UN JUICIO SINGULAR
Mi apuro era horrible, pues no me conocían mis agresores. Sobre todo había un individuo largo y seco, que no cesaba de decirme, metiéndome los puños en los costados: ¡A la horca con él! Los árboles tienen ramas magníficas, ramas preciosas, ramas fuertes, que no se desgajarán con el peso de este granuja.
Y a empellones me echaba hacia la puerta trasera de la casa, mientras yo gritaba como un desesperado:
—¡Pero si yo no soy del Ku-Klux! ¡Preguntad al señor Lange!
—¡Ramas hermosas, ramas sólidas! —contestaba él dándome otro empujón.
—Exijo que se me lleve a la presencia del señor Lange… Yo llevo este disfraz sólo por…
—Ramas excelentes… Y en La Grange hay unas cuerdas de cáñamo superiores, elegantes, finas, de buen aspecto…
Y vuelta a los empujones y vuelta a meterme los puños por los costados, hasta que harto ya y viéndome amenazado de linchamiento, como decía aquel energúmeno, perdí la paciencia. Realmente le consideraba capaz de entregarme a la vindicta popular en cuanto me tuviera fuera de la casa, y entonces estaba perdido sin remedio. Haciendo un esfuerzo le grité furioso:
—¡Ea, basta de brutalidades! Llevadme en seguida a la presencia de míster Lange, si no…
—Ramas excelentes, cuerdas incomparables —respondió más decidido aún el hombre, con un puñetazo que me dejó las costillas deshechas. Entonces no quise aguantar más y le metí el puño por las narices con tal empuje, que del retroceso me habría caído si la gente apiñada me hubiera dado espacio para ello. Logré, sin embargo, abrirme paso, que aproveché para dirigirme a fuerza de golpes y empellones al comedor. Pero mientras por delante iba avanzando a fuerza de puños, por detrás se agolpaba contra mí la gente, y una lluvia de golpes cayó sobre mis espaldas, pues todos los brazos se apresuraban a dejarme un recuerdo en ellas. ¡Desgraciado del Ku-Klux verdadero que cayera en manos de aquella gente, cuando al fingido le trataban de tal modo! El hombre largo y huesoso me seguía tenazmente, rugiendo como un jabalí mal herido, y así penetramos los dos en el comedor como una tromba.
—Pero, señor, ¿qué le pasa a usted? —le preguntó Lange—. Sangra usted como un borrego.
—Hay que ahorcar a ese maldito ahora mismo —decía él, furioso—. Me ha deshecho las narices, y me ha roto tres o cuatro dientes, los únicos que me quedaban… ¡Colgadle de un árbol, en seguida!
En efecto, su cólera estaba justificada, pues llevaba toda la cara llena de sangre.
—¿A ése dice usted? —preguntó el maestro herrero señalándome a mí—. Pero ¡hombre de Dios! ¡Si éste no fue ni es del Ku-Klux ni lo será en su vida! Es un amigo nuestro, y a él le debemos en primer lugar el haber cazado a esos bandidos. Gracias a su valor, vivimos todavía Cortés y yo, y nuestras fincas no son pasto de las llamas.
El huesudo abrió unos ojos como platos y agarrándome por un brazo balbució:
—¿Está usted seguro?… ¿Es… éste?
La escena era superior. Los espectadores soltaron todos la carcajada. Mi hombre se limpiaba la frente y la boca, mientras yo me friccionaba las partes del cuerpo en que sus puños habían dejado huellas harto sensibles, mientras le decía indignado:
—Ya lo ve usted… Se volvía usted loco por el deseo de verme colgado de una rama, y sus golpes me han dejado los huesos molidos.
El infeliz no vio otra salida ni tuvo más contestación que abrir de nuevo la boca y tender la mano izquierda, en cuya palma descansaban sus dos únicos dientes, que con tanta presteza había desalojado yo de su pacífico domicilio. Era tan lamentable su aspecto que tuve que echarme a reír, y por fin hice el encargo que me había dado Old Death.
Como ya se tenían preparadas las cuerdas, sólo tuve que decir:
—Abridles la puerta, pero que vayan saliendo uno a uno para atarlos a medida que salgan. Old Death no se explicará este retraso, y ya debía estar aquí el sheriff, pues el negro de Cortés salió a buscarlo.
