LA BATALLA
El viejo retrocedió, desasiéndose de Old Death, y levantando el arma rugió airado:
—¡Perro, mientes!
Old Death ni siquiera hizo un movimiento para esquivar el golpe, sino que en voz baja le dijo:
—¿Pretendes matar al amigo de Winnetou?
Sería esta pregunta o la mirada altanera del viejo escucha lo que produjera el efecto apetecido; lo cierto es que el indio bajó el brazo, y acercando su boca al oído de Old Death murmuró amenazador:
—¡Calla!
Luego le volvió la espalda y se agachó otra vez, tranquilo el rostro y con una expresión tan impenetrable como si no hubiera pasado nada. Veíase desenmascarado y no obstante no daba la menor señal de recelo o temor. ¿Conocía el carácter de Old Death hasta el punto de saberle incapaz de hacerle traición, o tenía otros motivos para juzgarse seguro? Su hijo se sentó a su vez tranquilamente al lado de su padre y volvió a meterse el tomahawk en el cinto. Aquellos dos apaches se habían atrevido a colocarse como guías a la cabeza de sus enemigos mortales, osadía admirable en verdad. Si lograban su objeto, iban a llevar a los comanches derechamente a su perdición.
En el instante en que nosotros nos alejábamos del grupo nos obligó a detenernos un movimiento inusitado que se operó entre los comanches, y vimos que la conferencia había terminado. Los miembros del consejo se habían puesto en pie, y los guerreros recibieron una orden del caudillo que les hizo abandonar las hogueras y formar un estrecho y apretado cerco alrededor de aquella junto a la cual nos encontrábamos. Los blancos se hallaban rodeados; el Castor Blanco penetró en el círculo en actitud altiva y solemne, y levantó el brazo en señal de que iba a hablar. Un silencio profundo se hizo a su alrededor. Los blancos se levantaron tranquilamente, sin sospechar lo que les aguardaba, y solamente los supuestos topias permanecieron sentados y tan indiferentes como si el acto no les importara en absoluto. William Ohlert tampoco se había movido, y continuaba con los ojos clavados en el lápiz que tenía en la mano.
El caudillo habló en tono grave y solemne:
—Los rostros pálidos se unieron a los guerreros comanches llamándose amigos suyos, por lo cual fueron bien recibidos por nosotros y fumamos con ellos la pipa de la paz; pero ahora han averiguado los comanches que han sido engañados por los blancos. El Castor Blanco ha medido y pesado todo lo que habla en pro y en contra de ellos, y ha consultado con los hombres de más experiencia lo que con ellos ha de hacerse. Han acordado en consejo que, puesto que los rostros pálidos los han engañado, no merecen ya nuestra amistad ni nuestra protección, por lo cual queda desde ahora deshecha la alianza que nos unía a ellos y la enemistad vendrá a ocupar el lugar de la amistad entre nosotros.
El caudillo hizo una pausa, que aprovechó el oficial para preguntar:
—¿Quién nos ha calumniado? Sin duda esos cuatro hombres que han venido aquí con un negro han procurado contra nosotros un trato al cual no somos acreedores. Hemos probado ya, y volvemos a repetirlo, que somos amigos de los comanches, y en cambio esos forasteros no han presentado ninguna prueba de que sean leales con sus amigos rojos. ¿Quiénes son? ¿Quién los conoce? Si han hablado mal de nosotros deseamos saberlo para defendernos. No toleraremos que se nos condene sin habernos oído. Yo soy oficial, y por lo tanto caudillo entre los míos; puedo exigir que se me oiga en la conferencia en que se trate de nuestra suerte.
