PREPARANDO LA TRAMPA
Nos estrechó cariñosamente la mano y nos fuimos. Cuando se hubo cerrado la puerta y mientras nos encaminábamos a casa de Lange, no pude menos de dar un empujón a Old Death y decirle:
—Pero, máster, ¡qué manera de mentir más estupenda! Sus embustes han tomado unas proporciones que…
—¡Chitón, que de eso no entiende usted! Figúrese que nos despide con cajas destempladas sin decirnos nada… ¡la habríamos hecho buena! La cuestión era despertar en él un apetito voraz por nosotros y lo he conseguido.
—Incluso iba usted a tomar dinero, si no ando yo listo; y eso era ya una estafa con todas las de la ley, amigo…
—Eso, no, señor, porque ¿qué sabrá él? Además me lo ofrecía graciosamente y ha sido una tontería que haya intervenido usted.
—Es que yo no tomo dinero cuando tengo el propósito de no llevar a cabo el servicio por el cual me pagan.
—¡Ah, ya! Claro que entonces no teníamos esa intención; pero ¿quién le ha dicho a usted que no se presente alguna ocasión en que podamos favorecer la causa de Juárez? Además, es fácil que las circunstancias os obliguen a hacerlo. Por lo demás, apruebo sus escrúpulos. En medio de todo ha sido mejor no tomar dinero, puesto que nuestro desinterés nos ha valido estos pasaportes y cartas de recomendación, y sobre eso hemos averiguado el paradero de Gibson. Conozco perfectamente el itinerario, y saliendo temprano pronto le daremos alcance. Además que con los papeles que llevamos encima el jefe del destacamento nos los entregará sin vacilar.
No tuvimos necesidad de llamar en casa de Lange, pues apoyado en el quicio de la puerta nos aguardaba. Nos condujo a una habitación, cuyas tres ventanas estaban cubiertas con gruesas mantas, y nos dijo:
—No les asombren a ustedes mis extraños cortinajes, señores, pues los he colocado adrede; y además les recomiendo que no alcen la voz, pues es menester que los del Ku-Klux ignoren que están ustedes aquí.
—¿Es que se ha dejado ver alguno de esos bandidos?
—Sus exploradores, por lo menos, sí. Esperando el regreso de ustedes he salido a la puerta para que no tuvieran que llamar, y he visto acercarse cautelosamente a un hombre que salía de la taberna; yo me he deslizado adentro, he entornado disimuladamente la puerta y he observado por la rendija. Al poco rato he visto llegar hasta aquí Y por distintas direcciones, a tres hombres que se han parado a escuchar junto a la puerta. A pesar de la oscuridad, he podido observar que iban vestidos con pantalones largos y anchos y chaquetones muy holgados y que tenían los rostros cubiertos con unas capuchas negras con figuras blancas recortadas.
—El disfraz del Ku-Klux.
—Así es. Dos se han quedado en acecho junto a la puerta, mientras el otro se acercaba a la ventana para examinar el interior por entre los postigos. Cuando ha vuelto a reunirse con sus compañeros le ha dicho en voz baja que íbamos a cenar y después nos acostaríamos. A lo que han replicado los compinches que convenía rodear toda la casa para estudiar el acceso más cómodo y fácil. Luego los tres han vuelto la esquina y yo me he apresurado a tapar las rendijas con esas mantas. Ahora mismo acababa de colocarlas. Pero eso no ha de hacerme olvidar que son ustedes mis huéspedes. Conque siéntense y coman y beban cuanto les plazca. Hoy sólo puedo obsequiarles con el modesto menú de un leñador; pero lo que tengo se lo doy a ustedes de corazón. Mientras comemos podremos hablar del peligro que me amenaza.
—Y en el cual no le abandonaremos a usted, como puede usted comprender —replicó Old Death—. ¿Dónde está su hijo?
—En cuanto los ha visto a ustedes llegar se ha deslizado por el patio para avisar a unos cuantos paisanos que me prestarán ayuda; dos de ellos estaban en la taberna con nosotros y supongo que los recordarán ustedes.
