CAPÍTULO OCTAVO

RECLUTADOS

No quedaba la menor duda: nuestro amigo el herrero había conversado con Ohlert. Su raptor, Gibson, había vuelto a cambiar de nombre, y aun era probable que el de Gibson no fuera el verdadero. Su fisonomía criolla hacía sospechar que fuera de origen mejicano y su nombre auténtico el último, por el cual le conociera Cortés. Gavilán, nombre español de un ave de rapiña, le venía como hecho de molde, y él hacía honor a su apellido. Ante todo, me interesaba saber de qué pretexto se servía para arrastrar a Ohlert en su compañía. Debía de halagar mucho al demente y hallarse en estrecha relación con su idea fija de escribir una tragedia cuyo protagonista fuera un poeta loco. Acaso Ohlert hubiera hablado de ello con el herrero. Así pregunté a éste:

—¿De qué lengua se servía para hablar con usted ese joven?

—Del alemán, y no cesaba de repetir que iba a escribir un drama; pero sus incidentes debía vivirlos él antes de escribirlos, para que fuera todo conforme a la realidad.

—¡Es increíble!

—¿Increíble? Yo opino de distinto modo. La locura estriba precisamente en hacer las cosas que no se le ocurren a ninguna persona de sentido común. En efecto, a cada tres palabras salía con una tal Felisa Perilla, una señorita que piensa raptar con ayuda de su compañero.

—Es demencia, no cabe duda. Si se empeña el loco en traducir a la vida real los personajes y episodios de su drama, no nos queda más remedio que impedirlo con todos los recursos que estén a nuestro alcance. No estarán ya en La Grange, supongo.

—No: salieron ayer mismo con Cortés hasta la hacienda de Hopkins, y de allí seguirán para Río Grande.

—¡Qué contrariedad! No hay más que hacer que seguirlos a uña de caballo, hoy mismo, si puede ser. ¿Sabe usted dónde podríamos adquirir dos buenos caballos?

—Sí; en casa del mismo Cortés, que tiene siempre ganado disponible para los reclutas que envía a Juárez. Pero he de aconsejar a ustedes que desistan de caminar de noche, pues desconocen ustedes el camino y ya esta noche no encontrarán guía.

—¡Quién sabe! Sea como fuere, hemos de hacer lo que podamos para salir esta misma noche; pero antes quiero hablar con Cortés. Son las diez, y como ya debe de esperarnos, le ruego a usted que nos acompañe a su casa.

—Con mucho gusto. Adelante. Al ir a salir oímos tropel de caballos, y poco después entraban nuevos huéspedes en la taberna. Con gran sorpresa y no menos disgusto reconocí en los recién llegados a nueve o diez de los burlados por el capitán. Parecían ser conocidos de algunos de los parroquianos, pues fueron recibidos con gran algazara. Por las preguntas y respuestas que se cruzaron entre ellos comprendí que eran esperados. Rodeáronlos los demás y a esta circunstancia se debió que no nos vieran, lo cual nos alegró mucho, pues no teníamos deseo alguno de reanudar las relaciones con tal gente; volvimos, pues, a sentarnos, ya que de haber salido en aquel momento habrían aprovechado la ocasión para meterse con nosotros. Cuando supo Lange quiénes eran cerró a medias la puerta de comunicación entre las dos salas, para que ellos no pudieran vernos y nosotros pudiéramos enterarnos de lo que hablaran. Para mayor seguridad cambiamos los asientos con el padre y el hijo, de modo que dábamos la espalda a la otra habitación. El herrero nos dijo en voz baja:

—No conviene que los vean a ustedes. Ya antes de la llegada de éstos reinaba en la otra sala un ambiente hostil a nosotros, de modo que si ahora los vieran a ustedes los recién llegados y los llamaran espías, se armaría la gorda.

—Eso está muy bien —observó Old Death—; pero ¿cree usted que nos vamos a quedar aquí hasta que se les ocurra marcharse? No tenemos tiempo que perder, pues me es preciso hablar con Cortés.

—Entonces saldremos por donde no nos vean.

Old Death recorrió la estancia con los ojos, diciendo:

—No veo otra salida que la de la puerta.

