LA ESTRATAGEMA
En la fila de los indios se oyó un murmullo y el jefe se volvió a hablar con ellos en voz baja. Las miradas que lanzaban a Old Death daban a entender que su nombre les había impresionado mucho. Después de una breve consulta con los suyos, el jefe se dirigió nuevamente al westman y le dijo:
—Los guerreros comanches saben que Old Death es amigo del Castor Blanco; pero sus palabras no son amistosas. ¿Por qué nos oculta la presencia del apache?
—Yo no oculto nada, sino que os digo claramente que no se halla aquí.
—Y, sin embargo, hemos averiguado que Inda-Nicho se encuentra en esta casa, pues un rostro pálido que se ha puesto bajo la protección de los comanches así lo ha declarado.
—¿Cómo se llama ese blanco?
—Su nombre no está hecho para la boca de los comanches; pero suena como Ta-hihá.
—¿Es Gavilán, acaso?
—Una cosa así.
—Entonces los comanches han cometido una gran falta, pues yo conozco a ese hombre, y es un criminal de cuyos labios sólo puede salir la mentira. Los guerreros comanches se arrepentirán de haberle protegido.
—Mi hermano está en un error; ese rostro pálido ha dicho la verdad. Sabemos que Winnetou trajo aquí al «hombre bueno» y luego escapó por el Avat-Hono (Río Grande); pero nuestros guerreros le persiguen y no tardaremos en llevarle al palo de los tormentos. Sabemos también que el «hombre bueno» se halla herido en un brazo y en tina pierna y en qué habitación se encuentra.
—Dime entonces cuál es.
—Se baja desde aquí dos veces al interior de la casa, hasta donde hay muchas puertas a derecha e izquierda, en un corredor estrecho. Abriendo la última puerta de la izquierda se encuentra el apache, que no puede salir de la cama.
—El rostro pálido te ha engañado; en el sitio indicado no hallarás apache alguno.
—Pues déjanos bajar para que vea yo quién de los dos dice la verdad, tú o él.
—Eso no puedo yo consentirlo. Esta casa está abierta a los que piden permiso al dueño para entrar, pero no a los que la asaltan como vosotros.
—Con tus palabras das a entender que el apache se halla aquí, y como el Castor Blanco nos ha ordenado que se lo llevemos, hemos de obedecer.
—Vuelves a estar descaminado. Si me niego a que cumplas tu deseo, no es porque el apache se halle aquí, sino porque encierra para mí una grave ofensa. Cuando Old Death afirma que os han engañado debéis creerlo sin vacilar. Si a pesar de eso os empeñáis en forzar la entrada, haced la prueba. ¿No comprendes que basta uno solo de nosotros para cerrar el paso? Colocándose al pie de la escalera puede ir matando a cuantos asomen por el hueco. Nos habéis asaltado como enemigos: por eso os rechazamos. Bajad hasta la puerta, pedid permiso para entrar, y entonces os recibiremos como amigos.
—«Vieja Muerte» nos da un consejo que le conviene mucho a él, pero no a nosotros. Si tiene la conciencia limpia, no persista en querer convencernos de nuestro error. Si se niega, enviaré un mensajero en busca de refuerzos y entonces por fuerza habréis de darnos paso.
—No lo creáis. Aunque vinieran mil comanches, sólo podría entrar uno, y habría de pagarlo con la vida. Por lo demás, no lograrás enviar ningún mensajero, porque en cuanto salga fuera del muro exterior lo dejaré tieso de un balazo. Repito que soy amigo de los comanches; pero vosotros habéis venido como enemigos y como a tales os trataré.
Durante esta discusión habíamos tenido nosotros los rifles apuntados contra los indios, que, no obstante hallarse en el borde de la terraza, se encontraban en situación desventajosa. El jefe debió de comprenderlo así, puesto que fue a consultarlos otra vez en voz baja. Nuestra situación tampoco tenía nada de halagüeña, hasta el punto de que Old Death se rascaba la cabeza buscando una solución y diciendo:
—La cuestión se complica, pues la prudencia nos impide tratar a los comanches como enemigos, ya que si van a buscar refuerzos no hay salvación para nosotros. Si pudiéramos esconder al apache de modo que no lograran encontrarlo, sería una solución, pero este edificio carece de un escondite apropiado.