—¿Quién te ha dado permiso para hablar? —contestó el caudillo, severamente—. ¡Cuando habla el Castor Blanco calla aquí todo el mundo! ¿Tú exiges que se te oiga? Ya se te oyó bastante cuando hablaste con.01d Death. Está comprobado que sois partidarios de Juárez; nosotros somos amigos de Napoleón, y por lo tanto sois nuestros enemigos. Preguntas quiénes son estos blancos, y yo te digo que son guerreros valientes y honrados. Muchos inviernos antes que viéramos tu rostro, conocíamos a Old Death. Exiges participación en el consejo y te respondo que ni Old Death la obtuvo. Los guerreros comanches son hombres que no necesitan de las astucias de los blancos, para saber lo que les conviene, lo que es verdadero o falso, prudente o indiscreto. Yo he venido a deciros lo que hemos acordado en consejo, y vosotros debéis escucharme sin replicar, si no…
—Hemos fumado el calumet con vosotros —interrumpió el oficial—, y si a pesar de eso nos tratáis mal…
—¡Calla, perro —rugió el indio—, pues veo en tus labios una ofensa! No olvides que os cercan quinientos guerreros dispuestos a tornar inmediata venganza. Habéis fumado la pipa de la paz sólo merced a un engaño, a una falsía… Pero los guerreros comanches conocen la voluntad del Gran Espíritu y observan las leyes que rigen entre ellos, por lo cual saben que todavía os halláis bajo la sombra del calumet y que tenemos que trataros como amigos hasta que salgáis de ella. Rojo es el color de la arcilla sagrada de que se hizo la pipa, roja es la luz del día y la llama que la encendió; una vez apagada, dura la paz hasta que vuelve a aparecer de nuevo la luz. Cuando se renueve la luz del día habrá terminado la paz entre nosotros y habrá dado fin nuestra alianza. Hasta entonces sois nuestros huéspedes. Pero desde aquel mismo instante estallará la enemistad entre vosotros y nosotros. Vosotros permaneceréis y dormiréis aquí sin que nadie os moleste; pero en cuanto amanezca echaréis a andar hacia el sitio en que os encontramos. Os dejaremos avanzar el tiempo que los blancos llamáis cinco minutos: luego os perseguiremos sin tregua. Hasta entonces podéis guardar lo que tenéis y llevaras lo que os pertenece; pero después os mataremos y todo entrará en nuestra posesión. Los dos blancos que ha reclamado Old Death serán también nuestros huéspedes, porque fumaron también el calumet con nosotros; pero no saldrán de nuestro campamento con los demás, sino que serán declarados prisioneros de Old Death, y éste.podrá disponer de ellos a su antojo. He aquí la decisión que vengo a comunicaros. El Castor Blanco, caudillo de los apaches, ha dicho.
El jefe dio media vuelta, mientras Gibson exclamaba fuera de sí:
—¡Yo prisionero de ese viejo! ¡Qué disparate! Haré…
—¡Silencio! —le interrumpió el oficial—. Las decisiones del caudillo son inapelables; yo conozco a los indios. Por lo demás, tengo esperanzas de que el golpe preparado contra nosotros por nuestros calumniadores recaerá sobre ellos mismos. ¡No ha amanecido aún, y hasta entonces pueden suceder tantas cosas! Acaso la venganza esté más próxima de lo que se cree.
Los blancos volvieron a sentarse junto a la hoguera; los comanches siguieron en pie, y después de apagar las hogueras acamparon en un cuádruple círculo alrededor de los blancos, de modo que éstos quedaron cercados por completo. Old Death me sacó del cerco, diciendo que pensaba salir de exploración.
—¿Cree usted que está seguro Gibson? —le pregunté.
—Si no ocurre algún suceso inesperado, no hay escape para él —contestó el explorador.
—Lo mejor sería que nos apoderáramos de ellos inmediatamente.
—Eso es imposible; la maldita pipa de la paz nos va a dar que hacer. Antes que salga la aurora no nos permitirán los comanches que les pongamos la mano encima; pero luego, que los asemos o los guisemos, lo mismo les dará.
—Hablaba usted de algo inesperado. ¿Teme usted acaso que ocurra alguna novedad?
—Desgraciadamente, así lo creo, pues me parece que los comanches se han dejado conducir por los dos guías apaches a una trampa bien dispuesta.
—¿Conque está usted seguro de que esos dos indios son apaches?
