EL CASTOR BLANCO
Me había sostenido hasta entonces el convencimiento de que me apoderaría de Gibson dentro del territorio yanqui; pero no se realizaban mis esperanzas, y me veía precisado a seguirle no solamente a México, sino a la comarca más insegura de este país. La ruta que primero habríamos debido seguir para llegar a Chihuahua toca por el Norte con la región más yerma y desierta del Mapimí, pero en general al través de un terreno abierto y libre, y para colmo de males hubimos de tomar la dirección Sur, donde nos acechaban peligros superiores a nuestros medios de defensa. A perspectiva tan poco risueña hay que añadir el cansancio físico, al cual sucumbían hasta los infatigables comanches. Desde la Estancia del Caballero caminábamos a marchas forzadas, capaces de abrumar a caballos y jinetes. A los indios se les habían agotado las provisiones y a nosotros solamente nos quedaban unos exiguos restos de los víveres de que nos había provisto el estanciero. El terreno iba ascendiendo paulatinamente hasta que llegamos a las mismas cumbres de los montes que habíamos contemplado por la mañana, y que resultaron ser enormes masas pétreas sin vegetación alguna. Cruzamos los montes, siempre en dirección al Mediodía, sintiendo que se aumentaba el calor en sus vertientes agrestes y empinadas. Los caballos, exhaustos, andaban con lentitud, y por las huellas que seguíamos pudimos deducir que también el núcleo principal de los comanches había caminado al paso. Grandes buitres nos seguían hacía horas, como en espera de que el agotamiento nos dejara como presa de sus garras. De pronto, al dar la vuelta a un peñasco, observamos que hacia el Sur se oscurecía el horizonte, lo cual achacamos a montes poblados de espeso bosque. Los caballos, como si también hubieran hecho esta observación, aceleraron el paso, mientras el rostro sombrío de Old Death recobraba su serena expresión habitual al decirnos:
—Ahora sé ya por dónde vamos. Creo que nos hallamos cerca de la cuenca del río Sabinas, que procede del Mapimí. Si los comanches pretenden seguir su curso aguas arriba, se acabaron todos nuestros males, pues donde hay agua hay bosque y hierba y por lo tanto caza, hasta en esta triste comarca. Piquemos espuelas a los caballos, pues cuanto más trabajen antes descansarán.
El rastro que seguíamos torció de nuevo hacia el Oeste, y así penetramos en un largo y angosto barranco, tras el cual se abrió ante nuestros ojos un hermoso valle, regado por un arroyo. Nos precipitamos a la corriente como locos, pues aunque los indios hubieran querido dominarse, sus caballos los arrastraban hacia el agua. En cuanto nos hubimos refrigerado todos, continuamos la marcha. El arroyo desembocó al poco rato en otro mayor, cuya corriente seguimos, y que nos condujo a una especie de canal, cuyos lados, cortados a pico, estaban cubiertos de arbustos. Por él llegamos a unas verdes laderas, cuyo suave color ofreció descanso y alivio a nuestros ojos ofuscados y resecos por el resol y la arena. Entretanto había empezado a oscurecer y hubimos de elegir nuestro campamento. El jefe de los comanches se empeñó en seguir caminando, hasta dar con alguna arboleda, y tuvimos que obedecerle. Los caballos tropezaban en las piedras del camino, y ya era entrada la noche cuando una voz nos detuvo. El jefe indio contestó alegremente, pues aquella voz nos había dado el alto en lengua comanche, y paramos en seco, mientras Old Death y el indio avanzaban unos cuantos pasos. Nuestro compañero volvió al instante a decirnos:
—Tenemos a los comanches acampados aquí; a juzgar por sus huellas no era de esperar su encuentro todavía, pero no se han atrevido avanzar sin explorar antes el terreno. De ahí que se hayan instalado a pocos pasos y hayan enviado escuchas, que no han regresado aún. Vengan conmigo y verán las hogueras.
—Yo creía que estando en campaña no se, debía encender fuego —le observé.
—El terreno se lo habrá permitido. Como han enviado exploradores, tienen por seguro que no hay en las cercanías enemigos que adviertan sus fogatas.
Seguimos a Old Death, y al llegar al final del barranco distinguimos diez hogueras de llama escasa y velada, como acostumbran disponerlas los indios. Teníamos enfrente, al parecer, un valle circular, en forma de caldera, desprovisto de árboles. Las vertientes ascendían como cortadas a pico alrededor, según pude observar por la sombra más densa que las hacía resaltar sobre la oscuridad general; mas parece que los comanches consideraban esta circunstancia como una garantía de seguridad.
