CAPÍTULO CUARTO

WINNETOU EN PELIGRO

Nos invitaron a acercarnos a la fogata, junto a la cual vimos a un solo guerrero. No pude distinguir si éste era joven o viejo, porque su rostro estaba pintarrajeado con los mismos colores y en la misma forma que el del explorador a quien habíamos cogido. Sus cabellos formaban en lo alto de la cabeza una especie de moño trenzado, en el que estaba prendida la pluma de águila blanca de la guerra. De su cintura pendían dos cueros cabelludos, y de su cuello la bolsa de la medicina y el calumet o pipa de la paz. Atravesada sobre sus rodillas tenía una escopeta, una antigualla del año 20 ó 3o. El guerrero nos examinó uno tras otro: a Sam no le miró siquiera, pues los pieles rojas desprecian a los negros. Old Death, nos dijo en alemán, para que el indio no nos comprendiera:

—Este se las echa de personaje, y conviene hacerle ver que también nosotros somos caudillos. Sentaos todos y dejadme hablar.

Colocóse el westman enfrente del indio y nosotros hicimos lo propio. Sólo Sam permaneció en pie, pues sabía que se exponía a morir si usaba del privilegio de los caudillos de sentarse junto al fuego.

—¡Uf! —exclamó el indio colérico, mascullando unas cuantas palabras que yo no entendí.

—¿Comprendes la lengua de los rostros pálidos? le preguntó Old Death sin inmutarse.

—La comprendo muy bien, pero no la hablo porque no quiero-contestó el indio, según nos tradujo Old Death inmediatamente.

—Pues te ruego que la hables ahora.

—¿Por qué?

—Porque mis compañeros no conocen el idioma comanche y conviene que se enteren de lo que hablamos.

—Están con los comanches y se avendrán a usar su lengua. Así lo exige la cortesía.

—Te engañas; no puede hablarse una lengua que se desconoce. Además, ellos son los huéspedes de los comanches y tienen derecho a la cortesía que les exiges tú. Tú, en cambio, sabes el inglés y si no lo hablas creerán que lo ignoras.

—¡Uf! —replicó el indio, y luego, en inglés chapurrado, continuó—: He dicho que lo entiendo y yo no miento nunca. Si lo dudan me ofenden y los mandaré matar. ¿Cómo habéis osado sentaros enfrente de mí?

—Porque siendo caudillos tenemos derecho a un puesto junto a la hoguera.

—¿De quién eres tú caudillo?

—De los exploradores.

—¿Y ése? —dijo señalando a Lange.

—El de los herreros que construyen armas.

—¿Y éste? —replicó señalando a Will.

—Es su hijo y hace espadas con las cuales se siegan cabezas, y también tomahawks.

Esto pareció impresionarle, porque contestó:

—Si sabe hacer todo eso, es un jefe muy hábil. ¿Y aquél? —añadió refiriéndose a mí.

—Ese es un hombre famoso, venido de luengas tierras del otro lado del mar, para conocer a los guerreros comanches. Es el caudillo de la sabiduría y del conocimiento de todas las cosas, y a su regreso referirá a miles de hombres qué clase de gente sois los comanches.

Esto parecía rebasar la facultad comprensiva del indio, quien mirándome como a un ente extraño, observó:

—Entonces pertenece a los hombres de ciencia y experiencia; pero sus cabellos no son blancos.

—En su tierra nacen los niños tan discretos como aquí los ancianos.

—Entonces el Gran Espíritu debe de amar mucho a ese país. Pero los hijos (le los comanches no necesitan de su sabiduría, pues son lo bastante despiertos para saber lo que les conviene. Esta vez se habrá dejado olvidada en su tierra la sabiduría, pues veo que se ha atrevido a atravesar nuestra senda guerrera. Cuando los guerreros comanches desentierran el hacha de la guerra no toleran la presencia de los blancos en las cercanías.

—Por lo que veo se te ha olvidado lo que vuestros parlamentarios dijeron en Fort Inge. Aseguraron que solamente abrían las hostilidades contra los apaches, pero que mantendrían buenas relaciones con los rostros pálidos.

—Ellos mantendrán su palabra si quieren; pero yo no estuve allí.

