EN LA RATONERA
Old Death se alejó y yo volví a mi antiguo puesto, pero aproximándome más al capitán y encogiendo las rodillas para que me fuera más fácil ponerme en pie de repente.
Los dos bandidos continuaron su conversación, expresando nuevamente su disgusto por tan larga espera. Luego volvieron a hablar de nosotros, confiando en que el Caracol nos encontraría. De pronto oí decir a Old Death a media voz:
—¡Pero si aquí nos tenéis, señores; echadnos la zarpa!
Instantáneamente me enderecé y le eché las manos al cuello, tal como me había indicado mi compañero, y después de derribar a mi hombre boca abajo le puse las rodillas encima, sin darle tiempo a lanzar un suspiro. Después de estirar piernas y brazos como un epiléptico se quedó inmóvil como un cadáver. Entonces se nos acercó Old Death y le dio un golpe en la sien con la culata del revólver, diciéndome:
—Suéltele usted, porque se asfixia de veras. Para ser principiante, ha estado usted superior. Se ve que tiene usted buenas disposiciones, y pienso que llegará usted a ser o un bandido famoso o un westman de primera. Ahora échese a ese hombre a cuestas y sígame.
Cargamos cada uno con nuestro prisionero y emprendimos la vuelta a la casa por la puerta trasera, la cual, apenas la arañó Old Death, como había dicho, fue abierta por Lange. Este, al vernos en la oscuridad con aquellos bultos a cuestas, preguntó en voz baja:
—¿Qué diablos traen ustedes ahí?
—Ya lo verá usted —respondió Old Death muy orondo—. Cierre usted y adentro en seguida.
Nuestros amigos se quedaron perplejos al ver nuestro botín, y el anciano alemán no pudo menos de exclamar:
—¡Caramba! ¡Pues no nos traen dos Ku-Klux! ¿Están vivos o muertos?
—Vivos, Dios mediante —respondió Old Death—. Ya ven ustedes si he estado acertado con llevarme al paisanito. Se ha portado como bueno, tumbando al jefe de los criminales.
—¡Nada menos que el jefe! Pero ¿dónde están los demás y por qué nos traen ustedes a esos dos?
—¿No lo adivina usted? La cosa es más clara que el agua. Este joven y yo nos vestiremos la capucha de esos dos granujas, saldremos en busca de los demás, que están apostados en la cuadra, y les haremos entrar en la ratonera.
—¿Está usted loco? Arriesgan ustedes la pelleja. ¡Si descubren que son ustedes Ku-Klux falsificados!
—Eso es lo que hay que evitar —contestó tranquilamente mi compañero—. Old Death sabe lo que se hace y este joven máster no es tan tonto como parece.
El westman les refirió entonces todo lo que habíamos averiguado y les explicó luego su plan. Yo, convertido en el Cerrajero, iría a la cuadra y avisaría a mis supuestos compañeros que el paso estaba franco, mientras Old Death, disfrazado con la ropa del capitán, que le estaba a las mil maravillas, haría el papel de jefe.
—Claro está que los dos hemos de hablar siempre en voz baja, pues así todas las voces se parecen —terminó diciendo el viejo westman.
—Bueno: si ustedes se atreven, adelante —observó Lange—: ya saben que se juegan la vida; pero nosotros ¿qué hacemos entretanto?
—Primeramente ir con el mayor silencio a buscar trancas fuertes para asegurar puertas y ventanas una vez que los tengamos cogidos en el garlito. Luego apagan ustedes las luces y se esconden. Lo demás no puede precisarse, y dependerá de las circunstancias.
Padre e hijo salieron al corral a buscar las trancas, mientras nosotros despojábamos de sus disfraces a los prisioneros. Estos disfraces eran negros, con figuras de tela blanca aplicadas encima. El del capitán ostentaba en la cabeza, en el pecho y sobre cada muslo un puñal, y el del Cerrajero varias llaves. El puñal era, por lo tanto, distintivo de jerarquía. El espía de la taberna, llamado Caracol, debía de llevar la figura de un caracol en el capuchón.