Los indios que nos acompañaban se dirigieron en línea recta hacia el campamento, haciéndonos saber que nosotros debíamos aguardar a que vinieran a llamarnos. Tardó largo rato en llegar un comanche en busca nuestra y nos condujo al fin a la presencia del caudillo, que ocupaba su puesto junto a la hoguera central, alrededor de la cual ardían las demás formando círculo. Hallábase en compañía de otros dos indios, que debían de ser guerreros distinguidos de la tribu. Sus cabellos eran canosos pero largos, y los llevaba recogidos formando un moño, atravesado por tres plumas de águila. Calzaba mocasines, y vestía calzón de paño negro, chaleco y zamarra de color claro; una escopeta de dos cañones descansaba en sus rodillas, y en el cinto le asomaba la culata de una vieja pistola. Cuchillo en mano, le encontramos comiendo un pedazo de carne, que soltó al acercarnos nosotros. El aire estaba saturado de olor a carne de caballo asada. Cerca del caudillo surgía murmurando un manantial.
No habíamos desmontado aún cuando nos vimos rodeados de una espesa muralla de hombres, entre los cuales distinguí algunos rostros blancos. Inmediatamente unos indios se apoderaron de nuestros caballos y se los llevaron sin decir palabra. Como Old Death no protestase, pensé que el hecho no tenía nada de particular y callé también. El caudillo se puso en pie, imitándole los otros dos guerreros, y acercándose a Old Death le tendió la mano a estilo europeo, diciéndole en tono grave y afectuoso:
—Mi hermano Old Death da una sorpresa a los guerreros comanches: ¡cómo habían de sospechar que le encontrarían aquí! Sea bien venido a luchar con nosotros contra los apaches.
A fin de que nosotros le comprendiéramos, el caudillo había hablado en la jerga indio-inglesa. Old Death le contestó en la misma lengua:
—El sabio Mánitu conduce a sus hijos por caminos admirables. Feliz el hombre que en ellos encuentra al amigo de cuya palabra puede fiar. ¿Fumará el Castor Blanco también con mis compañeros la pipa de la paz?
—Tus amigos son mis amigos, y al que tú ames amaré yo también. Tus compañeros pueden acomodarse a nuestro lado para aspirar la paz en el calumet del caudillo de los comanches.
Old Death se sentó al lado del jefe y nosotros seguimos su ejemplo; sólo el negro se acomodó algo separado del grupo. Los indios nos rodearon, rígidos como estatuas. A pesar de mis esfuerzos me era imposible distinguir las facciones de los blancos, pues el resplandor de la hoguera no llegaba hasta ellos. Oyo-Koltsa se quitó la pipa que llevaba colgada del cuello, la rellenó del tabaco que contenía una bolsa pendiente del cinto, la encendió y fumamos con las mismas ceremonias que habíamos observado al encontrarnos con el hijo del Castor Blanco. Desde aquel instante podíamos abrigar la absoluta seguridad de vernos tratados como amigos de los comanches.
Durante la espera fuera del campamento, el jefe de nuestra expedición había informado al caudillo de lo que le había ocurrido con nosotros, según nos dijo éste después, al rogar a 101d Death que también él le refiriera el episodio. El viejo escucha lo hizo de modo que tanto nosotros como Don Atanasio quedáramos libres de todo recelo y suspicacia por parte de los comanches. El Castor Blanco se quedó un rato pensativo y dijo por fin:
—Debo creer las palabras de mi hermano, pues aunque quisiera dudar no hallo en su relato nada que me sugiera la idea de un engaño; pero también el otro rostro pálido merece crédito, pues no tiene motivo alguno para engañar a los guerreros comanches, y ya sabe que una mentira le costaría la vida. Así es que no puedo menos de pensar que tú o él estáis en un error.
Las palabras del caudillo revelaban, desde su punto de vista, gran penetración, y Old Death hubo de ponerse en guardia, pues a Oyo-Koltsa podía ocurrírsele enviar otra expedición a la Estancia del Caballero a sorprender a Don Atanasio y al apache herido. Lo mejor era, por lo tanto, dar una nueva explicación plausible del supuesto yerro, y así lo hizo el astuto explorador, diciendo:
—En efecto, pudo haber error; pero no por mi parte, sino por la del otro blanco. Todavía ha de nacer el hombre que llegue a engañar a Old Death; eso lo sabe muy bien mi hermano rojo.