—¡Pues si le tiene usted delante! A él le debe usted el mal rato que ha pasado —contestó el maestre herrero señalando a mi contrincante.
—Caramba, señor sheriff —le dije entonces—. ¿Conque es usted el primer funcionario ejecutivo de este hermoso condado, obligado por su cargo a cuidar del orden y del cumplimiento de las leyes, y luego, con sus propias manos, pone usted en práctica los procedimientos del juez Lynch? ¡Eso es grave! No es de extrañar que los Ku-Klux tomen este condado por campo de sus hazañas.
El sheriff, mudo y confuso, no sabía qué responder, y se contentó con exhibir otra vez sus dientes mientras balbucía:
—Pardon, sir: me he equivocado, porque tiene usted una cara tan de criminal…
—¡Muchas gracias por el favor! Bueno; cumpla usted ahora con su deber si no quiere que se diga que está usted deseando ahorcar a las personas honradas por favorecer a los del Ku-Klux.
Estas palabras reverdecieron su decaída autoridad, pues irguiéndose de pronto, respondió:
—¡Yo, sheriff del excelentísimo condado de Fayetta, favorecer a los del Ku-Klux! Ahora mismo demostraré lo contrario. Esta misma madrugada someteré a esos canallas a juicio sumarísimo. ¡Atrás, señores! Haced sitio para que vaya saliendo esa gentuza. Salid al pasillo; pero dejad asomar los cañones de vuestras escopetas para que sepan quién manda en la casa. A ver: preparad las cuerdas y abrid la puerta.
Se ejecutó la orden, y media docena de hombres armados se situaron en el comedor. En el centro de él se constituyó el tribunal, formado por el sheriff, los dos Lange, Cortés, dos de los alemanes y yo. En la calle gritaba la multitud pidiendo un castigo inmediato, en vista de lo cual se abrieron las ventanas para que la gente pudiera presenciar desde fuera aquella sesión.
Y entonces se retiraron las trancas y abrimos la puerta del dormitorio. Ninguno de los bandidos quería abrir la marcha, hasta que invité al capitán y al teniente a que salieran los primeros. Ambos llevaban las manos heridas envueltas en pañuelos, y había tres o cuatro más con la piel agujereada. En el boquete abierto en el techo continuaba Old Death amenazando al grupo con su escopeta.
Se ató a los bandidos con las manos a la espalda y se los juntó con los cogidos ante la casa de Cortés, mientras los espectadores apostados afuera saludaban las operaciones con gritos y vítores. Los presos continuaban llevando sus disfraces, excepto el capitán y el Locksmith, que no los tenían por habérselos quitado Old Death y yo, y el teniente, a quien se le hizo descubrir el rostro. A petición mía salió de entre el gentío un hombre, calificado de curandero, quien aseguró que vendaría y curaría a los heridos en poquísimo tiempo. Los examinó y envió gente en busca de algodón, trapos, emplastos, vendas, grasa, jabón y otras mil cosas que decía necesitar para el ejercicio de su humanitaria profesión.
Una vez atados y seguros los bandidos, se presentó el problema de su custodia, pues La Grange carecía de cárcel para tanta gente.
—Vamos al salón de la taberna —gritó el sheriff—. Allí podremos juzgarlos con comodidad, para lo cual quedan convocados los jurados. Se trata de un caso excepcional y hemos de tratarlo también excepcionalmente.
La noticia de esta determinación se extendió como un reguero de pólvora; la gente se desbordó en dirección a la taberna para lograr un buen sitio en aquel salón de sesiones, y los que no pudieron lograrlo se acomodaron en la escalera, en el pasillo o en la entrada. La multitud recibió a los bandidos con una silba espantosa, mezclada de amenazas y de insultos, y la escolta hubo de hacer grandes esfuerzos para librarlos de las iras de la gente. Con gran trabajo logramos penetrar en el salón, un local bajo de techo y espacioso en que se celebraban los bailes. La tribuna para la orquesta estaba ya repleta de gente, y hubo que desalojarla para acomodar a los presos. Al quitarles a éstos las capuchas se vio con satisfacción que entre ellos no había un solo habitante de la comarca.