Hasta entonces había hablado en tono de hostilidad marcada, mientras Old Death le contestaba con la mayor amabilidad; pero nuestro compañero juzgó entonces oportuno dar otro sesgo a la conversación y exclamó encolerizado:

—¿Eso dices? ¿Quién eres tú para decirle a Koscha-Pehve esas palabras? ¿Por qué no me has dado tu nombre, si es que lo tienes? Si no, dime el de tu padre.

El jefe indio se quedó estupefacto ante lenguaje tan osado y se puso a mirar de hito en hito al westman. Por fin contestó:

—¿Quieres verte en el palo de los tormentos?

—Te guardarás muy bien de cumplir tal amenaza.

—Soy Avat-Vila, uno de los caudillos comanches.

—¡Avat-Vila, el Oso Grande! Cuando maté el primero era yo un chiquillo, y desde entonces he matado tantos osos grises que podría cubrirme todo el cuerpo con sus garras. Por matar a un oso no creo a nadie un héroe.

—Contempla, pues, los scalps que penden de mi cintura.

—¡Bah! Si a todos los que yo he vencido les hubiera cortado un rizo del scalp, podría adornar con ellos a toda una multitud de guerreros. Tampoco eso me convence.

—Soy hijo de Oyo-Koltsa, el gran caudillo.

—Eso es ya una recomendación, pues yo he fumado con el Castor Blanco la pipa de la paz, jurándonos uno a otro que sus enemigos serían los míos y los míos suyos, y hemos cumplido la palabra. Espero que el hijo opine lo mismo que el padre.

—Eres muy osado con la lengua o tienes a los guerreros comanches por ratones contra los cuales se atreven a ladrar sin temor los perros.

—¿Qué dices? ¡Perros! ¿Te figuras que Old Death es un can que se deja apalear sin morder? En ese caso prepárate a entrar en los cotos eternos.

—¡Uf, uf! Somos cien hombres —exclamó moviendo el brazo extendido a su alrededor.

—¡Mejor! —replicó el explorador—; pero estás rodeado por nosotros, que valemos tanto como esos cien. Todos juntos no podrían evitar que te descerrajáramos un tiro a boca de jarro, y luego ya daríamos cuenta de los demás. Ya lo ves: llevo dos revólveres de seis tiros cada uno y mis compañeros van armados de la misma manera, lo cual suma sesenta balas en un minuto, sin contar con los rifles y los machetes. Antes de vernos vencidos habríamos dado cuenta de la mitad de tu gente.

En esta forma no le había hablado nadie, seguramente. ¡Cinco contra cien! Y sin embargo. Old Death no titubeaba, y se mostraba cada vez más decidido y más enérgico. El indio, para quien tal atrevimiento era inconcebible, acabó por decir:

—Debes de poseer una medicina muy fuerte.

—Así es. Tengo una medicina, un amuleto, que envía a mis enemigos a la muerte y que surtirá sus efectos mientras yo viva. Por última vez te pregunto si quieres reconocernos como amigos o no.

—Consultaré con mis guerreros.

—¡Un caudillo de los comanches que necesita de la venia de los suyos! Nunca lo habría creído; pero ya que tú lo dices, forzoso será creerlo. Nosotros, en cambio, somos caudillos que hacemos lo que nos parece, y por lo tanto disfrutamos de mayor poder y consideración que tú, y no debemos sentarnos contigo junto a la hoguera. Así, pues, vamos a buscar nuestros caballos y hasta la vista.

Diciendo esto Old Death se puso en pie y nosotros seguimos su ejemplo. El Oso Grande se enderezó como si le hubiese picado una víbora; sus ojos centelleaban y sus labios entreabiertos dejaban al descubierto unos dientes deslumbrantes de blancura. El indio sostenía un duro combate consigo mismo. En caso de lucha nos tocaría pagar la osadía de Old Death con la vida; pero antes caerían muchos comanches, pues Oso Grande comprendía perfectamente los terribles efectos de nuestras armas de repetición, y de las cuales él sería la primera víctima. Era responsable ante su padre de todo lo que ocurriese, y aunque entre los indios no se fuerza a nadie a entrar en campaña, una vez que forma parte de la milicia queda sometido a una disciplina de hierro y a leyes implacables. El padre empuja a sus propios hijos a la muerte; pero si algún indio da muestras de cobardía o incapacidad en el combate, o de falta de energía para dominarse a sí mismo posponiendo sus propios sentimientos al bien de la comunidad, se hace reo del desprecio general, es arrojado de la tribu, no se le recibe ni en las tribus enemigas, y se ve obligado a vagar solo por los campos. Solamente puede recuperar la honra perdida dándose, en presencia de los suyos, una muerte lenta, acompañada de grandes torturas, para demostrar al menos que sabe soportar el dolor. Este es el único medio que le queda de abrirse el camino de los eternos cazaderos. La esperanza de entrar en ellos impulsa al indio a acometer empresas que para otros serían sin duda irrealizables.