—¿Y si lo sacáramos de la casa? —observé yo.
—¿Fuera, dice usted? —replicó riendo el westman—. ¿Está usted loco? ¿Cómo le íbamos a sacar?
—Se le han olvidado a usted las puertas secretas, que se hallan en la parte trasera de la casa; como esos rojos están todos aquí no pueden ver lo que ocurre allá. Yo me comprometo a sacarle y esconderle entre los matorrales, junto a la orilla del río.
—No está mal pensado —contestó Old Death—; ya no me acordaba de esas salidas ocultas. Pero ¿y si los comanches cercan la casa?
—Nos enteramos, aunque no lo creo. No pasan de cincuenta, y de ellos algunos guardan los caballos fuera de la valla; no les habrá quedado gente para poner centinelas.
—Pues a intentarlo. Vaya usted a sacar al herido, ayudado por uno de los criados, que yo me encargo de distraer a esa gente para que no le vean a usted salir. Debemos colocarnos ahora de modo que no noten la falta de dos hombres. Las señoras le ayudarán a usted y volverán a tapar la abertura con el armario.
—Además, permítame usted que le haga una observación. Convendría que las señoras se instalaran en la habitación del herido. Cuando los indios vean que el cuarto se halla ocupado por ellas no creerán que se haya albergado allí ningún extraño.
—Perfectamente —contestó el señor de la casa—. Basta llevar allá algunas esterillas, y las hamacas de mi mujer y mi nieta, para que el engaño sea completo. Además convendrá que ellas se tiendan en las hamacas… El escondite mejor para el herido sería el lugar mismo del río en que ha tomado usted el baño. Espesas enredaderas de petunias forman una especie de cobertizo, donde está oculto un bote nuestro. Meta usted en él al herido, y no habrá comanche capaz de descubrirlo. Mi criado Pedro puede acompañarle a usted, y sólo cuando esté usted de vuelta dejaremos penetrar al enemigo en el interior de la casa.
Me deslicé con el criado por la escalera, donde las señoras aguardaban con ansiedad el curso de los acontecimientos. Al referirles yo lo que proyectábamos, se dispusieron a ayudarnos para la ejecución del programa. Ellas mismas fueron en busca de esterillas, alfombras y hamacas; en una de éstas envolvimos al herido, quien al saber que los comanches venían en su busca dijo con voz apagada:
—Inda-Nicho ha visto muchos inviernos y sus días están contados. ¿Por qué han de dejarse asesinar los buenos blancos por causa suya? Entréguenlo en sus manos, pero mátenle antes; yo se lo suplico.
Le contesté con una rotunda negativa, y le sacamos al salón. Corrimos el armario y llegamos felizmente hasta la valla. No nos había visto nadie y afuera había matorrales que nos ocultaban; pero entre éstos y el río había un trecho completamente raso, que teníamos que atravesar al descubierto para llegar al escondite. Al recorrer con la vista el muro exterior divisé con desaliento a un comanche acurrucado en el suelo: era el centinela que había de vigilar la parte posterior del edificio y que impediría la ejecución de nuestro proyecto. El criado, al ver al indio, murmuró aterrado:
—Hay que volver atrás, pues si le matáramos tomarían una venganza horrible.
—No pienso matarle; pero hay que alejarle de aquí sea como sea.
—Imposible; no puede abandonar su puesto sin que se lo ordenen.
—Pues yo voy a intentar un plan que nos lo quitará de en medio: tú sigues aquí escondido y yo haré que me vea. En cuanto me eche la vista encima fingiré que me asusto y echaré a correr. El me perseguirá, naturalmente.
—O se conformará con dispararle a usted una flecha.
—Algo hay que arriesgar.
—No lo haga usted, señor: demasiado peligroso, pues los c3-manches manejan el arco con la misma facilidad que nosotros los rifles. Al huir le volverá usted la espalda y no podrá usted esquivar el flechazo.
—Vadearé el río nadando boca arriba, y así veré la dirección de la flecha y podré sumergirme. Seguramente pensará que tramo algo contra los suyos y se lanzará al río, y entonces ya sabré yo deshacerme de él; le atontaré de un puñetazo en la cabeza. Tú no te muevas de aquí hasta que yo vuelva; ya he visto el cobertizo de enredaderas y sé dónde está el bote; luego lo atracaré aquí mismo.