—Pues entonces explíqueme mi hermano cómo pudo ocurrir el error.
—Primeramente debo advertirte que el caudillo comanche ha sido engañado también.
—¿Por quién? —preguntó el indio con cara fosca.
—Supongo que por los blancos que te acompañan.
—Yo no puedo hacer caso de suposiciones; necesito pruebas. Si los que han fumado conmigo la pipa de la paz me engañan, son reos de muerte.
—¿De modo que no sólo les has dado la mano sino que has fumado con ellos el calumet de la paz? Si llego yo a estar aquí, lo hubiera impedido por todos los medios. Pero quiero darte pruebas de la veracidad de mis palabras. Dime de quién eres amigo. ¿Acaso del presidente Juárez?
El caudillo hizo un gesto desdeñoso con la mano y contestó:
—Juárez es un indio renegado, que vive en casa de piedra y lleva la vida de los rostros pálidos, por lo cual le desprecio. Los guerreros comanches han prestado su brazo al gran Napoleón, que en cambio les ha dado armas, caballos y mantas, y entrega en sus manos a los apaches. También los rostros pálidos de quienes hablas son amigos de Napoleón.
—Ahí está la mentira; con ella te han engañado. Han venido a México para servir a Juárez, y aquí tienes como testigos a mis compañeros. ¿Sabes a quién protege el gran padre blanco de Wáshington?
—Sí; a Juárez.
—También sabrás que al otro lado de la frontera se reclutan hombres que se envían por caminos secretos a juntarse con Juárez. Pues bien: en La Grange vive un mejicano llamado Cortés. Nosotros mismos hemos estado en su casa estos dos blancos eran sus vecinos y amigos. El mismo les confesó y nos confesó que recluta muchos hombres para el ejército de Juárez. La víspera de llegar nosotros a su casa acababa de convertir a algunos de los que van contigo en soldados del presidente rojo. Los demás son gente de tropa que escolta a los reclutas. Tú te llamas enemigo de Juárez y, sin embargo, has fumado con sus soldados la pipa de la paz porque te han dicho mentiras.
Los ojos del caudillo llamearon de cólera; quiso hablar, pero Old Death se adelantó, diciendo:
—Déjame que acabe. Esos rostros pálidos son soldados de Juárez que fueron a la estancia de Don Atanasio, amigo de Napoleón. En la hacienda se albergaba un elevado jefe de los franceses, a quien esos blancos habrían asesinado si le hubieran reconocido, y por eso Don Atanasio le obligó a fingirse enfermo y a acostarse, y le pintó el rostro para dar a su piel el color de los indios. Cuando los rostros pálidos le vieron y preguntaron quién era, se les contestó que el «hombre bueno», jefe apache.
El caudillo frunció el ceño. Daba crédito al relato, pero con cierta cautela, 'que le impulsó a preguntar:
—¿Por qué se tomó precisamente ese nombre?
—Porque los apaches son partidarios de Juárez y convenía que los blancos vieran a un amigo en aquel hombre. Además es viejo y tiene el pelo canoso, lo cual no pudo ocultarse, y como el hombre bueno coincide con esas señas, se les dio su nombre.
—¡Uf! Ahora te comprendo. Ese caballero debe de ser un hombre muy ingenioso para ocurrírsele esa salida. ¿Pero dónde estaba el jefe amigo de Napoleón cuando llegaron mis guerreros a la casa?' Ellos aseguraron no haberle visto.
—Se había marchado. Ya ves, por lo tanto, que eso de que Winnetou llevara al hombre bueno a la hacienda, fue una estratagema para despistar a los blancos, que se lo creyeron a pie juntillas. Luego se encontraron ellos con tus guerreros, y como saben que los comanches son partidarios de los franceses, se han declarado amigos de éstos, engañándoos.
—Te creo; pero necesito una prueba segura de que son partidarios de Juárez; de otro modo no puedo castigarlos, pues han fumado conmigo el calumet.
—Yo te repito que te daré la prueba que exiges; pero antes debo advertirte que entre esos blancos hay dos a quienes necesito coger presos.
—¿Por qué?
—Son enemigos nuestros y hace muchos días que seguimos sus huellas para cogerlos.
