LOS DEL KUKLUX
La palabra Ku-Klux es aún hoy día un enigma filológico, al que se ha tratado de dar diversas soluciones. El nombre del famoso Kukluxklan o Ku-Klux-Klan, según unos, no es sino la imitación del ruido que se produce al tirar del gatillo de un fusil; otros, en cambio, descomponen la palabra en cuc (aviso) gluck (cloquear) y clan, término escocés que significa tribu, casta o banda.
Sea de ello lo que fuere, los mismos asociados del Ku-Klux-Klan ignoraban el origen de su nombre y su significación, que, de fijo, les tenía completamente sin cuidado. A alguno debió de ocurrírsele la palabra y los demás la repitieron y se apropiaron el mote sin cuidarse de su razón o sinrazón. En cambio, el fin que se proponía la asociación no era tan oscuro. Apareció primeramente en algunos distritos de la Carolina del Norte, desde donde se extendió a la del Sur, Georgia, Alabama, Misisipí, Kentucky y Tennessee, y envió sus emisarios a Tejas para trabajar allí en favor de sus propósitos. La asociación comprendía gran número de enemigos jurados de los Estados del Norte, cuya misión estribaba en combatir por todos los medios, incluso los más criminales y abominables, contra el orden establecido después de acabada la guerra civil. Y, en efecto, el Ku-Klux consiguió mantener el Mediodía en constante efervescencia durante una larga serie de arios, amenazando la propiedad y la seguridad personal, dificultando el comercio y la industria y perturbándolo todo, sin que las medidas enérgicas y severas del gobierno lograran poner fin a tan anormal estado de cosas.
La sociedad secreta, nacida a consecuencia de las disposiciones de reconstrucción que se vio obligado a imponer el gobierno norteamericano a los Estados meridionales vencidos, reclutaba sus adeptos entre los partidarios de la esclavitud, enemigos de la Unión y del partido republicano. Los adeptos se obligaban, bajo terribles juramentos, a obedecer los estatutos secretos de la sociedad y a guardar el secreto de su organización bajo pena de muerte. No retrocedían ante violencia alguna; no los espantaban ni el asesinato ni el incendio; celebraban sus reuniones reglamentarias y aparecían siempre en el ejercicio de sus infames funciones a caballo y enmascarados. A tiros mataban a los predicadores en el púlpito y a los jueces en el tribunal, asaltaban a honrados padres de familia para deshacerlos a palos, dejándolos con las carnes desgarradas a la vista de la aterrada familia. No había criminales, aun los de la peor especie, tan temibles como los del Ku-Klux-Klan, cuyas fechorías llegaron al extremo de que el gobernador de la Carolina del Sur tuvo que pedir al presidente Grant el envío de refuerzos militares a aquel Estado, pues la asociación había tomado tales proporciones que no había manera de ponerle coto, sino por medio de las fuerzas del ejército. Grant presentó una proposición al Congreso, y éste publicó el decreto antikukluxista, que concedía al presidente poderes dictatoriales para exterminar a la funesta sociedad. Nada prueba mejor que estas medidas extremas y draconianas cuán grande era el peligro, tanto para los ciudadanos como para la nación misma. El Ku-KluxKlan acabó por convertirse en una secta infernal, en la cual se agrupaban todos los espíritus rebeldes al orden y al gobierno establecido. Uno de los sacerdotes asesinados en el púlpito había osado, después del sermón, encomendar a Dios las almas de una desgraciada familia asesinada por la criminal asociación. En su celo y cristiana indignación había calificado las fechorías del Klan de lucha entre los hijos del demonio y los hijos de Dios. De pronto apareció en el púlpito de enfrente un enmascarado y le metió una bala en la cabeza; y antes que los fieles, aterrados, pudieran rehacerse de su espanto, había desaparecido el criminal…
Al llegar nuestro buque a La Grange era ya noche cerrada, y el capitán nos declaró que a causa de lo peligroso del trayecto que todavía faltaba recorrer interrumpía allí el viaje. Por lo tanto, nos vimos obligados a hacer noche en La Grange. Winnetou pasó a caballo la pasarela, delante de nosotros, y desapareció en la oscuridad.
En el muelle esperaba el comisario encargado de velar por los intereses del naviero, y a él le dijo Old Death:
—Señor comisario, al llegar el último barco procedente de Matagorda, ¿desembarcaron todos los pasajeros?