—Permito que me ahorque usted si no resulta lo que digo. En seguida me dio mala espina oír que dos tapias procedentes del río Conchos se hallaban entre los comanches. Eso podrán hacérselo creer a un indio; pero no a un explorador como yo, cansado de andar por el mundo. Al verlos después, se confirmó en el acto mi sospecha. Los tapias pertenecen a los indios semisalvajes y tienen una fisonomía borrosa y adocenada; fíjese usted ahora en el rostro enérgico y altivo de esos dos hombres. Luego, al oírlos hablar, su acento mismo los ha delatado, y ya ha observado usted su extraña conducta cuando les he echado en cara que eran apaches.
—¿No se habrá engañado usted?
—No; el mismo indio llamó a Winnetou el más grande caudillo de los apaches. ¿Cree usted que un enemigo se serviría de un calificativo que encierra tanta honra y distinción? Yo apuesto la cabeza a que estoy en lo cierto.
—En efecto, da usted razones convincentes; pero si fuera así, esos dos hombres serían dos héroes admirables. Meterse en la boca del lobo, sabiendo que son dos contra quinientos, es toda una hazaña.
—Winnetou conoce a su gente.
—¿Cree usted que los ha enviado él?
—No me cabe la menor duda. Ya Don Atanasio nos dijo cómo y por dónde atravesó Winnetou el Río Grande. Es imposible que haya llegado ya con los suyos al río Conchos. Por lo que yo le conozco, se habrá dirigido en línea recta al Bolsón de Mapimí a reunir a sus guerreros, y desde allí habrá enviado diversos escuchas a explorar el terreno, a buscar a los comanches y atraerlos al Mapimí. Mientras ellos le suponen en el río Conchos y se figuran que los poblados apaches están desguarnecidos, los espera él por aquí, los sorprende de repente y los aniquila de un solo golpe.
—¡Caramba! Así también estamos nosotros bien arreglados, pues los guías nos tienen por enemigos.
—No, no se apure usted. Demasiado saben que los he conocido. Bastaría que le hiciera yo al Castor Blanco la menor indicación para verse condenados a la muerte más horrorosa. Cuando me callo y les guardo el secreto les doy una prueba inequívoca de que no sólo no somos enemigos, sino todo lo contrario.
—Pues entonces sólo me queda una duda: ¿no tiene usted el deber de avisar a los comanches?
—Toca usted ahora un punto muy delicado. Los comanches son unos traidores; apoyan a Napoleón; han hecho traición a los apaches asesinando villanamente a sus embajadores en la conferencia convocada para la paz… Eso merece castigo, según todas las leyes divinas y humanas; pero nosotros hemos fumado con ellos la pipa de la paz, y no debemos hacerles traición.
—Tiene usted razón; pero mis simpatías están con Winnetou.
—También las mías; yo le deseo a él y a los suyos mucha suerte. No debemos delatar a sus espías; pero en este caso están perdidos los comanches, de quienes somos también amigos. ¿Cómo resolver en este conflicto? Claro está que si tuviéramos en nuestro poder a Gibson y a Ohlert, podríamos continuar nuestro camino, dejando que comanches y apaches se las arreglen como puedan.
—Eso podrá hacerse mañana.
—O no. Es muy posible que mañana a estas horas nos hallemos en los eternos cagaderos con apaches y comanches, cazando unas cuantas docenas de castores o matando y aderezando algún bisonte ultra-terreno.
—¿Tan próximo ve usted el peligro?
—Sí, y para ello tengo dos motivos poderosos: primero, que los más próximos poblados apaches están muy cerca de aquí, y Winnetou no puede consentir que los comanches se acerquen demasiado a ellos; y segundo que ese oficial mejicano ha dejado escapar unas frases que me hacen recelar un golpe de mano.
—Es muy probable. Sin embargo, nosotros podemos confiar tanto en el calumet de los comanches como en el totem de los apaches, sobre todo siendo usted conocido de Winnetou y sabiendo él también algo de mí por haberme visto ya; pero el caso es que quien cae entre dos muelas queda hecho polvo en un instante, aunque ninguna de ellas lleve intención de molestarle.
—Pues lo único que resta es mantenerse a honesta distancia de una y otra muela, o evitar que se encuentren. Por de pronto, vamos a explorar el terreno; tal vez, a pesar de las tinieblas, logre ver algo que me tranquilice. Sígame usted con cuidado y guardando el mayor silencio. Si no me engaño, ya he estado yo otras veces en este valle, y eso me permitirá orientarme muy pronto en él.
