LA «ESTANCIA DEL CABALLERO»
Rechinó un cerrojo, se abrió el portalón y entramos inmediatamente. El portero era un indio grueso, vestido de lienzo blanco, uno de los indios fieles o creyentes, que en contraposición a los indios bravos, se avienen muy bien con la civilización. Cerró la puerta, nos hizo una gran reverencia y nos guió en actitud majestuosa al través del enorme patio hasta otro muro, donde tiró de un alambre.
—Tenemos tiempo de rodear la casa —nos dijo Old Death—. Vengan ustedes a ver el edificio.
Entonces podíamos ver ya la planta baja, provista de troneras en sus cuatro costados. El edificio estaba cercado por un muro y no empedrado, sino cubierto de menuda hierba. Fuera de las aspilleras no se veían otras aberturas que sirvieran de puertas o ventanas. Después de rodear el edificio volvimos al punto de partida, donde el indio seguía esperándonos, sin haber encontrado la entrada.
Lange observó con extrañeza:
—Pero ¿por dónde diablos vamos a entrar?
—Ya lo verá usted —contestó Old Death.
De pronto vimos en la terraza, encima de la planta baja, a un hombre que nos examinaba. Al ver que nos acompañaba el indio desapareció, y al poco rato hizo deslizar una estrecha escala, por la cual tuvimos que subir. Al encontrarnos en la terraza pensábamos hallar la puerta de entrada; pero no fue así, sino que nos encontramos con otro criado que desde la galería correspondiente al otro piso nos deslizaba otra escala. La plataforma donde nos encontramos entonces estaba cubierta de cinc sembrado de arena. En su centro vimos una especie de escotilla, que resultó ser la boca de una escalera por la cual habíamos de bajar al interior. Old Death nos dijo:
—Así se edificaba hace siglos en los pueblos indios. No se puede penetrar en el patio por la fuerza, y aunque el enemigo lograra saltar el muro, se encontraría otra vez ante una pared cerrada. En tiempos de paz, claro está, se entra en el edificio sin necesidad de escalas, pues basta con empinarse en el caballo y saltar desde el mismo al terrado; pero en tiempo de guerra no aconsejo a nadie que se atreva a hacer el experimento, porque desde este terrado y desde la galería se puede barrer a tiros el muro, el terreno que hay enfrente y todo el patio. Don Atanasio tiene veinte servidores, entre vaqueros, peones y criados bien armados, y como éstos dominan la situación, desde aquí arriba caen cien indios antes que uno solo llegue a saltar el muro. Esta arquitectura militar es de gran provecho en la frontera en que estamos, y el hacendado a quien visitamos ha resistido felizmente más de un asalto, poniendo al enemigo en fuga.
Desde lo alto de la casa se abarcaba toda la comarca, y observé que detrás del edificio, y no muy lejos de él, corría el Elm-Creek, de aguas claras y puras, que fertilizaban el terreno y que me inspiraron vehementes deseos de tomar un baño.
Guiados por el criado bajamos la escalera, que daba a un estrecho pasadizo alumbrado en ambos extremos por las aspilleras. A ambos lados del mismo se veían puertas, y en el extremo se divisaba una escalera que bajaba a la planta. Es decir, que para penetrar en el edificio había que subir por dos escalas de mano, para volver a bajarlas en el interior, cosa que me parecía harto inconveniente, pero muy justificada dadas las condiciones del país.
El criado desapareció tras una puerta y volvió al cabo de unos minutos para decirnos que nos esperaba el señor capitán de caballería. Durante la espera nos dijo Old Death:
—No extrañen ustedes que Don Atanasio se muestre algo ceremonioso. El español es esclavo de la etiqueta, y como ese mejicano desciende de españoles, sigue al pie de la letra la tradición. Si hubiese venido yo solo habría salido ya a recibirme; pero como vengo acompañado se nos prepara una recepción oficial. No se echen ustedes a reír si le ven aparecer de uniforme, pues cabe en lo posible. Cuando joven fue capitán de caballería del ejército mejicano y todavía en la vejez gusta de vestirse con las galas anticuadas de la milicia. Por lo demás es un hombre cabal.
