CAPÍTULO TERCERO

EL COMANCHE PRESO

Nosotros anduvimos un gran trecho en el mayor silencio, pues Old Death, con la cabeza inclinada sobre el pecho, estaba entregado a sus pensamientos. Poníase entonces el sol; nos quedaba una hora de día y vimos al Sur, en el horizonte, señalarse una línea cortada como a cuchillo. Habíamos deseado llegar al río Leona, donde esperábamos hallar frondoso bosque, el cual debía dibujarse en lontananza como una línea oscura, y supusimos que no habíamos llegado aún al término de nuestra jornada. Esto obligaba a Old Death a hostigar sin descanso a su caballo, apenas el animal decaía en su andadura. La velocidad de la marcha tuvo por efecto que en el momento de ponerse el sol pudiéramos distinguir aquella línea oscura hacia el Sur, que fue adquiriendo relieve a medida que nos aproximábamos a ella. El suelo, duro y yermo hasta entonces, volvió a reverdecer, y observamos que aquella línea estaba formada por árboles gigantescos cuya fronda convidaba al descanso. Old Death puso su caballo al paso y nos dijo:

—Donde hay árboles hay agua: tenemos, pues, el río Leona a dos pasos, y en sus orillas descansaremos.

Poco después llegábamos a la arboleda, formada por varias hileras de chopos que se extendían en ambas orillas del río, cubiertas también de arbustos y cañaverales. El lecho del río era ancho, pero escaso el caudal que llevaba; mas el sitio donde nos detuvimos era tan poco apropiado para vadearlo, que seguimos río arriba en busca de más fácil paso. Recorrimos un buen trecho y por fin hallamos un sitio en que los guijarros estaban a flor de agua. Entramos en el río, con Old Death al frente, y en el momento mismo, saltó el westman del caballo y se puso a examinar el fondo del vado.

—¡Bien! —exclamó—. Me lo figuré: hemos dado con las huellas que no pudimos descubrir antes a causa de los guijarros de la orilla. Fíjense en el lecho del río.

Desmontamos todos y observamos en el lodo unos hoyos redondos, del ancho de una mano, que se internaban en el río.

—¿Es este el rastro? —preguntó Lange—. Procede de los cascos de un caballo, que seguramente llevaría jinete.

—Acércate, Sam; quiero saber tu opinión.

El negro, que se mantenía modestamente detrás de todos, se acercó a examinar las señales y observó:

—Ser dos jinetes los que han pasado.

—¿Por qué supones que fueran jinetes y no caballos solos?

—Porque estar herrados, y así no ser mustangos salvajes. Además, las huellas ser profundas, por llevar carga y ésta ser jinetes. Los caballos no van por parejas, sino uno detrás del otro y se paran a beber antes de atravesar el río. Pero aquí no detenerse, sino correr derecho al río e ir uno al lado del otro. Esto indica que ellos ir forzados por bocado y rienda, y donde haber esto haber silla y jinete.

—¡Muy bien discurrido! —observó Old Death satisfecho—. Yo no habría sabido explicarlo mejor. Ya veis, señores, que hay casos en que un blanco puede aprender mucho de un negro. Está visto que llevaban mucha prisa cuando no han dado tiempo a sus caballos de abrevarse por lo menos, y como éstos debían de estar sedientos y no hay buen jinete que no atienda a su caballo antes que a sí mismo, supongo que los abrevarían al llegar a la orilla opuesta. De modo que estos dos hombres han tenido motivos muy graves para pasar el vado a toda prisa. Espero que pronto sabremos cuáles han sido esos motivos.

Entretanto nuestros caballos habían bebido a largos sorbos. Nosotros volvimos a montar y llegamos a la otra orilla sin mojarnos, pues era el vado tan somero que el agua no nos llegaba ni a los estribos. En cuanto estuvimos al otro lado del río, Old Death, a cuya vista penetrante no se le escapaba nada, nos dijo:

—Ahora sé el motivo de todo: vean ese tilo descortezado desde la altura de un hombre, y esas estacas clavadas en el suelo.