—¿Procurarán entrar aquí disimuladamente, no es eso? Nos conviene que los del Ku-Klux crean que está usted solo con su hijo.
—Descuiden ustedes. Saben con qué casta de pájaros han de habérselas y además yo he dado instrucciones a mi hijo.
La cena se componía de jamón, pan y cerveza. Apenas habíamos empezado a comer, cuando oímos a cierta distancia el aullido de un perro.
—Es la señal —dijo Lange levantándose—. Ya están ahí los amigos.
Salió a abrir y volvió con su hijo y cinco hombres, armados de escopetas, revólveres y machetes, que en el mayor silencio tomaron asiento donde pudieron. Nadie chistaba, y todos los ojos estaban clavados en las ventanas. Hombres así eran los que nos faltaban: de pocas palabras y dispuestos a obrar. Había uno, anciano, de barba y cabellos canos, que no cesaba de contemplar a Old Death, y fue el primero que habló dirigiéndose a mi compañero.
—Dispense usted, máster. Will me ha dicho a quién iba a encontrar aquí y me ha dado una gran alegría, pues me parece que no es la primera vez que nos vemos.
—Es posible —replicó el westman—. ¡He visto a tanta gente por esos mundos de Dios!
—¿No me recuerda usted? Old Death le miró un momento fijamente y dijo por fin:
—Creo que sí, que le he visto a usted otra vez; pero no recuerdo cuándo.
—Allá, en California, hace unos veinte años, en un barrio chino, por cierto. Aguce usted la memoria… Allí se jugaba y se fumaba opio sin parar. Y había perdido a los naipes todo mi capital, cerca de mil dólares; sólo me quedaba una moneda, y decidí gastarla en opio y al fin pegarme un tiro. Era el final obligado de un jugador empedernido, cuya pasión había sido su ruina… Cuando de pronto…
—Bueno, sí: ya lo recuerdo —le interrumpió Old Death—. No saque usted a relucir esas viejas historias.
—Es preciso que lo oiga usted: fue usted mi salvador, pues habiendo ganado la mitad de mi capital, me llamó usted aparte y me lo devolvió, haciéndome jurar por lo más sagrado que desde aquel instante renunciaría para siempre a esos dos enemigos del hombre: el juego y el opio. Cumplí la palabra empeñada, no sin que me costara grandes esfuerzos y hoy soy un hombre acomodado, a quien hará usted feliz permitiendo que le pague la deuda que con usted contrajo.
—No haré semejante tontería —respondió sonriendo Old Death—. ¡Me ha consolado mucho el recuerdo de haber hecho una buena obra, una vez en mi vida, para que vaya a venderlo por un puñado de dólares! Cuando llegue mi hora no habrá nada, nada absolutamente que hable en favor mío, más que esa pequeñez, y ya comprenderá usted que no voy a quedarme sin ella por darle a usted gusto. Conque no se hable más de eso, sino de cosas más propias del momento, pues si es verdad que le aconsejé a usted que huyera del opio y del juego, harto conocidos míos, por mi desgracia, a su fuerza de voluntad debe usted únicamente la victoria y, por lo tanto su salvación. ¡No hablemos más de eso!