Al quitarle al capitán los calzones, de corte parecido a los de los segadores suizos, que llevaba sobre los pantalones verdaderos, despertó mirándonos a todos con gran estupefacción. Luego intentó ponerse en pie y llevarse la mano al bolsillo donde suele llevarse el revólver; pero Old Death le dio un fuerte empellón y le puso la punta del cuchillo en el pecho, diciendo:
—Quieto, pues si haces un movimiento, un gesto que me desagrade, te atravieso de parte a parte.
El Ku-Klux era un hombre de unos treinta años, con barba a lo militar. Su rostro duro, de facciones bien marcadas y de color bronceado, daba a conocer su origen meridional. Se llevó las manos a la frente dolorida por el golpe y preguntó:
—¿Dónde estoy? ¿Quiénes sois?
—Estás en casa de Lange, la misma que pensabais asaltar, y este joven y yo somos los alemanes a quienes anda buscando el Caracol. Ya ves que el destino te ha colocado junto a los objetos de tus ansias.
El hombre se mordió los labios y miró en torno con ojos de espanto. En aquel momento volvía Lange con su hijo, trayendo los troncos y una sierra, y diciendo:
—Hay material suficiente para atar a veinte hombres si es preciso.
—Pues venga, por ahora, lo necesario para estos dos.
—A mí no hay quien me ate —rugió el capitán tratando nuevamente de ponerse en pie.
Pero allí estaba Old Death para impedirlo con la punta de su cuchillo, y le dijo:
—No te atrevas a moverte, pues olvidas sin duda quién soy yo. Me llamo Old Death, y ya sabes lo que eso significa; ya sabes que no soy amigo de negreros ni Ku-Klux.
—Old… Old Death… —balbució el capitán, muerto de espanto.
—El mismo, de modo que puedes excusar toda ilusión. Ya sé que pretendías ahorcar al joven Lange, azotar al padre hasta dejarle en los huesos y pegar fuego a la casa por los cuatro costados. Por lo tanto, si quieres que se te trate con alguna consideración, no opongas la menor resistencia y resígnate con tu suerte sin chistar.
—¡Old Death, Old Death! —repetía el bandido, pálido como un cadáver—. ¡Entonces estoy perdido!
—Todavía no, porque no somos asesinos despiadados como vosotros. Acaso os respetemos la vida, si os entregáis sin resistencia. En caso contrario, mañana flotarán vuestros cadáveres en el río. Conque ya sabéis lo que os espera: si obras conforme a mi deseo saldréis con vida del Condado y de Tejas, pero para no volver jamás. Ahora, si desprecias mi consejo, prepárate a morir. Voy en busca de tu gente, que caerá en nuestras manos lo mismo que vosotros; ordénales tú que se rindan, pues de lo contrario os acribillamos a tiros como a una bandada de cuervos.
El Ku-Klux fue agarrotado y amordazado convenientemente y entretanto su compañero volvió en sí; pero sin decir palabra siguió la misma suerte que su jefe. Luego los echamos en las camas en que solían dormir los Lange, a las cuales quedaron fuertemente amarrados para que no pudieran hacer un movimiento.
—¡Magnífico! —dijo riendo Old Death—. Puede comenzar la comedia. ¡Qué sorpresa tendrá esa gentuza cuando reconozca en estos durmientes a sus compañeros! ¡Bonita broma va a ser esa! Pero, diga usted, máster Lange, ¿cómo podríamos observar y oír a esos bandidos sin que nos vean o nos echen la zarpa?
El maestro herrero, señalando al techo, contestó:
—Desde ahí arriba, pues como sólo es de tablas, con levantar una ya tenemos un gran observatorio.
—Pues entonces, fuera de aquí todo el mundo: a esconderse todos en la guardilla hasta el momento oportuno. Pero antes hay que preparar las trancas.
