CAPÍTULO SEGUNDO

CON LOS SOLDADOS

Una semana después, cinco jinetes, cuatro blancos y un negro, llegaron al punto donde convergen los ángulos meridionales de los condados de Medina y Uvalde, pertenecientes en la actualidad al Estado de Tejas. Los blancos cabalgaban de dos en dos y el negro cerraba la marcha. Los dos blancos que la abrían llevaban trajes iguales, con la diferencia de que el del más joven era más nuevo que el del otro, hombre seco y descarnado como un esqueleto. Sus caballos, bayos los dos, piafaban alegremente, dejando oír de cuando en cuando un resoplido de satisfacción, lo cual hacía suponer que estaban hechos a la penosa marcha al través de aquellos lugares desiertos. La pareja siguiente la formaban padre e hijo, según se desprendía de su gran parecido y su diferencia de edad. Iban también vestidos de la misma manera, pero no de cuero, como los anteriores, sino de lana. Llevaban las cabezas cubiertas por enormes sombreros de fieltro y sus armas consistían en escopeta de dos cañones, cuchillo y revólver. El negro, musculoso y atlético, llevaba un traje oscuro de indiana, y cubría su cráneo lanoso con una brillante chistera casi nueva. En la mano empuñaba un rifle y llevaba en la faja un machete, o sea un cuchillo largo y corvo, en forma de sable, que se usa en México.

Los nombres de los cuatro blancos ya nos son conocidos: eran Old Death, Lange, el hijo de éste y yo. El negro era el criado de Cortés a quien encontramos guardando la puerta de la casa la noche de nuestra aventura con los del Ku-Klux-Klan.

Habían sido precisos tres largos días para que Old Death se restableciese de la ridícula caída que había dado en el baile. Sospecho que le abochornaba la procedencia de su contusión, pues caer herido en un combate es honroso, pero lesionarse danzando es altamente molesto y ridículo para un viejo westman como Old Death. El magullamiento debió de ser mucho más doloroso de lo que él confesaba, pues de otro modo no habría demorado nuestra salida tres días más. Las involuntarias contracciones de su rostro me indicaban que todavía le dolía la contusión. Al enterarse Cortés de que nos acompañaban los Lange, vino a preguntamos si le haríamos el favor de admitir en nuestra compañía a su negro Sam, petición que no dejó de asombrarnos, pues, la verdad maldito el gusto que da viajar se manas enteras con un negro que no nos va ni nos viene. Cortés se resolvió entonces a explicarse, diciendo que había recibido un telegrama apremiante de Wáshington que le obligaba a enviar una misiva de gran importancia a Chihuahua, cuya contestación debía esperar el mismo recadero. Para tal encargo velase precisado a recurrir a Sam, que aunque negro, era mucho más inteligente y leal de lo que suelen serlo los de su raza. Hacía algunos años que servía a Cortés, y le había dado pruebas de su lealtad y abnegación cruzando varias veces la frontera mejicana a pesar de los peligros y la exposición que ello suponía. Cortés nos aseguró que Sam no nos molestaría lo más mínimo, antes al contrario, se portaría como un criado atento y complaciente. Ante tales explicaciones hubimos de dar nuestro consentimiento, del cual, hasta entonces, no habíamos tenido ocasión de arrepentimos. En efecto, Sam no era solamente un buen jinete, sino un verdadero artista a caballo: se había ejercitado en México guardando potreros. Era, además, complaciente y listo, y se mantenía respetuosamente a cierta distancia detrás de nosotros. Distinguíame a mí con su preferencia, colmándome de atenciones y finezas que no podían ser sino un exceso de simpatía personal.

