CAPÍTULO SEXTO

LOS CAMORRISTAS

El rótulo decía la verdad: el bazar era inmenso y contenía todo lo que se puede necesitar en aquellas latitudes, incluso armas blancas y de fuego.

La escena que siguió a mi entrada en el establecimiento fue única en su especie: parecía yo un muchacho a quien su padre lleva a la feria, y que, extasiado ante una caseta, no se atreve a expresar sus deseos, sino que elige y toma lo que se le antoja a su padre. Old Death puso al tendero por condición que había de tomar mi ropa y el contenido de mi baúl en pago de lo que fuera a comprar. El hombre se avino y envió inmediatamente a un dependiente para recoger mi equipaje. Cuando éste llegó, comenzó la tasación del contenido, y Old Death se puso a escoger mi vestimenta, entregándome unos calzones de cuero, unas botas altas, con sus espuelas, una blusa de lana rojas un chaleco del mismo color, con innumerables bolsillos, un pañuelo negro de lana para el cuello, una zamarra de piel de ciervo al natural, un cinturón de cuero de un palmo de ancho y con espacios interiores para guardar las municiones, el tabaco, la pipa, la brújula y otras pequeñeces indispensables, unas vendas en lugar de medias, un pavero gigantesco, un poncho, un lazo arrojadizo, una bolsa con pólvora, yesca y pedernal, un cuchillo de monte, y una silla de montar con sus bolsas y arreos correspondientes. Luego pasamos a escoger la escopeta. Old Death, que era enemigo de las innovaciones, rechazó lo más nuevo y reciente para elegir en cambio un antiguo rifle, del cual seguramente no habría yo hecho caso. Después de examinarlo con la atención de un perito, lo cargó, y saliendo de la tienda lo disparó contra un adorno del alero de una casa muy distante. La bala dio en el blanco y el cazador se mostró satisfecho, diciendo:

—Bien; éste sirve. Ha estado en buenas manos y vale más que toda esa quincalla moderna. Estoy seguro de que éste es obra de un gran maestro armero y espero que sabrá usted honrar la firma. Ahora venga un molde para balas y ya estamos listos. Plomo también habrá aquí; en seguida nos vamos a casa y fundimos una provisión de balas que meta miedo en México.

Después de proveerme de pañuelos de bolsillo y otras cosas así, que Old Death calificó de superfluas, pasé a una habitación destinada a la prueba de trajes, y me mudé el mío. Al salir me contempló el viejo cazador con visible alegría.

Yo había abrigado la dulce esperanza de que él me llevaría la silla; pero no hubo tal, sino que me la echó bonitamente sobre los hombros y me empujó hacia la calle.

—¡Eso es! —gruñó una vez en ella—. Ahora dígame usted en conciencia si es cosa de avergonzarse. Toda persona sensata le considerará a usted como un caballero que sabe lo que se trae entre manos, y en cuanto a lo que pueda pensar la gente falta de seso, puede tenernos sin cuidado.

Ya no había cosa que nos distinguiera a uno de otro, y no me quedaba otro remedio que llevar mi mal con paciencia y soportar a cuestas aquel yugo hasta la fonda, mientras el cazador caminaba arrogantemente a mi lado, alegrándose en secreto de haberme convertido en mi propio mozo de cuerda.

Al llegar a nuestra posada, se acostó tranquilamente, mientras salía yo en busca de Winnetou. Se comprenderá la alegría que me causaba pensar en que seguramente iba a encontrarle, después del esfuerzo sobrehumano que hice para no arrojarme en sus brazos al verle entrar en la taberna. ¿A qué habría ido a Matagorda? ¿Por qué fingió no conocerme? Motivos poderosos serían; pero ¿cuáles? De seguro que sentía los mismos deseos de hablarme que yo, y era indudable que me estaría aguardando en algún sitio. Como conocía muy bien su modo de ser no me sería difícil dar con él: sin duda sabía dónde nos alojábamos y andaría por las cercanías. Pasé a la parte posterior de la fonda, que daba al campo, y en efecto, lo descubrí a unos cien pasos, apoyado en un árbol. Al verme, se separó del árbol y se encaminó lentamente hacia el bosque, adonde yo le seguí. Una vez en la espesura se detuvo, y volviendo hacia mí su rostro resplandeciente de alegría, exclamó:

—¡Charlie, hermano mío querido! ¡Qué alegría me ha dado tu inesperado encuentro! Así se alegra la mañana cuando aparece el sol tras la noche oscura.