Ocurría lo que había previsto. Nos hallábamos en una cuenca pequeña y circular, cuya anchura podía recorrerse en cinco minutos. La cuenca tenía una entrada por la que acabábamos de llegar, y una salida tan angosta como la entrada y por la cual habían pasado los exploradores del Castor Blanco. En el centro del vallecillo estaba el campamento comanche, y los lados o paredes eran peñascos de roca viva, como cortados a pico, que hacían imposible bajar o subir por ellos. Recorrimos aquella ratonera en toda su extensión, tropezando con los escuchas apostados a la salida y a la entrada, y regresamos al campamento, no sin que Old Death dijera gruñendo:
—¡Qué diablo! Estamos metidos en la trampa y no se me ocurre nada para salir de ella, a no ser que imitemos a la zorra, que se corta con los dientes la pata cogida en el cepo y se escapa con las que le quedan.
—¿No nos será, posible persuadir al Castor Blanco a que levante el campamento y lo establezca en otro lado?
—Es lo único que podemos intentar; pero no creo que se avenga a ello, si no le decimos que los que le han conducido aquí son apaches, lo cual debemos evitar a todo trance.
—Acaso vea usted las cosas demasiado negras y acaso estemos seguros en esta cuenca; las dos salidas se hallan bien guardadas.
—En efecto, diez centinelas en cada puerta dan apariencias de seguridad; pero hay que tener en cuenta que tratamos con Winnetou, v no me cabe en la cabeza cómo el siempre discreto y prudente Castor Blanco ha cometido la torpeza de meterse en este valle cerrado. Los apaches espías han sabido hacerle ver lo blanco negro con una habilidad extraordinaria. Si se empeña en no hacer caso de nuestras observaciones y ocurre un contratiempo, nos mantendremos absolutamente neutrales. Somos amigos de los comanches, pero nos guardaremos mucho de matar a un apache. Ea, ya estamos en el campamento, y allí veo al caudillo. Vamos a hablarle en seguida.
Junto a la hoguera descansaba el Castor Blanco, fácil de reconocer por las plumas de águila que llevaba en el pelo. Al acercarnos nos dijo:
—¿Se ha convencido mi hermano blanco de lo seguros que estamos?
—No —contestó en redondo el viejo escucha.
—¿Qué inconveniente le encuentra a este lugar?
—Que tiene todas las trazas de una trampa.
—Mi hermano se engaña; este valle no es lo que él se figura, sino que tiene gran parecido con lo que los rostros pálidos llaman un fuerte. No hay enemigo que pueda penetrar en él.
—Acaso tengas razón respecto de las entradas, que son tan angostas que pueden ser fácilmente defendidas por diez centinelas; pero ¿no podrán bajar los apaches por las laderas?
—No, puesto que están cortadas a pico.
—¿Se ha convencido mi hermano rojo de que eso es realmente imposible?
—Completamente; los hijos de los comanches llegaron aquí de día claro, examinaron el terreno por todos lados e intentaron escalar las rocas, sin conseguirlo.
—Acaso sea más fácil bajar que subir. Yo sé que Winnetou trepa mejor que el rebeco salvaje de los montes.
—Winnetou no anda por estos parajes, según me han asegurado los topias.
—Acaso están equivocados, o se lo haya dicho alguien que no esté bien enterado.
—Pues así lo han dicho, y como son enemigos de Winnetou, creo en sus palabras.
—Pero si es verdad que Winnetou estuvo en Fort Inge, es imposible que haya tenido tiempo de llegar aquí, reunir su gente y encontrarse ya en el río Conchos. Mi hermano debe comparar lo corto del tiempo con lo largo de la distancia.
El cabecilla inclinó la cabeza y se quedó pensativo. Luego pareció haber llegado a una deducción de acuerdo con la opinión de Old Death, puesto que dijo:
—En efecto, el tiempo era corto y el camino largo; interrogaremos otra vez a los topias.