—El último barco llegó anteanoche a esta misma hora y todo el pasaje saltó a tierra, porque el vapor tuvo que hacer noche aquí.
—¿Estaba usted aquí cuando volvió a embarcar el pasaje, de madrugada?
—Sí, señor.
—Entonces acaso pueda usted informarnos respecto de dos amigos nuestros, que embarcaron en el buque y debieron de dormir aquí. Nos interesa saber si continuaron el viaje.
—Eso es muy difícil de saber. Cuando embarcaron estaba oscuro todavía, y se apiñaba de tal modo la gente para subir a bordo que no podían distinguirse una a una las personas. Lo probable es que volvieran a embarcarse todos, excepto un señor Clinton, que se quedó en tierra.
—¿Clinton? Precisamente es el que nos interesa. Tenga usted la bondad de acercarse al farol: mi compañero tiene su retrato, y se lo enseñará a usted para saber si es el mismo.
El comisario, al ver la fotografía, se confirmé en lo dicho y Old Death le preguntó:
—¿No sabe usted, por casualidad, dónde fueron a parar?
—Con seguridad, no; pero me figuro que se alojarían en casa del señor Cortés, pues me parecieron criados de éste los que recogieron el equipaje. Cortés es consignatario general, español de nacimiento, y me parece que en la actualidad se ocupa en enviar armas a México.
—Supongo que se tratará de un caballero…
—Señor, hoy día todos pretenden serlo, aunque lleven la silla de montar a cuestas.
Esto iba seguramente por nosotros, pero no nos dimos por ofendidos, porque la f rase no llevaba mala intención; y así Old Death dijo con la misma amabilidad de antes:
—¿No hay en este bendito pueblo, en que fuera del farol de usted no veo una sola luz, una mala fonda en que poder descansar sin que nos molesten hombres ni insectos?
—Sólo hay una; y como han pasado ustedes tanto rato charlando conmigo, ya se les habrán adelantado los demás pasajeros para tomar las escasas habitaciones disponibles.
—Eso sí que me fastidia —contestó Old Death sin fijarse en la nueva alusión—. En casas particulares tal vez nos den albergue, ¿no le parece a usted?
—Es que yo no los conozco a ustedes… Mi casa es demasiado pequeña para alojar a extraños; pero tengo un conocido que no los rechazaría si supiera que son ustedes personas decentes. Es un herrero, alemán, procedente del Missouri.
—Menos mal —contestó el cazador—. Mi compañero es también alemán y yo hablo esa lengua. Somos hombres honrados que pagamos lo que debemos, y puede estar seguro ese conocido de usted le que no le pesará recibirnos. Dígame dónde vive.
—No es preciso: yo mismo los acompañaría si no tuviera que hacer a bordo. El herrero se llama Lange; pero ahora no le hallarán ustedes en su casa: a estas horas suele estar en la taberna. ¡Costumbre del país! Conque entren en ella y pregunten por él, y allí les darán razón de su persona; y al maestro Lange díganle ustedes que los envío yo. Para dar con la taberna no tienen más que ir en línea recta y torcer a la izquierda; en la segunda casa hallarán ustedes el establecimiento, que reconocerán por sus muchas luces, pues las ventanas están abiertas de par en par.
Yo le di una propina y las gracias por sus informes y echamos a andar en la dirección indicada, cargados como mulos. La situación de la taberna no la revelaba únicamente el alumbrado, sino más bien el ruido que salía de ella por las abiertas ventanas. La muestra del establecimiento consistía en una figura de animal parecido a una tortuga enorme, pero con dos alas y dos patas, y debajo de ella se leía el rótulo Hawk’s inn. Aquel bicharraco representaba, pues, un ave de rapiña y la casa era la Posada del Halcón.
Al abrir la puerta nos dio en el rostro como una bofetada una humareda de tabaco mal oliente. Los parroquianos debían de estar dotados de excelentes pulmones para no asfixiarse en aquella atmósfera densísima, donde al parecer se encontraban a las mil maravillas, como atestiguaba la ruidosa actividad de sus órganos vocales. Ninguno hablaba mesuradamente; todos gritaban a la vez como energúmenos sin aguardar ni escuchar la respuesta o la pregunta de sus interlocutores. A la vista de tan agradable reunión, nos quedamos, parados e indecisos entre pasar o no, y tratando de acostumbrar los ojos al humo para distinguir personas y cosas. Luego observamos que el local estaba dividido en dos departamentos, uno grande para la plebe y otro menor para la clientela escogida, disposición extraña y peligrosa en un país en que los ciudadanos no reconocen ninguna diferencia social ni moral entre unos y otros.