Y estrechándome entre sus brazos, me besó fraternalmente en ambas mejillas, mientras yo respondía:

—La mañana sabe que ha de volver el sol, mientras que nosotros no podíamos presentir nuestro encuentro. El sonido de tu voz hace rebosar de gozo mi corazón.

—¿Qué te trae, aquí? ¿Has tenido asuntos en Matagorda o has desembarcado para dirigirte desde aquí al río Pecos?

—Tengo que cumplir aquí un encargo.

—¿No puede revelármelo mi hermano blanco? ¿No me dirá dónde ha estado, desde que nos separamos en el río Colorado?

Hablando, hablando, fuimos internándonos en el, bosque, donde nos sentamos. Una por una le referí todas las peripecias de mi viaje, y, cuando hube terminado, me dijo él gravemente:

—Acabamos la medición de la vía para el corcel de fuego a fin de no privarte del producto de tu trabajo, y la tempestad te lo arrebató. Si quisieras permanecer entre los apaches, que te aman, nunca necesitarías dinero. Hiciste bien en no ir a San Luis a esperarme en casa de Henry, pues no habría ido.

—¿Ha logrado mi hermano apoderarse del asesino Santer?

—No. El mal Espíritu le protege, y el bueno y grande Mánitu permitió que se me escapase. Se alistó con la soldadesca de los Estados del Sur, en los cuales desapareció para mí; pero mis ojos le descubrirán y entonces no se librará de mi justicia. Volví al río Pecos sin haber castigado al matador de mi padre y de mi hermana. Nuestros guerreros han llorado su muerte durante todo el invierno. Yo, en tanto, tuve que hacer largas y peligrosas caminatas para visitar las distintas tribus de los apaches, a fin de apartarlos de sus descaminados propósitos de penetrar en México para tomar parte en las luchas que lo destrozan. ¿Ha oído hablar mi hermano de Juárez, el presidente indio?

—Sí.

—¿Quién tiene razón, él o Napoleón?

—Juárez.

—Mi hermano opina como yo. Te ruego que no me preguntes lo que he venido a hacer en Matagorda, pues aun a ti he de ocultártelo; se lo he prometido a Juárez, con quien hablé en el Paso del Norte. ¿Insistes tú en perseguir a esos dos rostros pálidos a pesar de nuestro encuentro?

—Estoy comprometido a hacerlo. ¡Cuánto me alegraría que vinieras conmigo! ¿No es posible?

—No; no lo es. Tengo que cumplir con un deber tan sagrado como el tuyo. Hoy seguiré aquí todavía; pero mañana me embarco para La Grange, desde donde, por el Fort Inge, pasaré al Río Grande del Norte.

—Iremos en el mismo buque, aunque no sé cuánto tiempo. De modo que pasaremos el día juntos.

—De ningún modo.

—¿Por qué no?

—Porque no quiero ver enredado a mi hermano en ese asunto. Por eso fingí antes no conocerle. Hasta por el mismo Old Death no quise hablarte.

—¿Por qué razón?

—¿Acaso sabe él que tú eres Old Shatterhand?

—No: todavía no ha sonado ese nombre en nuestra conversación.

—No obstante, lo conocerá seguramente. Tú has estado hasta ahora en el Este, y no sabes, por lo tanto, cuán conocido es tu nombre en el Oeste. Old Death también habrá oído hablar de Old Shatterhand; pero a ti te tiene, por lo visto, por un greenhorn.

—En efecto, así me trata.

—¡Bonita sorpresa le espera cuando averigüe quién es el greenhorn! Yo no quisiera privar a mi hermano del gusto de dársela, de modo que a bordo no cambiaremos una palabra. Cuando hayas cazado a Ohlert y a su raptor, podremos pasar juntos muchos ratos, porque entonces vendrás a nuestro poblado ¿verdad?

—Seguramente.

—Pues separémonos aquí, Charlie. Hay aquí rostros pálidos que me esperan.

Y puestos en pie nos despedimos, respetando yo su secreto, aunque resuelto a reunirme con él de nuevo.