Y se encaminó a la hoguera de los forasteros, seguido por nosotros. Los blancos nos recibieron con miradas sombrías. Algo apartados de ellos se hallaban los Lange y Sam, y Ohlert escribía, insensible a todo lo que le rodeaba. Los supuestos topias no levantaron los ojos hasta que el caudillo se dirigió a ellos con la pregunta:
—¿Saben mis hermanos de fijo…?
El Castor Blanco calló de repente, pues desde lo alto de las rocas se oyó el chirrido temeroso de un pajarillo seguido inmediatamente del grito de ataque de una lechuza. El caudillo escuchó anhelante y Old Death lo mismo, mientras que Gibson, como jugando, cogió un tronco y atizó el fuego de modo que éste dio una llamarada viva y corta. Iba a repetir la operación, y tenía los ojos de los blancos clavados con visible satisfacción en lo que hacía, cuando Old Death, de un salto, se plantó junto a él y le arrancó el tronco de la mano, diciéndole en tono amenazador:
—¡Cuidado con volver a hacer eso!
—¿Por qué no? —gritó colérico Gibson—. ¿Está prohibido atizar el fuego?
—No; pero cuando en las alturas canta la lechuza, no permito que se responda desde abajo con esas señas…
—¿Qué señas dice usted? ¡Está usted loco rematado!
—Tan loco estoy, que al que se atreva a tocar la hoguera otra vez, le meteré una bala en los sesos. Ya ves si va de veras.
—¡Condenación! ¡Ni que fuera usted aquí el amo!
—Lo soy, y tú mi prisionero, con el cual no me andaré en chiquitas si haces un movimiento que no me agrade. No vayas a creer que a Old Death se le engaña como a otros; es perro viejo.
—Pero ¿vamos a aguantar semejante trato, señores? —exclamó Gibson, dirigiéndose a sus compañeros.
Old Death sacó rápidamente los revólveres y yo hice lo mismo. En el acto se colocaron a nuestro lado los dos Lange y el negro, con las armas en la mano, dispuestos todos a disparar contra quien se atreviera siquiera a apuntarnos. El caudillo gritó a su gente:
—No perdáis a ésos de vista.
Los comanches se levantaron como un solo hombre, con los arcos apuntados en dirección a los rebeldes.
—Ya lo veis —dijo Old Death riendo—. Todavía os protege el calumet, puesto que os han dejado las armas; pero si alguno se atreve a llevarse la mano al cinto, se disipará de pronto la sombra que os protege.
En esto sonaron de nuevo los gritos de la lechuza, como si bajaran de encima de nosotros. La mano de Gibson se crispó como si quisiera volver a la maniobra anterior, pero no se atrevió. El Castor Blanco repitió entonces la pregunta, tan repentinamente interrumpida, que había hecho a los topias.
—¿Saben mis hermanos de fijo que Winnetou se halla en la otra orilla del Conchos?
—Lo saben de fijo —contestó el de más edad.
—Reflexionen un poco antes de contestarme.
—No hay equivocación posible. Estábamos ocultos en la maleza cuando los vimos pasar.
El caudillo siguió preguntando, y el topia contestó siempre imperturbable.
Por último observó el Castor Blanco:
—Tus explicaciones satisfacen por completo al caudillo de los comanches. Mis hermanos blancos pueden venir conmigo.
Esta invitación se dirigió a Old Death y a mí; pero el primero hizo señas a los Lange para que nos siguieran. Estos se acercaron con Sam, y al verlos preguntó el Castor Blanco:
—¿Por qué llama mi hermano a sus compañeros?
—Porque creo que los necesitaremos, y queremos estar juntos en la hora del peligro.
—No veo peligro alguno.
—Estás en un error. ¿No te preocupa el canto de la lechuza? No ha salido del pico de un ave, sino de la boca de un hombre.
—El Castor Blanco conoce las voces de todos los animales y sabe distinguir las imitaciones, y lo que hemos oído era el canto de una verdadera lechuza.
—Pues Old Death sabe también que Winnetou imita con tal perfección la voz de las aves que no se distingue la suya de las verdaderas; por lo cual te aconsejo que seas prudente. ¿Por qué atizó la hoguera el rostro pálido? Era sin duda una seña convenida.
—Entonces estaría confabulado con los apaches, y eso no puede ser, pues no los ha visto.