Old Death juzgó no sólo inútil, sino hasta contraproducente buscar las huellas de Gibson y perseguirle de pueblo en pueblo. Ya sabíamos con toda exactitud la dirección que había tomado el destacamento y en qué poblados tocaría, y así convinimos en dirigirnos derechamente al río Nueces y de allí al Eagle-Pass (Paso del Águila). Era probable que entre el río y el paso diéramos ya con la pista del destacamento. Claro era que no teníamos que dormirnos, puesto que nos llevaban tanta delantera. Yo no creía que pudiéramos darles alcance, pero el viejo westman declaró que la escolta mejicana de los reclutados tenía que mantenerse oculta, por lo cual se vería obligada a torcer a derecha e izquierda dando grandes rodeos, mientras que nosotros podíamos avanzar en línea recta, ventaja que equivalía a unos días de delantera.

Ya habíamos recorrido casi doscientas millas inglesas en seis días, hazaña de que nadie, fuera de Old Death, habría creído capaces a nuestros caballos. Los dos bayos parecían cobrar nueva vida en la pampa. El pasto, el aire libre y el ejercicio les sentaban a las mil maravillas y los veíamos rejuvenecer y animarse de día en día con gran satisfacción del viejo explorador, quien así demostraba su gran experiencia caballar.

Ya habíamos pasado de San Antonio y Castroville, ya habíamos recorrido el fértil condado de Medina y nos acercábamos a una comarca escasa en agua, donde principia el triste arenal de Tejas, que llega, entre el río Nueces y el Río Grande, al colmo de la desolación. Nos dirigíamos primero al río Leona, afluente principal del río Frío, para llegar desde allí al sitio donde el Turkey-Creek desemboca en el río Nueces. Al Nordeste teníamos el elevado Monte Leona con el Fort Inge en las cercanías. Por allí había pasado el destacamento, pero sin dejarse ver de la guarnición del fuerte, por lo cual era de esperar que encontráramos muy pronto rastros de Gibson y sus compañeros.

El terreno que recorríamos era excelente para una caminata rápida; nos encontrábamos precisamente en una pampa muy llana, de hierba corta, por la cual volaban nuestros caballos. El ambiente era diáfano como el cristal, y en él se destacaba con pasmosa claridad el horizonte. Como nos dirigíamos hacia el Sudeste, teníamos los ojos clavados en tal dirección sin hacer gran caso del resto del terreno, y por eso no distinguimos a unos jinetes que venían hacia nosotros, hasta que Old Death nos los hizo observar diciendo:

—¡Atención, señores! ¿Qué es aquello que se ve a lo lejos?

Nos fijamos todos en la dirección que nos indicaba y vimos un punto oscuro que parecía acercarse lentamente.

—¡Hum! —gruñó Lange, haciendo pantalla con la mano ante los ojos—. A mí me parece un cuadrúpedo pastando.

—Diablo, ¡qué lince es usted! Ya se conoce que sus ojos no están hechos a la perspectiva. Ese bulto está a dos millas, y dado el tamaño del objeto y la distancia tan grande, fácil es comprender que no puede ser un solo animal, ni aunque se tratara de un bisonte cinco veces más grande que un elefante descomunal; sobre que por aquí no hay bisontes. Puede darse el caso de que aparezca alguno descarriado, pero no en esta época, sino en primavera o en otoño. Además, el que no tiene práctica se engaña fácilmente respecto del movimiento de un objeto que se halle tan alejado. Los bisontes y los caballos al pastar avanzan lentamente, paso a paso, y yo apuesto cualquier cosa a que ese punto se nos acerca con gran velocidad.

—No es posible —objetó Lange.

—Bueno, pues ya que los blancos no están de acuerdo, veamos lo que piensa el negro. Sam, ¿qué bulto es ese que se ve allí? —preguntó Old Death.

El negro, que sólo por modestia había guardado silencio, contestó a la invitación, diciendo:

—Son jinetes: cuatro, cinco o seis.

—Lo mismo opino yo. ¿Son indios?

—No, señor: indios no venir de frente: indios esconder y espiar blancos antes de hablar a ellos. Los jinetes venir derechos acá, conque ser blancos.

—Estás en lo cierto, buen Sam. Veo con satisfacción que tienes el cacumen más claro que la piel.