Como en el primero no había sitio, pasamos al segundo, casi sin ser notados. Allí encontramos dos asientos vacíos en los cuales nos acomodamos, después de dejar las sillas de montar en un rincón. En la mesa central, ante la que nos sentamos, varios hombres tomaban cerveza y conversaban en alemán. Nos habían dirigido una mirada investigadora, y me pareció que al vernos cambiaron de conversación, según indicaba su inseguro balbuceo en busca de otro tema. Dos de ellos se parecían tanto que a primera vista se comprendía que eran padre e hijo. Ambos eran altos y fornidos, de facciones abultadas y puños atléticos, prueba de una actividad corporal dura y continua. Sus rostros eran la estampa de la honradez y sus mejillas estaban enrojecidas, sin duda por la excitación producida por alguna conversación poco grata.
Al sentarnos a la mesa se estrecharon todos, de manera que entre ellos y nosotros quedaba un espacio vacío; con lo cual parecieron indicarnos que rehuían nuestro trato. Al notarlo, Old Death les dijo:
—No se encojan, señores, que no pensamos comerlos a ustedes, aunque desde esta mañana no hemos probado bocado. ¿Pueden ustedes decirnos si nos servirán aquí algo con que llenar el estómago sin maltratarlo demasiado?
El que parecía ser el padre guiñó un ojo y contestó riendo:
—En cuanto a temer que nos devoraran ustedes, pierda usted cuidado, que no somos mansos corderos y sabríamos defender nuestras carnes. Por lo demás, cualquiera diría que es usted Old Death en persona, y no creo que le moleste a usted la comparación.
—¡Old Death! ¿Quién es Old Death? —preguntó mi compañero poniendo cara de tonto.
—Un tipo más célebre seguramente que usted; un westman y explorador que en un solo día de su existencia aventurera ha visto y pasado más que otros en toda su vida. Mi chico Will le ha visto.
El chico aludido era un hombrón de veintiséis años, de rostro moreno y curtido y con una expresión de serenidad y valor que le denotaban capaz de habérselas con media docena de valentones. Old Death le miró de soslayo y dijo:
—¿Ese le conoce? ¿Dónde le ha visto?
—En 1862, allá en el Arkansas, poco antes de la batalla de Pea Ridge; pero esos sucesos acaso le sean a usted desconocidos.
—¿Sí, eh? Sepa usted que he recorrido muchas veces el Arkansas y que en aquella época no estaba muy lejos de donde usted dice.
—¿De veras? ¿En qué bando estaba usted, si se puede saber? Las circunstancias en este país son hoy tales que hay que saber cómo piensa cada tino en política, antes de sentarse a la mesa con un desconocido.
—No recele usted de mí, maestro. Yo no creo que apoye usted a los negreros vencidos, y yo soy del todo de su opinión. Al oírnos hablar alemán comprenderá usted que no pertenecemos a esa clase de gente.
—Bienvenidos entonces, pero no se fíen ustedes mucho del idioma, pues también en el campo enemigo hay gente que habla nuestra lengua, cosa que aprovechan para ganarse nuestra confianza. Así lo hemos experimentado ya varias veces. Pero hablábamos de Arkansas y de Old Death. Ya sabrá usted que ese Estado, al estallar la guerra civil, iba a pronunciarse en favor de la Unión; pero de pronto cambió de parecer. Unos cuantos hombres de pro, a quienes horrorizaba la esclavitud, y sobre todo la conducta de los ricachos meridionales, se unieron y se opusieron a la secesión. Mas el populacho, con lo cual designo también a esos barones del Sur, se apoderó rápidamente del poder. Los otros se atemorizaron, y así cayó Arkansas en favor de los Estados del Sur. Comprenderán ustedes que ese nuevo estado de cosas produjo gran indignación, sobre todo entre los habitantes de origen alemán; pero por (le pronto hubieron de callar y tolerar que la parte septentrional del hermoso país padeciera los horribles daños de la guerra. Yo vivía en el Missouri, en Poplar Bluff, en el límite del Arkansas. Mi chico, aquí presente, había entrado, como es natural, en uno de los regimientos alemanes con los cuales se pretendía socorrer a los unionistas. Para eso se envió una división a explorar el terreno fronterizo. Will formaba parte de ella. Tropezaron inesperadamente con el enemigo, muy superior en número, y fueron vencidos después de una tremenda lucha.