Al oír al viejo cazador, comprendí yo cosas que hasta entonces me habían parecido oscuras. En Nueva Orleáns me había dicho que su madre le puso en camino de hacer su suerte, pero que él se había empeñado en tomar dirección opuesta; ahora confesaba conocer muy a fondo dos espantosos vicios: el juego y el opio. ¿Había adquirido tal conocimiento solamente observando sus funestos efectos en otros? Difícilmente, y hube de sospechar en aquel momento que había sido, y acaso fuese todavía, un jugador apasionado; y en cuanto al opio, su aspecto cadavérico indicaba claramente el uso indebido de la dañina droga. ¿Si estaría aún entregado en secreto a tan peligroso vicio? No era probable, pues para disfrutar de ese veneno se necesita cierta pérdida de tiempo de que no disponía el explorador, por lo menos durante nuestra expedición. Acaso fuera de los que mascan tallos de opio, pues si hubiera renunciado del todo a él habría recuperado su cuerpo las carnes perdidas y habría logrado restablecerse de sus nocivas consecuencias. Desde entonces miré con distintos ojos a mi compañero, pues al respeto que me inspiraba se agregó una buena dosis de lástima. ¡Cuánto debía de haber luchado con aquellos dos vicios perniciosos que minaban la salud del cuerpo y del alma! ¡Qué extraordinaria debía de ser su robustez física y la de su inteligencia cuando el tóxico no había logrado destruirla por completo! ¿Qué significaban sus aventuras, sus penalidades y privaciones en la selva comparadas con las espantosas luchas que debieron de librarse en su interior? Acaso luchara con la misma tenacidad contra sus pasiones devastadoras y potentes, como el indio, destinado por el blanco al exterminio, pelea por la existencia. Sabe que cada fase de la lucha ha de terminar con su derrota, a pesar de lo cual se defiende y resiste, aun vencido y aherrojado en el suelo. Old Death! Su nombre desde aquel momento tuvo para mí un significado fatal. La perdición del famoso escucha estaba decretada, era inevitable; y su fin sería tan desastroso que comparado con él la muerte natural constituía un bien inestimable.
Las últimas palabras de Old Death «No hablemos más de eso», fueron dichas en tono tal que el anciano a quien las dirigía comprendió que no debía insistir y se contentó con decirle:
—Está bien, señor. Sólo quisiera advertir que se trata aquí de un enemigo tan duro e implacable como el juego y el opio, aunque afortunadamente de más fácil manejo que esos dos, de modo que le echaremos el guante y no se nos escapará. El Ku-Klux-Klan es el enemigo declarado de los alemanes, y por lo tanto a todos nos incumbe castigarlo. Es una bestia dotada de millares y millares de garras para destrozarnos, y la indulgencia que tengamos con ella será una falta que tendremos que expiar. Debemos ser implacables desde el primer instante para que se convenzan de que no perdonamos. Si esa gente logra echar raíces aquí, estamos perdidos sin remedio, pues se precipitarán sobre nosotros como lobos hambrientos para devorarnos uno a uno. Por eso opino Que debemos hacerles tal recibimiento que les quite las ganas de volver a reincidir. Confío en que estaréis todos conmigo.
Todos asintieron y el anciano prosiguió:
—Está bien. Sólo nos resta ahora tomar las disposiciones convenientes para que no fracase nuestro propósito; pero de modo que no sólo no realicen sus planes, sino que éstos se vuelvan contra ellos mismos. ¿Tiene alguno de vosotros pensado algún plan? Diga cada cual lo que piensa.
Todos los ojos se clavaron en Old Death, quien, como entendido en tales luchas, sabía mejor que nadie lo que convenía hacer. Al observar el westman la ansiosa expectación de la concurrencia, hizo una de sus peculiares muecas y dijo:
—Ya que todos callan, tomaré yo la palabra, señores. Sólo hemos de tener presente que no vendrán hasta que piensen que el maestro Lange está durmiendo. ¿Cómo se cierra la puerta del patio? ¿Con cerrojo?
—No; con llave, como todas las demás de la casa.
—Está bien; ya lo habrán averiguado ellos, y me figuro que vendrán provistos de ganzúas y llaves falsas. Por/ lo menos sería imperdonable en ellos que no lo hicieran. La sociedad contará seguramente entre sus miembros con cerrajeros que sepan la manera de manejar cerraduras reacias. De modo que entrarán tranquilamente y de rondón. Ahora debemos tratar del modo de recibirlos.
—¡A tiro limpio, naturalmente!
—¿Para que nos contesten del mismo modo? ¿No ve usted que el fogonazo les revelaría dónde estamos? Nada de tirar: yo tendré una verdadera satisfacción en cazarlos como fieras, sin exponernos al peligro de que maten a alguno de nosotros.
—¿Pero será eso posible?