—¡Oh, sir, oh! —dijo el negro enseñando todos los dientes al sonreír, pues verse alabado por Old Death era una distinción extraordinaria.

—Si esa gente viene hacia nosotros vale más que los esperemos-observó Lange.

—De ningún modo —replicó el westman—. Ya ve usted que no vienen en línea recta, sino con inclinación al Sur. Ven que nos movemos y para alcanzarnos trazan una diagonal. Conque adelante, que no tenemos tiempo que perder. Acaso sean soldados de Fort Inge que hayan salido de patrulla, y si así fuera no tenemos motivo para felicitarnos del encuentro.

—¿Por qué no?

—Porque no averiguaríamos nada bueno. Fort Inge está bastante alejado hacia el Nordeste, de modo que si el comandante envía patrullas hasta aquí es porque hay peligro: ya lo verán ustedes.

Seguimos adelante sin disminuir la carrera. El manchón, según iba acercándose, fue dividiéndose en seis puntitos pequeños, que iban aumentando rápidamente de tamaño. Pronto vimos que eran jinetes, y poco después distinguimos los uniformes militares. Al cabo de un rato pudimos oír las voces que nos daban de que nos detuviéramos inmediatamente. Era un sargento de dragones con seis soldados, que nos preguntó parando su caballo:

—¿A qué vienen esas prisas? ¿No nos habéis visto venir?

—Claro que sí —respondió tranquilamente el westman—; pero no veo la razón de que tuviéramos que esperarles a ustedes.

—Necesitamos saber quiénes sois.

—Somos blancos, que vamos en dirección Sur, y con esto creo satisfacer la exagerada curiosidad de usted.

—¿Eh? —exclamó el sargento—. No se figure usted que va a burlarse de mí.

—¡Bah! —dijo Old Death, sonriendo sarcásticamente—. Tampoco estoy yo para bromas. Aquí estamos en campo raso y no en una escuela de párvulos, donde siendo usted el dómine, tendríamos que contestar a todo lo que se le ocurriera preguntar, so pena de probar la palmeta.

—Yo sólo tengo que cumplir mi consigna y necesito que me den ustedes sus nombres.

—¿Y si no nos diera la gana de decirlos?

—Estamos bien armados y sabríamos hacernos obedecer.

—¿De veras? Me alegro por ustedes de que lleven armas; pero les aconsejo que no hagan uso de ellas. Somos ciudadanos libres, sargento, y quisiera conocer al hombre capaz de obligarnos a obedecer por fuerza. Ya lo oye: por fuerza. Le aplastaríamos como a una cucaracha.

Al decir esto, sus ojos chispearon, y sus piernas, apretando los ijares a su caballo, le hicieron tomar una actitud amenazadora contra el sargento. Este hizo revolver el suyo y se puso hecho una fiera; pero Old Death le cortó el resuello diciéndole:

—No será preciso recordarte que te doblo la edad, y por lo tanto he visto y experimentado más en un solo año que tú podrías saber en toda la vida. Respecto de vuestras armas, sólo he de preguntaros si creéis que nuestros rifles son de mazapán y nuestras balas de algodón en rama. Os aseguro que si las probarais os habían de escocer en el cuerpo. Dices que obedecéis la consigna… Bien está y así debe ser; pero estoy seguro de que la ordenanza no os manda recibir a westmen honrados como nosotros como a un pelotón de reclutas, ni hablarles con los modales con que un general trataría a los más torpes. Estamos dispuestos a tratar con vosotros; pero como no os hemos llamado ni os necesitamos para nada, exigimos ante todo cortesía y buenos modos.

El sargento carraspeó azorado. Vio que Old Death se le presentaba muy distinto de lo que él se había figurado, y las palabras del explorador causaron el efecto apetecido.

—No se enfade usted así —dijo el sargento, en tono conciliador—, pues no estaba en mi ánimo molestarle.