En efecto, vimos clavados en el suelo dos líneas de palitos tan delgados como lápices y no más largos que éstos. Old Death prosiguió:

—Me preguntarán ustedes para qué han podido servir esos palos y qué relación tienen con los árboles descortezados… ¿Ven las virutas resecas de la corteza desparramadas por el suelo? Pues esos palitos forman un aparato tejedor. ¿Han visto ustedes alguna vez las tablas o cojines de hacer puntilla, en que por medio de nudos se tejen redes, encajes, toquillas y otros objetos? Pues bien: un aparato semejante tenemos a la vista, sólo que consta de madera y puntas de hierro o alfileres. Los dos jinetes han anudado con la corteza una venda de dos varas de largo por seis pulgadas de ancho, como indica la disposición de las estacas. Estas bandas o fajas de corteza fresca las emplean los indios para vendar sus heridas. La corteza todavía húmeda y jugosa refresca y desinfecta la herida, y al secarse se encoge de tal modo que puede sostener incluso huesos lesionados. Me figuro, por lo tanto, sin temor a equivocarme, que uno de los dos jinetes va herido. Observen ustedes ahora el lecho del río, en cuyas arenas verán huecos anchos, en forma de concha, los cuales indican que los caballos se han revolcado ahí, como es costumbre de los caballos indios. Sus dueños los despojarían de silla y arreos para que pudieran refrescarse a su sabor, cosa que sólo permiten a sus cabalgaduras cuando les espera una penosa y larga caminata. Podemos, pues, dar por seguro que los dos viajeros se han detenido el tiempo necesario para hacer un vendaje y luego han seguido su camino. El resumen de nuestra investigación es el siguiente: dos jinetes montados en caballos indios y uno de los cuales va herido, han pasado por aquí y llevan tanta prisa, que no han abrevado siquiera a sus caballos hasta llegar a la orilla opuesta, en la cual se han detenido a preparar una venda de corteza, y una vez hecha la cura han continuado su caminata. ¿Qué deducen ustedes de esto, señores? Esfuercen un poco el caletre —añadió el westman.

—Trataré de hacerlo —contesté yo—; pero no ha de reírse usted de mí si no acierto.

—Ni por asomo; le considero a usted mi discípulo, y de un aprendiz no se deben exigir maestrías.

—Como ambos caballos eran indios, supongo que los jinetes pertenecen a una tribu india… Esto me hace pensar en los acontecimientos de Fort Inge, de los cuales resulta que uno de los apaches escapó, pero fue herido. Winnetou hizo lo mismo, siguiendo seguramente al otro fugitivo, al cual alcanzaría por tener mejor caballo.

—No está mal —replicó Old Death—. ¿Y qué más?

—A los dos apaches les interesaba ante todo llegar cuanto antes a su tribu para poner en su conocimiento la infamia que se había cometido con sus enviados y preparar la defensa contra sus enemigos. Así se explican sus apresuramientos, de modo que no se han preocupado por la herida hasta llegar al río, donde tenían seguridad de hallar la corteza necesaria para la cura. Por lo tanto, después de conceder a sus caballos ese pequeño descanso, han salido escapados para su campamento.

—Estoy satisfecho de mi discípulo y me atrevo a asegurar que, en efecto, los indios eran Winnetou y el parlamentario. Claro está que llegamos demasiado tarde para descubrir sus huellas en la hierba; pero yo me imagino la dirección que han tomado. Han tenido que vadear el Río Grande como nosotros y luego han caminado en línea recta, que es la nuestra; y así calculo que pronto daremos con alguna señal relativa al paso de los dos jinetes. Por de pronto nos toca ahora buscar un sitio apropiado donde acampar, pues mañana hemos de salir antes que rompa el alba.