En esto vino otro criado, y nos introdujo en un salón fresco y espacioso, cuyos magníficos muebles se hallaban completamente desteñidos. Tres troneras veladas por visillos derramaban una luz cernida por la estancia, en cuyo centro se mantenía erguido y tieso un caballero alto y flaco, de pelo y barba blancos como la nieve. Componíase su vestimenta de un pantalón rojo guarnecido de galones dorados, altas botas de montar de cuero brillante, con espuelas cuyas ruedas eran del tamaño de un duro. La cazadora era azul y adornada profusamente de cordones y galones dorados, y en las hombreras llevaba unas charreteras que lo menos indicaban categoría de general. Pendía, además, de su dorado cinto una espada con vaina de cuero, y en la mano izquierda sostenía un tricornio, cuyos ribetes ostentaban agremanes de oro y en uno de cuyos lados brillaba un broche deslumbrador, del cual partía un pompón de colores. Parecía, más que uniforme, un disfraz; pero al contemplar su rostro arrugado y grave y la mirada bondadosa y juvenil de sus ojos se le quitaban a uno las ganas de reír. En cuanto llegamos a su presencia, se cuadró el viejo militarmente, haciendo sonar las espuelas, y dijo:
—Caballeros, buenos días; sean bienvenidos a esta casa.
El recibimiento era tan ceremonioso, que nos inclinamos en silencio, mientras Old Death respondía en inglés:
—Gracias, señor capitán. Al entrar en esta comarca he querido procurar a mis compañeros la honra de conocer al valiente defensor de la independencia mejicana. Permita usted que se los presente.
Al oír frases tan halagüeñas, una sonrisa de satisfacción iluminó el rostro del hacendado, quien asintió gustoso diciendo:
—Hágalo, señor Death, pues ya sabe que me es muy grato conocer a los caballeros que van en su compañía.
Old Death fue nombrándonos uno por uno, y el caballero nos fue estrechando la mano a todos, y nos invitó a sentarnos. El westman preguntó entonces por la señora y la señorita, a lo cual respondió el mejicano acercándose a una puerta, detrás de la cual debían de hallarse ya preparadas las damas, pues inmediatamente entraron en el salón. La señora era una matrona muy hermosa todavía y de rostro afable, y la señorita una joven encantadora que, según luego supe, era nieta de los señores de la casa. Las dos vestían de seda negra, como si fueran a asistir a alguna ceremonia palaciega. Old Death se acercó a ellas y les sacudió la mano con una vehemencia que me dio grima. Los dos Lange esbozaron una reverencia, y Sam, con la boca abierta de puro gozo, exclamó:
—¡Oh missis, missis, ser hermosas como la seda!
Yo me adelanté y tomando a cada una la mano con la punta de los dedos me incliné a besársela respetuosamente. Después tomamos asiento para explicar el objeto de nuestro viaje, refiriendo tan sólo lo que nos pareció conveniente, como también nuestro encuentro con los comanches. Los señores nos escucharon con gran atención y yo observé que se dirigían miradas de inteligencia. Cuando hubimos terminado, nos pidió Don Atanasio una descripción más detallada de las personas a quienes buscábamos. Yo saqué los retratos y se los enseñé, y apenas los hubieron visto, exclamó la mayor de las señoras:
—Son ellos, son ellos; no cabe duda. ¿Verdad, Atanasio?
—En efecto —asintió el caballero—: esos son los viajeros que pasaron aquí la última noche.
—¿Cuándo llegaron y cuándo se fueron? —preguntó el westman.
—Llegaron ya entrada la noche y venían muy cansados. Uno de mis vaqueros había tropezado con ellos y los condujo aquí. Durmieron hasta mediodía, y hará unas tres horas que han salido de casa.
—Está bien: así los alcanzaremos mañana sin falta. Ya encontraremos sus huellas.