—Pues ni en tus modales ni en tus expresiones he hallado hasta ahora ni finura ni corrección.

—Es que la pampa no es ningún salón, sino vivero de vagabundos y granujas, que nos hacen estar continuamente alerta, por ser nuestro puesto el más avanzado.

—¿Nos cuentas por ventura entre gente tan distinguida, sargento?

—Yo no afirmo ni niego: sólo sé que el hombre decente no tiene para qué ocultar su nombre. Ahora pasa por aquí mucha gente sospechosa, con pretexto de servir en las filas de Juárez, y de quien no hay que fiarse.

—Entonces eres partidario de la secesión y estás con los meridionales…

—Sí, y espero que usted será de los nuestros.

—Yo estoy siempre al lado del honrado contra el pillo. En cuanto a nuestros nombres y nuestra procedencia te los diré en seguida; venimos de La Grange.

—¡Es decir, de Tejas! Tejas va a favor del Sur y trato entonces con correligionarios…

—¡Diablo! Correligionarios es mucho decir, para un sargento. Así, como habrías de olvidar tantos nombres, bastará que te diga el mío. Soy un viejo pampero y me llaman Old Death.

El apodo de mi compañero causó una gran impresión. El sargento se enderezó en los estribos como impulsado por un resorte y se quedó mirándole de hito en hito, mientras los soldados le contemplaban con admiración y curiosidad muy visibles. El sargento, por fin, arqueó las cejas y dijo:

—¿Old Death, dice usted? ¿El famoso espía de los Estados del Norte?

—¡Poco a poco, amiguito! —gruñó amenazador el westman—. ¡Cuidado con la lengua! Si sabes quién soy sabrás también que no se me ofende impunemente. Yo he consagrado a la Unión mi vida, mi sangre, todo lo que soy y tengo, porque considero buenos y justos los propósitos de los Estados del Norte; pero la palabra espía indica algo muy distinto de lo que yo he sido, y si un chiquillo me la echa en cara como un insulto, sólo por compasión le perdono la vida. A Old Death no le atemoriza todo un regimiento, cuanto más seis hombres como vosotros. Afortunadamente, tus compañeros parecen más sensatos que tú y pueden decir al comandante del fuerte Inge que han topado con Old Death, a quien habéis tratado como a un cualquiera; y estoy seguro que os pondrá unos hocicos de a cuarta.

El discurso de Old Death logró su objeto: el comandante debía de ser una persona muy sensata, y cuando el sargento le refiriera nuestro encuentro y sus resultados, le soltaría un recorrido de primer orden. En efecto, cuando los comandantes de los puestos avanzados se encuentran un explorador famoso, suelen considerarlo como una gran cosa, pues pueden cambiar con él impresiones y pensamientos y reciben de él observaciones y consejos sumamente útiles. Los westmen de la categoría de Old Death son tratados por los oficiales del ejército con gran consideración y respeto y en un pie de absoluta igualdad. Al recordar el sargento estas cosas, hubo de comprender que la había errado de medio a medio, y su situación se fue haciendo cada vez más violenta y desairada, de modo que se puso colorado hasta las cejas. Old Death contribuyó a aumentar su confusión diciéndole:

—Con todo el respeto debido a tu casaca, que no desmerece de la mía, voy a hacerte algunas recomendaciones que te conviene no olvidar. ¿Quién es el actual comandante del fuerte?

—El comandante Webster.

—¿El que hace dos años era capitán del puesto de Ripley?

—El mismo.

—Me alegro; así le darás recuerdos de mi parte, pues somos antiguos conocidos y hemos tirado al blanco juntos más de una vez. Dame tu libreta para ponerle unas líneas que tendrás la bondad de entregarle. Me figuro que tendrá una gran satisfacción cuando sepa que uno de sus subordinados me ha llamado espía.

