APARICIÓN DE WINNETOU
El tabernero no había traído aún la cerveza, lo cual nos daba tiempo para poner el importe de nuestra bebida sobre el mostrador y marcharnos; pero yo temía que nos cerraran el paso y además me repugnaba la idea de dejar a aquella gente despreciable dueña del campo. Sabía, además, por experiencia, que los matones suelen ser, en el fondo, unos cobardes.
Metí la mano en el bolsillo y amartillé el revólver. En la lucha con los hombres estaba seguro de mantener alto el pabellón; pero dudé de si podría valerme contra los perros. En otras ocasiones había tenido que habérmelas con perros amaestrados para la lucha contra el hombre y a un mastín no le temía; pero allí eran seis.
En esto se presentó el tabernero, que puso los vasos encima de la mesa, y dijo en tono suplicante a los del grupo:
—Gentlemen, la visita de ustedes me es muy grata; pero me atrevo a rogarles que no molesten a los demás parroquianos, que también me favorecen.
—¡Canalla! —gritó entonces otro de los capataces—. ¿Te atreves a darnos lecciones de buena crianza? Ya verás cómo te rebajamos ese exceso de celo taberneril.
Y el contenido de dos vasos cayó sobre nuestro intercesor, que se apresuró a escabullirse.
—Ahora le toca al campeón —gritó el portavoz.
Y agarrando al perro con la mano izquierda me arrojó un vaso de cerveza con la derecha. Yo me levanté de un salto, de modo que esquivé el golpe y con el puño cerrado me precipité sobre él; pero él se me adelantó soltando el perro y azuzándole contra mí:
—¡Anda con él, Plutón!
Apenas tuve tiempo para desviar el cuerpo, apoyándome en la pared, pues el colosal perrazo, dando un salto verdaderamente felino, se arrojó sobre mí. Escasamente me separaban del animal cinco pasos, que salvó él de un solo envite. Además, estaba tan bien amaestrado y tan seguro de sí mismo, que a haber yo seguido en pie, me habría alcanzado el cuello; pero en el preciso momento en que iba a agarrarme me desvié y el animal chocó como una maza contra la pared. El salto había sido tan poderoso que el mastín se quedó como atontado del golpe y cayó al suelo inerte. Rápidamente le agarré por las patas traseras y le arrojé con toda mi fuerza contra la pared, de modo que le deshice el cráneo.
Entonces se armó un barullo indescriptible. Los perros ladraban y tiraban de las cadenas para soltarse, los rowdies blasfemaban, y el dueño del mastín muerto quería arrojarse sobre mí. Mas entonces, extendiendo Old Death los dos brazos y apuntando a los del grupo con un revólver en cada mano, gritó:
—¡Stop! basta ya de jaleo, boys! Al primer paso que deis os descerrajo un par de tiros. Estáis en un error respecto de nosotros. Yo soy Old Death, el viejo cazador, de quien ya habéis oído hablar, y éste es un amigo mío que tampoco sabe lo que es miedo. Sentaos tranquilamente y vaciad vuestros vasos como personas decentes. ¡Ojo con meter la mano en el bolsillo, porque no doy cuartel!
Este aviso iba dirigido a uno de los capataces, que disimuladamente trataba de sacar la pistola. Yo empuñé también en cada mano un revólver, de modo que entre los dos podíamos soltar veinticuatro tiros sin parar. Antes que ninguno de aquellos valentones tuviera tiempo de disparar podíamos acabar con todos ellos. Old Death parecía transformado; su cuerpo encorvado se enderezó de repente, aumentando enormemente su estatura; sus ojos chispeaban y en su rostro había tal expresión de energía y superioridad, que no daba ganas de oponerle resistencia.
Era gracioso ver lo callados que de pronto se quedaron aquellos alborotadores, que refunfuñando volvieron a sentarse sin levantar ya la voz. Hasta el jefe continuó en su puesto sin atreverse a ir a ver el cadáver de su perro, para lo cual se habría visto precisado a acercarse a mí. Seguimos en pie, Old Death y yo, amenazadores, cuando se abrió la puerta y entró un indio.