—Ciertamente, pues de aquí iban a Río Grande para vadearlo más arriba de Eagle-Pass, entre el río Moral y el río de las Moras. Por lo demás, sabremos algo de ellos, pues los siguen mis vaqueros, que podrán darnos más pormenores de su paradero.
—¿Y por qué los siguen?
—Porque han recompensado mi hospitalidad con la más negra ingratitud. Al marcharse alcanzaron al guardián de una manada de caballos, le dieron un recado mío fingido y aprovechando su ausencia le robaron seis caballos y huyeron con ellos.
—¡Qué infamia! ¿Entonces no iban solos?
—No: los acompañaba una escolta de soldados disfrazados que conducen reclutas a México.
—Entonces ya puede usted despedirse para siempre de sus caballos, pues los vaqueros no podrán con los ladrones.
—Allá veremos. Mi gente sabe manejar las armas, y van en su persecución los mozos más decididos de mi casa.
—¿Hablaron, por casualidad, Gibson y Ohlert de su situación y proyectos?
—Ni una palabra. Gibson iba muy contento; en cambio, el otro estaba muy taciturno. Yo les di pruebas de gran confianza, pues accedía su deseo de conocer el interior de la casa, y hasta vieron al indio herido que había ocultado a todos los demás.
—¡Alberga usted a un indio herido! ¿Quién es y cómo ha llegado aquí?
El caballero sonrió maliciosamente al contestar:
—¿Les interesa a ustedes mucho, verdad, caballeros? Pues bien; sepan que alojo al enviado de los apaches, de quien me acaban ustedes de decir que fue vendado a orillas del río Leona por el caudillo Winnetou, y que ha resultado ser el anciano y venerable jefe Inda-Nicho.
—¡Inda-Nicho (el Hombre Bueno), que lleva ese nombre con tanta justicia! ¡El caudillo más anciano, más discreto y más pacífico de los apaches! Desearía verle.
—Ya le verá usted. Llegó aquí en un estado desastroso. Han de saber ustedes que el famoso Winnetou es muy amigo mío, y se hospeda en mi casa, siempre que anda por esta comarca, pues sabe que puede fiar de mi lealtad. Al huir de Fort Inge, Winnetou logró dar alcance al anciano y se encontró con que Inda-Nicho tenía una bala en un brazo y otra en la ingle. A orillas del Leona se las vendó como pudo, y siguieron adelante; pero al pobre viejo le entró una fiebre traumática terrible y los comanches recorrían el desierto para cazarlos. Entonces decidió Winnetou, poniendo por obra toda su habilidad y astucia, traer al herido a la Estancia del Caballero. Parece un milagro que lo consiguiera, y yo mismo no me explico cómo lo hizo, aunque solamente Winnetou podía ser capaz de realizarlo. Pero el anciano había perdido tanta sangre, que no podía sostenerse a caballo, y la fiebre iba en aumento, de tal modo que tuvo que quedarse aquí. Hay que tener en cuenta que Inda-Nicho pasa de los setenta.
—Parece imposible que resistiera un viaje a caballo, desde Fort-Inge aquí, en tales condiciones. El trayecto excede de 16o millas inglesas, lo cual, a su edad y herido, sólo puede resistirlo un indio; pero siga contando, Don Atanasio.
—Llegaron de noche; yo mismo salí a ver quién llamaba y me encontré con Winnetou, quien me suplicó que amparara a su hermano hasta que volviera a recogerlo, y me refirió la negra traición de los comanches. El, entretanto, pasaría como pudiera el Río Grande a fin de avisar a los apaches de la proximidad del enemigo. Mandé que le acompañaran unos vaqueros míos para saber si había logrado su objeto con felicidad, y…
Old Death le interrumpió ansiosamente:
—¿Ha logrado atravesarlo? Hable usted, por Dios.