El criado trató de disuadirme, pero en vano, pues yo no veía otro medio de cumplir mi cometido. Salí cautelosamente de nuestra guarida y me deslicé hasta la esquina que formaba el muro, para hacer creer al indio que acababa de doblarla. El comanche no me vio en seguida; pero al volver el rostro y hallarse conmigo, se puso en pie, como movido de un resorte. Yo me volví de espaldas para que más adelante no pudiera reconocerme. Me dio la voz de detenerme, y viendo que no le obedecía sacó una flecha del carcaj y tendió el arce. En dos zancadas me planté en medio de la maleza inmediata a la orilla, antes que él pudiera apuntarme. Luego me eché de cabeza al río y me dirigí a la otra orilla nadando de espaldas. Pocos momentos después le vi salir por entre la espesura, y al verme disparó el arco. La flecha silbó en el aire y yo me sumergí como un pato. El indio no me había tocado. Al salir a la superficie le vi escudriñar ansiosamente el agua, soltar el arco, por falta de otra flecha, pues había dejado el carcaj en el sitio donde estuvo apostado, y echarse al agua. Esto era, precisamente, lo que yo quería; y para incitarle a que me siguiera fingí ser un mal nadador, logrando así que se me acercara. Entonces me sumergí de nuevo y nadé río abajo con la mayor rapidez posible. Al salir a flor de agua me encontré muy próximo a la orilla, y como había conseguido avanzarle el trecho que me había propuesto, salté a tierra y me puse a correr por entre los matorrales, corriente arriba, hasta llegar a una encina musgosa muy apropiada para mi objeto. Pasé por un lado de la encina —a unos cinco pasos de distancia— y seguí corriendo un buen trecho; luego tomé una dirección distinta, trazando un ángulo, y volví a la encina para ocultarme detrás del tronco. Arrimado a él esperé al indio, que seguía mis pisadas harto visibles. En efecto, le vi llegar chorreando agua y con los ojos clavados en el rastro que había dejado yo. Pasó sin verme y yo le seguí. Su propia respiración jadeante le impedía oírme, tanto más cuanto que yo corría de puntillas. Tuve que correr para alcanzarle; de pronto di un salto para chocar con él, y efectivamente le eché de bruces al suelo. Entonces le puse una rodilla en el espinazo, le agarré del pescuezo y con dos golpes en la sien se quedó como muerto. Cerca de allí había un plátano inclinado hacia el río y cuyas ramas estaban suspendidas a una altura de dos varas sobre el agua. Esto me daba una ocasión excelente para bajar al río sin dejar huellas. Subí al árbol, me corrí por las ramas y me dejé caer al agua. Enfrente se veían las flores de la petunia, a la cual me acerqué; desaté el bote y atraqué en el sitio convenido con el criado. Sujeté el bote en una rama y salté a tierra. Había que apresurarse para tenerlo hecho todo antes que el indio recobrara el conocimiento. Trasladamos al herido al bote, donde con unas mantas le preparamos un lecho aceptable. El criado se fue en seguida al escondite del muro y yo conduje el bote hasta el cobertizo de enredaderas, donde le sujeté fuertemente. Regresé a nado y me quité el traje de hilo, que retorcí como un trapo. Me vestí de nuevo, recorrí con los ojos la orilla opuesta, con objeto de ver si había despertado el comanche, pues temía que pudiera haber visto nuestras maniobras; pero nada observé y penetramos otra vez en la casa por la puerta secreta. Habíamos estado fuera un cuarto de hora escaso. La señora me entregó otro traje de hilo, con lo cual podía ya reírme del comanche que se atreviera a asegurar que me había visto fuera de la Estancia y nadando en el río.
Las señoras se echaron en las hamacas y nosotros subimos disimuladamente a la terraza, empuñando otra vez las armas. Ambos jefes beligerantes continuaban la discusión. Old Death, empeñado en demostrar que el registro de la casa entrañaba una ofensa para el dueño de ella y para él; pero cuando en breves palabras le dije que el herido estaba en sitio seguro, empezó a dar poco a poco indicios de ceder a las pretensiones de los comanches, y por último declaró que permitiría la entrada a cinco de ellos para que se convencieran de que su enemigo no se encontraba en la casa.