Tales consideraciones debieron de pasar por la mente del caudillo. ¿Había de asesinarnos y morir él para que los supervivientes de entre los suyos contaran a su padre que, incapaz de dominarse, por su vanagloria de echárselas de cacique, había negado a sus amigos la hospitalidad, tratando al huésped y a sus compañeros como hediondos coyotes? Old Death calculaba bien lo que pasaba por el joven guerrero; su cara no reflejaba la menor preocupación mientras, con el dedo en el gatillo de sus revólveres, contemplaba tranquilamente el rostro descompuesto del indio. Este exclamó con voz colérica:

—¿Queréis marcharos? ¿Dónde están esos caballos? No los volveréis a ver: estáis cercados por todas partes.

—También tú lo estás; pero acuérdate de Castor Blanco. Cuando mi bala te haya matado, ni cubrirá su cabeza ni entonará el himno fúnebre, sino que dirá: «No he tenido hijo. El que mató Old Death era un chiquillo sin experiencia, que no respetó a mis amigos y sólo se guió por la voz de su imprudencia». Las sombras de los que te acompañen en la muerte, te cerrarán la entrada en los cotos eternos, y las ancianas abrirán sus bocas sin dientes para burlarse del caudillo que no supo guardar la vida de los guerreros que le fueron confiados, porque no supo dominarse a sí mismo. Mírame en tu presencia: ¿tengo aspecto de sentir miedo? No hablo así porque me inspires temor, sino porque eres hijo de mi amigo, de quien deseo que seas orgullo y alegría. Ahora resuelve tú. Una palabra falsa que digas a tu gente o un movimiento sospechoso que hagas serán la señal de meterte una bala en el cráneo y de comenzar la lucha.

El comanche se quedó un minuto inmóvil. Era imposible leer en su rostro las impresiones que le combatían, pues sus pinturas se lo ocultaban como una careta. De pronto se sentó lentamente en el suelo y sacando el calumet dijo:

—El Oso Grande fumará con vosotros la pipa de la paz.

—Haces bien: el que quiere pelear con los apaches no debe tener a los blancos por enemigos.

Nos sentamos todos, y el Oso Grande sacó la bolsa de la cintura y llenó la pipa de kininikimnik, o sea hojas de cáñamo silvestre mezcladas con tabaco. Encendió la pipa, se levantó, echó un discurso que se me ha olvidado, pero en el cual se repetían con frecuencia las palabras paz, amistad, hermanos blancos, etc., dio seis chupadas echando a cada una el humo hacia el cielo, hacia la tierra y hacia los cuatro puntos cardinales y alargó el calumet a Old Death. Este echó otra plática amistosa, dio las mismas chupadas y me alargó la pipa, observando que había hablado por todos nosotros, de modo que sólo nos restaba dar las chupadas de ritual. De mí pasó la pipa a Lange y luego a su hijo. Sam fue excluido; pues a haber tocado sus labios la pipa, ésta no habría vuelto a la boca del indio, aunque, por otra parte, el negro entraba en nuestro tratado de paz.

Cuando la ceremonia hubo terminado, los comanches que seguían en pie se sentaron en un ancho círculo alrededor nuestro, y el explorador indio fue llamado para que relatara nuestro encuentro. Hízolo así, pero sin mentar que hubiese sido apresado por Old Death. Cuando hubo terminado, pedí que acompañaran a Sam hasta donde estaba mi caballo, en busca de mis cigarros, de los cuales ofrecí uno al cacique, pues habría perjudicado a mi honra de caudillo si hubiera obsequiado tan fraternalmente a todos los guerreros comanches. El Oso Grande parecía saber qué cosa era un cigarro, pues su rostro expresaba la mayor de las delicias al aspirar su aroma; a las primeras chupadas exhaló un gruñido de satisfacción que le asemejaba a los animales proveedores de los famosos jamones de Westfalia cuando se rascan, bien repleta la panza, en la pared de la pocilga. Luego nos preguntó afectuosamente por el objeto de nuestro viaje. Old Death no juzgó prudente decirle la verdad y se limitó a manifestarle que íbamos en busca de unos blancos que habían partido para el Río Grande con objeto de pasar a México.