Esta era la mejor contestación, pues aunque Old Death hubiera referido una historia detallada acerca de Gibson y Ohlert no habría logrado lo que con, \estas palabras categóricas: «Son enemigos nuestros»; y el efecto no se hizo esperar, pues el cabecilla contestó en seguida:
—Si son tus enemigos también lo serán míos, en cuanto les hayamos privado del humo de la paz. Te los regalo.
—Está bien; haz venir ahora al jefe de los rostros pálidos. En cuanto le hable conoce s tú cuánta razón tengo en afirma que es partidario de Juárez.
El caudillo hizo una seña, se acercó un guerrero a quien se dio la orden de que fuera a llamar a uno de los blancos, y éste vino a presentarse al caudillo. Era el jefe de los reclutas, un hombre alto y fornido, barbudo y de aspecto marcial. Nos lanzó una mirada de rencor y preguntó:
—¿Qué me queréis?
Sin duda había sido yo reconocido por Gibson y éste le habría dicho que no tenían que esperar nada bueno de nosotros. Mi curiosidad por ver cómo salía del paso el astuto Old Death crecía por momentos. El westman miró al blanco con expresión afectuosa y le dijo lo más amablemente posible:
—Le traigo a usted recuerdos del señor Cortés, de La Grange.
—¿Le conoce usted? —preguntó el militar sin sospechar que acababa de tragarse el anzuelo.
—¡Claro que sí! —replicó Old Death—. Somos amigos desde hace muchos años. Desgraciadamente, no llegué a tiempo para encontrarme con usted allí; pero él me dio las indicaciones necesarias para que pudiera encontrarle.
—¿De veras? Entonces debe usted de ser gran amigo suyo. ¿Qué dirección le señaló?
—El vado entre Las Moras y Río Moral, y luego, por Baya y Tabal, a Chihuahua… Parece que ustedes se han desviado de la ruta…
—Porque tropezamos con nuestros amigos los comanches.
—¡Amigos dice usted! ¡Si precisamente son sus adversarios!
El hombre se azoró visiblemente, carraspeó y tosió, como para hacer a Old Death señas, que éste fingió no entender, pues continuó diciendo como si tal cosa:
—¡Pero si ustedes van a favor de Juárez y los comanches a favor de los franceses!
El mejicano logró sobreponerse a su azoramiento y declaró:
—Está usted en un error; nosotros pelearnos a favor de Napoleón.
—¡Y al mismo tiempo se dedican ustedes a reclutar gente en los Estados Unidos para México! ¡Vaya, que no lo entiendo!
—La reclutamos para apoyar a los franceses.
—¡Ah! ¡Ya comprendo! El señor Cortés es agente de Napoleón.
—¡Claro está! ¿De quién, si no?
—De Juárez, pensaba yo.
—Eso no le ha pasado siquiera por la cabeza.
—Está bien; le doy a usted las gracias por haber puesto las cosas en claro. Puede usted volver a su sitio.
El rostro del militar se descompuso de pura rabia. ¿Iba a dejarse mandar, como si fuera un recluta, por aquel sujeto insignificante?
—Señor mío —dijo con voz ronca—, ¿quién le ha dado a usted derecho para tratarme de ese modo?
—Esta hoguera es solamente para caudillos y guerreros distinguidos.
—Es que yo soy oficial del ejército de…
—¿De Juárez? —preguntó Old Death, irguiéndose rápidamente.
—Sí… No; no; de Napoleón, como he dicho antes.
—Vamos: hace un instante se ha expresado usted brillantemente. Los oficiales, sobre todo en las circunstancias actuales, debieran refrenar mejor la lengua. He terminado; puede usted marcharse.
El oficial quiso replicar; pero el caudillo indio hizo un ademán autoritario, que le obligó a alejarse, mientras Old Death preguntaba al Castor Blanco:
—¿Qué le parece todo esto a mi hermano?
—Su rostro le acusa —contestó el jefe comanche—; pero esa prueba no es suficiente.
—Pero ¿te has convencido de que es oficial y de que ha estado en tratos con Cortés?
—Sí.
—De modo que debe de pertenecer al partido del cual Cortés es agente…
—Así es. Pruébame tú ahora que ese Cortés recluta gente para Juárez, y me doy por satisfecho.
—Pues aquí tienes la prueba.