El sargento no sabía qué hacer y tragaba saliva, hasta que haciendo un esfuerzo balbució:

—Pero, sir, le aseguro a usted que no quise ofenderle… No está tino siempre del mismo temple y no debe usted extrañar que a veces se le escape a uno involuntariamente una palabra…

—Eso es otra cosa; hay que ponerse en razón… De modo que vamos a suponer que no nos hemos hablado basta ahora. ¿Estáis bien provistos de cigarros en el fuerte?

—¡Quiá! Escasea el tabaco hace tiempo.

—¡Malo! Un soldado sin cigarros es un soldado incompleto. Mi compañero lleva algunos en su alforja y no tendrá inconveniente en obsequiaros con algunos.

Los ojos de toda la tropa se clavaron en mí ansiosamente, y yo saqué un puñado de cigarros que repartí entre ellos. Apenas hubo dado un par de chupadas, se pintó en el rostro del sargento una expresión de felicidad, que le hizo exclamar agradecido:

—Este puro hace ahora el papel de pipa de la paz. Yo creo que perdonaría a mi mayor enemigo si después de un mes de no dar una chupada me ofreciera un cigarro.

—Si un puro puede más en ti que una enemistad declarada, no es posible que seas un pícaro empedernido —replicó riendo Old Death.

—Así es, en efecto. Pero, caballeros, aunque la compañía es muy grata, nos vemos obligados a seguir adelante. Así es que voy a haceros las preguntas de rigor. Decidme: ¿habéis topado con indios o con sus huellas?

Old Death contestó negativamente y a su vez preguntó si suponía el sargento que hubiera indios por allí.

—Tenemos motivos para suponer que esos salvajes han vuelto a desenterrar el hacha de la guerra.

—¡Demonio! ¡Eso sí que sería malo! ¿Qué tribus son?

—Comanches y apaches.

—¡Las dos más peligrosas! ¡Y nosotros nos hallamos entre las dos! Cuando se cierran las tijeras cortan lo que hay en medio… ¡Buena la hemos hecho!

—Sí: ya pueden ustedes andarse con cuidado. Nosotros estamos prevenidos y hemos enviado gente en busca de refuerzos y provisiones. Día y noche recorremos la comarca, sospechando de todo el que nos sale al encuentro hasta que nos convencemos de lo que es. Por eso me perdonará usted mi incorrección de hace un momento.

—Está todo olvidado. Pero ¿qué pretexto tienen los rojos para ponerse a guerrear?

—De todo tiene la culpa ese maldito… perdón, sir, que ya sé que usted opina de otro modo que yo… ese… presidente Juárez. Ya sabrá usted que tuvo que escapar hasta más arriba de El Paso; los franceses le siguieron, naturalmente, y llegaron hasta Chihuahua y Cohahuila. Juárez tuvo que ocultarse como el gazapo ante los perdigueros; y acosándole hasta el Río Grande, acaso le habrían cogido si nuestro presidente de Wáshington no hubiera tenido la ocurrencia de prohibírselo. Todos iban contra Juárez; todos se habían coligado contra él, y hasta los indios, a cuya raza pertenece, le volvían la espalda.

—¿También los apaches?

—No: ésos ni en pro ni en contra; se mantenían quietos en sus poblados, aconsejados por Winnetou, su famoso caudillo. En cambio, los agentes de Bazaine consiguieron atraerse a los comanches, que pasaron en masa la frontera de México, pero secretamente, según su costumbre, para exterminar a los partidarios de Juárez…

—Ya, ya: para robar, incendiar y matar a su sabor. México no les importa un rábano a los comanches, pues tienen su residencia y sus cazaderos a este lado del Río Grande y no al otro, de modo que les es indiferente que en México gobierne Juárez, o Maximiliano, o Napoleón. Pero si los señores franceses los azuzan contra la gente pacífica, no es extraño que esos salvajes aprovechen la ocasión para enriquecerse a costa ajena. Vale más no saber quién es el responsable de ello.