Llevaba una zamarra de caza de piel blanca curtida, cubierta de bordados rojos a estilo indio. Las polainas eran de lo mismo y estaban adornadas en los cierres con gruesos flecos de pelo procedentes de scalps. No se veía una mancha ni una mota de polvo en su traje, compuesto de calzón y camisa. Calzaba mocasines bordados con abalorios y guarnecidos de púas de erizo. De su cuello pendía la bolsa de la medicina, así como la pipa de la paz, artísticamente tallada, y un triple collar formado por uñas de oso gris, la fiera más temible de las Montañas Rocosas. Rodeando la cintura llevaba a modo de ancha faja una preciosa manta de Santillo, por la cual asomaba el puño de un cuchillo y la culata de dos pistolas. En la mano derecha llevaba una escopeta de dos cañones, cuya caja y culata estaban tachonadas de gruesos clavos de plata. Llevaba la cabeza descubierta y el pelo negro y abundante levantado sobre ella a manera de casco y trenzado con la piel de una serpiente de cascabel. En el peinado no llevaba la pluma de águila ni otra insignia de caudillo, y sin embargo no podía uno menos de decirse que aquel joven era un jefe, un guerrero famoso. El corte de su cara grave, hermosa y viril, podía calificarse de romano, pues no tenía los pómulos prominentes; los labios eran gruesos pero de fino dibujo, y el color del rostro, completamente afeitado, era de un castaño claro ligeramente bronceado. En una palabra, era Winnetou, el caudillo de los apaches, hermano mío de sangre.
Se quedó parado un momento en la puerta, mientras con su mirada penetrante recorría todo el local y examinaba a los parroquianos. Luego se sentó cerca de nosotros, lo más lejos posible de los rowdies.
Yo había hecho un movimiento para precipitarme a él y abrazarle, cuando noté que no quería darse a conocer, aunque me había visto perfectamente. Sus razones tendría para obrar así. Decidido a respetarlas me volví a sentar, esforzándome en aparentar indiferencia.
El apache había comprendido perfectamente la situación desde el primer momento. Sus ojos se entornaron un poco en señal de desprecio, y cuando hubo echado otra mirada corta y dura, como acerada, hacia nuestros adversarios, y al ver que volvíamos a sentarnos y guardar los revólveres, una sonrisa benévola y apenas perceptible se dibujó en sus labios.
La impresión que causaba era tan grande, que al entrar se hizo un silencio solemne, como el de los templos. Esta quietud repentina debió de hacer pensar al tabernero que la nube había pasado, y primero sacó la cabeza por la puerta entreabierta y acabó por salir del todo con las debidas precauciones. El indio le dijo con voz sonora y en excelente inglés:
—Deseo un vaso de cerveza, pero alemana.
Esto llamó la atención de los rowdies, que juntaron las cabezas para cuchichear unos con otros. Las furtivas miradas que dirigían al apache daban a entender que le estaban sacando tiras de pellejo.
El tabernero le llevó lo pedido, y él levantó el vaso hacia la luz, y después de examinarlo con satisfacción y conocimiento en la materia, lo vació de un trago.
—Well (bien) —dijo al tabernero, paladeando la bebida—. Tu cerveza es de primera. El gran Mánitu ha enseñado a los hombres blancos muchas artes, entre las cuales descuella la fabricación de la cerveza.
—¿Quién diría que ese hombre es un indio? —dije yo en voz baja a Old Death, fingiendo no conocer a Winnetou.
—Pues lo es, y de lo mejorcito-contestó el viejo en igual forma, pero terminantemente.
—¿Le conoce usted? ¿Le ha visto usted y tratado antes de ahora?