—¿Por qué cinco? —preguntó el jefe—. ¿No somos todos iguales? Lo que se concede a uno debe valer para todos. Old Death puede confiar en nosotros; no tocaremos a nada y ningún comanche manchará sus manos llevándose lo que no es suyo.
—Está bien; vais a ver nuestra generosidad. Entraréis todos en la casa para aseguraros de que os hemos dicho la verdad; pero con la condición de que dejéis antes las armas, y de que quien se atreva a tocar a alguna persona o cosa, nos sea entregado para su castigo.
Conferenciaron de nuevo los indios y por fin accedieron a la condición que puso Old Death. Despojáronse de sus armas y fueron bajando uno tras otro las escaleras. Ya antes que regresáramos el criado y yo se habían apostado los vaqueros en el llano, bien armados, a caballo y clavados los ojos en la casa, esperando la señal del amo para atacar.
De los catorce que éramos arriba, el dueño de la hacienda y Old Death se encargaron de guiar a los comanches en el registro de la casa; dos continuaron en la terraza y cinco se apostaron en cada pasadizo, con las armas apercibidas para castigar el menor exceso que intentaran cometer los indios. Yo me coloqué delante de la puerta de la habitación donde había estado el herido y hacia la cual se dirigieron los comanches. Old Death la abrió ceremoniosamente y los indios se amontonaron curiosos, convencidos de hallar allí al «hombre bueno»; pero en su lugar se encontraron con las dos señoras leyendo, tendidas en las hamacas.
—¡Uf! —exclamó el jefe desencantado—. ¡Son las squaws!
—En efecto —contestó riendo Old Death—. Ya veis si os engañó el rostro pálido; ya podéis registrar la habitación, a ver si dais con el apache.
El jefe, sin salir de su asombro, recorrió la habitación con la vista y contestó:
—Ningún guerrero entrará en el wigwam de las mujeres; aquí no hay apache alguno, pues de lo contrario ya le habrían descubierto mis ojos.
—Registrad las demás habitaciones.
El registro duró una hora larga, y al ver que no daban con rastro alguno del herido volvieron otra vez a la habitación de las damas. Entonces salieron éstas, y ellos entraron a examinarlo todo minuciosamente y levantaron mantas y colchones y palparon por si estuvieran huecos. Por fin, se convencieron de que no había nadie, y al confesarlo así el jefe, le dijo Old Death:
—Os lo había asegurado y no me quisisteis creer; habéis fiado más en la palabra de un embustero que en la de un amigo de los comanches. Cuando vea al Castor Blanco se lo haré presente.
—Si mi hermano blanco desea verle puede venir con nosotros.
—Es imposible, por ahora; mi caballo está exhausto y no podré proseguir mi viaje hasta mañana; y como los comanches han de irse hoy mismo de esta comarca…
—No lo creas; seguiremos aquí por ahora. Ya se pone el sol y no queremos andar de noche. Saldremos a la madrugada, y entonces sí que podrá venir con nosotros mi hermano.
—Está bien; pero yo no voy solo: me acompañan cuatro amigos.
—También ellos serán bien recibidos por nuestro caudillo. Ahora sólo nos resta pedir permiso para pasar la noche en los alrededores de la hacienda.
—No tengo inconveniente —contestó el mejicano—. Ya os he dicho que soy amigo de todos los que se me acercan pacíficamente, y para demostrarlo mejor os regalaré una vaca, que mataremos para que comáis. Ya podéis encender la hoguera para asarla.
Este ofrecimiento produjo excelente impresión en los comanches, que acabaron por creer que habían sido injustos con nosotros y trataban de compensar su falta con demostraciones de amistad. Claro está que a ellas contribuyó eficazmente el respeto que les inspiraba Old Death. En efecto, los comanches no tocaron nada y salieron de la casa sin que se les invitara a hacerlo. Se bajaron las escalas, se les abrió el portalón y algunos sirvientes se quedaron en la terraza, pues no obstante haber variado la actitud de los indios, no debían descuidarse las precauciones. Bajamos nosotros con ellos y entonces se acercaron los vaqueros, a quienes el amo de la casa dio orden de echar el lazo a un becerro. Los caballos de los indios se hallaban frente a la fachada principal de la casa, guardados por tres hombres, y también al otro lado había centinelas, a quienes llamó el jefe y en uno de los cuales reconocí a mi contrincante del río. Su vestimenta, harto insuficiente, goteaba aún; después de la aventura había vuelto a ocupar su sitio, sin haber podido hablar con el jefe. Entonces vi que se le acercaba para relatarle el episodio, pero de manera que no pudiéramos oírle los blancos.