A la mañana siguiente, Old Death y yo alquilamos dos mulos, en los cuales, ensillados con nuestras propias sillas y arreos, fuimos a embarcarnos. El vapor era un barco plano, de construcción americana, y tenía ya a bordo muchos pasajeros. Cuando nosotros, después de desensillar los mulos, con las sillas a cuestas pasamos al buque, una voz chillona gritó:

—¡Pardiez! Aquí llegan dos mulos de dos patas, ensillados y todo. ¿Habráse visto? ¡Paso al ganado! Que lo bajen a la sentina, pues las bestias no pueden estar con los caballeros.

En seguida conocimos la voz. Los mejores asientos, resguardados por una marquesina de cristales, y que eran los de preferencia, estaban ocupados por los rowdies, nuestros conocidos de la taberna. El portavoz de la víspera, que era por lo visto el jefe de aquella tropa, y todavía no había escarmentado, nos recibía con nuevos insultos. Yo miré a Old Death, mas al ver que éste no se daba por aludido, seguí su ejemplo. Nos sentamos enfrente de aquella chusma, y colocarnos las sillas debajo de nuestros asientos. El viejo cazador se acomodó lo mejor que pudo, sacó un revólver, lo amartilló y lo puso a su lado; yo hice lo mismo. Los rowdies empezaron a cuchichear entre sí, pero ninguno se atrevió a insultarnos en voz alta. Sus perros, de los cuales no faltaba ninguno, los acompañaban, y el cabecilla nos echaba de soslayo miradas llenas de odio y rencor. Se había encogido, sin duda, a consecuencia de su paso por la ventana y las caricias subsiguientes de Winnetou, y en su rostro se veían muy bien los rasguños de los cristales.

Cuando se acercó el cobrador a preguntarnos adónde íbamos, contestó Old Death que a Columbus, y pagamos el pasaje correspondiente. Una vez allí, si nos convenía, podíamos renovar el pago, pues Old Death estaba persuadido de que Gibson no llegaría a Austin.

La campana de a bordo había dado ya el segundo aviso, cuando se presentó otro pasajero: Winnetou. Venía montado en un magnífico potro negro con guarniciones indias, un animal soberbio, del cual no desmontó el apache hasta que hubo entrado en el buque. Luego condujo al animal al departamento de proa destinado a las caballerías y se sentó después, sin hacer caso de nadie, cerca del potro, sobre la barandilla del buque. Los rowdies no le quitaban ojo y carraspeaban y tosían exageradamente para llamar la atención del indio, sin conseguirlo. Apoyado en su «escopeta de plata», parecía estar el apache tan absorto y meditabundo como si no viera ni oyera.

Por fin sonó la última campanada, pasamos unos minutos en espera de algún rezagado, giró la hélice y el barco echó a andar.

Nuestro viaje parecía empezar bien. Reinaba a bordo un silencio absoluto, interrumpido un momento en Whaston por el desembarque de un pasajero y el embarque de otros muchos. Old Death aprovechó la ocasión para saltar a tierra, donde se hallaba el comisario, a quien preguntó por Gibson. El empleado le dijo que no había desembarcado nadie que respondiera a las señas que él le daba, y lo mismo ocurrió en Columbus, por lo cual prolongamos el viaje hasta La Grange. Desde Matagorda hasta Columbus había recorrido el buque un trayecto que a pie habría necesitado cincuenta horas. Así es que ya era bien entrada la tarde cuando llegamos a dicho pueblo. Durante todo este tiempo no se movió Winnetou de su sitio sino una sola vez para dar de beber y comer a su caballo.

Los rowdies parecían haber echado en olvido al apache, y la rabia que nos tenían. En cuanto llegaron nuevos pasajeros trabaron conversación con ellos, pero se encontraron con harta frialdad y displicencia. Haciendo alarde de sus opiniones antiabolicionistas, pedían a todo el mundo su parecer, y cuando no coincidía con el suyo, insultaban al interrogado con expresiones tan correctas como «maldito republicanote», «tío negro», «criado yanqui» y otras peores que salían de sus labios a borbotones, lo cual obligó a los pasajeros a cortar por lo sano, dejándolos con la palabra en la boca. Este fue acaso el motivo de que no se metieran con nosotros: su aislamiento les daba a entender que nadie los apoyaría en contra nuestra. En cambio, si hubiera habido a bordo más partidarios de la secesión, se habría acabado la paz en seguida.