Cortamos con la sierra los troncos, para adaptarlos al objetó requerido y los colocamos al alcance de la mano. Yo me puse los calzones y el capuchón del Cerrajero y Old Death el del capitán de la cuadrilla. En el bolsillo de los calzones encontré un manojo de llaves de todas clases y tamaños, al ver lo cual observó Old Death:
—No debe usted hacer uso de ellas, pues como no es usted del oficio ni ladrón de pisos, la falta de habilidad de usted les haría entrar en sospechas. Será mejor que se lleve usted las llaves verdaderas de la casa, que empleará usted en lugar de esas. Llevaremos cuchillo y revólver; pero no los rifles, que dejaremos al cuidado de estos señores; los cuales, mientras nosotros maniobramos afuera, abrirán el boquete en el techo. Y en seguida oscuridad completa en toda la casa.
Se obedeció la orden al pie de la letra y después de salir nosotros se cerraron las puertas, cuyas llaves recogí yo. Old Death me dio entonces detalladas instrucciones y nos separamos. El se dirigió hacia el lado del montón de estacas y yo atravesé el patio en busca de mis queridos cofrades. Me dirigí a la cuadra, pisando fuerte para que me salieran al encuentro y no verme precisado a hablar yo primero, lo cual podía comprometerme. Al ir a volver la esquina surgió de pronto un bulto negro con el cual por poco tropiezo.
—¡Alto! ¿Eres tú, Locksmith?
—Sí; ya es hora; pero ¡silencio!
—Voy a avisar al teniente. Tú espérate aquí.
Y el bulto desapareció. ¡De modo que en la sociedad aquella había varias graduaciones! Al parecer tenía el Ku-Klux una completa organización militar. No habría pasado un minuto cuando volvió otro, que me dijo en voz baja:
—¡Vaya un plantón, amigo! ¿Por fin se han dormido esos malditos alemanes?
—Sí, y con sueño de plomo, pues han dado fin a un jarro de brandy antes de acostarse. Por eso han tardado tanto.
—Entonces será cosa breve… ¿Qué tal están las cerraduras?
—Perfectamente: ni hechas de encargo.
—Pues adelante, que es ya más de media noche y no tardará en empezar la fiesta con Cortés, fijada para la una de la madrugada. Guía tú.
Eché a andar y vi que me seguía una hilera de enmascarados. Al acercarnos a la puerta de la casa se nos unió Old Death, cuya figura en la oscuridad no difería de la del verdadero jefe Ku-Klux.
—¿Tiene usted más órdenes que darme, capitán? —le preguntó el teniente, acercándose a Old Death.
—No —contestó el viejo westman en tono resuelto—. Todo depende de lo que haya ahí dentro. Tú, Locksmith, abre la puerta.
Yo me acerqué llevando en la mano la llave verdadera; pero simulando primero querer abrir con las falsas. En cuanto hube abierto, me eché a un lado con Old Death para ceder el paso a los demás, y lo mismo hizo el teniente, quien acercándose al capitán, preguntó:
—¿Sacamos las linternas?
—Sólo la de usted, por ahora.
Entró la cuadrilla y yo cerré la puerta sin echar la llave, mientras el teniente sacaba una linterna sorda del bolsillo. Su disfraz ostentaba la figura de un cuchillo de monte. Había yo contado quince individuos, cada uno de los cuales llevaba diferente distintivo: así se veía una serpiente, una medialuna, una rueda, pájaros, cuadrúpedos, corazones, tijeras y otros mil objetos. Al teniente le satisfacía el mando, pues alumbrando a la gente, que seguía inmóvil, preguntó al fingido jefe:
—¿Pongo un centinela en la puerta?
—¿Para qué? —respondió Old Death tranquilamente—. El Cerrajero echará la llave y así estamos más seguros.
Yo obedecí en el acto para no alarmar al teniente; pero dejando puesta la llave.
—Hemos de entrar todos, porque esos herreros alemanes son hombres como castillos.