—No sólo posible, sino relativamente fácil. Nos escondemos en la casa y los dejamos entrar tranquilamente. En cuanto estén en el dormitorio, cerramos las puertas ante las cuales pondremos guardias, mientras otros vigilan las ventanas. Así, al verse sin salida, no les quedará más remedio que rendirse a discreción.
El anciano alemán movió negativamente la cabeza, abogando con energía por que se los recibiese a tiros. Old Death replicó a las objeciones del viejo guiñando un ojo y haciendo una mueca que nos habría hecho soltar la carcajada si la situación no hubiera sido tan grave. Lange observó:
—¡Qué cara pone usted, señor westman! ¿No está usted conforme?
—Ni poco ni mucho, maestro. La proposición de nuestro amigo parece fácil y practicable a primera vista; pero yo calculo que las cosas tomarán distinto rumbo del que él espera. Realmente, la gentuza esa merecería que anduviéramos a tiros con ellos si hicieran lo que nuestro amigo supone. Este cree que van a entrar todos de rondón a ponerse ante la boca de nuestros cañones, pero yo pienso que esa gente no tiene aserrín en la mollera y estoy convencido de que abrirán cautelosamente la puerta del patio y entrarán sólo uno o dos a explorar el terreno. Claro está que a esos dos se les vencerá fácilmente; pero en cuanto los demás huelan la pólvora desaparecerán como fantasmas para volver luego a tomar el desquite. Ya ven ustedes que ese plan cae por su propio peso. Al contrario, es preciso que entren todos en la ratonera para que no se escape ni uno; y para eso tengo yo motivos muy fundados. Primeramente, me repugna acabar a tiros con tantos hombres sin darles siquiera tiempo de pensar en sus fechorías y arrepentirse, antes de entrar en la eternidad. Somos cristianos, señores míos, y no lobos carniceros; estamos en nuestro derecho de defendernos y de hacer imposible que vuelvan a atacarnos; pero podemos conseguirlo de modo menos sangriento e inhumano. Si a pesar de eso insistís en querer matarlos como a una manada de fieras, allá vosotros, pues ni yo ni mi compañero tomaremos parte en semejante hazaña, y saliendo ahora mismo de aquí buscaremos dónde pasar la noche, de la cual, en caso contrario, nos acordaríamos toda la vida con terror y con remordimiento.
Old Death había expresado mis propios sentimientos, y sus palabras surtieron el efecto apetecido. Todos manifestaron su conformidad con el westman y el anciano alemán dijo:
—Lo que acaba usted de exponer está muy bien. Yo creía que una buena descarga les quitaría para siempre las ganas de volver a La Grange; pero no pensaba en la horrible responsabilidad que contraeríamos. De modo que apruebo la proposición de usted, aunque no sé en qué forma va usted a realizarla.
—Todos los planes, aun los mejor combinados, están expuestos al fracaso. Además, no sólo es humano, sino prudente, cederles el paso para cogerlos vivos; es mejor, mucho mejor que matarlos. Luego, piense usted en que atraería sobre sí la venganza de todo el Klan. Con ello no alejaría usted de La Grange a los del Ku-Klux, sino al contrario: los atraería usted indefectiblemente para aplicarle la pena del talión, ojo por ojo y diente por diente. Por Dios le ruego a usted que desista de su intento, por su propia tranquilidad. Para no descuidar el más mínimo detalle que pueda comprometer el resultado de mi plan, voy a acechar por fuera la casa con objeto de ver si descubro alguna coyuntura favorable.
—No lo haga usted; se expone usted demasiado —observó Lange—, pues usted mismo ha dicho que han puesto centinelas, y éstos podrían verle a usted.
—¿Verme a mí? —dijo el westman riendo—. Eso no me lo había dicho nadie todavía. ¿Juzga usted tan tonto a Old Death que se deje ver cuando acecha una casa o a una persona? A ver, hágame con tiza un bosquejo de su casa, para que me sirva de plano, y luego ábrame la puerta del patio y espere allí mi vuelta: yo no llamaré, sino que rascaré con la uña, de modo que si llaman no seré yo; se lo prevengo.