—Nada de eso; aquélla es más cómoda —contestó el herrero señalando la ventana.

—¿Habla usted en serio? —preguntó el escucha—. Por lo que veo es usted miedoso. ¡No faltaba más sino que nos despidiéramos a la francesa, como ratones que por temor al gato se esconden en los agujeros! ¡A fe que no se reirían poco de nosotros!

—No conozco el miedo ni sé lo que es; pero hay un adagio alemán que dice: «El más listo es el que cede». Me basta saber que no es el terror, sino la prudencia lo que me guía en este trance. Hay que tener en cuenta que son diez veces más que nosotros, que son vagabundos, brutales y sanguinarios, y que no nos dejarán pasar sin molestarnos; y como no soy hombre que aguante un insulto impunemente, ni creo que ustedes lo aguanten tampoco, acabaría esto en una reyerta en que correría la sangre. Una lucha a puñetazo limpio no me asusta, pues como maestro herrero sé repartir golpes y machacar cabezas como machaco el hierro; pero las armas blancas y de fuego son traicioneras, y el ente más raquítico y cobarde tumba al gigante más valiente con un pedazo de plomo del tamaño de un guisante. De ahí que la más elemental prudencia nos obligue a dar esquinazo a semejante gentuza, saliendo sigilosamente por la ventana mientras ellos nos esperan a la puerta. Más ha de enfurecerles el chasco que se van a llevar que si les atizáramos unos cuantos mojicones, con lo cual sólo podríamos ganar nosotros unas sangrías sueltas o algo peor.

Yo di la razón al prudente herrero, y el mismo Old Death acabó por decir:

—En medio de todo no va usted descaminado; acepto su proposición y arrojaré mi humanidad por la ventana. ¡Oigan qué jilgueros! Rugen como fieras; sin duda están relatando el episodio del naufragio.

En efecto, los recién llegados hablaban a gritos, amenazando al capitán, al indio, a Old Death y a mí; todos estaban conformes en tomar una terrible represalia por la jugarreta. Los seis rowdies y sus secuaces se habían quedado al acecho del barco, para castigar al capitán a su vuelta. No habían tenido ganas ni tiempo que perder en espera de que el buque regresara; y el cabecilla de los rowdies terminó su relato, diciendo:

—No íbamos a pasarnos toda una eternidad sentados a la orilla y esperando al buque, pues sabíamos que nos aguardabais; tuvimos la suerte de que nos prestaran caballos en una hacienda próxima, y aquí nos tenéis.

—¡Prestados! —gritaron todos lanzando una risotada.

—¡Claro está que a nuestro modo! Pero no llegaban para todos, y por eso tuvimos que emprender el camino cabalgando de dos en dos. Luego mejoraron las cosas, pues dimos con otras haciendas, hasta completar los que necesitábamos; y así hemos venido cada uno en nuestro jaco, como unos caballeros.

Tremendas risotadas acogieron el relato de esta nueva fechoría, celebrada como hazaña. Luego preguntó el portavoz:

—Y aquí ¿va bien todo? ¿Se han encontrado los respectivos individuos?

—Sí.

—¿Y las ropas?

—Han traído dos cajones grandes, con lo cual bastará.

—¡Buena fiesta nos espera! Pero tampoco se nos escaparán el capitán y los espías. El vapor hace noche en La Grange, y no se nos escurrirán. Son fáciles de reconocer; uno lleva traje de trapper, y los dos van cargados con sus sillas de montar, pues no tienen caballo.

—¿Sillas de montar, dices? —exclamó uno, con gran satisfacción—. Ahí, en esa otra habitación, acaban de entrar dos que las llevaban a cuestas…

El resto lo dijo en voz baja y sin duda se refería a nosotros.

—Señores —observó entonces el herrero—, ya no hay tiempo que perder, pues vendrán a buscarnos en seguida. Salten afuera al momento y nosotros les daremos la impedimenta.

Tenía razón; de un salto, pues, me planté en la calle, seguido de Old Death, y después de pasarnos las sillas de montar por la ventana, hicieron padre e hijo lo mismo.