Se formó el tribunal, presidido por el sheriff y compuesto de un fiscal, un abogado defensor, un procurador y los jurados. Este tribunal estaba constituido de un modo que habría sido inconcebible para todo europeo; pero tenía su disculpa en las circunstancias del momento y la naturaleza del caso que se había de juzgar.
Como testigos fuimos convocados los dos Lange. Cortés, los cinco alemanes amigos de Lange, Old Death y yo, y como cuerpos del delito figuraban sobre unas mesas las armas de los acusados. Old Death había cuidado de sacar de la cuadra y hacer llevar al salón todo el variado arsenal de los bandidos.
El sheriff declaró abierta la vista, con la advertencia de que desistía de tomar juramento a los testigos, puesto que «el nivel moral de los acusados no era bastante alto para tener que molestar a caballeros tan dignos y honorables, con semejante requisito»; dijo luego que, siendo todos los presentes, a excepción de los Ku-Klux, unos varones cuyo sentido moral y legal no podía ponerse en tela de juicio, tenía el honor y la satisfacción de confirmarlo así públicamente. Un bravo clamoroso recompensó de su lisonja al sheriff, que contestó a él con una grave reverencia, en tanto que yo me fijaba en algunos rostros que no atestiguaban ningún exceso de «sentido moral y legal».
Se empezó por tomar declaración a los testigos, y Old Death refirió el caso con todos sus pormenores, sin que nos quedara a los demás sino asentir a lo dicho por el westman. Luego se levantó el fiscal para resumir las acusaciones, confirmando que los presos pertenecían a una sociedad prohibida, que perseguía fines nefastos, como son los de destruir el orden social y los fundamentos del Estado, y utilizaba para ello el homicidio, el saqueo y el incendio, penado todo ello con cadena perpetua o con el cadalso; añadió que bastaba pertenecer a tan funesta asociación para justificar el encarcelamiento temporal o perpetuo. Además, se había comprobado que los acusados proyectaban matar a un ex-oficial de la república, apalear a dos honorables caballeros e incendiar una casa de la pacífica villa, y por último se había descubierto también que intentaban ahorcar a dos forasteros dignos y honrados en sumo grado (y estas palabras fueron acompañadas de dos reverencias, una a Old Death y otra a mí) y tal intento merecía una pena severísima, tanto más cuanto que gracias a nosotros se había desviado de La Grange la horrible catástrofe que la amenazaba por mano de aquella horda salvaje. Veíase, pues, precisado a exigir un castigo duro e implacable, consistente en la horca para unos cuantos, que ya sabría elegir la penetración del digno tribunal, y a los demás les impondría un duro castigo corporal «para que se regenerasen moralmente», y luego cadena perpetua a fin de quitarles toda posibilidad de poner en peligro la vida de los ciudadanos honrados.
También el discurso del fiscal obtuvo grandes aplausos, que él aceptó saludando a todas partes; y entró en fuego el defensor. Este empezó por observar que el presidente había cometido una grave omisión con no haber exigido a los presos sus nombres y demás señas personales, formalidad que debía llevarse a cabo en el acto, pues era absolutamente preciso saber quiénes eran los condenados a muerte y quiénes los condenados a reclusión perpetua, tanto para hacerlo constar en la partida de defunción como para los demás trámites legales —observación ingeniosa que obtuvo mi completa aunque silenciosa aquiescencia—. Luego asintió a todas las acusaciones del fiscal, declarándose apasionado de la verdad; pero con la salvedad de que los crímenes habían quedado en provecto y tentativa, por lo cual no había que pensar en castigarlos con tanta severidad. Así preguntaba a todos los presentes si la simple tentativa había perjudicado a alguien. Seguramente no; por lo tanto tenía que proponer la absolución de los procesados, con lo cual acreditarían los señores del jurado ser, no sólo justicieros y humanos, sino cristianos pacíficos y bondadosos.
Sonaron algunos aplausos aislados, al terminar el abogado, y éste los recibió saludando a diestra y siniestra como si hubiera sido objeto de una ovación estruendosa.