La experta mirada del explorador divisó muy pronto un lugar adecuado para nuestro acomodo; era una plazoleta cubierta de hierba y rodeada de espesos arbustos. Desensillamos los caballos para que pacieran a su placer, trabándolos con los lazos comprados en La Grange. Luego nos tendimos en el suelo y sacamos los restos de nuestras provisiones para la frugal cena. Al preguntarle yo si encenderíamos una hoguera, Old Death, irónico como nunca, contestó:

—Esperaba esa pregunta. Sin duda habrá leído alguna novela de costumbres indias de Cooper y otros. Le habrán gustado a usted mucho las aventuras románticas que refieren ¿eh?

—En efecto, son muy interesantes.

—¡Vaya! Aquellos episodios se leen muy a gusto; en ellos sucede todo con la mayor limpieza y pulcritud. Se enciende la pipa o el puro, se echa uno cuan largo es en el sofá, con los pies en alto, y se embebe el lector en el libro más estrambótico que haya entrado nunca en una biblioteca popular. Pero de ahí a internarse por sus propios pies en la selva virgen, en el desconocido Oeste, hay una distancia inconmensurable, y entonces se ve que es muy distinto verlo a leerlo. Cooper es un escritor distinguido, y también yo me he empapado de sus historias de cacerías y salvajes, pero él no estuvo nunca en el Occidente. Supo mezclar admirablemente la realidad con la poesía, y en estas tierras sólo se estila la primera, pues por mucho que me he esforzado no he logrado hallar nunca ni rastro de poesía. ¡Leído resulta tan pintoresco acampar alrededor de la hoguera en que se asa el sabroso solomillo de bisonte! ¿No es verdad? Pues bien: si tuviéramos la mala ocurrencia de encender una fogata, el olor atraería hacia acá a todos los indios que se hallaran en dos millas a la redonda.

—¡A una hora de distancia! ¿Es posible?

—¡Vaya! No sabe usted qué fino olfato gastan los pieles rojas; y si a ellos se les escapa, se lo revelan sus caballos con el funesto resoplido que les tienen enseñado y que ha costado la vida a muchos blancos. Por todo ello renuncio hoy a la poesía de la fogata.

—Pero no habrá que temer que los indios anden cerca, puesto que los comanches no están aún en camino. Antes que los parlamentarios lleguen al campamento y salgan los mensajeros a avisar a los guerreros de las distintas tribus, ha de pasar bastante tiempo.

—¡Hum! ¡Qué bien saben discurrir a veces los greenhorns! Pero he de advertirle a usted que se le han escapado tres cosas, a saber: Primero, que nos encontramos ya en territorio comanche; segundo, que sus guerreros han bajado ya hace tiempo a México, y, tercero, que los rezagados no necesitan reunirse, por estar ya dispuestos para salir a campaña. ¿Cree usted, por ventura, a los comanches tan estúpidos que fueran a matar a los embajadores apaches sin estar ya preparados a las resultas? Yo le aseguro a usted que la traición cometida no es hija de un momento de cólera, sino de un plan madurado y proyectado con tiempo. Yo creo que los comanches están ya en el Río Grande y temo que a Winnetou y su compañero les cueste trabajo pasarlo sin que los sorprendan.

—¿Entonces va usted a favor de los apaches?