Nos hallamos en un espacio cercado por tapias, que debía de ser el huertecillo de la casa. Cuando hubimos saltado la valla observamos que los demás concurrentes al saloncito donde nosotros estábamos juzgaron prudente seguir nuestro ejemplo, esquivando el encuentro con los secesionistas.

Lange soltó una carcajada al verlo y dijo:

—¡Qué ojos van a abrir cuando se encuentren con que los pájaros han volado! Pero esa era la mejor solución.

—En buen ridículo nos hemos puesto —gruñó Old Death—. Me parece que oigo ya las risotadas de burla que van a soltar.

—Déjelos que se rían: luego nos tocará a nosotros. Ya les demostraremos oportunamente que no nos asustan, aunque no seamos matachines de taberna.

Los dos herreros nos tomaron las sillas de montar, alegando que no podían consentir que sus huéspedes fueran tan cargados, y poco después nos hallamos entre dos edificios, uno de los cuales estaba completamente a oscuras, mientras por los intersticios de puertas y ventanas, en el otro, se veía luz.

—El señor Cortés está en casa —observó Lange—. Vive en ese edificio donde hay luz, y bastará llamar a la puerta para que nos abran. Cuando hayan terminado ustedes la conferencia, pasen a la casa de la izquierda y den con los nudillos en la ventana de al lado de la puerta. Entretanto, nosotros prepararemos la cena.

Padre e hijo se dirigieron a su casa y nosotros a la otra. Al llamar se abrió una rejilla de la puerta y por ella nos preguntaron:

—¿Quién ser?

—Dos amigos —contestó Old Death—. ¿Está el señor Cortés?

—¿Qué querer de mi amo?

Por la forma de expresarse comprendimos que hablábamos con un negro.

—Se trata de un asunto.

—¿Qué asunto? Si no decir no entrar.

—Dile a tu amo que venimos de parte del señor Lange.

—Masa Lange ser bueno; entrar luego. Esperar un momento.

Y cerró la rejilla. Al cabo de unos minutos volvió, diciendo:

—Entrar; el amo hablar con vosotros.

Pasamos por un estrecho corredor a un cuartito pequeño, que debía de ser el despacho, pues estaba amueblado con un pupitre, una mesa y unas sillas. Los muebles no podían ser más modestos. Sentado junto al pupitre vimos a un hombre alto y delgado, cuyo rostro indicaba claramente su origen español, y que contestó atentamente a nuestro cortés saludo:

—Buenas noches, caballeros. ¿Vienen ustedes recomendados del señor Lange? ¿Se puede saber qué los trae por aquí?

Yo me moría de curiosidad por saber lo que respondería Old Death, quien me había rogado que pusiera el asunto en sus manos sin intervenir yo para nada.

—Acaso sea un negocio; acaso solamente una investigación. Nosotros mismos no lo sabemos —contestó mi compañero.

—Ya nos enteraremos. Por de pronto, siéntense y fumen un cigarrillo.

Y nos alargó la petaca y el pedernal, que no podíamos rehusar sin ofenderle. Los mejicanos no pueden hacer nada, ni siquiera sostener una breve conversación, sin tener el cigarrillo en la boca. Old Death, que prefería mil veces un bocado de tabaco en rama al puro más exquisito, cogió un pitillo, lo encendió y en dos chupadas dio cuenta de él. Yo procedí de modo distinto a fin de que me durara. Old Death empezó:

—Lo que nos trae aquí tiene suma importancia; si hemos venido tan tarde es porque no estaba usted antes, y si no esperamos a mañana es porque las condiciones de este pueblo no invitan a prolongar la estancia en él. Nuestro deseo es penetrar en México y ofrecer a Juárez nuestros servicios. Esto, como es natural, no se hace a tontas y a locas; se necesita cierta seguridad de ser bien recibido. Por lo cual, y bajo mano, nos hemos enterado de que en La Grange hay una oficina de enganche. Sonó el nombre de usted y venimos a buscarle para que nos diga usted si nos han dirigido bien.

El mejicano no contestó en el acto, sino que se quedó mirándonos con ojos recelosos. Su mirada se clavó en mí con complacencia, pues yo era joven y fornido. Old Death le agradaba menos: su figura seca y hundida no le parecía a propósito para las penalidades de la campaña. Luego nos preguntó:

—¿Quién les dijo a ustedes mi nombre?