—No me parece usted el mismo de otras veces, capitán.
—Porque las circunstancias son otras. ¡Adelante!
Y me empujó hacia la puerta de la habitación contigua, donde seguí el mismo procedimiento que en la anterior. Abrí y entramos todos. Old Death tomó el farol Que llevaba el teniente, y alumbrando hacia el dormitorio dijo:
—Por allí, pero ¡despacio, despacio!
—¿No sería mejor que alumbráramos?
—Hasta que estemos en el dormitorio, no.
Old Death quería evitar así que antes de lo conveniente conocieran a los que estaban atados. El caso era meter a los quince Ku-Klux en una sola habitación. Al abrir la puerta del dormitorio procedí todavía con más cautela y cuidado que con las otras. Por fin se abrió y Old Death dirigió la luz del farol hacia la cama, diciendo en voz baja:
—¡Duermen! En seguida, adentro todos; pero despacio, y usted, teniente, el primero.
Y sin darle tiempo de protestar ni aun de reflexionar, le empujó hacia adentro y los demás le siguieron de puntillas. En cuanto hubieron entrado todos, cerré la puerta de golpe y eché la llave.
—¡Vengan las trancas! —dijo Old Death.
Inmediatamente apuntalamos las puertas, de modo que a los sitiados les fuera imposible forzar la salida. Luego, por el ojo de la escalera, dije a los que estaban arriba:
—¡Atención! Ya están en la ratonera: bajen en seguida.
Todos se precipitaron a bajar.
—Están encerrados en el dormitorio —añadí—. Salgan tres de ustedes a atrancar las ventanas por la parte de afuera con esos troncos… Al que intente salir por ellas se le descerraja un tiro.
Por la puerta trasera salieron tres de nuestros amigos a ponerlo por obra, mientras los restantes me seguían al comedor. En la alcoba resonó de pronto una gritería horrible. Los bandidos burlados se dieron cuenta de que estaban encerrados al sacar las linternas y descubrir a sus compañeros amarrados y amordazados en las camas de Lange y su hijo. Rugían y blasfemaban como demonios y golpeaban desesperadamente las puertas para abrirse paso.
—¡Abrid, si no queréis que lo destruyamos todo! —gritaban roncos de ira.
Pero al ver que sus amenazas no obtenían contestación, trataron de hacer saltar la puerta, cuyas trancas no cedían. Luego se precipitaron a las ventanas con idéntico resultado.
—Es imposible —gritó una voz furiosa—. Lo han atrancado todo y nos tienen cogidos.
Entonces oímos que los nuestros les decían desde fuera:
—Ojo con acercarse a la ventana; estáis presos y el que toque a la contraventana muere sin remedio.
—Así es —añadió Old Death desde la puerta del comedor—. No hay salida y somos los suficientes para no dejar uno para contarlo. Consultad con vuestro capitán, quien os dará instrucciones.
Y en voz baja me dijo al oído:
—Suba usted conmigo a la guardilla con la linterna y la escopeta, mientras los demás encienden la luz y aguardan aquí.
Subimos al desván que daba sobre el dormitorio, donde estaba ya levantado un tablón del piso. Apagada nuestra luz y despojados de los capuchones, contemplamos por el boquete el hormiguero de abajo, alumbrado por varias linternas. Los bandidos formaban apretado corro alrededor del capitán, a quien, como a su compañero, quitaron en seguida las ligaduras. El jefe les hablaba en voz baja y en tono convincente; pero el teniente le contestó:
—¡Quite usted allá! ¡Entregarnos como borregos! ¿Cuántos son?
—Los suficientes para acabar con todos en dos minutos —contestó Old Death por el boquete.