Levantóse de nuevo el presidente para manifestar que su omisión había sido voluntaria e intencionada, puesto que sabía de antemano que los del Ku-Klux no le habrían dicho una palabra de verdad. Respecto de la partida de defunción, creía conveniente que se extendiera un acta sumaria en que constara que «diecinueve Ku-Klux habían sufrido pena de horca por su propia culpa». Asintió a la observación de que sólo se había tratado de intentos criminales y prometió que formularía un interrogatorio en la forma adecuada, aunque debía hacer constar que si los proyectos no se habían realizado se debía exclusivamente a los dos caballeros forasteros ya indicados. Como la tentativa era peligrosa había que castigar el peligro que encerraba. Además manifestó que no se sentía con ganas de andar en discusiones con el fiscal y el defensor, ni de molestarse demasiado por semejante cáfila sanguinaria, que a pesar de contar con diecinueve hombres bien armados, se había dejado aprisionar por dos hombres. Semejantes tipos no merecían que se perdiera el tiempo con ellos. Ya había tenido que oír que favorecía a aquellos granujas; y como no quería quedar bajo el peso de tal acusación, estaba decidido a hacer un escarmiento que les quitara para siempre las ganas de volver por La Grange y sus alrededores. Por lo tanto, preguntaba a los señores jurados si estaban convencidos de que había habido tentativa de asesinato, saqueo e incendio, y les rogaba que respondiesen cuanto antes, pues había allí una multitud respetable, ansiosa de saber la decisión del tribunal, a la cual no se podía hacer aguardar mucho.
Su elocuente y sarcástico discurso fue acogido por una salva de aplausos. Los jurados se reunieron en un rincón, discutieron durante un minuto escaso, y el resultado de tan curioso conciliábulo fue comunicado por su jefe al presidente, quien declaró inmediatamente culpables a los presos.
Entonces dio comienzo una conferencia entre el sheriff y sus adjuntos, durante la cual dio él orden de despojar a los acusados de todo lo que llevaran encima. El dinero fue llevado al presidente, que al contarlo sonrió lleno de satisfacción, y se levantó después para dictar la sentencia siguiente:
—Señores, los acusados han sido declarados culpables, y creo complacer vuestros deseos si digo, sin grandes circunloquios, en qué va a consistir el castigo para cuya aplicación enérgica nos hemos reunido. Los crímenes no han llegado a realizarse, por lo cual, y recordando que el señor defensor apela a nuestra humanidad y sentimientos cristianos, vamos a desistir de un castigo directo…
Los presos respiraron como si se les quitara de encima un peso enorme, mientras algunos de los oyentes lanzaban gritos de protesta. El sheriff continuó impertérrito:
—Ya he dicho que la tentativa criminal encierra un peligro; así es que si no los castigamos, tendremos que cuidar de que no puedan volver a sernos peligrosos, por lo cual hemos resuelto arrojarlos del Estado de Tejas en una forma tan vergonzosa, que no vuelva a ocurrírseles parecer por aquí. A este fin les raparemos la cabeza y las barbas, dejándolos como calabazas. Algunos de los caballeros aquí presentes tendrán la bondad de hacerlo; así es que los que vivan cerca pueden ir desde luego por tijeras y navajas, teniendo en cuenta que la respetable sala preferirá las que menos corten.
Una risotada general acogió la extraña sentencia, y desde las ventanas se oyó gritar a los que estaban en la calle:
—Vengan tijeras, que vamos a rapar a los del Ku-Klux. Quien traiga herramientas con que esquilarlos podrá entrar en la sala.
Todo el mundo corría en busca de instrumentos con que cumplir la sentencia, y no faltaba quien pidiera a gritos shears for clipping trees y shears for clipping sheeps, es decir, podaderas y tijeras esquiladoras.