Y metiéndose la mano en un bolsillo sacó el pasaporte firmado por Juárez, lo abrió y dijo:
—Para convencernos de que Cortés recluta gente para el presidente rojo, y de que todos los blancos que van a su casa son partidarios de Juárez, nos fingimos también deseosos de pertenecer al ejército juarista, y aceptados por él nos dio estos pasaportes firmados por el caudillo mejicano. Mi compañero te puede enseñar también el suyo.
El jefe indio tomó los documentos y los examinó minuciosamente. Luego vagó por sus labios una sonrisa cruel y dijo:
—El Castor Blanco no ha aprendido el arte los rostros pálidos de hablar sobre el papel; pero conoce perfectamente la señal que ve aquí, y que es el totem de Juárez. Además, entre mis guerreros se halla un joven mestizo que ha pasado mucho tiempo entre los blancos y conoce ese arte. Le llamaré.
Dio un grito y acudió un joven, de color más claro que el de los indios, el cual, después de oír las órdenes que le daba el Castor Blanco, se arrodilló junto al fuego, tomó los pasaportes y empezó a leer y traducir su contenido en lengua comanche. Yo no le entendía; pero el rostro de Old Death fue iluminándose gradualmente según avanzaba la lectura. Cuando la hubo terminado, el mestizo devolvió al jefe los documentos con visible satisfacción, orgulloso de haber llevado a cabo tamaña empresa, y se alejó. Old Death se metió los papeles en el bolsillo y preguntó:
—¿Quieres ver también el de mi compañero?
El caudillo movió negativamente la cabeza y Old Death continuó diciendo:
—¿Se ha convencido ya mi hermano rojo de que los rostros pálidos le han engañado y son sus enemigos?
—Completamente; ahora mismo reuniré a los guerreros principales para consultarles lo que ha de hacerse.
—¿Puedo tomar parte en la deliberación?
—No; mi hermano es prudente en el consejo y valiente en el combate; pero no le necesitamos, pues ya ha dado las pruebas que se requerían. Lo que se ha de hacer ahora es asunto exclusivo de los comanches, que han sido los engañados.
—Todavía queda por averiguar algo, que, si bien no tiene que ver con lo que se ha tratado ahora, es para nosotros de suma importancia. ¿Por qué ha bajado tanto hacia el Sur mi hermano rojo?
—Los comanches pensaban al principio seguir en dirección al Norte; pero después han averiguado que Winnetou se encaminaba con toda su gente al río Conchos, dejando desguarnecidos los poblados meridionales de los apaches. Por eso nos hemos encaminado, lo más rápidamente que ha sido posible, hacia el Sur, donde haremos un botín tan grande como no se ha hecho nunca.
—¿Que Winnetou está en el río Conchos, dices? ¿Te merece confianza esa noticia? ¿Por quién la sabes? Seguramente te la dieron dos indios que encontraste al Norte de aquí.
—Así es: ¿visteis sus huellas?
—Las vimos: ¿de qué tribu eran?
—De la tribu de los topias: eran padre e hijo.
—¿Están aún contigo? ¿Puedo hablar con ellos?
—Mi hermano puede hacer todo lo que guste.
—¿Me permites también hablar con los blancos que me has regalado?
—¿Quién podría impedirlo?
—Entonces no me resta más que hacerte una súplica; déjame rondar el campamento. Estamos en territorio enemigo y quisiera convencerme por mis propios ojos de que habéis tomado las debidas precauciones.
—Haz lo que te parezca, aunque no lo juzgo necesario. El Castor Blanco ha organizado el campamento y las guardias. Además, tenemos escuchas en las avanzadas, de modo que todo se ha previsto.
Su amistad con Old Death debía de ser muy grande cuando no se ofendió al oír decir al viejo explorador que quería asegurarse por sí mismo acerca de las precauciones tomadas. Los dos guerreros que, sin abrir la boca, acompañaban al caudillo, se levantaron y se alejaron majestuosamente en busca de los demás consejeros. Los otros comanches volvieron a sentarse junto a sus respectivas hogueras. A los Lange y a Sam les ofrecieron un puesto al lado de una de ellas, obsequiándolos además con tres grandes raciones de carne asada. Old Death me cogió del brazo y me llevó junto a la fogata destinada a los otros blancos. Al vernos llegar nos salió al encuentro el oficial y preguntó en inglés y en tono displicente:
—¿Qué significaba el interrogatorio a que me ha sometido usted, máster?