Lange tomó un pedazo de tiza y trazó sobre la mesa el bosquejo pedido. Old Death lo contempló un buen rato y dio a entender-su satisfacción con su mueca acostumbrada. Disponíanse los dos a salir y ya estaban en la puerta cuando Old Death se volvió hacia mí a preguntarme:
—¿Ha acechado usted alguna vez a un ser humano, sir?
—No —contesté, acordándome de lo que me había encargado Winnetou.
—Pues entonces se le presenta a usted una ocasión excelente para ver cómo se hace. Si quiere usted venir…
—¡Alto ahí, caballeros! —interrumpió Lange—. Eso sería una exposición demasiado grande, puesto que su compañero confiesa claramente que no entiende de esas cosas; si involuntariamente comete alguna imprudencia los descubre a ustedes cualquiera de los que nos espían y están ustedes perdidos.
—¡Qué disparate! Aunque nos conocemos hace poco, sé que este joven anhela adquirir todas las cualidades propias de un buen westman. Ya se cuidará él de no cometer imprudencias. Claro está que si se tratara de explorar un campamento indio me guardaría mucho de llevármelo; pero yo le aseguro a usted que ningún corredor de las pampas valiente y honrado pertenece al Ku-KluxKlan, por lo cual no temo que ninguno de esos centinelas tenga el talento necesario para cogernos; y aunque nos descubrieran, Old Death es hombre capaz de salir con bien del atolladero. Yo quiero llevarme a este joven y no hay más que hablar. Ea, vamos, sir. Pero deje usted aquí el sombrero, como hago yo, pues esa paja se ve a dos leguas de distancia y podría fastidiarnos, Échese usted el pelo sobre la frente y súbase el cuello de la zamarra hasta la boca, para que la cara quede lo más oculta posible. No tiene usted más que seguirme los pasos y hacer exactamente lo que haga yo, y veremos si hay un Klux o un Klax capaz de vernos.
Nadie se opuso ya, y así echamos a andar corredor adelante hasta la puerta trasera, que abrió y cerró Lange silenciosamente.
En cuanto estuvimos fuera, Old Death se acurrucó y yo hice lo mismo. El westman parecía tragarse las tinieblas con los ojos y yo le veía aspirar el aire por las narices a grandes sorbos. De pronto me dijo con voz imperceptible, señalando a las cuadras, al otro lado del patio:
—Creo que no tenemos a nadie enfrente; pero bueno será convencernos. Hay que ir con cuidado. ¿No aprendió usted de niño a imitar con una paja el canto del grillo?
Yo asentí con un movimiento de cabeza.
—Pues allí, delante de la puerta, hay hierba; coja usted una espiga y espere a que yo vuelva. Si ve usted algo sospechoso haga cantar al grillo, y acudiré en seguida.
Y echándose de bruces desapareció en la oscuridad, arrastrándose a cuatro pies. Pasaron diez minutos, y yo sin verle venir ni oírle me di cuenta por el olfato de que se aproximaba. El explorador susurró en mi oído:
—Es lo que yo suponía; en el patio no hay nadie ni en la esquina de atrás; pero en el otro ángulo en que está la ventana de la alcoba hay un bulto. Échese usted al suelo y sígame; pero no moviéndose sobre el vientre, como las culebras, sino a manera de lagartija, sobre las extremidades. Tiene usted que apoyarse en las puntas de los pies y palpar el suelo antes de avanzar un paso, pues basta el chasquido de una ramita para dar la alarma. Le recomiendo a usted también que se abroche bien la zamarra, para que no arrastre por el Ríelo. Eso es. Y ahora, adelante…
Old Death avanzó lentamente, seguido por mí, hasta la esquina, donde se paró en seco, lo cual imité yo. Al cabo de un rato volvió la cabeza hacia mí y me dijo con voz apenas perceptible:
—Son dos… ¡precaución!