Todos los ojos se clavaron en el techo. En aquel instante sonaron tiros fuera de la casa. Old Death comprendió inmediatamente lo que ocurría y quiso aprovecharlo diciendo:
—¿Oís? Vuestros compinches han sido recibidos por Cortés a tiro limpio. Todo el pueblo está contra vosotros. Se sabía vuestra llegada y se os ha preparado un recibimiento como no os lo podíais imaginar. Aquí no queremos Ku-Klux-Klan, y daremos buena cuenta de él. En el comedor hay doce hombres, frente a la ventana seis y aquí, arriba, otros seis, con ganas de meteros en el cuerpo, varias onzas de plomo. Yo soy Old Death, y al buen entendedor con media palabra le basta. Os doy diez minutos de tregua; si dentro de ellos no habéis soltado las armas, os acribillaremos a tiros. En caso contrario entraremos en tratos. Y no tengo más que deciros; es mi última palabra. Conque a ver lo que decidís.
Volvió a soltar la tabla, que encajó en su sitio y me dijo en voz baja:
—Ahora, a la calle todo el mundo, a socorrer a Cortés.
Con cinco hombres de los que estaban en el comedor salí yo y nos deslizamos cautelosamente hacia la casa del agente de la recluta juarista. Volvió a sonar un tiro y vimos a cuatro o cinco enmascarados acechando delante de la fachada, mientras otros tantos salían corriendo por la parte trasera de la casa y gritando:
—Por aquí tiran también y lo que es hoy no entramos.
Yo me había echado al suelo y me acercaba a ellos a rastras cuando oí decir a uno de los que estaban apostados frente a la fachada:
—¡Qué demonio de asunto!
¿Quién iba a figurarse esto? El mejicano ha debido de oler nuestro plan y despertará con sus tiros a todo el vecindario. Ya se ven luces en las casas vecinas y siento pasos.
¡Pronto los tendremos encima! ¡Despachemos, pues! ¡Derribad la puerta a culatazos y adentro!
Yo no esperé más, y volviendo junto a los míos les dije:
—¡Señores! ¡Pronto! ¡A culatazos con esa gente, antes que derriben la puerta!
—¡Bien, muy bien, a ellos! —contestaron todos, y, en efecto, se lanzaron sobre los bandidos a culatazo limpio, de tal manera que los diseminaron, gritando aterrados, no sin hacerles dejar en nuestras manos a unos cuantos tan mal heridos que no pudieron escapar. Desarmados y amarrados éstos, Old Death se llegó a la puerta de la casa y llamó con los nudillos.
—¿Quién va? —gritaron desde dentro.
—Old Death, señor Cortés. Hemos puesto en fuga a esos bandidos y puede usted abrir sin reparo.
La puerta se abrió con cautela y el mejicano reconoció al westman, aunque éste llevaba todavía la ropa del capitán de los malhechores.
—¿De veras se han ido? preguntó.
—Los que quedan están indefensos, y no hay miedo de que se escapen. ¿Se ha defendido usted a tiros, verdad?
—Sí; y ha sido gran suerte para mí que me avisaran ustedes, pues si no ¡buena me esperaba! Yo disparaba aquí y mi criado por la parte de atrás, para impedirles la entrada. Luego he visto que caían ustedes sobre ellos.
—Sí, los hemos salvado a ustedes, y ahora es preciso que nos ayuden. No volverán a atacarlos; pero tenemos cogidos a quince de esos granujas en casa de Lange, y no hay que dejar que se escape uno. Mande usted a su negro a que avise a los vecinos; hay que poner en conmoción a todo el pueblo para que tome parte en la redada.
—Primero convendría dar parte al sheriff. Ahí acude gente, y yo seré con ustedes en seguida.