—¿Conque prisionero de guerra? Eso sí que era mal trago. Ya se sabe cómo trataban los del Sur a sus prisioneros; de cada cien morían ochenta por malos tratos; pero ¿al menos no trataron de quitarle la vida?
—¡Qué equivocado está usted! Los valientes resistieron hasta agolas municiones, y después empezaron a culatazos y machetazos, con lo cual infligieron a los secesionistas tales pérdidas que desesperados condenaron a muerte a todos los que cogieron. Will era mi único hijo, de modo que estaba yo condenado a la vejez solitaria. Y si no me veo así, se lo debo exclusivamente a Old Death.
—¿Cómo es eso? Me pica la curiosidad. ¿Atacó acaso con una guerrilla a los vencedores para salvar a los prisioneros?
—Habría sido tarde, porque antes que llegara el socorro ya se habría llevado a cabo la matanza. Nada de eso: obró a estilo de westman osado y valiente, y libró él solo a los prisioneros.
—¡Caramba! ¡Fue toda una hazaña!
—¡Y magnífica! Se acercó a rastras al campamento al estilo de los indios, astucia que le facilitó la lluvia que caía a torrentes y apagaba las fogatas de los vivaques. Claro está que algún centinela hubo de probar la punta de su puñal„ pues sin sangre no se llevan a término tales empresas. Los secesionistas, todo un batallón, se alojaban en una hacienda. Los oficiales, como es natural, se reservaron la casa, y las tropas se acomodaron como pudieron, mientras los prisioneros eran encerrados en el molino azucarero y custodiados por centinelas que guardaban los cuatro costados del edificio. A la madrugada iba a efectuarse la ejecución, y los infelices velaban esperando su triste fin. Por la noche, después del relevo, oyeron los sentenciados en el tejado un ruido extraño, que no tenía nada que ver con el estrépito de la lluvia. Escucharon con atención y percibieron de pronto un crujido, que dejaba un ancho hueco en el techo formado de tablones. Un ser místerioso seguía ensanchando el agujero hasta el punto de que la lluvia entraba a torrentes en el edificio. Después de unos diez minutos de silencio, vieron bajar por el agujero un tronco de árbol con sus ramas tronchadas, pero capaz de sostener a un hombre; y gracias a él pudieron subir los prisioneros al tejado y se dejaron caer desde allí al suelo, donde hallaron inmóviles a los centinelas; y no sólo por el sueño, pues ni aun protestaron cuando les quitaron los fusiles. El místerioso salvador condujo hábilmente a los libertados fuera del alcance del enemigo y por una senda ignorada los llevó hasta la frontera. Allí se enteraron de que debían la vida a Old Death, el escucha, que había expuesto la propia para salvarlos.
—¿Se iría con ellos?
—Nada de eso: sin darles tiempo a que le dieran las gracias, echó a correr, alegando que todavía le quedaba que hacer algo muy importante. La noche estaba tan oscura que algunos lograron a duras penas distinguir sus facciones. Will asegura que era extraordinariamente alto y enjuto. Habló con él y recuerda cada una de las palabras que pronunció aquel valiente. Si algún día tuviéramos la suerte de dar con él vería que los alemanes somos agradecidos hasta la muerte.
—Ya lo sabrá él de sobra, porque me figuro que su hijo de usted no será el único alemán que haya tratado con él. Pero, dígame: ¿conoce usted a un tal Lange, del Missouri?
El otro aguzó el oído.
—¿Lange? ¿Qué le quiere usted?
—Temiendo no hallar alojamiento en el Halcón, rogué al comisario que me recomendara alguna casa particular donde pasar la noche, y me aconsejó que preguntara aquí por un tal señor Lange, y le dijera que veníamos de parte suya. Dio como seguro que le encontraríamos en la taberna.