En Columbus desembarcaron muchos pasajeros de ideas pacíficas y embarcó, en cambio, gente levantisca y alborotadora. Entre otros, toda una banda de quince a veinte borrachines, que no nos hicieron augurar nada bueno y fueron recibidos por los rowdies con grandes demostraciones de regocijo. Otros de los embarcados ya se unieron a ellos, y pronto echamos de ver que el elemento pacífico estaba en minoría. Los alborotadores se apoderaban de los asientos sin preocuparse por si molestaban o no a los demás; empujaban y embestían a la gente de orden y hacían todo lo posible para demostrarnos que se consideraban dueños del buque. El capitán los dejaba, juzgando que sería peor hacerles caso, mientras los viajeros no perturbaran la dirección del barco. Consentía a cada cual que obrara a su antojo y defendiera sus derechos como Dios le diese a entender. No descubrí en su fisonomía ningún rasgo yanqui; era grueso, lo cual no es común entre los americanos, y en su rostro redondo y colorado resplandecía una sonrisa benévola, que me hizo suponerle de origen germánico.

La mayoría de los secesionistas habían pasado a la cantina, y al poco rato se oyeron gritos, risotadas y rotura de copas y de botellas. De pronto apareció gritando un negro, el mozo de la cantina al parecer, que empezó a quejarse al capitán, entre gemidos y lamentos incomprensibles para mí. Sólo pude entender que le habían golpeado con el látigo y luego habían simulado colgarle de la chimenea.

El capitán puso la cara muy seria, y después de echar un vistazo con objeto de ver si el buque seguía la verdadera ruta, se dirigió a la cantina. Le salió al encuentro el cobrador y les oímos sostener el siguiente diálogo:

—Capitán-decía el cobrador, —esto ya no se puede tolerar: esa gente trama algo gordo. Haga usted que desembarque el indio, pues se han empeñado en ahorcarle. Por lo visto les ha jugado alguna mala pasada y dicen, además, que hay dos blancos a quienes van a linchar, porque los maltrataron ayer, y a los cuales acusan de ser espías de Juárez.

—¡Caramba! Eso ya es grave. ¿A quiénes aludirán?

Su mirada examinó al pasaje con curiosidad. Yo entonces me levanté y me acerqué a ellos, diciendo:

—Somos nosotros, sir.

—¿Ustedes? Apuesto a que tan espías son ustedes como yo capaz de merendarme la chalupa.

—¡Qué vamos a ser! Yo soy alemán y no tengo interés alguno en la política mejicana.

—¿Alemán, dice usted? Pues entonces somos compatriotas. A mí me bautizaron con agua del Neckar. No debo consentir que nadie le moleste a usted. Voy a atracar a la orilla para que se ponga usted en seguridad.

—No puede ser; necesito llegar hoy mismo a mi punto de destino, sin pérdida de tiempo.

—¿De veras? ¡Qué contrariedad! Espere usted un momento.

Y se acercó a Winnetou para decirle algo que yo no oí. El apache movió negativamente la cabeza y le volvió la espalda. El capitán me dijo, contrariado:

—Ya me lo temía. ¡Esos rojos tienen la mollera tan dura! Tampoco quiere desembarcar.

—Pues, entonces, están perdidos los tres —observó el cobrador asustado—, pues esa gente no se anda con chiquitas y suele hacer lo que dice. Somos tan pocos a bordo que no hay medio de impedirlo.

El capitán se quedó pensativo. Luego pasó por su rostro una expresión de malicia, como si se le hubiese ocurrido algo muy bueno, y nos dijo:

—Voy a jugarles a esos secesionistas una partida que recordarán mientras vivan; pero han de hacer ustedes lo que les diga. Sobre todo nada de hacer uso de las armas, que meterán ustedes debajo de los bancos, con las sillas de montar, ya que la resistencia frustraría mi plan.

—Pero ¿es que usted quiere que nos dejemos linchar sin defendernos? —observó Old Death disgustadísimo.

—Nada de eso; opongan ustedes solamente una resistencia pasiva. En el instante oportuno mi plan hará su efecto. Vamos a refrescarles la sangre a esos granujas. Confíen ustedes en mí, pues no hay tiempo para más explicaciones. Esos pilletes se acercan.