—Sí. Gracias a Dios, ya estoy tranquilo. Tuvo la habilidad de elegir la travesía aguas abajo del río Moral y no aguas arriba, donde abundan bastante más los comanches, a pesar de que allí no hay vado, de que la corriente es muy rápida y de que supone un gran peligro pasarlo. Ello no obstante, lo atravesaron todos con felicidad y mis vaqueros siguieron con él hasta estar seguros de que no encontraría a ningún comanche. A estas horas, están ya prevenidos los apaches, y recibirán a los traidores como se merecen; y ahora, si les parece, vengan conmigo a saludar al herido, caballeros.
Pusímonos todos en pie y después de despedirnos de las damas bajamos al piso inferior, donde nos encontramos en un pasadizo idéntico al del otro piso, y por la última puerta de la izquierda entramos en una espaciosa sala en que yacía el herido. La fiebre había cedido, pero el infeliz estaba tan débil que no podía hablar palabra. Con los ojos hundidos y las mejillas descarnadas parecía un moribundo. No había médico ni curandero; pero el dueño de la casa nos dijo que Winnetou, maestro consumado en el tratamiento de heridas, le había puesto un emplasto de hierbas medicinales, prohibiendo que se tocasen los vendajes y diciendo que en cuanto desapareciera la fiebre traumática se habría salvado el herido, a quien sólo perjudicaban la pérdida de sangre y la calentura. Cuando estuvimos de nuevo en el piso superior expresé al estanciero mi deseo de bañarme en el río.
—Si tanto lo desea usted no necesita molestarse en bajar por las escalas, pues desde aquí puedo darle salida al patio.
—Yo creía que en esta casa no había puertas…
—Las hay secretas; las mandé abrir para tener un medio de escape en caso de que los indios penetraran en el edificio. Ya las verá usted.
Y apartando un armario de la pared quedó a la vista una abertura que daba al patio y que por fuera se hallaba oculta por un espeso matorral. Al llegar afuera me condujo a un punto equidistante del muro exterior, donde había otro macizo de arbustos parecido, y añadió:
—Por aquí está la salida, que nadie podría sospechar. ¿Quiere usted utilizar este camino, que es el más corto? Espere un poco y le enviaré ropa adecuada.
En aquel momento sonó un campanillazo y el caballero, a quien seguí yo, fue a abrir. Penetraron en el patio cinco jinetes de arrogante y marcial aspecto, que habían perseguido a los ladrones de caballos.
—¿Qué? ¿No habéis dado con ellos?
—No, señor. Ya les íbamos a los alcances, pues acababan de atravesar el río, y encontramos unas huellas tan recientes que nos prometían cogerlos al cabo de un cuarto de hora, cuando topamos con nuevos rastros que se unían a los suyos. Se habían incorporado a los comanches. Seguimos adelante y poco después vimos a todo el tropel. Eran más de quinientos, y ante tal superioridad no nos atrevimos a atacarlos.
—Habéis hecho bien: la vida de un hombre vale más que muchos caballos. ¿Visteis si los comanches trataban bien a los blancos?
—Estábamos demasiado lejos para observarlo.
—¿Qué dirección tomaron?
—La del Río Grande.
—De modo que siguen adelante… Entonces no tenemos nada que temer. Está bien; volved a vuestras manadas.
Los vaqueros se alejaron.
El buen caballero estaba en un error: había mucho que temer, puesto que Gibson se apresuraría a revelar a los comanches que el apache herido se ocultaba en la Estancia del Caballero, y enviarían en seguida un contingente de guerreros a casa de Don Atanasio para apoderarse del apache y castigar al hacendado por la protección concedida a su enemigo. El caballero, sin darse cuenta de la gravedad de la situación, subió tranquilamente al piso superior, mientras un peón me hacía señas de que le siguiera al río. Salimos al campo y llegamos a la orilla, donde colegí, por las olas quebradas del río, que más arriba de la hacienda debía de haber un buen vado, pero que más abajo de éste las aguas eran muy profundas. El peón se detuvo y me dijo:
—Aquí puede usted bañarse, señor, y cuando esté listo se pone usted esta ropa, mientras yo me llevo la que usted se quite. En cuanto haya usted terminado, llame a la campana y le abriremos.