A pesar de lo pintarrajeado que iba, por lo cual me era imposible observar los movimientos de sus facciones, pude notar en él un gesto de cólera; y de pronto, señalándome a mí, díjole al jefe unas palabras indias, que yo no entendí; pero el jefe me miró con ojos amenazadores y acercándoseme exclamó:
—Ese rostro pálido, ha estado en el río y ha pegado a un guerrero rojo.
Old Death acudió en defensa mía y le preguntó al jefe qué quería dar a entender con sus palabras. El centinela indio relató nuevamente lo ocurrido con todos sus pormenores, y Old Death, soltando una carcajada, contestó:
—Los guerreros rojos, por lo visto, no saben distinguir las facciones de los blancos. Es muy posible, y yo lo dudo, que fuese un rostro pálido el hombre que vio este guerrero.
—fue un rostro pálido —afirmó con decisión el aludido—, y tengo la seguridad de que era ése; logré verle la cara cuando nadaba boca arriba, y llevaba ese mismo traje blanco.
—¿De veras? ¿Conque con esta misma ropa se entretuvo en nadar por el río? ¿Pues cómo es que tú estás chorreando agua y él tan seco como un esparto? Toca su ropa y te convencerás de tu error.
—Se la habrá mudado al volver a la casa.
—Pero ¿cómo es posible que haya entrado sin que lo vieran vuestros centinelas, apostados frente al portalón? Nadie puede entrar ni salir sin utilizar las escalas, rodeadas de comanches. Decidme ¿es posible que mi joven compañero estuviera fuera de la casa?
Movieron todos negativamente la cabeza, y el centinela, ofuscado, acabó por creer, también él, que se había equivocado; y cuando, por último, el dueño de la Estancia advirtió que vagaba por las cercanías una cuadrilla de ladrones de ganado a la que indudablemente debía de pertenecer el individuo sospechoso, se dio por terminado el incidente. Sólo quedaba en pie el místerioso pormenor de que no dejara rastro alguno por el cual pudiera colegirse en qué dirección se había escapado. A fin de cerciorarse bien de todo, el jefe, con unos cuantos guerreros, se fue al vado para examinarlo; pero, afortunadamente, empezaba a oscurecer y el examen no pudo ser muy minucioso. Old Death, astuto y previsor como él solo, me invitó a pasear con él por la orilla del río, y mientras seguíamos con la vista a los exploradores comanches que examinaban la orilla opuesta, nosotros, al parecer sólo ocupados en sus personas, nos detuvimos casualmente junto al macizo de enredaderas que servía de escondite al apache, y el westman dijo a media voz, de modo que pudiera oírle el herido:
—Aquí se halla Old Death con el rostro pálido que ocultó al «hombre bueno». ¿Me reconoce el caudillo apache por la voz?
—Sí —respondieron débilmente por entre la hojarasca.
—Los comanches suponen que el «hombre bueno» no está ya en la Hacienda y saldrán de aquí en su busca al amanecer. ¿Podrá mi hermano soportar su estancia en la piragua hasta entonces?
—El apache lo soporta perfectamente; la frescura del agua le reconforta y la fiebre no volverá. Inda-Nicho desearía saber cuánto tiempo piensa permanecer aquí Old Death con sus compañeros.
—Salimos mañana con los comanches.
—¡Uf! ¿Por qué se junta mi amigo con los enemigos de nuestra tribu?
—Porque buscamos a unos hombres que se hallan en el campamento comanche.
—¿Se encontrarán mis amigos con los guerreros apaches?
—Es fácil.
—Entonces, al joven rostro pálido que expuso su vida por salvarme, le daré un totem, que debe mostrar a los de mi tribu para que los apaches le reciban siempre como a un hermano. Old Death, que es un cazador astuto y experimentado, no caerá en las garras de los perros comanches si me trae, cuando haya oscurecido, un pedazo de cuero y un cuchillo. Antes de la salida del sol puede venir en busca del totem, que fabricaré durante la noche.
—Te traeré lo que pides. ¿Deseas algo más?