En efecto, en aquel instante, salían los alborotadores de la cantina. El capitán se alejó rápidamente, después de dar unas órdenes en voz baja al cobrador. Este se fue a hablar con el piloto, que se hallaba en compañía de dos marineros, y poco después vi que daba a los demás pasajeros pacíficos ciertas instrucciones secretas; y ya no pude prestar más atención a lo que hacía la tripulación, pues Old Death y yo nos vimos atacados por los alborotadores. Lo único que pude observar fue que los pasajeros, avisados, se iban retirando a proa todo lo posible.

En cuanto los revoltosos salieron de la cantina nos cercaron a Old Death y a mí, desarmados por obedecer al capitán.

—¡Ese es! —gritó el cabecilla de los rowdies, señalándome—. El espía de los Estados del Norte, partidario de Juárez. Ayer iba vestido de caballero y hoy de trapper.

¿Por qué se disfraza, sino para ocultarse?… Ese fue el que mató a mi mastín, y los dos nos amenazaron con el revólver.

—¡Espía, espía! —gritó toda la horda—. Lo prueba el disfraz, y además es alemán. Haced un nudo corredizo; hay que colgarle, como merece. ¡Abajo los Estados del Norte, con los yanquis y sus hechuras!

—¿Qué gritería es esa, señores? —dijo entonces el capitán—. Exijo silencio y quietud a bordo, y sobre todo respeto a los pasajeros.

—¡Cállese la boca, sir! —le contestó brutalmente la horda—. Ese orden que usted exige es el que queremos establecer nosotros, y va a ser ahora mismo. ¿Quién le manda a usted admitir espías a bordo?

—Yo recibo a bordo a todo el que me paga el pasaje y se porta como es debido. Si se presentan cabecillas de la secesión los admito con esas condiciones. Esa es mi obligación y mi política; y si vosotros os empeñáis en estropearme el negocio con la vuestra, mando atracar y os dejo en seco para que acabéis de hacer el viaje a Austin a pata; pero no en mi barco.

Una risotada unánime y burlona fue la contestación, mientras nos estrechaban a Old Death y a mí sin dejarnos respirar. Protestamos; pero nuestras voces quedaban ahogadas por la gritería de aquella gente soez. A empujones nos llevaron hasta la chimenea, en que pretendían ahorcarnos. La chimenea se hallaba provista de unos aros de hierro por los cuales pasaban los cables, de modo que formaba un excelente artilugio para colgar al prójimo. Bastaba aflojar los cables, atarnos a ellos por la parte más sensible del cuello y elevarnos cómodamente unos palmos sobre el suelo. Allí formaron un círculo a nuestro alrededor para juzgarnos.

Esta fórmula de juicio era un sarcasmo de la peor especie. Yo creo que aquellos perdidos no llegaron siquiera a preguntarse por qué no intentamos oponerles la más leve resistencia, sabiendo que teníamos armas y no nos faltaban puños. No pensaron que algún secreto motivo debíamos de tener para proceder de esa manera.

Old Death hacía esfuerzos inauditos para mantenerse quieto. Instintivamente se llevaba a cada momento la mano a la faja, pero en cuanto su mirada se fijaba en el capitán, éste le hacía una seña que le tranquilizaba. Así, volviéndose a mí me dijo en alemán, para que no le entendieran:

—Bueno: seguiremos teniendo otro poco de paciencia; pero si se me sube la sangre a las narices, les meto una docena de balas en el cuerpo en menos tiempo del que se necesita para decir: ¡Jesús! En cuanto yo dispare, haga usted lo mismo.

—¿Lo oís? —observó el rowdy cabecilla—. Hablan alemán, con lo cual basta para probar que son unos malditos dutchman y que pertenecen a la canalla que más daño ha hecho a los Estados del Sur. ¿Qué vienen a hacer en Tejas? Pues a espiar y cometer traiciones; por lo tanto, manos a la obra y pocas palabras.

La proposición fue acogida con grandes aplausos. El capitán volvió a llamarlos al orden; pero ellos le contestaron con burlas y chacota. Entonces uno de la banda observó que valdría más empezar por el indio, a lo cual asintieron todos. El presidente del estrafalario tribunal envió a dos individuos en busca de Winnetou.