—Secretamente, sí. Han cometido con ellos una infamia, atacándolos a traición; además Winnetou me inspira especial simpatía; pero la prudencia nos aconseja no tomar abiertamente partido por ellos. Podemos darnos por contentos con llegar sanos y salvos a nuestro destino, y por lo tanto no estamos en situación de favorecer a unos ni a otros. Por lo demás, no tengo tampoco motivos para temer a los comanches, de quienes soy muy conocido. A sabiendas no les hice nunca el menor daño y siempre me han recibido con amabilidad. Incluso uno de sus caudillos más famosos, Oyo-Koltsa (el «Castor Blanco»), es buen amigo mío, pues le presté un servicio que juró no olvidar mientras viviera. En efecto, allá arriba, a orillas del Red River, se vio asaltado por un grupo de chickasaws, que le habrían quitado la vida y el scalp sin mi casual aparición. Esa amistad es hoy para nosotros de grandísima importancia, y a ella me acogeré en caso de que los comanches no nos traten como deben. Por lo demás, somos cinco hombres y espero que si llega el caso cada cual sabrá manejar su escopeta convenientemente. Antes de cederle a un indio mi cuero cabelludo con mis cuatro pelos, obligaré a una docena de sus compañeros a que saquen billete para los eternos cotos. Sea como fuere, hemos de estar preparados a lo peor y apercibirnos como si fuéramos a pasar por una comarca enemiga. Por eso es preciso establecer guardias, en lugar de tumbarnos todos a la bartola. Los centinelas se relevarán de hora en hora, y ahora echaremos suertes, con pajas de distinta medida, y la que saque cada uno le indicará la hora en que ha de entrar en vela. Así tendremos cinco horas de descanso, para restaurar nuestras fuerzas.

En efecto, Old Death cortó cinco pajas y a mí me tocó la última guardia. En esto iba anocheciendo y hasta que nos llegó el sueño no se estableció el turno. Con el cigarro en la boca dimos comienzo a una animada conversación, que amenizó Old Death, contándonos interesantes episodios de su vida. Observé que elegía siempre aquellos que pudieran encerrar para nosotros alguna enseñanza. El tiempo volaba, y mi reloj de repetición señaló las diez y media. De pronto calló Old Death y escuchó atentamente. Uno de nuestros caballos dio un resoplido, pero en esa forma especial que denota excitación y temor y que me llamó la atención en seguida.

—¡Hum! —gruñó el viejo cazador—. ¿Qué ha sido eso? ¿No tuve razón al asegurar a Cortés que nuestros jacos conocían la pampa? Ese resoplido lo da sólo el caballo que ha llevado a un westman en los lomos. ¡Alerta, que se aproxima algo sospechoso! Nada de volver la cabeza, señores. Está la espesura como boca de lobo, y cuando se esfuerza la vista para atravesar las tinieblas adquieren los ojos un brillo delator. De modo que debéis seguir tranquilamente como estáis. Yo me encargo de explorar el terreno con el sombrero encasquetado hasta las narices… Pero oíd, otra vez; no os mováis, por Dios.

De nuevo resoplaron los caballos y uno de ellos —debía de ser el mío— piafó como si intentara escapar. Todos callamos como si tales síntomas no nos alarmaran lo más mínimo, mientras Old Death decía en voz muy baja:

—¿A qué viene ese silencio repentino? Si hay cerca un enemigo acechándonos habrá notado que nos hemos callado de pronto y nos ha chocado el resoplar del caballo. Conque a seguir la conversación como si tal cosa…

De pronto el negro observó en voz baja:

—Sam saber dónde estar el hombre… Sam ver dos ojos.

—Me alegro; pero no le mires, para que no vea los tuyos. ¿Dónde está?

—Donde Sam amarrar su caballo, a la derecha. Entre el follaje del endrino, relucen dos puntos claros pegados al suelo.

—Está bien: yo me deslizaré de manera que cogiéndole por la espalda pueda echarle la zarpa en el cogote. Debe de ser uno solo, pues en caso contrario ya nos lo habrían revelado los caballos. Continúen ustedes conversando en voz alta, primero para despistar al espía y luego para apagar el ruido que haga yo, inevitable, a causa de la oscuridad.

Lange me hizo una pregunta en alta voz a la que contesté yo en el mismo tono, originándose así un diálogo al cual traté de dar un colorido cómico, que excitara la risa. Unas sonoras carcajadas eran lo más apropiado para convencer al que nos acechaba de que estábamos descuidados, y para que no se diera cuenta de que se le acercaba Old Death. Will y el negro me ayudaron muy bien en este punto y nuestras ruidosas manifestaciones duraron diez minutos, al cabo de los cuales Old Death nos gritó:

—Vaya, no gritéis tanto, que parecéis locos y ya no es necesario, pues está bien seguro. Allá voy con él.