El criado se alejó con la ropa que me quité y yo me zambullí en el agua. Después de los calores pasados y de la penosa caminata que había hecho, aquel baño refrigerante era una verdadera voluptuosidad, y así fue que permanecí en el agua cerca de media hora. Acababa de vestirme cuando al levantar los ojos hacia la orilla opuesta vi por entre los árboles una larga hilera de jinetes, que se dirigían a la hacienda uno detrás del otro, como acostumbran los indios. En dos zancadas llegué a la puerta y tiré de la campana. Abrióme el peón, que me estaba aguardando, y le dije:
—Avise al amo en seguida, que por allá abajo viene hacia acá toda una banda de pieles rojas.
—¿Cuántos serán?
—Lo menos cincuenta.
El hombre se había asustado; pero al decirle yo el número aproximado se tranquilizó en seguida.
—Son pocos —contestó—, y por lo tanto no hay que temer. Con cincuenta y más indios nos atrevemos aquí, pues siempre estamos preparados a recibirlos. Yo no puedo subir, porque he de avisar a los vaqueros. Aquí está la ropa; eche usted el cerrojo y la tranca y avise al señor en seguida. No se olvide usted de tirar de la escala en cuanto esté arriba.
—¿Están seguros nuestros caballos?
—Sí, señor: están en la pradera, pastando con los nuestros. Los arreos están en las caballerizas. Por el ganado no tema usted nada.
Y echó a correr. Hice lo que me había encargado, y en cuanto estuve en la primera plataforma vi salir a ella al mismo Don Atanasio con Old Death. El hacendado se quedó tan fresco al oír mi relato y preguntó con el mayor sosiego:
—¿De qué tribu son?
—No lo sé, porque la pintura les cubre el rostro.
—Pronto lo veremos; o bien son apaches que, advertidos por Winnetou, vienen en busca del herido, o son comanches. En este último caso tendremos que habérnoslas solamente con una patrulla de reconocimiento que vendrá a preguntarnos si hay apaches por aquí y se irá en cuanto digamos que no.
—Pues yo creo que vienen con malas intenciones —dijo Old Death—, y le aconsejo a usted que se apreste a la defensa en seguida.
—Ya está todo dispuesto, porque cada uno de mis servidores sabe lo que ha de hacer en cada momento. Ya lo verán ustedes; allá abajo corre un peón hasta la primera manada, monta a caballo y avisa a todos los vaqueros de la casa. En menos de diez minutos habrán recogido los rebaños. Dos de los piqueros se quedan al cuidado de las reses, mientras los demás hacen frente a los indios. Sus lazos son armas muy peligrosas, pues los vaqueros los manejan mejor que los indios; sus rifles son de mayor alcance que los arcos y las antiguas espingardas de esos salvajes, y por eso no les asustan ni un centenar de indios; y en cuanto a nosotros, en la Estancia, estamos bien guardados y no hay un rojo que pase el muro. Por lo demás, cuento también con el brazo de ustedes, y cinco hombres bien armados como ustedes, constituyen un poderoso auxilio. Sumen a esto mis ocho criados y formamos una fuerza de catorce hombres decididos, que no permitirán que ningún indio se acerque en actitud hostil. Ya verán ustedes, señores, cómo los indios tiran amistosamente de la campana, y después de hacer sus preguntas se vuelven por donde han venido. Cuando el jefe de la patrulla vea en esta terraza a catorce hombres bien armados, perderá las ganas de armar camorra. La cuestión está resuelta de antemano.
Old Death hizo un ademán de incredulidad, y moviendo la cabeza con expresión de duda observó:
—Se me ocurre algo que me da que pensar, y es que no tendremos que tratar con apaches, sino con comanches. ¿Qué vienen a hacer aquí? Un simple reconocimiento no será, pues si hubiera apaches ya habrían encontrado ellos el rastro, de modo que no vienen a hacer averiguaciones, como cree usted, Don Atanasio, sino con un objeto determinado; el de arrancarle al herido que tiene usted aquí oculto.