—Un pasajero que hizo conmigo la travesía —mintió Old Death con el mayor aplomo—. Por casualidad hablamos después con el señor Lange y por él supimos que no se le podría ver a usted antes de las diez. Somos septentrionales, de origen alemán, y hemos luchado ya contra los Estados del Sur. Esto le probará a usted que tenemos experiencia militar, y por lo tanto que nuestros servicios pueden ser de gran utilidad al Presidente.

—Todo eso está muy bien —repuso Cortés—; pero, francamente, permítame que le diga que no le creo a usted en condiciones de salud para aguantar las fatigas y privaciones que impone la vida militar.

—Tiene usted razón —observó el viejo, sonriendo—; pero he de advertirle a usted que llevo un nombre que le convencerá de si soy o no soy útil: me llamo Old Death.

—¡Old Death! —exclamó Cortés, atónito—. ¿Es posible? ¿Usted es el famoso explorador, que tanto daño ha causado a los del Sur?

—Basta verme para creerme: mi cara y mi cuerpo me abonan.

—En efecto, en efecto, caballero… Comprenderá usted que tenga yo que andar muy alerta, pues no conviene que trascienda al pueblo que soy yo agente de Juárez. Sobre todo ahora he de obrar con más cautela que nunca; pero ya que con Old Death no necesito andar con tapujos, le confieso a usted francamente que le han dirigido bien. Estoy dispuesto a recibirlos a ustedes e incluso puedo ofrecerle a usted unas charreteras de oficial, porque a un hombre como usted no se le ha de tratar como a un soldado raso.

—Así lo espero, señor Cortés; y en cuanto a mi compañero, aunque empezara a servir como soldado pronto se ganaría los ascensos, pues ya entre los abolicionistas llegó al grado de capitán, no obstante sus pocos años. Su nombre es Müller a secas, pero no creo que le sea a usted desconocido. Peleó a las órdenes de Sheridan y mandó la vanguardia en la famosa marcha al través del Missionary-Ridge. Ya recordará usted los famosos raids que se llevaron a cabo: Müller era el oficial predilecto de Sheridan, y esto le valió el privilegio de que le encargara las operaciones más arriesgadas. Es aquel célebre capitán de lanceros que en la batalla de Five-Forks libertó a Sheridan, a quien ya tenían cogido los enemigos. Estos datos le harán comprender a usted que no es mala adquisición la que hace usted con él.

Old Death mentía como un bellaco, y a mí un color se me iba y otro se me venía ante aquel fárrago de invenciones. Cortés, que me miraba atentamente, tomó mis sonrojos por el rubor de la modestia, y alargándome la mano e insistiendo a su vez en los elogios, exclamó:

—Esas justas alabanzas no deben molestar a usted, señor Müller. Había oído hablar de usted y de sus hazañas, y le doy a usted el parabién y la bienvenida. También entrará usted en seguida como oficial, y estoy dispuesto a entregarle en el acto la cantidad que necesite usted para equiparse como tal.

Old Death iba a aceptar, y por eso me adelanté yo diciendo rápidamente:

—No necesitamos dinero ni queremos que gaste usted en nuestro equipo, pues fuera de los caballos, estamos provistos de sillas y arreos.

—Mejor que mejor; precisamente tengo dos excelentes potros, que les cederé a ustedes por su precio de coste. Mañana mismo se los enseñaré. Son los mejores que tengo. ¿Dónde se alojan ustedes?

—En casa del señor Lange.

—Perfectamente. Si no hubieran tenido ustedes hospedaje les habría ofrecido mi casa, aunque es muy reducida. ¿Qué les parece, cerramos trato hoy o mañana?

—Ahora mismo —respondió Old Death—. ¿Qué requisitos se necesitan?

—Por de pronto, ninguno, pues como se equipan ustedes a su costa, no les tomarán juramento hasta que entren en funciones. Lo que me incumbe es darles una legitimación y una carta de recomendación que les asegure a ustedes los cargos que merecen, sus extraordinarias circunstancias. Mejor será que tengan listos los papeles. Sólo tardaré un momento; y entretanto les ruego que fumen y echen un trago para matar el tiempo. Desgraciadamente, es la única botella que me queda.