Como nos hallábamos rodeados de un enjambre de gente, no podía yo ver a mi amigo. Sólo oímos un grito terrible. Winnetou había tumbado a uno de los emisarios, había arrojado al río, por la borda, al otro y se había agazapado en la caseta del cobrador, junto a la hélice. La caseta, forrada de hojalata, tenía una sola ventanilla, por la cual asomaba el cañón de la «escopeta de plata». Este incidente produjo una confusión indescriptible: todos corrían a la barandilla y gritaban al capitán que echara un bote al agua para recoger al náufrago. El capitán accedió y dio orden a uno de los marineros para que ejecutara la maniobra. El marinero soltó inmediatamente los cables del bote, que cayó al agua, y con cuatro golpes de remo se acercó al hombre, que se mantenía a flote a fuerza de manotadas.

Yo me quedé solo con Old Death. Por de pronto, nadie pensaba ya en ejecutarnos. Los ojos de la tripulación estaban clavados en los del capitán, quien haciéndonos seña de que nos acercáramos a él, nos dijo:

—¡Atención, señores! Van a ver el remojón que se llevan. No se muevan ustedes de aquí, suceda lo que suceda; pero hagan todo el ruido posible.

De pronto se paró la hélice y el barco se vio arrastrado lentamente hacia la orilla derecha, donde había un banco de arena, en que rompía el agua. De allí hasta la orilla el río era poco profundo y podía vadearse sin peligro. A una señal del capitán, a la cual contestó el piloto con una sonrisa, hizo éste encallar el barco sobre el banco de arena. Se oyó un crujido, un golpe en seco, que hizo oscilar a todos y caer a muchos, y nos hallamos embarrancados. Este nuevo percance apartó del bote la atención general para fijarla sobre cubierta. Los pasajeros que habían sido avisados de antemano, empezaron a gritar y dar alaridos como si se hallaran en peligro de muerte. Los alborotadores, que creían en la realidad de una catástrofe, no les iban en zaga. De pronto subió de la bodega un marinero, gritando al parecer loco de terror:

—Capitán, el barco hace agua; tiene una raja en la quilla que va a partirlo en dos. Dentro de dos minutos se va a pique sin remedio.

—¡Estamos perdidos! —gritó entonces el capitán—. ¡Sálvese el que pueda! El río es poco profundo… ¡Conque al agua todos!

Y bajando a saltos del puente, se quitó chaqueta y chaleco, gorra y botas y saltó al río. El agua le llegaba al cuello.

—¡Abajo, afuera todo el mundo! —gritaba desde el río—. Todavía hay tiempo; si no, al hundirse el barco, el remolino arrastrará al fondo a todos los que se hallen a bordo…

Que fuera el capitán quien primero se pusiera en salvo, después de desnudarse a medias, no dio qué pensar a aquella gentuza, que, poseída de espanto, se echó al agua y empezó a avanzar penosamente hacia la orilla, mientras la tripulación y el capitán subían rápidamente por las escalas al barco que habían juzgado naufragado. El vapor quedaba limpio de aquella horda de bandidos, y en donde antes reinaba el terror resonaban alegres carcajadas.

En seguida dio orden el capitán de reanudar la marcha. El barco, achatado, muy ancho y sólido, no había sufrido el menor desperfecto, y obedecía perfectamente al impulso de la hélice. El capitán, saludando con su chaqueta, a guisa de banderola, a los que quedaban en la orilla, les gritó:

—¡Quedaos con Dios, caballeros, y cuando deseéis ejecutar a alguien colgaos vosotros unos a otros! Dejaré vuestro equipaje en La Grange, adonde podéis ir a buscarlo, si os acomoda.

Fácil es de comprender cómo cayó la burla del capitán entre aquella gentuza. Armaron una gritería espantosa, exigiendo al capitán que los admitiera inmediatamente y amenazándole en caso contrario con denuncias, muertes y otros horrores; hasta dispararon algunos sus fusiles contra el buque sin hacer el menor daño. Por fin, uno de la banda gritó furioso, en la impotencia de su rabia:

—¡Perro, te esperamos aquí para colgarte de tu propia chimenea!

—Está bien —les contestó el capitán—. No tenéis más que pasar a bordo, donde se os recibirá graciosamente. Entretanto, ofreced mis saludos a los generales Márquez y Mejía.

Y el buque emprendió su marcha a todo vapor para recuperar el tiempo perdido…