—No, por cierto; pero le reconozco por su figura, su ropa, su edad, y sobre todo por su escopeta. Es la famosa escopeta de plata, cuya bala no falla nunca. Tiene usted la suerte de conocer en este momento al cabecilla indio más famoso de la América Septentrional, o sea a Winnetou, el caudillo de los apaches. Es la personalidad más distinguida y sobresaliente entre los indios; su fama suena en todos los palacios, en todas las chozas y en todos los campamentos, porque es justo, prudente, leal, fiel, arrogante y valiente hasta la temeridad, maestro en todas las armas, sin doblez ni engaño, amigo y protector de todos los necesitados, sean blancos o rojos. Se le conoce y aprecia en toda la extensión de los Estados Unidos y más allá de sus límites, como el héroe más digno y célebre del Occidente.
—Pero ¿cómo ha llegado a poseer el inglés con tal perfección y a adquirir esos modales de acabado gentleman?
—Frecuenta mucho el Este; además se dice que un sabio europeo cayó prisionero de los apaches, los cuales le trataron tan admirablemente que decidió permanecer en su compañía y educarlos para la paz y la benevolencia. Fue el maestro de Winnetou; pero no creo que pudiera lograr sus propósitos filantrópicos, y habrá acabado como se suele acabar con ellos.
Old Death dijo esto en voz tan baja que apenas lograba yo entenderle; pero el indio, que estaba separado de nosotros unas cinco o seis varas, se volvió y dijo a mi compañero:
—Old Death no está en lo cierto: el sabio blanco fue a buscar a los apaches, fue bien recibido, y llegó a ser el maestro de Winnetou, a quien enseñó a ser bueno y a distinguir la maldad y la justicia, la verdad y la mentira. No pareció ni acabó mal, sino que fue querido y respetado, y ni una sola vez deseó volver a la compañía de los hombres blancos. Al morir se le levantó un monumento, al cual se rodeó de árboles de larga vida. Pasó a los países de la Sabana eternamente verde, donde los bienaventurados no se destrozan unos a otros, sino que gozan delicias purísimas en presencia de Mánitu. Allí volverá a encontrarle Winnetou y se olvidará del odio que vio extendido por la tierra.
Old Death se consideraba feliz al ver que le conocía un hombre tal como Winnetou. Su rostro resplandecía de alegría al preguntarle:
—¿Cómo? ¿Me conoces? ¿Es posible?
—Yo no te había visto hasta ahora; pero no obstante te he conocido en cuanto entré. Eres un explorador cuyo nombre suena hasta más arriba del Ánimas.
Dichas estas palabras volvió el rostro, en el cual durante su discurso no había observado yo ningún movimiento, y se quedó silencioso, y, al parecer, ensimismado. Sólo sus orejas parecían encogerse de cuando en cuando, como si sus oídos trataran de percibir algo fuera de su alcance.
Entretanto, los rowdies continuaban cuchicheando, se miraban interrogándose y asentían con la cabeza hasta llegar por fin a una resolución. No conocían al indio ni habían logrado averiguar por sus palabras quién fuera, y pretendían resarcirse de la derrota que les habíamos infligido, haciendo sentir al indio el desprecio que les inspiraban los pieles rojas. Debieron de pensar que ni a mí ni a Old Death se nos ocurriría prestar auxilio al apache, puesto que según las leyes corrientes entre ellos debíamos mantenernos indiferentes mientras no se metieran con nosotros, y contemplar sin abrir la boca cómo maltrataban moralmente a un hombre solo. De pronto, se levantó el rowdy que me había insultado a mí, y se dirigió con paso lento y en actitud de desafío hacia el indio. Yo saqué un revólver y lo coloqué sobre la mesa, de modo que me fuera fácil usarlo con rapidez. Old Death me dijo entonces:
—No es necesario: un hombre como Winnetou puede con el doble de esa gentuza.
El rowdy se plantó delante del apache con los brazos en jarras y dijo:
—¿Qué busca el rojo por Matagorda? Aquí no toleramos salvajes.
Winnetou no se dignó siquiera mirarle, sino que tomó un sorbo de cerveza y lo paladeó tranquilamente, dejando luego el vaso encima de la mesa.
