

—Te lo diría aunque fueras el mismo Gran Espíritu en persona. Habéis sido unos infames en vuestro trato con los apaches, que no os habían hecho daño alguno. ¿Qué mal os hicieron sus embajadores para matarlos a traición? ¿Qué motivos os dieron para emprender contra ellos esta expedición guerrera, con ánimo de llevarles la muerte, la ruina y la deshonra? Contéstame.

El indio calló un momento y por fin rugió ferozmente:

—Son nuestros enemigos.

—No es verdad; ellos se consideraban en paz con vosotros, pues ningún enviado vuestro se acercó a sus poblados para anunciarles que habíais desenterrado el hacha de la guerra contra ellos. Vosotros comprendéis muy bien vuestra culpa, aunque no queráis confesarla, y estáis convencidos de que no podéis esperar piedad ni misericordia. Y sin embargo, todavía juzgo posible que os concedieran una paz aceptable, pues tenéis la suerte de que su caudillo supremo, Winnetou, no sea un jefe cruel y sanguinario. Es el único del cual acaso podáis esperar indulgencia. Enviadle un mensajero para pedirle una conferencia: yo mismo estoy dispuesto a ir a fin de inclinarle a la misericordia.

—Los comanches prefieren morir a pedir gracia a los apaches.

—Pues entonces allá vosotros. Ese es mi consejo; pero me es indiferente que lo sigáis o no.

—¿No ve mi hermano otra salida? Old Death habla en favor de los apaches, señal de que es amigo suyo.

—Yo favorezco a todos los hombres de piel roja con tal que no se me muestren hostiles. Los apaches no me han hecho nunca nada malo; ¿por qué iba a ser su enemigo? En cambio vosotros nos habéis tratado mal, e incluso habéis pretendido llevarnos presos. Compara, pues, quién tiene mayor derecho a nuestra simpatía, vosotros o ellos.

—Tú guardas mi calumet y mi medicina, de modo que lo que dices es como si lo dijera yo mismo; por eso no puedo contestarte como quisiera. Tu consejo no vale ni me conviene, pues veo tu intención de entregarnos en manos de los apaches. Ahora ya sabemos lo que hemos de hacer nosotros.

—Pues si lo sabéis, ¿por qué me pides consejo? Hemos terminado y ya no me queda nada que deciros.

—En efecto, hemos concluido —asintió el comanche—; pero no olvides que, a pesar de la sombra que te protege aún, somos enemigos. El calumet y la medicina me los restituirás antes de salir de este lugar, y desde el mismo instante recaerá sobre ti todo el mal que me has causado.

—Convenido: lo que ha de ocurrirme lo acepto tranquilamente. Has amenazado a Old Death, no se te olvide, y ya sabes que entre los dos ha terminado todo y que te puedes marchar.

—¡Uf! —rugió el caudillo furioso, y dando media vuelta se volvió majestuosamente a ocupar su puesto junto a la hoguera.

—Estos hombres tienen la cabeza dura como un peñasco —gruñó Old Death— y están perdidos si no se avienen a tratar con los apaches; pero en lugar de eso fían en su superioridad numérica, sin considerar que Winnetou solo vale por cien de ellos. Usted no comprenderá esto, porque es usted novato en el Oeste y no sospecha lo que un hombre de agallas puede hacer aquí. Si yo le contara a usted las hazañas que ha llevado a cabo ese joven indio con su amigo el blanco Old Shatterhand, se quedaría usted con la boca abierta. ¿No le he referido a usted ninguna todavía?

Por vez primera oía mi nombre en boca del viejo explorador, a quien respondí:

—No me ha contado usted nada. ¿Quién es ese Old Shatterhand?

—Un joven como usted, pero muy distinto en todo lo demás. Figúrese usted que de un puñetazo derriba al hombre más fuerte, que tiene una puntería diabólica y un talento extraordinario.

De pronto crujió suavemente la hojarasca a nuestra espalda y una voz muy baja balbució:

—¡Uf! Aquí tenemos a Oíd Death. ¡Quién lo hubiera sabido! ¡Cuánto me alegro! El viejo explorador se levantó sorprendido, sacó el cuchillo de la faja y dijo:

—¿Quién anda ahí? ¿Quién se atreve a espiarnos?

—Vuelva mi hermano blanco el puñal a su cinto, pues no pensará en clavárselo a Winnetou.