Desde el sitio donde Sam había atado a su caballo vino hasta nosotros ruido de ramaje movido violentamente y vimos en seguida a Old Death venir con pesados pasos y echarnos a los pies su carga, diciendo:

—Ya está. Ha sido harto fácil la lucha, porque armabais tal vocerío que este pobre indio no se habría enterado ni de un terremoto que hubiese ocurrido a su lado.

—¡Un indio! —exclamamos todos—. ¿No habrá otros por los alrededores?

—Es posible, pero no probable. Necesitamos luz para verle la cara a este buen mozo. Allá abajo hay hojarasca y leña seca. Voy por ella; pero ¡ojo con el prisionero!

—No se menea siquiera. ¿Estará muerto?

—No lo creo. Supongo que sólo habrá perdido el sentido; le he atado con su misma faja. Antes que él vuelva en sí estaré yo de regreso.

Old Death se fue en busca de la leña, que luego cortarnos en pequeños trozos, y como estábamos bien provistos de fósforos, al poco rato teníamos una hoguerita cuyo resplandor bastaba para darnos a conocer al nuevo huésped. La madera era tan seca que casi no daba humo, lo cual favorecía el examen del preso. Llevaba éste calzones indios con fleco de cuero, zamarra del mismo material y mocasines sencillos sin adorno alguno. Tenía toda la cabeza afeitada, fuera de la coronilla donde llevaba un rizo. Todo su rostro estaba embadurnado de rayas negras sobre fondo amarillo. Sus armas, así como todo lo que llevaba pendiente del cinto, se las había quitado Old Death. Consistían las primeras en cuchillo, arco y una aljaba de cuero, atada con una correa. El indio permanecía inmóvil, con los ojos cerrados, como si hubiera muerto. Old Death, después de contemplarle un rato, observó:

—Es un guerrero insignificante, pues no lleva señal de haber matado a un solo enemigo. En su cinturón no descubro ningún scalp ni en sus polainas los flecos de cabellos humanos. Ni siquiera lleva el bolso de la medicina, de modo que, o bien no tiene aún nombre alguno, o lo ha perdido al quedarse sin su medicina. De ahí que le hayan encargado de esta exploración para que, siendo cosa peligrosa y difícil, pueda distinguirse, matar a un enemigo y conquistarse un nombre nuevo. Miren; ya se mueve, y pronto volverá en sí. ¡Silencio absoluto!

El preso estiró los miembros y respiró con fuerza; pero al darse cuenta de que tenía atadas las manos recibió un susto terrible. Abrió los ojos e intentó ponerse en pie, pero volvió a caer y nos miró con ojos extraviados. Al fijarse en Old Death, exclamó lleno de espanto:

—¡Koscha-pehve!

Esta palabra comanche significa Old Death: la Vieja Muerte.

—Yo soy —asintió el westman—. ¿Me conoce el guerrero rojo?

—Los hijos de los comanches conocen al hombre que lleva ese nombre, puesto que ha estado en su campamento.

—Tú eres comanche; lo he comprendido por los colores guerreros que llevas en la cara. ¿Cómo te llamas?

—El hijo de los comanches perdió su nombre y ya no volverá a llevar otro: salió a recuperarlo, pero ha caído en manos de los rostros pálidos, cubriéndose de infamia y vergüenza. Por eso ruega a los guerreros blancos que le quiten la vida; él entonará al morir el himno de guerra y ni una sola queja saldrá de sus labios mientras se consuma su cuerpo en la hoguera, atado al palo de los tormentos.