—Será otro el que haya tratado con ellos y le haya dado el encargo de hacer la señal, para que el verdadero traidor no sea descubierto.
—¿Crees tú que haya traidores en el campamento? ¡No es posible! Y aunque así fuera no debemos temer a los apaches, puesto que no pueden pasar por entre los escuchas ni bajar por las laderas.
—No opino como tú. Con ayuda de un lazo pueden dejarse caer de roca en roca, cosa nada difícil… Pero escucha…
El canto de la lechuza volvió a oírse, pero no tan alto, sino mucho más abajo. El comanche replicó sin recelo:
—El ave, que vuelve a cantar. Tus temores son exagerados.
—Al contrario ¡demonios! Los apaches están en el valle: ¿no oyes?
En efecto, sonó un grito espantoso de muerte y poco después desgarraron el silencio de la noche los aullidos de los apaches. El que los haya oído una sola vez no los olvidará jamás. En cuanto estalló la gritería, vimos ponerse en pie a los blancos. El oficial gritó señalándonos:
—¡Allí están esos perros; a ellos!
—¡A ellos! —rugió Gibson—. ¡Que no quede ni uno!
Nos hallábamos protegidos por la oscuridad, de modo que sus tiros no tenían blanco certero; por lo cual, en vez de disparar quisieron precipitarse contra nosotros para matarnos a culatazos. Debía de ser cosa madurada, porque sus movimientos eran tan precisos y seguros que no podían ser resultado de una inspiración del momento. Nos hallábamos a unos treinta pasos de nuestros enemigos, distancia que dio tiempo a Old Death para decirnos:
—¡No tenía yo razón! Arriba y afinemos la puntería para recibirlos como se merecen.
Seis rifles se dirigieron contra los asaltantes, pues también el Castor Blanco apuntaba con el suyo. Los nuestros, de dos cañones, dispararon dos veces seguidas. Yo no tuve tiempo de contar los que cayeron. Los comanches a su vez enviaron una nube de flechas a diestro y siniestro, y yo pude observar que Gibson, a pesar de sus gritos de ataque, era el único que se había quedado atrás, y junto a la hoguera tiraba del brazo de Ohlert, empeñado en arrastrarle consigo. Sólo pude ver la escena un minuto, pues los apaches atacaban ya a los comanches, y ello no daba lugar a hacer observaciones. Como el resplandor de las hogueras no tenía mucho alcance, les era imposible saber cuántos eran sus enemigos. Los comanches seguían formando apretado cerco, que fue roto por los apaches y por un lado deshecho por el choque. Los disparos redoblaban, silbaban las flechas y relucían los cuchillos. Añádase a esto los cuchillos de los combatientes y el tumulto producido por los racimos de hombres que luchaban agarrándose como demonios furiosos. Al frente de los apaches avanzaba uno, rompiendo las filas enemigas con golpes soberanos. Llevaba en la izquierda un revólver y en la derecha el afilado tomahawk. Mientras cada uno de sus disparos tumbaba a un comanche, su hacha hendía las cabezas como un rayo devastador. No llevaba en la cabeza distintivo alguno ni el rostro pintarrajeado, lo cual me permitió reconocerle claramente; pero aunque así no fuera, la forma y manera de luchar y la circunstancia de llevar revólver, nos habrían hecho adivinar quién era. El Castor Blanco le reconoció tan pronto como nosotros y exclamó:
Es Winnetou! ¡Por fin le encuentro! ¡Corre de mi cuenta!
Y de un salto se plantó en medio de la refriega. Las filas se cerraron detrás de él de un modo tan apretado que le perdimos de vista; y yo le pregunté a Old Death:
—¿Qué hacemos ahora? Los apaches están en minoría, y si no se repliegan pronto quedarán exterminados. Debiéramos prepararnos a salvar a Winnetou.
Al decir esto me dispuse a salir corriendo; pero el viejo me agarró de un brazo y me dijo:
—¡No haga usted disparates! No podemos hacer traición a los comanches; hemos fumado con ellos el calumet. Por lo demás, Winnetou no necesita de nuestra ayuda, pues tiene recursos suficientes para salvarse. Ya lo oye usted…
En efecto, en aquel instante distinguí la voz de mi amigo, que gritaba a los suyos:
—¡Nos han engañado! ¡Atrás, atrás!