Old Death sonrió afectuosamente y contestó:
—Eso ya se lo dirán a usted los comanches, por lo cual puedo ahorrarme la contestación. Además, sé que hay entre ustedes ladrones de caballos, de manera que no tenga usted esos humos cuando se dirija a Old Death. Todos los comanches se pondrán a favor mío y en contra de usted, y basta que haga yo una seña para que acaben con todos ustedes.
Luego, con un ademán arrogante, se retiró a un lado para darme ocasión a que hablara yo con los blancos. Gibson y Ohlert formaban parte del grupo. Ohlert, de aspecto mísero y enfermizo, llevaba el traje destrozado, enmarañado el pelo y hundidos los ojos y las mejillas. Parecía no darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor, pues, lápiz en mano, clavaba los ojos en un papel que tenía sobre las rodillas. Como el pobre joven carecía de voluntad, no me dirigí de pronto a él, sino directamente a su raptor, a quien dije:
—Por fin nos encontrarnos, máster Gibson, y espero que ahora permaneceremos algún tiempo juntos.
El granuja soltó una carcajada y me respondió:
—¿Con quién habla usted, sir?
—Con usted, naturalmente.
—No veo la naturalidad, pues aunque los ojos de usted indican que se dirige usted a mí, me ha llamado por un nombre que no es el mío.
—Tiene usted razón.
—¡Claro, como que me llamo de otro modo!
—¿No se ha escapado usted de Nueva Orleáns porque yo le perseguía?
—Máster, esa cabeza no rige; yo no me llamo Gibson.
—Al hombre que gasta varios nombres no le es difícil negar alguno. ¿No se llamaba usted en Nueva Orleáns míster Clinton, y en La Grange señor Gavilán?
—Ese es, en efecto, mi verdadero nombre. Pero sea como fuere ¿qué me quiere usted? Yo no tengo nada que ver con usted; conque déjeme en paz, que ni le conozco a usted ni quiero conocerle.
—Lo creo: a algunas personas no les conviene tener tratos con la policía; pero con negar no resuelve usted absolutamente nada. Ha terminado su carrera; le vengo siguiendo a usted desde Nueva York, y ya comprenderá usted que no voy a dejarle escapar tan fácilmente. Desde ahora hará usted lo que yo le mande, y me seguirá como un corderillo.
—¿Y si no quiero?
—Le ataré a usted a la silla de mi caballo, y será la caballería la que me obedezca.
Gibson se puso en pie de un salto y sacando un revólver gritó:
—Diga usted una palabra más, y el diablo…
Pero no pudo continuar. Old Death se había acercado por detrás y le había hecho soltar el arma de un puñetazo, diciéndole al mismo tiempo:
—No gallee, Gibson, pues hay aquí gente que puede cerrarle la boca para siempre.
Gibson se llevó la mano al brazo magullado, y revolviéndose exclamó furioso:
—¡Usted quiere sentir mi navaja en las costillas! ¿Cree usted que el apodo de Old Death me va a hacer morir de miedo?
—No, amiguito; no quiero que te asustes, sino que obedezcas. Si hablas una palabra más, se me sube la mosca a las narices, y estornudo una bala que te deje seco. Supongo que estos caballeros nos agradecerían que los libráramos de un granuja como tú.
La actitud y las palabras del westman surtieron su efecto, pues Gibson respondió en voz algo más baja:
—¡Pero si no sé qué quieren ustedes de mí!… Me toman ustedes por otro; yo no soy el que ustedes buscan.
—Eso es poco probable, pues tienes una cara de pillete tan clavada, que no hay confusión posible. Además, a tu lado está el mejor testigo en contra tuya —dijo Old Death señalando al infeliz Ohlert.
—¿A ése le considera usted testigo de cargo? —replicó Gibson—. Prueba evidente de que me confunde usted con otro. Pregúntele usted a ver.
Apoyando la mano en el hombro del demente, pronuncié su nombre. El desventurado levantó lentamente la cabeza, me miró con expresión de idiota y no abrió los labios. Yo insistí:
—Máster Ohlert, sir William, ¿no me oye usted? Me envía su padre.
Su mirada inexpresiva se clavó en mi rostro, pero sin decir una palabra. Entonces Gibson le dio un empujón y le dijo en tono amenazador:
—¡Quieren saber tu nombre! ¡Habla!
El interpelado volvió la cabeza y balbució atemorizado, como un niño ante el castigo:
—Me llamo "Guillermo.