Luego volvió a emprender su camino y yo detrás de él, amparados por la sombra de la valla, cubierta de vid silvestre y otras enredaderas, que rodeaba el huerto. Avanzábamos a lo largo de la valla paralela a la parte trasera de la casa y separada de ésta como unos diez pasos; en el espacio intermedio vi una sombra parecida a la silueta de una tienda de campaña. Luego supe que eran los rodrigones y varas para sostener los sembrados de judías y lúpulo que se amontonaban allí una vez usados y junto a los cuales se oía hablar en voz baja. Old Death me echó un brazo al cuello, se acercó a mí de manera que nuestras cabezas se tocaron, y cuchicheó:
—Allí están, y es preciso enterarnos de lo que hablan. En realidad sólo debía acercarme yo, pues usted es tan greenhorn que temo que me estropee usted la combinación; pero como cuatro ojos ven más que dos, conviene que me acompañe usted. ¿Se atreve usted a acercarse al montón ese sin que le oigan?
—Sí.
—Pues a hacer la prueba. Usted se acerca por un lado y yo por otro. Cuando esté usted cerca pegue la cara al suelo para que no le vean los ojos. Si a pesar de eso le ven o le oyen no nos queda más remedio que dejarlos secos.
—¿Matarlos, dice usted? —repliqué aterrado.
—No, pues tendría que ser en silencio, de una sola puñalada certera, y no le juzgo a usted con habilidad suficiente para ello. Los tiros nos venderían. En cuanto nos descubran a uno o a otro me lanzo yo sobre el más próximo y usted sobre el otro, les apretamos el cuello de modo que no puedan dar un grito, y usted mantiene apretado al suyo contra el suelo para que no rebulla. Luego ya le diré lo que ha de hacerse, todo en el mayor silencio, por supuesto, pues el menor ruido nos perdería. Es usted hombre robusto; pero ¿se atreve usted a tumbar a un mozo de esos sin que rechiste?
—Creo que sí —le contesté—. Pues, entonces, manos a la obra.
Old Death torció en dirección al montón de varas y yo me dirigí a él por el lado opuesto. Por fin nos hallamos junto a la pirámide de palos. Los dos bandidos se hallaban acurrucados al pie de la misma, apretados uno contra otro y con el rostro vuelto hacia la casa. Yo logré avanzar tanto que mi cabeza se hallaba escasamente a una vara de distancia del más próximo. Entonces me eché de bruces al suelo y escondí la cabeza entre las manos. Esta postura ofrecía dos ventajas, como observé en seguida: primeramente que no me descubriera el color claro de mi rostro y luego que podía oír mejor que con la cabeza levantada. Hablaban los espías en voz baja, pero perceptible. El más cercano a mí decía en aquel momento:
—Con el capitán del vapor, vale más no meterse, pues aunque nos dejó en seco, dándonos aquel chasco, cumplió con su deber. Verdad es que es también un maldito alemán; pero el darle su merecido más bien nos perjudicaría; pues si hemos de sostenernos en Tejas nos conviene estar bien con la tripulación de los buques.
—Bueno: se le deja tranquilo si le parece a usted, mi capitán. El indio se nos ha escapado de entre las manos, pues no hay un rojo en la tierra que se pase la noche en La Grange en espera de un vapor; de modo que sólo quedan esos dos perros alemanes, que van a pagar por todos. Son espías y hay que lincharlos, por lo cual es preciso buscarlos hasta que los encontremos. Estaban en la taberna y se han escapado como duendes, largándose por la ventana, los muy cobardes.
—Todo se andará: el Caracol ha quedado de guardia en la taberna y no parará hasta averiguar su paradero; y ya sabes que a ése no se le escapa nada. A él le debemos saber que a Lange, el herrero, le han pagado la casa y que tiene el dinero en su poder. De modo que matamos dos pájaros de un tiro, ahorcando al hijo por haber servido en las filas enemigas y quitándole al padre la bolsa. Y así castigamos en el viejo el gusto que se dio al ver al chico luciendo las charreteras. De la paliza que vamos a darle se queda sin pellejo. Luego prendemos fuego a la casa y si te he visto no me acuerdo.