Volvió a entrar Cortés en su casa, y en esto se nos presentaron dos hombres armados de escopetas, preguntándonos el motivo de aquel alboroto. En cuanto se enteraron se dispusieron a prestarnos ayuda. Hasta los vecinos de La Grange partidarios de la secesión, eran enemigos declarados del Ku-Klux, cuyas fechorías horrorizaban a todos los partidos políticos, sin distinción alguna. Agarramos por el cuello a los heridos y nos los llevamos a casa de Lange, quien nos declaró que los sitiados se habían mantenido tranquilos. Al poco rato vino Cortés, y uno tras otro fueron llegando tantos vecinos que ya no cabíamos en el comedor, y muchos hubieron de acomodarse en el pasillo. Esto produjo un movimiento y una confusión de voces y pasos que debieron de demostrar a los del Ku-Klux cómo estaban las cosas. Old Death y yo volvimos al desván. En cuanto levantamos el tablón se nos ofreció un cuadro muy edificante. Los bandidos apoyados en la pared, sentados en las camas o echados en el suelo, estaban cabizbajos y meditabundos.
Old Death interrumpió sus meditaciones diciéndoles:
—Ea, ya ha transcurrido el plazo. ¿Qué decidís?
Todos callaron, excepto uno que contestó con una blasfemia.
—¿Calláis? Señal de que no pensáis rendiros y de que va a comenzar el tiroteo.
Y al decir esto sacamos los dos por el boquete los cañones de nuestros rifles, sin que ellos se acordaran de echar mano a los revólveres que llevaban. Aquellos malhechores eran cobardes, y todo en ellos se reducía a maltratar a seres indefensos.
Old Death amenazó de nuevo:
—Contestad o disparo: es mi última palabra.
Siguió a esto un silencio absoluto. Entonces me dijo Old Death al oído:
—Disparemos a la vez, pues hay que escarmentarlos, para que sepan que va de veras. Apunte usted a la mano del teniente y yo tiraré a la del capitán.
Los dos disparos fueron simultáneos y las balas dieron donde queríamos. Los heridos lanzaron rugidos de dolor, acompañados con gritos y juramentos de los demás, armándose con ello una gritería espantosa. Nuestros compañeros, al oír los disparos, pensando que estábamos en lucha con los prisioneros, empezaron a disparar a su vez, atravesando con sus balas las puertas y ventanas de la habitación. Varios bandidos fueron heridos y todos se arrojaron al suelo, considerándose así más seguros y gritando como si los asaran a fuego lento. El capitán, arrodillado junto a la cama, envolvía con la sábana su mano destrozada, diciéndonos:
—No tiréis más, que nos entregamos a discreción.
—Perfectamente-respondió Old Death. —Alejaos todos de esa cama y luego iréis echando sobre ella todas vuestras armas; después os dejaremos salir. Pero os advierto que al que se le encuentre encima aunque no sea más que un cortaplumas, puede darse por perdido. Ya sabéis que hay un centenar de hombres que os aguardan: de modo que solamente entregándoos salváis la pelleja.
La situación de los malhechores era desesperada, pues no podían pensar siquiera en la fuga, como sabían muy bien; y si se rendían ¿qué podía sucederles? Sus propósitos no se habían realizado, de modo que no se los podía culpar de un crimen que no había existido. Indudablemente, valía más someterse a la intimación de Old Death que arriesgar una tentativa infructuosa, cuyas consecuencias podían serles desastrosas. En efecto, vimos llover pistolas y cuchillos sobre la cama. Old Death les dijo entonces:
—Está bien, señores. Ahora sólo me queda deciros que dispararé contra el que se atreva a coger ninguna de esas armas en cuanto se abra la puerta. Esperad un momento.
El westman me mandó entonces que bajara a avisar a Lange a fin de que quitase las trancas de la puerta y apresara a los bandidos a medida que fueran saliendo.
Pero esto no era tan fácil como parecía: el pasillo, alumbrado por muchas linternas de mano, estaba atestado de gente, y yo, como llevaba todavía parte del disfraz del Ku-Klux, fui tomado por uno de los bandidos y agarrado en el acto. Sin que nadie hiciera caso de mis protestas, hube de soportar terribles golpes y empujones. De pronto resonó en mis oídos este grito, que me heló la sangre en las venas:
—¡Linchadle! ¡Linchadle! ¡A la horca con él!
FIN