—¿Estás sordo, rojo maldito? —insistió el truhán—. Quiero saber qué te trae por aquí, pues seguramente vienes a espiarnos ¡canalla! Los indios sois partidarios de ese infame Juárez, cuya piel es tan roja como la tuya; pero nosotros somos del bando del emperador Maximiliano y estamos dispuestos a ahorcar al primer indio que encontremos. Si no gritas ahora mismo ¡Viva el emperador Max! te echamos el nudo corredizo.
El apache continuó mudo y su rostro inmóvil como el de una estatua.
—¿No oyes, perro? ¡Contesta! gritó el canalla fuera de sí, dejando caer pesadamente la mano sobre el hombro del indio.
—¡Atrás! —gritó éste con voz de trueno—. A mí no hay coyote que me aúlle.
Coyote es el nombre del lobo de la pampa, cobarde y traicionero, que todo el mundo considera como un animal ruin y despreciable. Los indios usan su nombre como un insulto, cuando quieren hacer sentir al contrario su mayor desprecio.
El rowdy, al oírlo, chilló:
—¿Coyote, dices? Eso es una injuria que te va a costar la inmunda sangre de tus venas.
Y sacó el revólver; pero entonces ocurrió una cosa inesperada. El apache le hizo soltar el arma de un solo golpe, le cogió por las caderas, lo levantó en alto y lo lanzó contra la ventana, que saltó a la calle hecha añicos en compañía del granuja.
Todo esto pasó en un segundo: el ruido de los cristales, el ladrido de los perros y el furioso gruñir de los demás rowdies produjo un estrépito horrible, dominado por la voz de Winnetou, que acercándose al grupo de los valentones señaló la ventana, diciéndoles:
—Si hay otro que quiera seguir el mismo camino, no tiene más que levantar la voz.
Winnetou se había acercado demasiado a uno de los perros, que intentó morderle; pero recibió del indio tal puntapié que se retiró debajo de la mesa aullando de dolor. Los capataces de esclavos se quedaron atemorizados, sin decir palabra. Winnetou no empuñaba arma alguna. Su sola persona se impuso a todos, y nadie contestó. Parecía un domador que al entrar en la jaula domina la fiereza de los brutos sólo con la mirada.
De pronto se abrió la puerta y apareció el que había salido por la ventana con el rostro rasguñado por los cristales. Entró empuñando una faca, y dando un rugido salvaje se precipitó sobre Winnetou. Este dio un salto a un lado, le agarró la mano con que empuñaba el cuchillo y cogiéndole de nuevo por la cintura y levantándole en alto, lo tiró contra el suelo, donde se quedó inmóvil y sin conocimiento, como un cadáver. Ninguno de sus compañeros trató de salir en su defensa, y Winnetou volvió tranquilamente a ocupar su sitio y vació el vaso. Luego hizo una seña al tabernero, que se había escondido detrás de la puerta entreabierta de su habitación, sacó una bolsa de cuero y le dio un pequeño objeto amarillo, diciendo:
—Toma por la cerveza y por la ventana, máster Landlord. Ya ves cómo el salvaje paga lo que debe. Espero que te paguen también los civilizados, esos que no toleran salvajes a su lado; pero Winnetou, el caudillo de los apaches, no se va porque los tema, sino porque ha comprendido que si la piel dé esos rostros pálidos es de color claro, no lo es su alma, y por lo tanto no gusta de semejante compañía.
El indio tomó su escopeta claveteada de plata, sin mirar a nadie, ni a mí siquiera. Los rowdies respiraron entonces. Su curiosidad era mayor aún que su cólera, que su vergüenza y que el cuidado de su compañero. Ansiosamente preguntaron al tabernero qué le había dado el apache.
—Un nugget (pepita de oro) —respondió el tabernero, enseñándoles un pedacito de oro puro, grande como una avellana—, un nugget que vale lo menos doce dólares: ya veis si está bien pagado el desperfecto. La ventana era vieja y mala y los cristales estaban estropeados, de modo que salgo ganando. Llevaba el indio todo un bolso lleno de pepitas.