Y diciendo esto nos dio cigarrillos y una botella de vino y se puso a escribir en el pupitre. En cuanto hubo vuelto la espalda, Old Death hizo una mueca que me dio a comprender cuán satisfecho estaba. Luego se llenó el vaso y brindando a la salud de Cortés, lo vació de un trago. Yo, en cambio, estaba muy lejos de sentirme tan a gusto, pues sobre lo que a mí me interesaba no le había dicho una sola palabra; y así se lo indiqué en voz baja a mi compañero, quien con un ademán me indicó que ya estaba en ello. Al cabo de un cuarto de hora habían dado fin, Old Death a la botella y Cortés a su escrito, y antes de firmar y sellar los papeles nos leyó en alta voz su contenido, que debía satisfacernos en extremo. Luego llenó, no dos, sino cuatro papeles en blanco, dándonos dos a cada uno, con gran sorpresa mía, pues vi que uno estaba en francés y el otro en español, firmados respectivamente por los dos generales adversarios: Bazaine y Juárez. Al observar mi extrañeza, con sonrisa llena de malicia dijo Cortés:

—Ya ven ustedes que puedo protegerlos en todos los casos que se presenten. Cómo consigo estos pasaportes franceses es cosa mía. No se sabe nunca lo que puede ocurrir, y conviene estar provisto de las mayores seguridades para todas las contingencias. Ya me guardaría yo de dar a otros estos pasaportes duplicados, que sólo se emplean en casos extraordinarios. Mis reclutas salen de aquí sin documentación.

Old Death aprovechó la coyuntura para tratar de mi asunto, diciéndole:

—¿Cuándo salieron los últimos?

—Ayer; una comitiva de más de treinta hombres a quienes acompañé en persona hasta la hacienda de Hopkins; además, iban dos particulares.

—¡Ah! ¿Se encarga usted también de despachar a otra gente, además de los reclutas? —exclamó Old Death, haciéndose el ignorante.

—¡No! Eso produciría disgustos. Ayer únicamente hice una excepción en favor de un antiguo conocido. Además, como tendrán ustedes buenos caballos, si salen temprano los alcanzarán antes que lleguen a Río Grande.

—¿Dónde piensan vadear el río?

—Van con rumbo al Eagle-Pass pero como no conviene que los vean, se mantendrán más bien al Norte, entre el río Nueces y el río Grande, cortarán el camino de herradura procedente de San Antonio, pasarán cerca de Fort Inge, al que tampoco deben acercarse, y vadearán el Río Grande entre los dos afluentes Las Moras y Moral, donde hay un vado muy cómodo, pe sólo conocen mis guías. Desde allí seguirán en dirección Oeste por Baya, Cruces, San Vicente, Tabal y San Carlos, hasta la capital de Chihuahua.

Todos estos nombres me eran por completo desconocidos; en cambio, Old Death asentía con la cabeza y los repetía sin equivocarse, como quien conoce a fondo la comarca. Por último dijo:

—Ya los alcanzaremos si nuestros caballos no son malos y los suyos no muy buenos; pero ¿nos permitirán que continuemos el viaje en su compañía?

Cortés asintió con viveza y mi amigo insistió:

—Y esos dos particulares ¿se avendrán también a que viajemos juntos?

—¡Claro que sí! Además ellos no tocan pito, y deben dar gracias de que puedan viajar al amparo del destacamento. Por otra parte, ya que van ustedes a hacer parte del viaje juntos, conviene que sepan que son dos perfectos caballeros, uno de ellos mejicano, llamado Gavilán, antiguo conocido mío, con quien he pasado muy buenos ratos en la capital. Tiene una hermana capaz de volver el sentido a los hombres.

—Entonces él será también un buen tipo…

—Nada de eso: no se parecen siquiera, porque son hermanastros; ella se llama Felisa Perilla y se introdujo en la buena sociedad como cantante y bailarina hechicera. De pronto desapareció y ahora acabo de saber por su hermano que reside en Chihuahua. No pudo darme más pormenores, pues él habrá de hacer averiguaciones para dar con su paradero.