—No. El jefe apache está satisfecho. Sólo deseo que el buen Mánitu vele siempre en los senderos de Old Death y su joven amigo.
Dimos la vuelta y entramos en la Estancia, sin que nadie extrañara los breves minutos que estuvimos detenidos junto al escondite.
Poco después me decía a solas el westman:
—Se dan rarísimos casos de que un blanco posea el totem de un caudillo indio: puede usted darse por afortunado con obtenerlo. La firma del «hombre bueno» puede serle a usted de gran utilidad.
—Pero ¿de veras se atreve usted a llevarle el pedazo de cuero y el cuchillo? Piense usted que si le atrapan los comanches estarán perdidos ustedes dos.
—¡Qué disparate! Me toma usted por un chiquillo: yo sé muy bien hasta dónde llega mi habilidad y lo que debo emprender o no —contestó el viejo explorador malhumorado.
Ya de noche volvió el jefe indio manifestando el fracaso de su exploración y disculpándose con que las huellas estaban demasiado borrosas para obtener algún resultado positivo.
Transcurrieron las horas en el mayor sosiego, y muy temprano me despertó Old Death para entregarme un pedazo de cuero de color natural, al que di vueltas y más vueltas sin hallar en él nada de extraordinario, como no fueran unos cuantos cortes, hechos en la cara lisa, que para mí no tenían significado alguno. Desilusionado, observé:
—¿Y a esto se reduce un «totem»? Pues no le veo nada de particular.
—Ni falta que hace, pues el primer apache que lo vea se cuidará de explicarle a usted el tesoro que representa. Lo que está escrito en el totem es invisible ahora, porque el «hombre bueno» carecía de colores; pero al apache a quien se lo enseñe usted, se le ocurrirá en seguida colorear los cortes, y entonces resaltarán las figuras sobre el cuero. Ahora guárdese usted mucho de que los comanches vean eso, pues descubrirían la amistad de usted con los apaches. Ea, vístase pronto y venga, pues dentro de poco emprenderemos la marcha.
Los indios estaban almorzando con los restos de la cena, y luego reunieron sus caballos para abrevarlos en el río, afortunadamente mucho más arriba del escondite del apache. Poco después se presentó el hacendado con las señoras, que no tenían ya miedo alguno de los comanches; y al ver el excapitán de caballería nuestros caballos, que en aquel momento conducían los vaqueros, se dirigió a Old Death y le dijo:
—Esas no son monturas propias de personas que saben el valor inmenso que tiene a veces un buen caballo. Por el señor Lange y su hijo yo no tengo verdadero interés, ni menos por el negro; pero usted, que es un buen amigo_ mío, y este joven caballero, por quien siente usted tanto afecto que me lo ha hecho sentir a mí, merecen poseer otros caballos y ahora mismo voy a procurárselos a ustedes.
Aceptamos agradecidos tan fino obsequio, y los vaqueros, por orden del amo, se apresuraron a echar el lazo a dos potros hermosísimos, que vinieron a sustituir a nuestros jacos. Luego nos despedimos con grandes manifestaciones de gratitud y amistad de los señores de la Estancia y emprendimos la marcha en compañía de los comanches.
Al aparecer el sol en el horizonte habíamos atravesado ya Elm-Creek y desde allí salimos al galope en dirección Oeste. Nosotros, los blancos, íbamos con el jefe, a la cabeza. Yo no podía desechar una sensación de inseguridad, pues me parecía a cada instante que iba a sentir clavada en mi espalda una lanza o una flecha de aquellos bárbaros. No me inspiraba confianza alguna aquella gente pintarrajeada, que venía detrás de nosotros en sus caballos peludos y secos pero resistentes, y así se lo manifesté a Old Death, quien me tranquilizó sobre ese punto. No se había hablado todavía de cuándo y dónde íbamos a encontrar al grupo principal de los comanches; luego averiguamos que éste no se había detenido a aguardar el regreso de la patrulla, sino que había ordenada al jefe de ella que una vez cogido el «hombre bueno» en la Estancia del Caballero lo enviara con una escolta de diez hombres a los poblados comanches, donde se le daría la muerte en el palo de los tormentos. Los cuarenta restantes debían seguir a marchas forzadas hacia Río Grande hasta unirse con el núcleo principal. Como el Castor Blanco sabía por boca de Gibson que Winnetou había logrado vadear el río, y por lo tanto pondría en conmoción a su tribu, era preciso obrar con la mayor rapidez posible para sorprender a los apaches antes que pudieran aprestarse a la defensa. A nosotros nos interesaba más que nada ver si encontrábamos a Gibson entre los comanches.