—No podemos cumplir tu demanda porque somos cristianos y amigos tuyos. Te he cogido porque estaba tan oscuro que no he podido conocer si eras hijo de la tribu de los comanches, con la cual vivimos en paz. Vivirás, pues, y realizarás todavía grandes hazañas, conquistando un nombre que haga temblar a tus enemigos. Eres libre.

Y soltó las correas del preso. Yo había esperado que el comanche se levantara loco de alegría; pero no fue así, sino que continuó echado en el suelo, como si todavía estuviese atado, y dijo:

—El hijo de los comanches no es libre y quiere morir. Clávale tu cuchillo en el corazón.

—No tengo motivos ni ganas de hacerlo. ¿Por qué he de matarte?

—Porque me has sorprendido y apresado. Cuando lo sepan los guerreros comanches me arrojarán de su lado y dirán: "Primero perdió su medicina y su nombre, y luego se dejó apresar por los rostros pálidos: sus ojos son ciegos y sus oídos son sordos: nunca será digno de llevar el distintivo de los guerreros.

Dijo estas palabras el indio con acento tan triste, que me llegó al alma. Yo no entendía todo lo que decía, porque hablaba un inglés intercalado de palabras comanches; pero lo que no entendí traté de adivinarlo.

—Nuestro hermano rojo no lleva infamia alguna sobre sí —repliqué yo, antes que pudiera contestarle Old Death—. No es deshonra verse sorprendido y apresado por un guerrero famoso como Koscha-Pehve, y además los comanches ignorarán siempre que has sido nuestro prisionero. Te juramos guardar silencio.

—¿Confirma Koscha-Pehve tus palabras? —preguntó el indio vivamente.

—Con mucho gusto —asintió Old Death—. Haremos como si nos hubiéramos encontrado aquí del modo más pacífico. Yo soy vuestro amigo y no has cometido falta alguna en presentarte a nosotros, una vez enterado de que se trataba de mí.

—Mi famoso hermano blanco dice palabras jubilosas para mí. Confío en vuestra promesa y así me levanto, ya que puedo regresar junto a los míos sin infamia. Los rostros pálidos tendrán en mí a un hombre agradecido por su silencio mientras mis ojos vean la luz del día.

Enderezóse y respiró profundamente como el que siente que le quitan un peso de encima. Su rostro pintarrajeado no revelaba los movimientos de su ánimo; nosotros comprendimos, no obstante, que le habíamos devuelto la vida. Dejé que el experto Old Death continuara la conversación con el indio, y, en efecto, le dijo:

—Mi amigo rojo ha visto cuán buena voluntad le tenemos; esperamos en cambio que él nos corresponda en la misma forma y conteste a las preguntas que voy a hacerle.

—Koscha-Pehve puede fiar en mí, pues sólo hablaré la verdad.

—Mi hermano indio ¿ha salido solo, para matar a un enemigo o a alguna fiera dañina y peligrosa, a fin de volver a su wigwam con un nombre nuevo, o bien ha venido acompañado de otros valientes guerreros?

—De tantos como gotas de agua lleva el río.

—¿Quiere dar a entender mi hermano rojo que todos los guerreros comanches han salido de sus tiendas?

—Han salido en busca de los scalps de sus enemigos.

—¿Cuáles?

—Los perros apaches, los cuales han despedido un hedor que ha llegado hasta las tiendas de los comanches. Por tanto, los míos han montado en sus caballos para extirpar de la faz de la tierra a esos coyotes.

—¿Han escuchado antes el consejo de sus ancianos y de sus prudentes caudillos?

—Los ancianos se reunieron en consejo y determinaron la guerra. Luego los hechiceros consultaron al Gran Espíritu y la contestación de Mánitu fue satisfactoria. Desde los campamentos comanches hasta las aguas que los rostros pálidos llaman Río Grande del Norte, todo hierve en guerreros nuestros. Cuatro veces se ha puesto el sol desde que el hacha de la guerra fue paseada de tienda en tienda.

—¿Y mi hermano rojo pertenece a esos guerreros?