Los rowdies se mostraron despechados de que un indio poseyera semejante tesoro; la pepita pasó de mano en mano y cada uno la sopesó, y calculó su precio a su gusto. Nosotros aprovechamos la distracción general para pagar y largarnos.
—Vamos: ¿qué dice usted de ese indio, máster? —me preguntó Old Death en cuanto estuvimos fuera de la taberna—. No hay otro igual. Esos canallas se agachaban como polluelos ante el gavilán. ¡Lástima que se nos haya ido! Podíamos haberle seguido, pues me interesaría saber lo que le trae por aquí: si acampa fuera de la ciudad o si se hospeda en alguna fonda. Habrá acomodado su caballo en alguna parte, porque no hay apache que vaya sin su montura, y menos Winnetou. Por lo demás, me falta decirle a usted que ha estado muy bien y que he temido por usted, pues con esa clase de gente es muy peligroso meterse; pero la forma valiente y hábil con que ha despachado usted a la fiera, me hace presumir que no tardará usted en soltar la piel de greenhorn. Pero ya estamos cerca de nuestra posada; ¿quiere usted que entremos? Yo prefiero estar al aire libre: a un viejo trapper (cazador de animales de pelo) como yo, le molesta permanecer entre cuatro paredes, sin ver el cielo. Demos una vuelta por esta deliciosa Matagorda, pues de algún modo hay que matar el tiempo. ¿Prefiere usted, tal vez, que echemos una partida de naipes?
—No, señor; no soy jugador ni pienso serlo.
—Bien hecho, joven; pero ha de saber usted que aquí juega todo el mundo y en México más, pues juegan marido y mujer y perro y gato; y como llevan muy sueltas las navajas, se arman terribles trapatiestas. Gocemos del paseo: luego cenaremos y nos echaremos a dormir, pues en esta tierra bendita nadie sabe dónde descansará al día siguiente.
—No será tanto…
—No olvide usted que se halla en Tejas, donde todo anda revuelto. Ya verá usted: proyectamos ir a Austin, y Dios sabe si llegaremos allá. Los sucesos de México lanzan sus nubarrones por encima del Río Grande, donde ocurren cosas que no están en el programa, y además hay que tener en cuenta lo que pueda antojársele a ese Gibson. Si le ha dado por interrumpir el viaje y saltar a tierra donde le parezca, nos veremos precisados a hacer lo mismo.
—Pero ¿podremos saber si habrá desembarcado?
—Preguntaremos. El vapor no tiene prisa en recorrer el Colorado, pues no se estilan aquí las velocidades del Misisipí y otros. En todas las paradas nos darán un cuartito de hora para proseguir nuestras indagaciones. Incluso podemos prepararnos a saltar a tierra en cualquier parte en que no haya ni poblado ni fonda en donde cobijarnos.
—Pero ¿qué será de mi equipaje cuando ocurra el caso?
Old Death soltó una carcajada al oírme y replicó:
—¡Equipaje! ¡Baúles! Eso es resto y vestigio de las edades antediluvianas. ¿Qué hombre de sentido común arrastra consigo semejante impedimenta? Si se me hubiera ocurrido llevar encima todo lo que necesitaba en mis correrías y excursiones, no habría corrido tanto. Llévese usted lo que necesite de momento: lo demás lo va usted comprando a medida que le haga falta. ¿Qué lleva usted en su baúl que tan indispensable sea?
—Ropa, objetos de aseo, disfraces y demás.
—Todo eso está muy bien, y se puede adquirir en todas partes; y si no hay donde comprarlo es porque se puede pasar sin ello. Se lleva la camisa mientras se puede y luego se repone con otra. ¿Objetos de tocador, dice usted? ¡Vaya! No lo tome usted a mal; pero todo eso que se llaman cepillos de cabeza, pomadas, cremas y demás, deshonra al hombre. Los disfraces y pelucas le servirían a usted en las ciudades del Este; aquí no necesita usted ocultarse detrás de unos pelos postizos. Aquí, en cuanto echemos la vista encima a ese Gibson, no hay más que decir «¡manos a la obra!»