—Entonces pueden seguir en nuestra compañía mis hermanos blancos —repuso el caudillo—, pues llevamos la misma dirección. Pensamos salir en cuanto hayamos hallado las huellas del apache a quien buscamos.

—¿De dónde procedía?

—Del lugar en donde los guerreros comanches conferenciaron con los perros apaches. Los blancos le llaman Fort Inge. Estaba destinado a morir, pero logró escapar; mas tiene unas cuantas balas en el cuerpo, que le impedirán avanzar mucho. Debe de andar escondido por los alrededores. ¿Han visto acaso mis hermanos blancos algún rastro?

No cabía duda que se refería al herido a quien Winnetou había ayudado a pasar el río y había vendado en la orilla opuesta. De Winnetou no sabían nada los comanches.

—No —contestó Old Death, con lo cual no mentía, pues no habíamos visto huellas, sino unos hoyos dentro del río. Ni por un momento pensó en descubrir al heroico Winnetou.

—Señal cierta de que ese perro se ha escabullido río abajo. Poco habrá podido andar, a causa de su estado, y porque los comanches estaban preparados a recibir a los apaches de este lado del río si lograban escapar con vida de Fort Inge.

Estas palabras encerraban un peligro evidente para Winnetou, y aunque yo estaba convencido de que los comanches no hallarían en el río las pisadas deshechas por los cascos de nuestros caballos, había que suponer, si hacía ya cuatro días que estaban en la comarca, que los apaches habrían caído ya en manos de alguna división comanche. La ignorancia del Oso Grande no probaba que esto no hubiere ocurrido. Old Death, que estaba en todo, observó:

—Si mis hermanos recorren el río hallarán el vado que pasamos nosotros y un tilo descortezado. Una de mis viejas heridas amenazaba abrirse y hube de vendarla con la corteza. Es un remedio admirable, que recomiendo a los guerreros comanches.

—Los guerreros comanches conocen ese remedio y lo emplean siempre que tienen cerca un bosque. Mi hermano blanco no me ha dicho nada nuevo.

—Pues entonces sólo me queda desear que los valientes comanches no se vean en la precisión de emplearlo con frecuencia. Les deseo lauros y victoria, pues soy su amigo y por eso siento tener que dejarlos. Ellos han de buscar una huella y nosotros tenernos prisa por alcanzar a nuestros paisanos.

—Entonces tropezarán mis hermanos con el Castor Blanco, que se alegrará de verlos. Yo les daré un guía que los acompañe hasta donde está él.

—¿Dónde se halla tu padre, el famoso caudillo?

—Para contestar a Old Death tendré que citar los lugares como lo hacen los rostros pálidos. Si mis hermanos se encaminan desde aquí hacia Poniente, llegarán al afluente del Nueces llamado Turkey-Creek (Arroyo del pavo). De allí pasarán al ChicoCreek, desde donde se extiende un gran desierto hasta el Elm-Creek. En ese desierto se hallan los guerreros del Castor Blanco, para no dejar pasar a nadie el vado que más arriba del Eagle-Pass atraviesa el Río Grande del Norte.

—¡Demonio! —exclamó involuntariamente el westman; pero añadió luego—: Es precisamente el camino que pensábamos recorrer. Mi hermano rojo nos ha complacido mucho con esa noticia, y yo estoy encantado de la circunstancia que me permite volver a ver al Castor Blanco. Pero ahora nos conviene descansar para partir de madrugada.

—Entonces voy a indicar a mis hermanos el sitio donde pueden acampar tranquilamente.