—Además decretamos —prosiguió el sheriff—, que los acusados sean embarcados en el vapor que llega de Austin a las once y sale de madrugada para Matagorda. Allí se les meterá en el primer barco que salga de Tejas sin hacer escala, sea el que fuere su destino y procedencia. Seguirán enmascarados, para que todos los pasajeros vean cómo tratamos nosotros a los caballeros del Ku-Klux. Tampoco se les quitarán las esposas de las manos, y sólo se les dará pan y agua hasta que lleguen a Matagorda. Los gastos que ocasione su embarque y manutención se pagarán con su propio dinero, que asciende a la bonita cantidad de 3.000 dólares, y que seguramente procede de sus latrocinios. Todo lo que poseían en ropas y armas se venderá en pública subasta, cuyo producto se empleará en cerveza y aguardiente para que los honorables testigos y sus señoras echen un trago durante el red que vamos nosotros a bailar en cuanto se levante la sesión y que terminará a la madrugada, para que acompañemos a los del Ku-Klux con música y cantos fúnebres hasta embarcarlos en el vapor. Los presos, bien atados a la tribuna, podrán contemplar cómo nos divertimos a su costa. En caso de que el abogado defensor tenga a bien alegar algo contra esta sentencia, se le escuchará, siempre que el discurso sea breve, pues como todavía hay que esquilar a los acusados y proceder a la subasta, nos queda mucho que hacer antes de empezar el baile.
Los vítores y aplausos que estallaron entonces amenazaban derrumbar el techo y el piso, y tanto el presidente como el defensor tuvieron que hacer esfuerzos inauditos para dejarse oír. El defensor empezó diciendo a gritos:
—Lo que me resta manifestar en favor de mis defendidos, es lo siguiente: La sentencia del tribunal me parece excesivamente dura; pero esta dureza se suaviza por la última parte, o sea lo que se refiere a la cerveza, brandy, baile, música v canto. Por lo tanto, en nombre de todos aquellos cuyos intereses defiendo, me declaro altamente satisfecho de la sentencia y espero que les sirva de estímulo para dar comienzo a una conducta más honorable y más útil a la sociedad. Les advierto también que no vuelvan a parecer por aquí, pues en tal caso les negaría mi asistencia profesional, de modo que se verían privados de los consejos jurídicos de tan excelente defensor. Respecto de mi minuta, he de decirles que acostumbro cobrar dos dólares por defensa, lo cual por diecinueve clientes, suma treinta y ocho dólares, que estoy dispuesto a recibir en el acto, ante todos estos testigos, con lo cual nos ahorramos todos el trabajo de tener que extender recibos. De esa cantidad que reclamo sólo me quedaré con dieciocho dólares, cediendo el resto para alumbrado y alquiler del salón de baile. Los músicos se retribuirán a sí mismos, haciendo pagar una entrada de quince centavos a los caballeros que asistan al baile, pues las señoras no deben pagar.
El abogado se sentó, y el sheriff se declaró de entera conformidad con lo que el abogado proponía.
Yo me había quedado como quien ve visiones. ¿Era aquello realidad o sueño? Pero se disiparon mis dudas al ver que el defensor cobraba sus emolumentos y que los espectadores corrían en busca de sus mujeres, mientras otros aparecían en la sala empuñando tijeras de toda especie y tamaño. No sabía si reír o rabiar, y acabé soltando la carcajada, a ejemplo de Old Death, a quien el desenlace de la aventura divertía extraordinariamente. Los Ku-Klux quedaron rapados entre las bromas y la chacota de la concurrencia. Luego se procedió a la subasta. Las armas se pagaron bien y se vendieron al instante: los demás objetos tardaron algo más en hallar comprador; pero al fin se agotaron también.
El alboroto y las idas y venidas ocasionados por la subasta fueron enormes. Todo el mundo quería ocupar un sitio en el salón, donde apenas había lugar para la décima parte de los presentes. Por fin llegaron los músicos: un clarinete, un violín, un trompeta y un fagot. Esta admirable orquesta se acomodó en un rincón y empezó a afinar sus antediluvianos instrumentos, lo cual nos hizo anticipar el placer artístico que nos esperaba. Traté de escurrirme al ver entrar a las damas; pero Old Death se opuso terminantemente a que me ausentara, alegando que siendo él y yo los personajes principales, y habiendo pasado tantos peligros y sobresaltos, nos correspondía también disfrutar de los placeres de la fiesta. El sheriff, que le oyó, le apoyó vivamente y declaró con energía que sería una ofensa hecha a toda la burguesía de La Grange que nos negáramos a romper el baile, para lo cual nos ofrecía al westman su señora y a mí su hija, que eran bailadoras excelentes, añadiendo que tanto por haberle yo privado de sus dientes como por haberme él aporreado las costillas, se había establecido entre nosotros cierto parentesco espiritual que le daba derecho a considerar mi ausencia de la fiesta como un desaire que le heriría en lo más profundo de las entrañas. Por otra parte, él se cuidaría de que nos reservaran una mesa especial. ¿Qué iba a hacer yo, pobre de mí? Tanto más cuanto que en aquel instante, y para colmo de mi desventura, se presentaban las parejas que nos habían sido destinadas y que en el acto tomaron posesión de nuestras personas. Hube de salir a bailar la famosa danza, y unas polcas y chotis de añadidura, todo por seguir haciendo el papel de héroe del día… siendo como era un detective de incógnito.