De pronto se quedó parado: me miró de pies a cabeza, y haciendo una mueca burlona, añadió:
—Tal como está usted ahora, puede presentarse en, el saloncito de la lady más exigente o en el palco le un teatro de primer orden; pero Tejas no tiene el menor punto de contacto con un boudoir o una platea. Puede ocurrir que dentro de dos o tres días ese elegante terno de usted esté hecho jirones, y esa reluciente chistera tome apariencias de acordeón. Además: ¿sabe usted adónde se dirige Gibson? Imposible me parece que se proponga residir en Tejas; su proyecto es desaparecer, y para eso necesita atravesar cuanto antes las fronteras de los Estados Unidos. Por eso creo, sin género de duda, que pretende entrar en México, en cuyas revueltas puede evaporarse sin dejar rastro, y donde no hay policía ni detectives que le saquen a luz ni le ayuden a usted en la empresa.
—Acaso tenga usted razón; pero se me figura que si realmente quisiera ir a México se habría encaminado directamente a un puerto mejicano.
—¡Qué disparate! El hombre tuvo que salir escapado de Nueva Orleáns y hubo de aprovechar el primer barco que partía… Además, los puertos mejicanos se hallan en poder de los franceses, y es posible que nuestro hombre no quiera encontrarse con ellos. Ya ve usted que no le queda más remedio que la ruta por tierra; y es lo suficientemente listo para no dejarse ver mucho en las poblaciones grandes, de lo cual colijo que evitará el desembarque en Austin y tomará tierra antes de llegar allí Indudablemente seguirá a caballo su camino y por terreno inculto hasta el Río Grande. ¿Piensa usted seguirle por esos campos con ese traje de lechuguino, sombrero de copa y toda la impedimenta? Si así fuera sería usted el hazmerreír de las gentes, y yo primero que nadie me reiría de usted.
Tuve que darle la razón, pero no sin contemplar con lástima mi elegante atavío. Al observarlo, Old Death me dio unas amistosas palmaditas en la espalda, diciendo:
—No se apure usted; suelte tranquilamente esas galas, impropias de estas tierras, véndaselas, a un prendero y agénciese ropa práctica y sólida. Necesita usted imprescindiblemente un traje duradero y fuerte de trapper. Supongo que llevará usted dinero…
Yo asentí.
—Pues, entonces, no hay que apurarse, y fuera con todos esos arreos. ¿Sabe usted montar y tirar?
Nuevamente asentí.
—Pues necesita usted un buen caballo; pero en la costa son caros y malos. En el interior compraremos uno a cualquier colono. Lo único que hay que hacer aquí es comprar la silla y los arreos.
—¡Ay de mí! ¿De modo que tendré que ir por todas partes con la silla a cuestas, como usted?
—¡Vaya! ¿Y por qué no? ¿Acaso le molesta a usted que le vea la gente tan bien equipado? ¿A quién le importa eso? A nadie. Si se me antoja cargo con un sofá o con una butaca por si en la selva o en la pampa me da la gana de echar una siesta en él. Y al que se burle de mi capricho le suelto una bofetada de cuello vuelto que le haga ver las estrellas en pleno día. Sólo hay que avergonzarse de haber cometido una injusticia o una torpeza. Supongamos que Gibson y su víctima desembarcan en cualquier punto; compran caballos y huyen… Entonces comprenderá usted lo útil que es tener la silla a mano. Haga usted lo que quiera; pero si realmente desea usted que le ayude en la empresa, ha de seguir usted mis consejos. Conque decídase pronto.
Old Death, sin esperar mi resolución, me cogió del brazo, y dando media vuelta me enseñó una gran tienda, cuya muestra en letras de a vara, decía: Store for all things; y arrastrándome hacia la puerta, me dio un empujón, que me hizo penetrar en el local como un proyectil, y me siguió gruñendo de satisfacción.