—Eso le importará poco, pues ya no es suya la finca.
—Tanto más rabiará ese mejicano, que de seguro no vuelve a reclutar más gente para Juárez. Le vamos a dejar un recuerdo que no se le olvidará en mucho tiempo, después que le hayamos despojado hasta de la camisa. La gente está bien aleccionada; ¿pero estás tú seguro, Locksmith, de que abrirán bien tus llaves?
—¡No faltaba más, capitán! Soy maestro en el oficio y no hay cerradura que se me resista.
—Entonces, punto en boca. ¡Ojalá se acostaran pronto esos brutos! Temo que vayan a impacientarse los nuestros, pues la verdad es que no están tumbados en lecho de plumas… Figúrate como estarán, agazapados entre las ramas del viejo sauce, detrás de la cuadra, donde los Lange acostumbraban echar las cazuelas rotas. Estoy deseando que llegue el momento en que vayas a decirles que pueden venir. Yo voy a acercarme a la ventana, a ver si se han acostado ya esas lechuzas alemanas.
El capitán se levantó y se encaminó cautelosamente a hacer lo que había dicho. El título que le daba su compañero y la conversación que sostenían ambos daba a entender que era el jefe de la cuadrilla. Al otro lo llamaba él Locksmith (cerrajero), lo cual lo mismo podía ser un apellido que indicar su profesión, pues se jactaba de saber abrir las más difíciles cerraduras.
En efecto, en aquel instante, con un movimiento involuntario, hizo sonar un manojo de llaves, prueba evidente de que él era el encargado de abrir las puertas. De estas cavilaciones me sacó un tirón que sentí en la pierna y me eché hacia atrás. Era Old Death, quien, acurrucado detrás del montón de maderos, acercando su cara a la mía me preguntó si me había enterado de todo. Yo asentí con un movimiento de cabeza.
—Entonces ya sabemos lo que necesitábamos saber, y les vamos a jugar a esos señores una que haga época… ¡Si pudiera fiarme de usted!
—Pruébelo usted. ¿Qué debo hacer?
—Echarle a ése la mano al gañote.
—Allá voy.
—Escuche usted. Para mayor seguridad voy a darle a usted unas instrucciones. No pierda usted una sílaba… pero ya vuelve el capitán. ¡Si vendrá aquí!
El jefe de los bandidos regresaba de su pesquisa; pero, afortunadamente, volvió por sus mismos pasos a sentarse donde antes estaba.
Sabíamos lo bastante y no había para qué continuar allí. Así fue que Old Death me dijo:
—Oiga usted, pues, cómo ha de hacerlo para echarle la zarpa; se arrastra usted hasta colocarse detrás de él, y en cuanto oiga usted la seña que yo haga, le echa usted las dos manos al cuello, pero bien colocadas, se entiende, de modo que los dos pulgares se toquen en la nuca y los restantes dedos atenacen el cuello, apretando de tal modo que el gaznate se hunda…
—Pero así lo asfixiaré.
—¡Qué disparate! No se ahoga uno tan pronto. Y además esos granujas pertenecen a una clase de fieras que tienen siete vidas y resisten lo imposible. En cuanto le tenga usted agarrado, apriételo contra el suelo, pues así tendrá usted más fuerza para dominarlo. Pero cuide usted de no empujarlo en dirección a usted, sino de costado y tripa abajo, para que se pueda usted echar encima de él, con lo cual le tendrá usted más seguro. Como no está usted acostumbrado a esas maniobras, es fácil que suelte un grito; pero se reducirá a un gruñido corto y desesperado; luego se quedará como un tronco y así le mantendrá usted hasta que yo llegue. ¿Cree usted poder hacerlo así?
—Seguramente, pues sé lo que son las luchas.
—Eso no tiene nada que ver con la lucha vulgar cuerpo a cuerpo. Además, tenga usted en cuenta que el capitán es más alto que el otro. Espero que haga usted honor al maestro, para que no se rían de usted. Conque adelante y fíjese en la señal de ataque.