—A mí tampoco me importa nada; los comanches penetraron en la comarca y cumplieron las órdenes que habían recibido, chocando entonces con los apaches. Ya se sabe que los comanches fueron siempre enemigos jurados de aquéllos; y así, asaltando su campamento, mataron sin compasión a los que no se entregaban, llevándose prisionero al resto, con todos sus efectos y ganado.

—¿Y qué más?

—Pues lo de siempre: los varones a morir en el palo de los tormentos. ¡Costumbres suyas!

—Supongo que tales costumbres serán muy poco gratas a las víctimas que han de verse tostadas a fuego lento y acribilladas a cuchilladas. Esa sangre cae toda entera sobre la conciencia de los franceses. Los apaches saldrían inmediatamente a vengar a sus hermanos ¿no?

—Nada de eso: son unos cobardes.

—Pues es la primera vez que los oigo llamar así. De todos modos no habrán soportado el insulto sin protestar.

—Han enviado unos guerreros suyos a tratar del asunto con el caudillo supremo de los comanches. La entrevista se celebró en nuestro puesto.

—¿En Fort Inge? ¿Por qué?

—Porque está en terreno neutral.

—Comprendo. De modo que han hospedado en el fuerte a los jefes comanches… ¿Cuántos eran?

—Cinco jefes, con veinte guerreros.

—¿Y cuántos apaches?

—Tres.

—¿Con qué escolta?

—Venían solos.

—¿Y afirmas aún que son cobardes? ¿Tres hombres solos que se atreven a atravesar un territorio enemigo para tratar con veinticinco contrarios? Sargento, conociendo un poco a los indios, debías comprender que eso ha sido una heroicidad. ¿.Qué resultado tuvo la conferencia?

—Una mayor hostilidad. Por último los comanches se precipitaron sobre los apaches, dos de los cuales fueron apuñalados, mientras el otro lograba escapar, aunque herido, montar a caballo y, saltando por una valla de tres metros, ponerse en salvo. Los comanches le persiguieron, pero sin lograr echarle el guante.

—¡Y todo esto ocurrió en terreno neutral, bajo la protección de un fuerte y en presencia del comandante de las tropas yanquis! ¿Y extrañas que los apaches desentierren el hacha de la guerra? El guerrero herido contará a los suyos el nuevo crimen de los comanches y toda la tribu se levantará a tomar sangrienta venganza; y como la infamia se cometió en un fuerte de los blancos, dirigirán también contra éstos sus tiros. ¿Qué tal se portan los comanches con vosotros?

—¡Admirablemente! Antes de salir del fuerte, los caudillos hicieron protestas de amistad, diciendo que iban a emprender la campaña contra los apaches exclusivamente, pues consideran a los blancos como amigos.

—¿Cuándo tuvieron esa funesta conferencia?

El lunes.

—Y hoy estamos a viernes; es decir, que fue hace cuatro días. ¿Cuánto tiempo permanecieron en el fuerte los comanches después de la huida del apache?

—Poco: a la hora se fueron.

—¿Y los dejasteis partir después de haber pisoteado el derecho de gentes de tan inicua manera? Debisteis retenerlos para imponerles el merecido castigo. Faltaron a los Estados Unidos en cuyo territorio se perpetró el crimen. El comandante debió ponerlos presos y consultar al gobierno de Wáshington. No entiendo su proceder…

—Aquel día había salido de caza y al regresar estaba todo terminado.

—¡Para no verse precisado a ser testigo de una traición! Ya conozco el procedimiento. Si los apaches averiguan que habéis dejado salir indemnes a sus enemigos, ¡pobre del blanco que caiga en su poder!

—No se apure usted tanto. También a los apaches les convenía que los comanches se alejaran, porque una hora después habrían perdido otro jefe, si aquéllos no llegan a marcharse.

Old Death hizo un gesto de sorpresa.

—¿Otro jefe? ¿Cómo es eso? Pero ya comprendo. Hace cuatro días; pero iba bien montado y pudo correr más que nosotros. Fue él, seguramente.

—¿Quién? —preguntó el sargento.