El viejo volvió a examinarnos de pies a cabeza y acabó por decir:
—Tenía razón el comisario, porque ese Lange soy yo. Recomendados por él y siendo personas honradas, les doy a ustedes hospedaje. ¡Ojalá no me lleve chasco! ¿Quién es su compañero, que todavía no ha despegado los labios?
—Un compatriota de usted, sajón, y hombre de letras que ha venido a estas tierras a probar fortuna.
—¡Vaya por Dios! Los buenos burgueses de allende los mares se figuran que aquí se atan los perros con longanizas, y no saben que aquí es más duro el trabajo y mayores los desengaños que en Europa, si se quiere dar un paso avante. No obstante, le deseo a usted buena suerte y le doy la bienvenida —agregó dándonos la mano.
Old Death se la estrechó con fuerza y le dijo:
—Y si todavía duda usted si merecemos o no su confianza, permítame que me dirija a su hijo, que sabrá salir fiador de mi persona.
—¿El chico? ¿Will? —preguntó Lange, sorprendido.
—Él mejor que nadie. ¿No dice usted eme habló con Old Death, y recuerda literalmente lo que se dijeron? Veamos si es cierto; a ver, joven, repítame usted palabra por palabra lo que le dijo, pues el tal cazador me interesa extraordinariamente.
Will, sin titubear y con gran viveza contestó:
—Cuando Old Death nos dejó, camino de la frontera, iba yo delante de todos; tenía una herida en el brazo, que me dolía mucho, pues como no me la habían curado, la manga se me había pegado a la llaga, causándome un malestar intolerable. Atravesábamos en aquel momento un soto, y al abrirse paso, soltó de pronto una fuerte rama que fue a darme en el brazo. Tal fue el dolor que me causó que no pude contener un grito.
—Y entonces Old Death le llamó a usted ¡burro! —le interrumpió mi compañero.
—¿Cómo lo sabe usted? —le preguntó, sorprendido, el joven.
Sin contestar a esta pregunta, prosiguió mi compañero:
—Entonces usted le explicó lo de la herida, que se le había inflamado, y él le aconsejó a usted que la mojara y reblandeciera con agua y se aplicara después continuamente zumo de Way-bread (llantén), con el cual se evita la gangrena.
—En efecto, eso fue lo que me dijo. ¿Cómo está usted tan bien enterado? —insistió en preguntar, estupefacto, el joven Lange.
—¿No da usted en el quid? Yo fui quien le dio a usted el consejo. Su padre de usted decía que podía compararme a Old Death, y no va descaminado, pues me parezco a ese tipo extraordinario como el cónyuge se parece a la esposa.
—¿De modo que usted… usted… es Old Death? —exclamó el joven, poniéndose en pie, y precipitándose hacia mi compañero con los brazos abiertos; pero su padre le detuvo haciéndole sentar de un tirón y diciendo:
—¡Alto, chico! Si se trata de dar un abrazo al salvador y libertador de mi hijo, es al padre a quien corresponde por derecho y por deber abrir antes que nadie los remos delanteros. Además, no hay que dar espectáculos, y así lo dejaremos para después que estemos solos. Aquí nos espían y acechan como lebreles… Conque quieto todo el mundo.
Y volviéndose al viejo explorador, añadió:
—No tome usted a mal, señor, este proceder mío, pues tengo razones de mucho peso para ello: en esta comarca anda suelto el demonio. Mi gratitud hacia usted es tan grande que me obliga a evitar todo lo que pueda comprometer su seguridad personal. Es usted conocido, pues así me lo han dicho y lo he oído yo con frecuencia, como partidario acérrimo de la abolición, y durante la guerra ha dado usted golpes que le han hecho famoso, pero que han causado a los meridionales pérdidas muy sensibles. En su calidad de escucha y explorador ha guiado usted a los ejércitos del Norte por senderos desconocidos y místeriosos, que les han permitido atacar al enemigo por la espalda. De ahí que el nombre de usted sea ensalzado y respetado por los del Norte, pero calumniado y temido por los del Sur, que le llaman el espía. Ahora ya sabe usted cómo están las cosas; y si le cogen a usted por su cuenta los secesionistas, corre usted peligro de morir ahorcado.
—Demasiado lo sé, señor Lange, pero no me importa —contestó Old Death sumamente tranquilo—, pues aunque no tengo el capricho de que me cuelguen, tanto me lo han pronosticado ya que me voy acostumbrando a la idea. Hoy mismo, una horda de rowdies ha intentado ahorcarnos de la chimenea del vapor y se les ha aguado la fiesta.