Las hogueras habían sido pisoteadas durante la corta y enérgica lucha, no obstante lo cual alumbraban lo bastante para ver lo que ocurría. Los apaches iban de retirada, pues Winnetou había comprendido que la superioridad numérica del enemigo era excesiva. A mí me asombraba que contra su costumbre y modo de ser se hubiese lanzado a la lucha sin explorar antes el terreno y hacer un recuento del enemigo; pero luego supe el motivo de tal proceder.
Los comanches intentaron perseguirlos; pero los rifles apaches los detuvieron. Sobre todo resonaba con frecuencia la escopeta de plata que Winnetou había heredado de su padre. El Castor Blanco dio orden de reavivar las hogueras para que dieran más claridad, y acercándose a nosotros, nos dijo:
—Se nos han escapado los apaches; pero mañana saldremos en su persecución y no quedará uno.
—¿Piensas lograrlo?
—¡Vaya! ¿Lo duda acaso mi hermano blanco? Pues se equivoca.
—Eso mismo has dicho cuando te he avisado hace poco. Yo he llamado a este valle una trampa y acaso te sea imposible salir de ella.
—Deja que amanezca y vea cuántos de mis enemigos han quedado, para exterminarlos. Ahora los protegen las tinieblas.
—De todos modos es inútil disparar contra ellos. Cuando se os agoten las flechas hallaréis en este valle madera suficiente para hacer otras; pero las puntas de hierro, ¿cómo las haréis? No desperdicies las municiones, que son vuestros únicos medios de defensa. Dime: ¿qué ha sido de los centinelas que guardaban las salidas del valle? ¿Siguen en su puesto?
—No; están aquí, La lucha los ha atraído como el panal a las moscas.
—Entonces mándales que vuelvan a sus puestos para que a lo menos te quede libre la retirada.
—La preocupación de mi hermano blanco no tiene fundamento; los apaches han huido todos por la salida; a la entrada no puede llegar ninguno.
—Pues a pesar de eso, te aconsejo que sigas mis indicaciones. Los diez hombres no te sirven aquí para nada y allí son de suma necesidad.
El caudillo comanche hizo caso de la advertencia de Old Death, más por consideración a su persona que por convencimiento de la necesidad de tal medida. Poco después se vio lo acertado que estaba el viejo westman, porque al ir a ejecutar los diez guerreros la orden recibida, sonaron a la entrada del valle dos tiros contestados por espantosos aullidos. Pocos minutos después volvían dos de los diez a decir que habían sido recibidos con dos balazos y varias flechas que habían matado a sus compañeros; ellos eran los únicos supervivientes.
Old Death dijo entonces:
—¿Ves como no me he equivocado? La trampa se halla cerrada y nosotros quedamos sin salida.
El Castor Blanco no supo qué replicar, y exclamó lleno de la mayor consternación:
—¡Uf! ¿Qué hacemos ahora?
—No desperdicies las fuerzas ni las municiones de tu gente. Coloca a veinte o treinta hombres frente a las dos salidas del valle para que vigilen esos dos puntos. Los demás pueden retirarse a descansar, para estar mañana en buenas condiciones para la lucha. Es lo único que puedo aconsejarte.
El caudillo comanche dio sin replicar las órdenes necesarias. Luego se contaron los que habían caído y nos acordamos de los blancos. Sólo quedaban los muertos: los demás habían desaparecido; en junto diez hombres, contando a Gibson y Ohlert.
—Esto va mal —dije yo—. Los presos han ido a resguardarse junto a los apaches.
—Claro está, y allí los habrán recibido muy bien, puesto que se han puesto de parte de los espías, los supuestos topias.
—Entonces hemos vuelto a perder a Gibson.
—No puesto que conservamos el totem del «hombre bueno»; y como los apaches nos recibirán como amigos, ya lograré yo que nos entreguen a Gibson y Ohlert. Sólo perdemos un día: nada más.
—¿Y si han huido ya?
—No lo creo; para escapar tienen que atravesar el Mapimí, y a tanto no se atreven. Pero ¿qué pasa?