Se levantó y nos condujo junto a un árbol muy grande y de espeso follaje, bajo el cual nos invitó a que pernoctáramos. Luego mandó traer nuestras sillas de montar y las mantas. Desde que había fumado con nosotros el calumet parecía transformado. Después que se hubo alejado, inspeccionamos nuestras bolsas y no echamos en falta el menor objeto, lo cual era realmente laudable. Acomodamos las sillas para que nos sirvieran de almohada y envolviéndonos en las mantas nos echamos a dormir. Poco después, a pesar de la oscuridad, observamos que los comanches se disponían a descansar, formando un círculo cerrado en torno nuestro. Old Death dijo entonces:

—Eso no debe despertar ningún recelo, pues más bien tiene por objeto protegernos que impedir nuestra fuga. Cuando se ha fumado el calumet con un indio puede uno fiarse de él sin reparo. Sea como fuere, vamos a tratar de alejarnos de su compañía. Le he contado una buena bola respecto al tilo y al vado, a fin de despistarlos en lo que se refiere a Winnetou, aunque me imagino que a éste le será muy difícil atravesar con felicidad el Río Grande. En otro lo consideraría imposible; pero tratándose de él tengo aún alguna confianza, aunque la compañía del herido es otra dificultad insuperable. Para tales conferencias suele escogerse a los hombres de más experiencia, lo cual me da a entender que el herido será viejo; y si a esto se añade la fiebre que le ocasionaría una carrera desesperada, temo por la suerte de Winnetou, a quien así podemos dar por perdido. Pero a dormir; buenas noches.

¡Buenas noches! Para mí no lo fueron, pues el sueño no quería visitarme; la suerte de Winnetou me tenía desvelado. Al salir el sol me encontró tan despierto como lo estaba al ponerse. Desperté a mis compañeros, que se levantaron sin hacer el menor ruido; pero acto continuo vimos levantarse también a los indios. De día podíamos contemplarlos a nuestro sabor; cosa que no era muy fácil a la escasa claridad de una hoguera. El aspecto de sus horribles caras y de sus extraños trajes, producía escalofríos de pavor. Eran muy pocos los que iban completamente vestidos: los más estaban cubiertos de harapos en que pululaban repugnantes parásitos; pero todos eran hombres fornidos y bien formados, pues la tribu comanche tiene fama por la belleza de sus varones, cosa que no puede decirse respecto de las hembras, ya que la mujer es la esclava despreciada del piel roja.

El caudillo nos preguntó si queríamos tomar algo, y, en efecto, nos trajo unos cuantos pedazos de carne de caballo muy bien aderezada. Le dimos las gracias pero no aceptamos el presente, so pretexto de que llevábamos las suficientes provisiones, aunque éstas se reducían a un minúsculo pedazo de jamón.

Luego nos presentó al guía que había de acompañarnos y Old Death tuvo que hacer verdaderos prodigios de diplomacia para evitar la compañía del comanche. Por fin logró deshacerse de él alegando que sería una deshonra para los guerreros blancos llevar un guía como si fueran niños, o no tuvieran habilidad ni experiencia para encontrar sin ayuda ajena al Castor Blanco. Después de llenar de agua nuestros odres, hechos con pellejos de cabra, y de haber sujetado en los arzones unos cuantos haces de hierba para los caballos, tras una breve despedida salimos del campamento. Mi reloj señalaba entonces las cuatro.

Empezamos cabalgando despacio para hacer entrar poco a poco en calor a nuestros caballos; íbamos pisando hierba verde y fresca, la cual fue tornándose cada vez más corta y seca hasta desaparecer del todo y dejar el sitio a la arena. En cuanto perdimos de vista los árboles de la orilla del río, que quedaba a nuestra espalda, pareció que nos hallábamos en pleno Sahara: extendíase ante nosotros una llanura perfectamente plana, sin la menor elevación y cubierta de una arena seca y amarillenta, que crujía a nuestros pies, y sobre nuestras cabezas un sol abrasador que, no obstante lo temprano de la hora, nos derretía los sesos. Old Death nos dijo entonces:

—Ahora podríamos poner al trote los caballos, pues hay que aprovechar las horas de la mañana en que nos dará el sol por la espalda. Como nuestro rumbo es a Occidente, por la tarde lo tendremos de cara, lo cual es muy molesto y penoso.

—¿Y no nos extraviaremos en esta llanura monótona que no ofrece señal alguna? —pregunté yo, haciéndome el ignorante.