Al cabo de dos horas llegamos al punto en que los exploradores comanches se habían separado del resto de los suyos. Al Sur, a orillas del Río Grande, se destacaba el Eagle-Pass, con el fuerte Duncan, al cual no les convenía a los indios aproximarse. Dos horas después volvíamos a encontrar el terreno cubierto de hierba menuda, lo cual indicaba que nos hallábamos ya fuera del desierto de Nueces. Las huellas que seguíamos formaban una línea recta, sin intersección de otra alguna, señal evidente de que los comanches habían pasado sin ser notados por el fuerte. Paulatinamente el terreno fue adquiriendo un verdor más intenso, y por último vimos hacia el Oeste un bosque, que denunciaba la proximidad del Río Grande del Norte.
—¡Uf! —suspiró el jefe indio, como si le quitaran un peso de encima—. No hemos encontrado blancos en el camino, por lo cual no habrá nada que nos impida pasar el río. Los perros apaches nos verán aparecer de pronto y aullarán de miedo a la vista de nuestros valientes.
Seguimos cabalgando un rato más a la sombra de los plátanos, olmos, fresnos, hackberries y gomeros, hasta llegar al río. El Castor Blanco era un excelente guía de su gente; la enorme faja de huellas que había dejado trazadas terminaba en un vado, donde el río, aunque muy ancho, llevaba poca agua. Del lecho veíanse surgir altos bancos de arena suelta movediza, cuajada de puntos peligrosos en que era fácil hundirse y perecer. En la orilla habían plantado los comanches su campamento el día anterior, como indicaba claramente el suelo, y era de suponer que habían seguido adelante antes de amanecer, pero sin caminar tan de prisa como nosotros por hallarse en territorio apache, y por consiguiente obligados a avanzar con ciertas precauciones que menguaban la velocidad de la marcha. Así pudimos observar que el paso del río se había realizado con un exceso de cautela, pues las pisadas indicaban que la mayoría de los indios habían desmontado para examinar los engañosos montículos a fin de no dar un paso en falso. Los sitios viables se hallaban marcados por ramas de árbol clavadas en el suelo, y esto facilitó extraordinariamente nuestra travesía, pues ateniéndonos a las señales llegamos a la orilla opuesta sin dificultad. El río estaba dividido por los bancos en varios brazos, que atravesaban los caballos a nado. A la otra orilla teníamos que cruzar una estrecha faja forestal, seguida de otra de hierba y arena.
Nos encontrábamos en la región comprendida entre Río Grande y el Bolsón de Mapimí, tan a propósito para el vagabundeo de las hordas indias, extensa llanura de arena, interrumpida de cuando en cuando por setos de cactos más o menos espesos. Al través de esta llanura se observaba rastro muy visible en dirección casi occidental, con un poco de inclinación al Sur. Pero al suponer que aquel mismo día alcanzaríamos a los comanches padecimos una lamentable equivocación; la arena, muy removida por los cascos de sus caballos, probaba que habían corrido como el viento. A mediodía cruzarnos una cadena de colinas estrecha, baja y yerma, y nos encontramos después en la continuación de la anterior llanura arenosa.
Yo no podía menos de admirar la resistencia de los caballos indios, pues aunque la tarde había avanzado mucho no daban señales de cansancio, mientras que los jacos de los Lange y del negro apenas podían seguirlos. En cambio, los potros que nos había regalado Don Atanasio nos demostraron que teníamos motivos sobrados para f elicitarnos del cambio. Empezaba a oscurecer cuando observamos que las huellas tomaban de repente una dirección distinta. Hacía un cuarto de hora escaso que habíamos cruzado el camino de herradura que va de San Fernando a Baya, y de pronto el rastro se dirigía al Sudoeste. ¿A qué atribuir tan súbito cambio de rumbo? Sin duda el motivo que lo había impuesto debía de ser muy grave. Old Death nos lo explicó en cuatro palabras: las huellas indicaban que los comanches habían hecho un alto. Desde el Norte venían a juntarse a las de los pieles rojas las huellas de dos jinetes, y el viejo cazador, después de examinarlas detenidamente, observó:
—Aquí vinieron dos indios a incorporarse al núcleo comanche, dándoles noticias que les obligaron a cambiar de rumbo. No nos queda otro recurso que hacer lo mismo.