Vimos un grupo de comanches, del cual salían terribles gemidos. Al acercarnos descubrimos a uno de los blancos, que acababa de volver en sí. Tenía una lanzada dada por la espalda, es decir, por los comanches, cuando los blancos nos atacaban.
Old Death se arrodilló junto al blanco, y después de examinar la herida le manifestó:
—Amigo, sólo le quedan a usted unos cuantos minutos de vida: conque aligere usted la conciencia y no quiera pasar a la eternidad con la mentira en los labios. ¿Verdad que estaban, ustedes en secreta inteligencia con los apaches?
—Sí —manifestó el moribundo.
—¿Verdad que sabían ustedes que nos habían de atacar esta noche?
—Sí: los topias habían traído aquí a los comanches con ese objeto.
—Gibson fue el encargado de dar la señal con el tizón, ¿no es eso?
—Sí. Es decir, había de dar un tizonazo por cada centenar de comanches. Del número de éstos dependía que Winnetou atacara esta misma noche o mañana y en lugar distinto, pues sólo llevaba consigo cien hombres. Para el día siguiente esperaba el resto de sus fuerzas.
—Me lo figuraba. ¿De modo que al impedir yo que Gibson atizara más de una vez el fuego, he inducido a Winnetou a dar el golpe esa misma noche? Mas ahora han ocupado los apaches todas las salidas; así nos cierran el paso y este valle se convertirá mañana en una fosa abierta en la que iremos cayendo uno a uno.
—Ya nos defenderemos —rugió el cabecilla indio furioso—; pero ese traidor ha de penetrar en los eternos cazaderos como perro sarnoso, para ser perseguido allí por lobos hambrientos, y que su baba venenosa caiga eternamente de sus fauces sanguinolentas.
Y sacando el cuchillo se lo clavó al moribundo, partiéndole el corazón. Old Death gritó lleno de cólera:
—¡Qué locura! ¡Ninguna necesidad tenías de convertirte en asesino!
—Yo le he matado, y ahora su alma es esclava de la mía. Pero vamos a celebrar consejo de guerra, pues los valientes comanches no quieren esperar a que los perros apaches acudan a la pelea. Esta misma noche nos abriremos camino.
Y se sentó con los demás jefes junto a la hoguera, invitando a Old Death a hacer lo mismo. Yo me alejé con los Lange y Sam, a suficiente distancia para no oír la voz de los consejeros. Por más que hablaban en voz baja, por los ademanes y las muecas del westman pude comprender que Old Death no estaba conforme con las decisiones de los indios y trataba de defender su opinión con mucha viveza, aunque sin resultado. Por último, se levantó colérico y le oí decir alzando la voz:
—Ea, corred a vuestra perdición, ya que os empeñáis en ello. Ya os he avisado muchas veces sin que me hicierais caso, y eso que siempre ha resultado cierto lo que os pronostiqué, como ocurrirá también ahora. Haced lo que queráis; pero os advierto que ni yo ni mis compañeros nos moveremos de aquí.
—La cobardía te priva de luchar a nuestro lado ¿verdad? —observó burlonamente uno de los subjefes.
Old Death hizo ademán de precipitarse contra él, pero dominándose instantáneamente le contestó con la mayor tranquilidad:
—Mi hermano debe darme pruebas de su valor antes de preguntar por el mío; me llamo Old Death y con esto basta.
Luego se nos acercó y se sentó a nuestro lado mientras los indios continuaban su conferencia. Por fin debieron de llegar a un acuerdo, pues se levantaron para marcharse.
Al otro lado de la hoguera cercada por los comanches se oyó de pronto una voz enérgica que dijo:
—Mire el Castor Blanco hacia acá, pues mi rifle siente hambre de devorarlo.
Todos los ojos se clavaron en dirección al sitio de donde venía la voz y en el que distinguimos a Winnetou con el rifle en la mano. En la boca de los cañones de la «escopeta de plata» resplandecieron dos fogonazos, y el Castor Blanco y otro jefe cayeron como heridos por el rayo. La voz aquella gritó entonces:
—Así morirán todos los traidores.
Y el apache desapareció en la oscuridad.
FIN