—¿Se puede saber qué profesión tiene ese señor?

—Es poeta.

Old Death puso una cara tan desdeñosa que Cortés se apresuró a añadir:

—Gavilán hace versos por puro amor al arte, pues poseyendo una fortuna colosal, no necesita escribir para comer.

—¡Vaya una suerte envidiable!

—La envidia le perjudicó, pues tanto intrigaron contra él que tuvo que abandonar la ciudad y el país. Ahora vuelve con un yanqui que tiene deseos de visitar a México, y le ha suplicado que le introduzca en el país de la poesía. Piensan construir un teatro en la capital.

—Dios se la depare buena… De modo que Gavilán sabía que estaba usted en La Grange.

—¡Quiá! Yo me encontraba casualmente en el embarcadero cuando llegó el vapor, y al bajar los pasajeros reconocí en seguida a mi antiguo amigo y le invité a alojarse en mi casa. Luego resultó que ambos iban a Austin para pasar desde allí la frontera, y yo les indiqué la oportunidad que tenían de hacer el viaje más rápido y con buena compañía, porque para cualquier forastero que no sea secesionista la estancia en ésta puede serle fatal. En Tejas bulle ahora mucha gente sospechosa, que quiere pescar en río revuelto y cuya procedencia y profesión son harto místeriosas. Por todas partes se habla de violencias, asaltos y crueldades, sin motivo ni razón que los disculpe. Los autores de esas fechorías desaparecen sin dejar rastro, y la policía no sabe qué hacer ni qué pensar para poner coto a tal anormalidad.

—¿No serán los del Ku-Klux-Klan? —preguntó Old Death.

—Eso sospecha la gente, y últimamente se han descubierto cosas que hacen probable la presencia de esa asociación secreta y terrible. Anteayer se hallaron en Halletsville dos cadáveres que llevaban encima un papelito con la palabra Yankeehounds (perros yanquis). El otro día en Shelby dejaron casi muerta a palos a una familia, cuyo padre había servido en el ejército del general Grant. Hoy me han dicho que en Lyons se ha encontrado una capucha negra sobre la cual hay cosidos dos pedazos de tela blanca en forma de lagartija.

—¡Caramba! ¿Esos disfraces gastan?

—Sí, señor: van enmascarados con capuchas negras donde pegan o cosen distintivos blancos. Dicen que cada individuo adopta una figura especial por la cual se distinguen unos a otros, pues por el nombre no se conocen siquiera.

—Entonces tenga usted por seguro que esa infame asociación extenderá sus garras hasta aquí. Ándese usted con cuidado, señor Cortés, pues está usted expuesto a que le visiten esos salvajes. Si primero aparecieron en Halletsville y luego se ha encontrado un capuchón en Lyons, no hay que dudar. Lyons debe de estar más cerca de aquí que el otro pueblo, ¿no es verdad?

—Efectivamente. Desde hoy cierro puertas y ventanas a piedra y lodo, y prepararé mis armas para que no me cojan desprevenido.

—Es lo más prudente que puede usted hacer: a esa gentuza hay que recibirla a tiro limpio, pues ellos tampoco conocen la compasión. El que se entrega sin resistencia contando desarmarlos de esa manera, se pierde sin remedio. Yo hablaría con ellos sólo en una forma; con la boca de mi escopeta. Por lo demás, la taberna me da mala espina, pues vimos allí a una gentecilla que no promete nada bueno. Hará usted muy bien en ocultar todo lo que pueda comprometerle o hacer sospechar que anda usted en tratos con Juárez. No lo descuide usted: hágalo hoy mismo. Vale más ser precavido con exceso que morir a palos o a tiros por descuido. En fin, nosotros nos vamos. Mañana trataremos de lo que falta, a no ser que tenga usted que comunicarnos algo que no admita espera.

—Nada absolutamente, señores. Por hoy no hay más que hablar. Me alegro mucho de haberles conocido, y espero para más adelante tener buenas noticias de ustedes, pues estoy convencido de que harán fortuna en el ejército de Juárez, donde escalarán pronto los primeros puestos.