Y Old Death refirió los episodios de nuestro viaje. Cuando hubo terminado, observó Lange, gravemente:
—El capitán ha obrado bien, pero se ha jugado la vida. Seguramente hará noche aquí y sin duda los rowdies llegarán por la madrugada y tomarán venganza de él. Pueden ustedes estar preparados.
—¡Bah! No temo a esa gentuza, pues me he visto en trances peores.
—No se fíe usted demasiado: los rowdies lograrán aquí toda la ayuda que necesiten. Hace días que La Grange está alborotado. De todas partes salen sujetos desconocidos, que cuchichean y charlan por las esquinas y que a mí me dan mucho que pensar. No los trae ningún negocio, pues se pasan el día vagando por las calles y sin hacer nada que tenga relación con el comercio. Ahora mismo están reunidos en la estancia delantera de la taberna, abriendo unas bocas como cuevas de lobo. Han sabido que somos alemanes y nos han lanzado algunas pullitas para excitarnos. Si les contestáramos se armaría una reyerta sangrienta que costaría algunas vidas; lo mejor es, pues, que nos alejemos cuanto antes, pues a mí no me divierte seguir aquí y a ustedes les conviene descansar. Lo peor es el asunto de la cena, que no podrá ser ni buena ni abundante. Como en casa no hay mujer, hacemos las comidas principales en la fonda. Además, hace días que vendí la casa, pues en este pueblo las cosas se van poniendo muy mal. No quiero decir con eso que la gente del pueblo sea peor que en el resto del mundo; pero acaba de hacerse la paz en los Estados y las consecuencias de una lucha sangrienta pesan aún sobre el país, y en México corre la sangre a raudales. Tejas, que está entre las dos naciones, se halla en estado de fermentación, pues de todas partes acude la canalla perseguida en uno y otro país, y eso me ha hecho aborrecible la estancia aquí. Por eso he vendido mi hacienda y quiero retirarme al pueblo donde está mi hija, por cierto muy bien casada, cuyo marido puede procurarme un empleo adecuado a mi gusto y afición. Tuve la suerte de encontrar un comprador a quien convenía mi propiedad y que me ha pagado en dinero contante y sonante. Anteayer firmamos el contrato de venta y me dio lo estipulado: así es que no tengo más que echar a andar y largarme a México.
—Pero ¿está usted loco? ¿No decía hace un momento que en México se matan todavía como chinches?
—No me queda más remedio que ir allí; además, no todas las comarcas de México son iguales. Allá abajo, pasado Chihuahua, que es donde pienso ir, está todo tranquilo. Juárez tuvo que retirarse a El Paso; pero logró rechazar a los franceses hacia el Sur. Los días del ejército francés están contados: lo echarán del territorio y al pobre Maximiliano le tocará pagar los vidrios rotos. Lo siento en el alma, porque como buen alemán le deseo toda suerte de bienes. La cuestión se ventilará alrededor de la capital, y las provincias septentrionales quedarán en paz. Allí vive mi yerno, y allí iremos Will y yo. En casa de mi hija nos aguarda un grato bienestar, pues mi hijo político, propietario de unas minas de plata muy buenas, se halla en excelente posición. Hace ya año y medio que están en México, y me escribieron hace días que les ha llegado un pequeño príncipe heredero que no cesa de clamar por el abuelo. Como comprenderán ustedes ¿quién se resiste? A los dos nos colocarán en las minas, con un buen sueldo, y de paso le enseñaré al flamante minerito a rezar en mi lengua, el alfabeto, la tabla de multiplicar en alemán… Ya ven ustedes si tendré que hacer allí y si es cosa de demorar la partida. Un abuelo necesita de los nietos y sólo a su lado ocupa el lugar que por antigüedad le corresponde. Conque ya lo saben ustedes; a México nos vamos, y si quieren ustedes acompañarnos, por mi parte encantado.
—¡Hum! ¡Hum! —gruñó Old Death—, no nos invite usted en broma, pues puede que aceptemos en serio.
—¿De veras irían ustedes? Pues nos darían un verdadero alegrón. Trato hecho; haremos el viaje juntos.
Y entusiasmado con la idea alargó la mano.