El jefe comanche desmontó para estudiar a su vez las huellas y confirmó lo que había dicho Old Death. Pocos instantes después nos dirigíamos también nosotros hacia el Sur. Mientras pudimos distinguir el rastro seguimos a buen paso, deseosos de recorrer la mayor distancia posible. Todavía mientras duró el crepúsculo, se destacaban las huellas de los caballos en la superficie lisa y dura; pero en cuanto avanzó la noche, todo quedó negro. Íbamos a detenernos, cuando mi caballo venteó, relinchó y apretó el paso. Al parecer olía agua, y quise darle gusto. Al cabo de unos minutos llegábamos efectivamente a la orilla de un río, donde hicimos alto.
Después de la penosa marcha al través del ardiente arenal, el encuentro del agua constituía un beneficio inesperado, tanto para los hombres como para los animales. En poco tiempo se dispuso el campamento; los indios apostaron centinelas y soltaron los caballos para que pacieran vigilados por ellos. Los blancos nos reunimos formando piña, y Old Death se deshizo la cabeza en conjeturas sobre el nombre de la corriente a que habíamos llegado tan sin pensarlo, deduciendo al fin que sería el Morelos, que desemboca en el Río Grande, cerca del fuerte Duncan. Las investigaciones del día siguiente nos revelaron que nos hallábamos a orillas de un riachuelo muy hermoso, vadeado por los comanches algo más arriba de donde nos encontrábamos. Hicimos nosotros lo propio y seguimos de nuevo el rastro de los que nos habían precedido. Al mediar el día torció el rastro hacia Occidente, y en tal dirección vimos asomar montes pelados y yermos.
Old Death puso la cara grave; al preguntarle el motivo de su preocupación contestó:
—Esto no me gusta, y no comprendo cómo el Castor Blanco se ha metido en estos andurriales. ¿No conoce usted acaso la hermosa comarca que tenemos a la vista?
—Sí; el Bolsón de Mapimí.
—¿Y conoce usted este desierto?
—No.
—Pues este Mapimí es un verdadero hormiguero del que salen en todo tiempo regueros de salvajes a precipitarse sobre los pueblos limítrofes para devastar y arrasar todo lo que hallan al paso. Pero no vaya usted a figurarse que es un terreno fértil, porque da vida a tanta gente. Precisamente ocurre lo contrario, pues siempre se ha visto que las comarcas más áridas son el punto de partida de las emigraciones de los pueblos. A las tribus que habitan allá arriba, en la meseta y en los barrancos de esos montes, no hay quien les meta mano. Yo sé perfectamente que en esas peladas montañas se han establecido varias hordas de apaches, y si, los comanches pretenden asaltarlos los compadezco, pues no serán los apaches los que salgan perdiendo. Por el Norte pululan apaches entre el Río Grande del Norte y el Pecos, y todo el Noroeste hasta más allá del Gila es territorio suyo; es decir que los comanches se meten en una ratonera cuya salida no encontrarán.
—¡Ay de nosotros, entonces, puesto que vamos con ellos!
—Eso no me asusta, pues nunca les hemos hecho daño alguno y no creo que nos traten como enemigos. En caso de apuro surtirá su efecto el borroso totem de usted.
—¿Y no convendría avisar a los comanches?
—Inténtelo usted y verá. Ya, puede usted llamarle a un tonto, tonta diez veces seguidas; que no le creerá a usted aunque le maten. Ya le di un toque de atención al jefe de esta patrulla, comunicándole mis temores; pero en vez de hacerme caso me soltó un bufido, diciendo que tiene orden de seguir las huellas de Castor Blanco y que así lo hará, y que si a nosotros no nos conviene, estamos en libertad para irnos donde se nos antoje.
—¡Vaya un grosero!
—En efecto, los comanches no tienen todavía cátedras de urbanidad ni de educación. No me chocaría nada que allá arriba se estuviera tramando algo que nos deje con la boca abierta. Ya hemos pasado la frontera, pero el regreso está escrito en un libro que yo no he podido descifrar aún…