—¿Qué eres?
—Poeta.
Yo seguí preguntando:
—¿Te llamas Ohlert? ¿Eres de Nueva York? ¿Tienes padre?
A todas estas preguntas contestó con un no rotundo, sin pensarlo siquiera. Se veía que estaba bien aleccionado. Sin duda desde que el infeliz se hallaba en manos de aquel granuja refinado, su inteligencia se había oscurecido por completo, dejándole en estado rayano en la imbecilidad.
—Ya han oído ustedes al testigo —dijo Gibson riendo—. Ya se habrán convencido de que andan equivocados, de modo que hagan el favor de no volver a molestarme.
—Insisto en hacerle otra indicación —respondí yo—, pues acaso sea su memoria más resistente que todas esas mentiras que le ha imbuido usted.
Se me había ocurrido una idea. Saqué de la cartera la hoja del periódico con la poesía de Ohlert y me puse a leer la primera estrofa con voz clara y muy despacio. Pensé que el recuerdo de sus versos le sacaría de su insensibilidad; pero el loco continuó mirando fijamente sus propias rodillas, sin dar señales de inteligencia. Entonces me puse a leer la segunda estrofa con el mismo resultado, y por último la tercera, que decía:
«¿Conoces la noche que desciende sobre el espíritu, de tal suerte que en vano clama éste por redimirse; la que a manera de serpiente se enrosca alrededor del alma, escupiendo miles de demonios dentro de tu cerebro?»
Pronuncié los últimos versos en tono más alto y patético, y entonces Ohlert levantó la cabeza, se puso en pie y extendió las manos. Yo continué:
«¡Oh! mantente alejado de ella y vigila lleno de zozobra, porque esa noche es la única a la cual no sigue la mañana.»
Ohlert dio un grito y precipitándose sobre mí, me arrancó el papel de la mano. Yo se lo cedí sin protesta, y el loco, acurrucándose junto a la hoguera, repitió en alta voz la poesía desde el principio hasta el fin en tono de triunfo, que resonó en el valle silencioso y oscuro.
—«Poesía de Ohlert, de William Ohlert», que soy yo, yo mismo. Sabe que me llamo William Ohlert, y este nombre no es tuyo ni de ése ni de ningún otro, sino mío, sólo mío.
Estas palabras, que iban dirigidas a Gibson, me infundieron una sospecha espantosa. Gibson, indudablemente, se había apoderado de los documentos de identificación del loco. ¿Se había hecho pasar por éste, no obstante tener menos años que Ohlert? ¿Habría…? Pero no tuve tiempo de extenderme en reflexiones, pues se acercó corriendo el Castor Blanco, dejando el consejo, y olvidado de su dignidad de caudillo supremo hizo sentar de un empujón a William, exclamando con voz bronca:
—¡Calla, perro! ¿Quieres que los apaches se enteren de dónde estamos? Tus gritos atraen la lucha y la muerte.
William exhaló un gemido de dolor y miró con ojos extraviados al indio. La llamarada de su espíritu se había apagado otra vez. Yo le quité el diario de la mano y lo guardé para probar de nuevo la eficacia de aquellos versos, mientras Old Death decía al Castor Blanco:
—No le maltrates, pues su espíritu yace en tinieblas; ya no volverá a gritar. Ahora dime si esos dos sujetos son los topias de quienes me hablaste —y al decir esto señaló a dos indios acurrucados junto a la hoguera de los blancos.
—Ellos son —contestó el caudillo—. No entienden bien el lenguaje comanche y has de hablar con ellos en la jerga de la frontera; pero cuida tú de que este rostro pálido, cuya alma ha volado, guarde silencio; si no le mandaré poner una mordaza.
Dicho esto, el caudillo se alejó para que prosiguiera el consejo. Old Death no se movió, sino que empezó a examinar con ojos inquisidores a los dos indios forasteros, diciendo al de más edad:
—¿Mis hermanos rojos proceden de la meseta de Topia? ¿Son amigos de los comanches los guerreros de vuestra tribu?
—Sí —contestó el interpelado— puesto que prestamos nuestros tomahawks a los comanches.
—Pero ¿cómo es que vuestras huellas proceden del Norte, donde no habitan los vuestros, sino los enemigos de los comanches, o sea los apaches llaneros y los apaches mes-caleros?