—Calma, calma —contestó riendo Old Death—. En efecto, es fácil que vayamos juntos a México, pero no es seguro; y aun en caso de decidirnos no sabemos todavía qué dirección tomaremos.
—Si no es más que eso, juntos nos vamos, pues con tal de ir con ustedes les dejamos la elección del camino. Todos llevan a Chihuahua, adonde me es igual llegar hoy que mañana. Soy un egoísta y miro mucho la propia conveniencia; usted es un explorador famoso, un guía de primera, y el que se ponga en manos de usted llega sin falta a su destino, lo cual, en los tiempos que corren, es de capital importancia. ¿Dónde piensa usted averiguar lo que le interesa?
—En casa de un tal Cortés. ¿Le conoce usted, por ventura?
—¿Que si le conozco? La Grange es tan pequeño que nos conocemos todos. Además, el señor Cortés es el comprador de mi finca.
—Ante todo quisiera saber si se trata de un pillo o de un hombre de bien.
—Lo último, indudablemente. Su color político me importa poco, y lo mismo me da que prefiera el gobierno imperial o el republicano, con tal que cumpla con su deber. Cortés se halla en constante comunicación con los de la otra parte de la frontera. He observado que de noche paran en su casa largas recuas de mulos y allí los cargan con cajas y fardos muy pesados. En su misma casa se reúnen personajes místeriosos que van luego al Río Grande del Norte. Supongo que tienen razón los que dicen que provee de armas y municiones a los partidarios de Juárez y que recluta gente para pelear contra los franceses. En las actuales circunstancias eso es una osadía que sólo puede tenerse con la seguridad de realizar pingües ganancias por muchas pérdidas que se experimenten.
—¿Dónde vive? Necesito hablarle hoy mismo.
—A las diez podrá usted hacerlo, pues tenemos cita con él a esa hora para tratar de algunas dificultades que ya se han resuelto, y que han hecho inútil la conferencia; pero como me espera, iremos los dos.
—¿Había allí gente cuando le visitó usted?
—Sí: precisamente estaban con él dos hombres: uno joven y otro de alguna más edad.
—¿Le dijo a usted sus nombres?
—Sí, pues pasamos largo rato juntos, y así acaba uno por enterarse de cómo se llama la gente con quien habla. El más joven se llamaba Ohlert y el mayor Gavilán. Este último era un antiguo conocido de Cortés, pues hablaron de haberse tratado hacía muchos años en la capital de México.
—¿Gavilán? No le conozco —dijo Old Death, y me preguntó a mí—: ¿Se habrá puesto Gibson ese nombre a última hora?
Yo entonces saqué el retrato y se lo enseñé al herrero, quien reconoció en seguida a los dos sujetos, diciendo:
—Son los mismos. Este, de rostro delgado y amarillento de criollo, es el señor Gavilán, y el otro es el señor Ohlert. Por cierto que este Ohlert me puso en gran compromiso, pues empezó a preguntarme por unos señores que no he visto en mi vida: por ejemplo, por un negro llamado Otelo, por una señorita de Orleáns que se llama Juanita, la cual cuidaba primeramente de un rebaño, como pastorcita, y luego salió a pelear en compañía del rey; luego por un tal Fridolino que se fue de paseo hasta una herrería; por una desgraciada María Estuardo, a quien los ingleses cortaron la cabeza; por una campana que dice que cantó una canción de Schiller y por un caballero muy poético llamado Luis Uhland, que maldijo a dos cantantes y por ese motivo una reina le echó la rosa que llevaba prendida del pecho. Se alegraba el hombre de encontrar en mí a un alemán, y empezó a barajar una gran serie de nombres, poesías e historias teatrales, de las que sólo recuerdo las que acabo de mencionar. Yo tenía la cabeza como una olla de grillos y no sabía por dónde salir. Por lo demás, parece un infeliz y muy caballero, aunque con algún tornillo suelto. Por último, sacó un papel con unos versos y se empeñó en leérmelos. En ellos se hablaba de una noche terrible, que dos veces seguidas huía por la mañana; pero a la tercera no. Hablaban también de la lluvia, de las estrellas, de la niebla, de la eternidad, de la sangre de sus venas, de un demonio, que clama redención, de otro que se mete en el cerebro y de unas cuantas docenas de culebrones que le anidan en el pecho… en una palabra, un amasijo sin pies ni cabeza: yo no sabía si reír o llorar.