El buen sheriff, contentísimo por habernos consagrado a las divinidades tutelares de su hogar, nos procuró una mesa en que sólo había cabida para cuatro personas, con lo cual nos vimos entregados por completo a nuestras compañeras sin redención posible. Nuestras damas eran dos portentos, a quienes la posición oficial del marido y del papá obligaba a darse todo el tono e importancia posibles. La mamá pasaba de los cincuenta, y después de citar el Código de Napoleón no volvió a despegar los labios. La niña, que contaba seis lustros y venía acompañada de un tomo de poesías que leía constantemente, á pesar del estrépito que la rodeaba, honró a Old Death con una observación, que quería ser ingeniosa, respecto de Juan Pedro de Béranger; y cuando el viejo cazador le confesó lealmente que no conocía a dicho señor ni de oídas, guardó un silencio sepulcral.
Al servirse la cerveza nuestras parejas se negaron a, probarla, pero cuando el sheriff en persona se dispuso a obsequiarlas con dos copas de brandy, se les encandilaron los ojos, y revivieron momentáneamente aquellos dos rostros mustios y misántropos.
En aquel instante me dio el sheriff uno de sus conocidos empujones, mientras me decía al oído:
—Ahora empieza la danza; saque a su pareja.
—¿No me desairará? —le pregunté yo en un tono que no indicaba placer alguno.
—¡No! Está ya aleccionada.
Entonces me levanté, e hice una reverencia ante la joven, mascullé unas frases respecto del honor… del gusto… de la preferencia, etc., y obtuve el tomo de poesías, al cual iba pegada la miss.
Old Death lo entendió mejor, pues sin más ceremonias dijo a la madre:
—Vamos allá en seguida. Vueltas a la derecha o a la izquierda, como usted guste; a dar saltos no hay quien me gane.
No es necesario decir cómo bailamos, ni cómo Old Death se cayó cuan largo era, con su respetable pareja, ni cómo empezaron los bailadores a empinar el codo más de lo debido. Ello es que al romper el día se habían agotado las existencias, del tabernero, y el sheriff declaró que, como sobraba todavía dinero de los Ku-Klux, se continuaría el reel al día siguiente hasta que no quedara un centavo por gastar. En las estancias del piso bajo y en el jardín había gente sentada o echada, que no podía sostener la cabeza, a causa de las virtudes del alcohol; pero en cuanto se dio la voz de que iba a empezar la procesión hasta el muelle, todo el mundo se puso en pie para no faltar al programa.
La comitiva se había organizado del modo siguiente: delante iban los músicos, luego el tribunal con su presidente, después los bandidos con sus extraños disfraces, seguidos de los testigos, y, por último, el pueblo soberano, sin distinción de categoría ni posición social.
El americano es un ser extraordinario que siempre tiene a mano lo que necesita. Nadie sabía cómo ni dónde se había procurado la gente todo aquello, pero ello es que, fuera del cura y de las señoras, cada cual llevaba su correspondiente instrumento para una serenata horrísona. Cuando todo estuvo ordenado, hizo el sheriff una seña, la procesión se puso en movimiento, y los músicos se pusieron a estropear el Yankeedoodle. Al finalizar esta canción popular estalló la cencerrada, acompañada de silbidos, rugidos, lamentos y alaridos que ponían los pelos de punta. Parecía que todos se habían vuelto locos.
A paso de marcha fúnebre, nos fuimos acercando al buque, y los presos fueron entregados al capitán, quien se encargó de ponerlos a buen recaudo. Como escolta de los prisioneros, iban los alemanes decididos a custodiarlos severamente.