—No lo crea usted; si ignoran que está en la Estancia ¿cómo iban a venir por él?
—Gibson, a quien alojó usted, los habrá puesto al corriente, ya que pudo enterarse de todo, y se lo habrá revelado a los comanches para ganar su simpatía. Si no ocurre todo como digo, renuncio a mi nombre de Old Death. Y usted ¿duda aún?
—Todo cabe en lo posible, y en tal caso querrán obligarnos los comanches a entregar al herido; pero saldrán mal de su empeño.
—¿Entonces no piensa usted ceder?
—De ningún modo. Winnetou es mi amigo; le he dado palabra de amparar al Hombre Bueno y no la quebrantaré jamás. Ya pueden los comanches renunciar desde ahora a su empresa.
—Se expone usted a un gran peligro, pues aunque rechazáramos a esos cincuenta indios, volverían centuplicados y entonces estaría usted perdido.
—Estamos en manos de Dios y yo no f alto a mi palabra.
Old Death le tendió la diestra, diciendo:
—Es usted un hombre de honor y puede contar con nosotros. El jefe de los comanches es amigo mío; acaso logre yo desviar el golpe que le amenaza a usted. ¿Ha enseñado usted a Gibson las puertas secretas?
—No.
—Menos mal, entonces. Mientras los indios ignoren esas entradas, sabremos mantenerlos a raya; y ahora vamos a buscar nuestras armas.
Durante mi ausencia nos habían designado habitaciones a mis compañeros y a mí, y a ellas fueron llevados nuestros efectos. Mi dormitorio daba a la fachada y recibía luz por dos aspilleras, entre las cuales colgaba mi escopeta. Al ir a cogerla, eché una mirada al campo y vi salir a los indios de entre la arboleda junto al vado que habían atravesado, para acercarse al galope a la Estancia, no aullando como de costumbre, sino en un silencio que me dio mala espina. Por los colores con que iban embadurnados comprendí que eran comanches. Poco después desaparecían detrás de la valla. Venían armados de lanzas, arcos y flechas, y solamente el jefe llevaba escopeta. Algunos arrastraban objetos que yo tomé por palos de tiendas y que, como después vi, eran cosa muy distinta. Inmediatamente me encaminé a la terraza con objeto de comunicar a los demás mis observaciones; pero en el corredor vi a Old Death, que salía del cuarto de enfrente, y le dije:
—¡Atención! Van a saltar el muro, pues traen troncos que les sirvan de escaleras. ¡Pronto al terrado!
Pero no iba todo tan de prisa como era mi deseo. Los criados se hallaban en la planta baja, donde tenían sus habitaciones, y tampoco nosotros pudimos subir tan pronto como habríamos querido, pues en aquel instante se presentaron el caballero y las señoras, aterradas por la proximidad del asalto, y pasamos unos minutos en tranquilizarlas, tiempo precioso e irrecuperable dada nuestra situación. Las consecuencias desastrosas de esta pérdida de tiempo se hicieron sentir en seguida, pues al llegar a la terraza vimos ya a un indio en el patio, al que siguieron inmediatamente otros cuatro. Teníamos las armas dispuestas; pero no podíamos rechazarlos sin quitarles la vida. Con ayuda de los troncos habían logrado saltar el muro exterior, atravesar el patio y subir a los dos terrados inferiores con rapidez pasmosa. Nos hallábamos aún en el centro del piso superior cuando ellos gateaban ya por el borde.
—¡Apunten para que no se acerquen más! —gritó Old Death—. ¡Es preciso ganar tiempo!
Conté cincuenta y dos indios, de los cuales ni uno pronunció una palabra. Nos habían cercado completamente; pero, no obstante, no se atrevían a acercarse, sino que erguidos en el borde de la terraza empuñaban los arcos, pues habían dejado abajo las lanzas, que les, servían de estorbo para gatear. El caballero se adelantó algunos pasos y les dijo en la mezcla de español, inglés e indio que sirve de idioma en las comarcas fronterizas:
—¿Qué quieren de mí los hombres rojos? ¿Por qué penetran en mi casa sin pedir permiso?