La pregunta trastornó visiblemente al indio, pues como no iba pintarrajeado se le conocían en la cara sus impresiones. Sin embargo, después de un corto silencio, contestó:
—Mi hermano blanco hace una pregunta que por sí misma se contesta: hemos desenterrado el hacha de la guerra contra los apaches y fuimos al Norte para explorar su situación.
—¿Y qué sacasteis en limpio?
—Vimos a Winnetou, el jefe supremo de la tribu, que ha reunido a su gente para llevar la guerra al río Conchos. Entonces regresamos para informar a los nuestros a fin de que se apresuraran a caer sobre los desguarnecidos poblados de los apaches. En el camino topamos con los comanches y los hemos guiado hasta aquí, para que también ellos contribuyan a exterminar a nuestros enemigos.
—Los comanches os estarán muy agradecidos por el favor; pero ¿desde cuándo han dejado de ser leales los topias?
Estaba visto que Old Death abrigaba algún recelo respecto de aquellos dos indios, pues aunque les hablaba con afecto, tomaba su voz un extraño acento que había observado en él cada vez que trataba de desenmascarar a alguien. Los supuestos topias se mostraban molestos por aquel interrogatorio. Al joven le chispeaban de rabia los ojos, guardando absoluto silencio, mientras el de más edad se esforzaba en contestar con amabilidad, aunque parecía que le costaba mucho pronunciar ciertas palabras. Por último preguntó:
—¿Por qué duda mi hermano de nuestra lealtad? ¿Qué motivos le hemos dado?
—No tengo intención de ofenderos. Pero ¿cómo es que no estáis con los guerreros comanches y os sentáis junto a la hoguera de los blancos?
—Old Death pregunta más de lo que es razón: nos sentamos aquí porque así nos conviene.
—Pero así nos haréis pensar que los comanches desprecian a los topias. Parece, en efecto, que ellos explotan vuestros servicios; pero no os permiten estar en su compañía.
La ofensa era demasiado directa, e hizo exclamar al indio:
—No repitas esas palabras, que me obligarían a desafiarte. Nos hemos sentado con los comanches y nos hemos acercado luego a los blancos con el deseo de aprender algo de ellos. ¿Acaso está prohibido enterarse de lo que ocurre en los países y poblados de los rostros pálidos?
—No lo está, bien lo sé; pero yo en vuestro pellejo obraría con más cautela. Tus ojos han contemplado la nieve de muchos inviernos: por eso debieras comprender lo que quiero decirte.
—Puesto que no lo sé, dímelo tú —contestó sarcásticamente el anciano.
Old Death dio unos pasos hasta llegar junto al indio, e inclinándose hacia él, le preguntó en tono severo:
—¿Han fumado los guerreros comanches la pipa de la paz con vosotros? ¿Habéis exhalado por vuestras narices el humo del calumet?
—Sí.
—Entonces estáis obligados severamente a hacer sólo lo que les reporte ventaja.
—¿Crees que no pensamos hacerlo?
Los dos viejos se miraron fijamente; parecía que se enlazaban con los ojos para luchar entre sí. Old Death le dijo:
—Veo que me has comprendido, que has adivinado mis pensamientos. Si los expresara con palabras, estabais perdidos los dos.
—¡Uf! —gruñó el viejo poniéndose en pie de un salto y sacando el cuchillo mientras su hijo se enderezaba también empuñando el tomahawk.
Old Death contestó a estos movimientos de enemistad con un ademán severo y cuchicheó:
—Estoy convencido de que no permaneceréis mucho tiempo con los comanches. Cuando volváis a juntaros con los que os enviaron, decidles que somos sus amigos. Old Death ama a todos los hombres de piel roja sin preguntarles a qué tribu pertenecen.
El indio respondió entonces:
—¿Crees, por ventura, que no somos de la tribu de los topias?
—Mi hermano debiera pensar en lo indiscreto de semejante pregunta. Yo he ocultado mis pensamientos porque no quiero ser enemigo tuyo. ¿Por qué te haces traición a ti mismo? ¿No te hallas, acaso, amenazado de una muerte segura?
El puño del indio se crispó como si fuera a clavar su cuchillo al westman, y rugió furioso:
—Dime por quién me tienes.
Old Death le cogió de la mano que empuñaba el cuchillo, se llevó al indio unos pasos más lejos y le dijo en voz baja, pero de modo que yo pude oírle:
—¡Sois apaches!