En cuanto el barco echó a andar, los músicos entonaron el himno nacional, y terminado éste volvió a comenzar el escándalo. Mientras todos seguían embobados, con los ojos clavados en el vapor que se alejaba, agarré a Old Death del brazo, y juntamente con los dos Lange nos fuimos a casa de éstos, a dormir. Teníamos el propósito de echar solamente un sueñecito; pero fue más largo de lo que pensábamos. Al despertar me encontré a Old Death muy despabilado; unos fuertes dolores en la cadera le habían quitado el sueño, y me declaró que se veía precisado a demorar el viaje, pues en el estado en que se encontraba no podía montar a caballo. Eran las consecuencias de su caída en el baile. Enviamos en seguida por un curandero, quien, después de examinar al paciente, declaró que la pierna estaba desencajada y había que encajarla de nuevo.
Por mi gusto, le habría arrimado una bofetada, pues se pasó un siglo tirando del miembro dolorido en todas direcciones, diciendo que habíamos de oír el chasquido que produciría el hueso al entrar en su sitio; pero por más que aguzamos el oído fue en vano.
Los tirones del curandero no causaban al herido el más pequeño dolor. Esto me hizo conjeturar que no se trataba de una dislocación, sino de un magullamiento, y apartando al charlatán, examiné a mi vez la cadera. En efecto, descubrí un manchón amoratado que terminaba en un círculo amarillento, y esto acabó de convencerme de la exactitud de mis sospechas y me obligó a recetar unas fricciones de alcohol, y el reposo absoluto.
—Lo malo es que se nos escapará ese maldito Gibson —exclamé desalentado.
—No se apure usted por eso —respondió Old Death—. Cuando un perdiguero como yo olfatea una pista no la suelta hasta que ha dado con la pieza. De modo que tiene usted a Gibson tan seguro como antes de mi percance.
—Lo que siento es la delantera que nos toman.
—Ya los alcanzaremos. ¿Qué le importa a usted que les echemos la zarpa un día antes o un día después, con tal que no se nos escapen? No se desanime usted. Ese bendito sheriff nos ha estropeado la combinación con su dichoso reel y sus venerables dueñas, pero ya verá usted cómo yo vuelvo las cosas a su sitio en un santiamén. Ya sabe que me llaman Old Death, y esto debe bastarle a usted.
Estas palabras eran tan consoladoras, y me inspiraba el viejo tanta confianza, que volví a cobrar nuevos ánimos. De todos modos no iba a abandonarle y seguir yo solo mi viaje. En la mesa nos declaró Lange que lo haría con nosotros, ya que llevábamos el mismo camino.
—No seremos malos compañeros —aseguró el maestro herrero—, pues sabemos manejar un caballo y una escopeta como el primero. Así es que si nos saliera al encuentro algún canalla blanco o rojo sabríamos hacerle frente. Conque ¿nos llevan ustedes?
Asentimos gustosos y nos estrechamos las manos. Poco después llegó Cortés para decirnos que en el corral estaban los caballos prometidos. Old Death se acercó cojeando a la ventana, pues anhelaba verlos, y me dijo:
—Asegura usted saber montar; pero un perro viejo como yo no se fía de palabras; además, no le juzgo a usted inteligente en caballos. Cuando yo compro alguno, elijo con frecuencia el de peor estampa, porque sé que me ha de dar mejor resultado. Eso me ha ocurrido muchas veces; el que juzga por las apariencias es hombre al agua.
Luego me hizo montar todos los caballos de la cuadra mientras él examinaba con mirada inteligente los movimientos de cada uno, después de preguntar por su precio. En efecto, ocurrió lo que había predicho, pues rechazó los que nos había destinado Cortés, a pesar de su estampa y de su planta excelentes.
—La pinta es buena; pero las obras no lo serían tanto. A los pocos días de caminata no podrían ya con su cuerpo. ¡Que se los guarde! Yo escojo esos dos bayos viejos, que son casualmente los más baratos.
Cortés protestó, diciendo:
—Esos son para tirar de un carro.
—Porque usted no entiende, señor, permita que lo diga. Esos jacos son pamperos, pero han estado en malas manos. A esos no se les acabará el resuello tan pronto como a los figurines que usted nos destinaba, ni se desmayarán al primer tropiezo. Conque con ellos nos quedamos: trato hecho.