—Winnetou.

—El mismo; apenas hubieron desaparecido los comanches hacia el Oeste, vimos aparecer por el Este a un solo jinete, procedente de Río Frío. Entró en el fuerte para comprar municiones, y como no llevaba distintivo de ninguna especie, no pudimos saber quién era. Mientras compraba las municiones se enteró de lo ocurrido y dio la casualidad de que estaba presente un oficial, con quien habló el indio.

—¡Cuánto me interesa eso! —exclamó Old Death—. ¡Quién hubiera estado aquí! ¿Y qué le dijo?

—Poca cosa; sólo oí estas palabras: «Muchos blancos pagarán con su sangre que tal infamia se haya cometido sin que ninguno de los presentes haya tratado de evitarla o, por lo menos, de castigar a los asesinos.» Luego salió del almacén y montó. El oficial le siguió, deseoso de contemplar el magnífico caballo que montaba, y el indio, volviéndose a él, le dijo: «Quiero ser más leal que vosotros; por eso os digo que desde hoy hay guerra a muerte entre los apaches y los blancos. Los guerreros apaches estaban en paz en su campamento cuando los comanches los asaltaron traidoramente, y les quitaron sus mujeres, hijos, caballos y tiendas, matando a unos y llevándose a los otros para hacerles morir en el palo de los tormentos. Los ancianos de la tribu, escuchando la voz sagrada del Gran Espíritu, no quisieron apelar a la guerra, a fin de evitar mayor derramamiento de sangre, sino que enviándoos sus mensajeros os propusieron conferenciar aquí, pacíficamente, con los comanches, en vuestra presencia, y en ella fueron muertos los embajadores de paz, mientras vosotros dejabais en libertad a sus asesinos, probando así que sois enemigos de los apaches. Toda la sangre que se derrame caerá sobre vosotros y no sobre la tribu apache.»

—Es él, sólo él pudo hablar así —repuso Old Death.

—¿Qué contestó el oficial?

—Le preguntó quién era, y entonces afirmó que era Winnetou, caudillo de los apaches. El oficial entonces dio orden de cerrar las puertas para prender al indio; estaba en su derecho, puesto que él había declarado la guerra y no en calidad de parlamentario; pero el piel roja se echó a reír, atropelló a los que le cerraban el paso, y en vez de dirigirse a la puerta, saltó por cima de la valla, como lo había hecho el otro apache. Salió tropa en su persecución, pero no pudieron alcanzarle.

—¡Pues ya estáis aviados! ¡Desgraciado del fuerte y de su guarnición si los comanches quedan vencidos! Los apaches no dejarán uno solo de vosotros con vida. ¿No habéis tenido otras visitas?

—Sí: anteanoche llegó un jinete que iba en dirección a Sabinal; se llamaba Clinton; lo sé porque, como estaba yo de guardia, tuvo que decirme su nombre.

—¡Clinton! ¡Hum! Voy a describir al sujeto a ver si es el que dices.

Y Old Death hizo una descripción exacta de nuestro personaje, que coincidía perfectamente con el visitante. Para mayor seguridad le enseñamos el retrato al sargento, que lo reconoció igualmente.

—Pues os ha engañado —observó Old Death—. Ese hombre no iba a Sabinal, sino que entró con objeto de averiguar el estado del fuerte. Pertenece a la gentuza de que hablabas al principio. Ha vuelto a unirse con su gente, que le estaría aguardando. ¿No hay nada más de particular?

—No sé nada más.

—Entonces vamos a separarnos. Dile al comandante que me habéis encontrado; puedes también advertirle lo que pienso acerca de los últimos acontecimientos, y que habríais podido evitar el derramamiento de sangre si no hubierais sido tan negligentes en el cumplimiento de vuestro deber. ¡Ea, adiós, boys!

Y revolviendo su caballo echó a andar, seguido de nosotros, mientras los dragones, después de saludarnos, se encaminaban hacia el Norte.