El jefe de los indios, descolgando la escopeta que llevaba en bandolera, se adelantó también algunos pasos y contestó:
—Los guerreros comanches han obrado así, porque el rostro pálido es su enemigo. El sol de hoy será el último que vean sus ojos.
—Yo no soy enemigo de los comanches; yo quiero a los indios todos, sean de la tribu que sean.
—El rostro pálido dice una gran mentira. En esta casa se ha escondido un jefe apache, y los perros apaches son enemigos jurados de los comanches. El que da asilo a un apache es enemigo nuestro y tiene que morir.
—¡Pardiez! ¿Vais a prohibirme que reciba en mi casa a quien se me antoje? ¿Quién manda aquí, yo o vosotros?
—Los guerreros comanches han asaltado esta casa y por lo tanto son dueños de ella. Entréganos al apache. ¿O es que piensas negar que le hospedas y amparas?
—No tendría por qué negarlo; sólo el que tiene miedo trata de salvarse con la mentira; pero como a mí no me asustan los comanches, voy a deciros francamente…
—¡Silencio! —le interrumpió en voz baja Old Death—. No haga usted una tontería, Don Atanasio.
—¿Cree usted que voy a recurrir al engaño? —le contestó el mejicano con altanería.
—No le queda a usted más remedio; la mentira es pecado, ya lo sabemos; pero la verdad equivale en este caso al suicidio. Y ahora pregunto yo qué es peor: faltar a la verdad o matarse.
—¿Suicidio dice usted? ¿Qué van a poder ésos contra nuestros catorce rifles?
—Mucho, estando ya arriba. Claro está que acabaríamos con casi todos; pero tampoco nosotros escaparíamos sin unas cuantas flechas y cuchillos en el cuerpo, y aun saliendo nosotros victoriosos los sobrevivientes irían en busca de refuerzos. Déjeme usted hablar con ellos, a ver si los convenzo.
Y dirigiéndose al jefe de los comanches le dijo:
—Las palabras de mi hermano rojo nos llenan de sorpresa. ¿Cómo ha podido ocurrírseles a los comanches que se encuentre aquí refugiado un apache?
—Lo sabemos positivamente —contestó el indio.
—Pues entonces sabéis más que nosotros.
—¿Quieres decir con eso que estamos equivocados? Pues mientes.
—Y tú has pronunciado una palabra que, si vuelves a repetirla, te costará la vida. Ya ves cuántos rifles os apuntan: basta una seña mía para que caigan tantos de los tuyos como armas tenemos.
—Pero los demás se encargarían de acabar con vosotros. Allá fuera quedan muchos guerreros comanches; más de diez veces diez y luego cinco veces más. Todos acudirían y arrasarían esta casa hasta dejarla al nivel del suelo.
—No pasarían del muro exterior, pues estamos prevenidos. Los recibiríamos con tal lluvia de balas que no quedaría uno para contarlo.
—Mi hermano blanco tiene una boca muy grande y muy ancha: ¿por qué habla así conmigo? ¿Es acaso el dueño de la casa? ¿Quién es y cómo se llama, para atreverse a tratar así a un jefe de los comanches?
Old Death hizo un ademán desdeñoso y contestó:
—¿Quién es el jefe comanche? ¿Es, por ventura, un guerrero famoso, u ocupa un puesto elevado entre los sabios del consejo? Yo no veo la pluma de águila ni de cuervo entre sus cabellos, ni otro distintivo propio de los caudillos. Yo, en cambio, soy caudillo entre los rostros pálidos. ¿A qué tribu de los comanches pertenecéis, que todavía tenéis que preguntar quién soy yo? Me llamo Koscha-Pehve, y he fumado la pipa de la paz con Oyo-Koltsa, jefe supremo de los comanches. Ayer pasé la noche en compañía de Avat-Vila y de sus guerreros, y eso os probará que soy amigo de los comanches; pero si éstos me injurian llamándome embustero, les contestaré a tiros, como se merecen.