Old Death, con una de sus risas más burlescas, contestó:

—Ya ha soltado una de sus peculiares y famosas preguntas. ¿No sabe usted que el sol es el guía más seguro? Nuestra meta actual es Turkey-Creek, que está a cerca de i6 millas de aquí. Si no tiene usted inconveniente, llegaremos allá dentro de dos horas largas.

Picó en seguida espuelas a su caballo, que del trote pasó al galope, y nosotros hicimos lo propio. Desde aquel momento ya no se habló palabra, preocupado cada cual en aligerar de su carga a su montura y en no molestarla con movimientos superfluos. Así pasó una hora y otra, durante las cuales a ratos poníamos a nuestros animales al paso para dejar que respiraran. De pronto extendió Old Death el brazo y me dijo:

—Mire usted su reloj. Hace dos horas y cinco minutos que cabalgamos y ya tenemos al río Nueces a la vista. ¿Calculé bien, eh?

En efecto, había acertado al minuto, y continuó:

—Tenemos el reloj metido en el cuerpo. Hasta en la noche más tenebrosa le diré a usted la hora sin temor a equivocarme más que en pocos minutos. Eso también lo aprenderá usted con el tiempo.

Una raya oscura indicaba el curso del río, aunque en sus orillas no había árboles sino arbustos. Encontramos fácilmente un vado y llegamos al Turkey-Creek, que desemboca allí, en el río Nueces. El Turkey-Creek apenas llevaba agua. De allí nos encaminamos al ChicoCreek, adonde llegamos después de las nueve. Su lecho estaba también seco, y sólo de trecho en trecho se veían algunas charcas fangosas de las cuales salía algún mísero hilillo de agua, que iba a perderse río abajo. No había en sus orillas ni árboles ni arbustos, y aun la escasa hierba estaba seca y mustia. En la orilla opuesta desmontamos y abrevamos a los caballos con el agua que llevábamos en los odres, sirviéndonos de cubo el sombrero de Lange. La hierba que llevábamos fue devorada por los pobres animales en poco tiempo, y después de descansar media hora seguimos el camino del Elm-Creek, término de nuestra jornada. En esta segunda etapa dieron los caballos señales de cansancio; la parada de media hora no los había reconfortado bastante, y hubimos de ponerlos al paso.

Era ya mediodía; el sol lanzaba rayos de fuego y la arena era tan ardiente y tan profunda que los caballos avanzaban penosamente, con lo cual se retrasaba mucho la marcha. A las dos desmontamos para darles el resto del agua, para lo cual tuvimos que privarnos nosotros de ella, por consejo de Old Death, quien aseguraba que nosotros podíamos soportar mejor la sed que los pobres animales obligados a llevarnos por aquel desierto de fuego.

—Por lo demás —añadió sonriendo—, se ha portado usted bien, pues no sospecha siquiera la distancia que hemos recorrido. Le decía a usted ayer que llegaríamos por la noche a nuestro destino; pero ahora puedo ya declarar que dentro de dos horas estaremos allí. Es ésta una hazaña que no sabrían imitar otros con el ganado que tenemos.

Torció entonces la dirección que llevábamos, que era el Oeste, para hacer rumbo al Sur, y continuó:

—Es un verdadero milagro no haber topado aún con los comanches, que han debido de correrse hacia el río. ¡Qué tontos son en perder el tiempo buscando a los apaches fugitivos! Si llegan a pasar el río en seguida, sorprenden a sus enemigos.

—Supondrán que pueden hacerlo aún —observó Lange—; porque si Winnetou no pasa con felicidad el río en compañía del herido, ignorará que tiene a esos traidores tan cerca.

—No está usted muy lejos de lo cierto, señor Lange. La circunstancia de que no hayamos visto a los comanches me preocupa por Winnetou. Ya no andan desperdigados, sino que parece que se han reconcentrado, y eso me da mala espina. Acaso hayan caído ya los dos apaches en manos de sus enemigos.

—¿Qué suerte le cabría entonces a Winnetou?