—Así es; a los que acampan más arriba de aquí, a orillas del río. Fui enviado con otros a explorar el terreno y vine río abajo olfateando a vuestros caballos. Me arrastré por entre la espesura para contarlos, y entonces me sorprendió Koscha-Pehve y me tuvo muerto un rato.

—Eso ya está olvidado y nadie ha de volver a mentarlo. ¿Cuántos comanches sois allá arriba?

—Justamente diez veces diez.

—¿Quién es su jefe?

Avat-Vila (el Oso Grande), el joven caudillo.

—No le conozco ni le he oído nombrar nunca.

—Alcanzó ese nombre hace pocos meses, por haber matado en los montes un oso gris y haber traído la piel y las garras. Es el hijo de Oyo-Koltsa, a quien los rostros pálidos llaman el Castor Blanco.

—A ése sí que le conozco, y es amigo mío.

—Lo sé, pues te vi en su compañía cuando te hospedaste en su tienda. Su hijo, el Oso Grande, te recibirá bien.

—¿Qué distancia hay de aquí al sitio donde acampan tus compañeros?

—Mi hermano blanco no tendrá que cabalgar la mitad del tiempo que él llama una hora.

—Entonces iremos a rogarle que nos dé hospedaje. Guíenos el hermano rojo…

Al cabo de cinco minutos estábamos en camino, con el indio a la cabeza. Nos sacó por entre la arboleda hasta terreno abierto y luego se encaminó río arriba.

Un cuarto de hora después se presentaron unas sombras negras que se revelaron como centinelas avanzados del campamento. Nuestro guía cambió con ellos unas palabras y se alejó, haciéndonos señas de que no adelantáramos. Al cabo de un rato volvió por nosotros. Estaba oscuro como boca de lobo, pues el cielo se había cubierto y no asomaba ni una estrella. Yo no cesaba de examinar el terreno en todas direcciones, sin resultado alguno. Por fin volvimos a parar y el guía nos dijo:

—Mis hermanos blancos permanecerán aquí. Los hijos de los comanches no encienden fogatas cuando se hallan en campaña, pero convencidos de que no hay enemigos en los alrededores encenderán una.

Y desapareció. A los pocos instantes percibí un puntito brillante, del tamaño de una cabeza de alfiler.

—Es el punks —me dijo Old Death.

—¿Qué es eso? —le pregunté yo, fingiendo ignorancia.

—El encendedor pampero, o sea dos palos, uno ancho y otro delgado y redondo. El primero tiene un huequecillo relleno de punks o sea de moho seco, procedente de árboles huecos y podridos, que constituye una yesca excelente. El palito delgado se introduce en el hueco lleno de yesca, y se hace rodar con ambas manos como un molinillo de chocolatera. La frotación produce calor y enciende la yesca. ¡Mire!

De pronto surgió una llamita, que se convirtió poco después en inmensa llamarada alimentada por un montón de hojas secas. Muy pronto decayó la llama, porque el indio no consiente resplandores que puedan descubrirle. La hoguera fue rodeada de troncos con los extremos hacia el centro, en que ardía el fuego, fácil de regular con sólo acercar o apartar los troncos según se deseara avivarlo o amortiguarlo. Cuando la hoguera llegó a su punto culminante pude hacerme cargo de dónde estábamos; que era en una arboleda y rodeados de indios con las armas en la mano. Sólo unos pocos tenían escopeta; la mayoría iban armados de lanzas, arcos y flechas; pero todos ostentaban el tomahawk, la terrible hacha de guerra de los indios, que en manos de un guerrero experimentado es un arma mucho más peligrosa de lo que generalmente se supone. En cuanto la hoguera estuvo en su punto nos mandaron desmontar. Se llevaron nuestros caballos, y con ello nos encontramos a merced de los pieles rojas, pues sin monturas no había defensa posible en aquellas tierras. Verdad es que conservábamos nuestras armas; pero cinco contra cien es una proporción muy poco consoladora.