—La más espantosa que se puede imaginar. No porque vayan a matarle ni aplicarle tormentos durante la campaña: eso no. Tener prisionero al famoso caudillo de los apaches sería un acontecimiento que se celebraría de un modo solemne, es decir, espantoso. Le llevarían con fuerte escolta a los campamentos de los comanches, donde se hallan las mujeres, los viejos y los niños. Allí le cuidarían extraordinariamente bien, sin faltarle nada, excepto la libertad. Las mujeres se complacerían en adivinarle todos los gustos… Pero si piensan ustedes que eso sería amabilidad, están muy equivocados. Se cuida y reconforta a los prisioneros para someterlos después a mayor número de torturas, a fin de prolongarles la vida y con ella los padecimientos. Les aseguro a ustedes que Winnetou moriría lentamente; pero no en un día ni dos, sino que despedazarían su cuerpo con precauciones casi científicas, para que durara y padeciera el mayor tiempo posible. Esa es la muerte digna de un caudillo famoso, y estoy convencido de que él soportaría los tormentos más refinados sin hacer un gesto de dolor y burlándose de sus verdugos. Temo por él, y les digo a ustedes francamente que si el caso llegara arriesgaría mi vida por arrancarle de manos de sus enemigos. Sea como fuere, debemos de tener a los comanches a Occidente, y nos desviaremos algo al Este para ver a un antiguo amigo que podrá decirnos algo de lo que pasa en Río Grande, pues pasaremos la noche con él.

—¿Seremos bien recibidos?

—Claro que sí, pues si no, no le llamaría amigo. Es un ranchero, un hacendado, un verdadero mejicano de puro origen español. Uno de sus antepasados recibió el espaldarazo de manos de no sé quién y él se llama caballero, por lo cual le ha dado a su hacienda el sonoro nombre de «Estancia del Caballero». Nosotros le llamaremos Don Atanasio.

Después de esta declaración seguimos en silencio nuestro camino, esforzándonos en vano en poner al galope a nuestros caballos, que se hundían en el suelo casi hasta los corvejones. Poco a poco fue disminuyendo la profundidad de la arena, y a eso de las cuatro de la tarde volvió a asomar la hierba. Poco después penetramos en la pampa, en donde vaqueros a caballo guardaban ganado vacuno, lanar y caballar. Nuestras cabalgaduras parecieron cobrar nueva vida y se pusieron a trotar alegremente. Una arboleda se levantaba ante nosotros, y al aproximarnos vimos brillar algo blanco por entre las ramas.

—Es la Estancia del Caballero —observó Old Death—. Su construcción es extraña, pues imita exactamente los estilos arquitectónicos de los Mogui y de los Zuni, o sea el de fortaleza, tan necesario en estas tierras.

Nos acercamos más al edificio y pudimos distinguir los pormenores del mismo. Hallábase rodeado de un doble muro de la altura de un hombre y provisto de un portalón ancho y alto, con un puente sobre un foso profundo pero sin agua. La casa era de figura cúbica, y toda la planta baja quedaba invisible, merced al muro. El primer piso retrocedía, formando una especie de galería descubierta circular, sombreada por toldos blancos. No había ventanas, y sobre aquel piso, cuadrado, se levantaba otro en la misma forma. La base de este otro era menor que la del anterior, y formaba otra galería circular cubierta de toldos, de modo que los tres pisos formaban como tres dados superpuestos de dimensiones cada vez más pequeñas. Las paredes estaban encaladas y los toldos eran blancos, de manera que la hacienda se destacaba desde lejos como un faro. Al acercarnos observamos en cada piso hileras corridas de aspilleras, que pudieran servir de ventanas.

—¡Hermoso palacio! —dijo Old Death sonriendo—. Su mobiliario y su interior les admirarán aún más a ustedes. Quisiera conocer al cabecilla indio que se atreviera a asaltar ese reducto.

Pasamos el puente y nos acercamos al portalón, en el que había una abertura por la cual descubrimos una campana grande, como de iglesia. Old Death tiró de la cuerda y su sonido debió de oírse a media hora a la redonda. Al poco rato asomaron por la gatera unas narices y unos labios gruesos, que gruñeron en español:

—¿Quién llama?

—Amigos del amo. ¿Está Don Atanasio?

La nariz y los labios descendieron de nivel para dejar sitio a unos ojos negros, y poco después oímos la misma voz que decía:

—¡Qué alegría, señor Death! En seguida abro. Entre, mientras le anuncio a los señores.