CAPÍTULO CUARTO

EN LA TABERNA

La señora retrocedió, espantada:

—¡Dios mío! ¡Usted es el alemán! ¡Me ha engañado usted villanamente!

—Me ha obligado a ello el error a que la habían inducido a usted. La historia de esos amores es un engaño de los más burdos; se han burlado del noble corazón de usted, abusando de su credulidad y de sus buenos sentimientos. Clinton no es secretario de Ohlert: se llama Gibson, y es un estafador de alta escuela a quien quiero echar el guante.

La señora se dejó caer en el sillón, medio desvanecida, y exclamó:

—No, no: eso es imposible. Aquel caballero tan fino y atento no puede ser un criminal. No le creo a usted.

—En cuanto me oiga usted, me dará crédito. Déjeme usted que le refiera el caso.

La cuarterona escuchó de mi boca toda la historia, y al terminar tuve el gusto de ver que sus simpatías por aquel «caballero tan fino y atento» se habían trocado en la más viva indignación. Veíase burlada, y acabó por expresarme su satisfacción de que me hubiera presentado en su casa con mi disfraz, diciendo:

—Si llega usted a venir tal como es usted nunca habría averiguado la verdad, y seguramente yo le habría dado una dirección falsa indicándole Nebraska o Dakota como paradero de esos señores. La conducta de ese Gibson o Clinton merece un severo castigo; espero que no se detenga usted y le alcance en Quintana, desde donde le agradecería me comunicara si sale usted airoso; y de regreso tráigame usted a ese pillete para que pueda yo decirle cuánto le desprecio.

—Eso será imposible, pues no es tan fácil apoderarse en Tejas de un individuo para llevárselo a Nueva York. Ya me daría yo por contento con poder arrancar a Ohlert de manos del criminal, y salvar a lo menos parte de las cantidades que se ha apropiado. Además me satisfaría mucho oír de labios de usted que no tiene ya a los alemanes por bárbaros sin sentimientos nobles, pues me ha dolido ver que yo y mis compatriotas somos tan despreciados por una señora tan digna y tan atenta.

La contestación a mis palabras consistió en una serie de disculpas y protestas de que había vuelto de su error; así es que nos separamos del modo más afectuoso. Al salir despedí a los agentes de policía con una buena propina y eché a correr a un despacho de consignación de buques para procurarme pasaje para Quintana. La ocasión no me era favorable; el barco que estaba de salida iba a Tampico y hacía escalas, y los directos para Quintana no salían hasta algunos días después. Por fin encontré un velero rápido con carga para Galveston, que salía aquella misma tarde, e inmediatamente tomé camarote. En Galveston hallaría fácilmente medios para continuar el viaje. Arreglé mis asuntos y me embarqué.

Pero mis esperanzas salieron fallidas. De Galveston salía buque para Matagorda, en la desembocadura del Colorado occidental, que pasaba por Quintana sin tocar en ella; mas me aseguraron que entre dichos puntos había frecuentes comunicaciones, y esto me decidió a aprovechar la ocasión, de que más tarde no hube de arrepentirme.

En aquella época toda la atención del gobierno se hallaba concentrada en México, que padecía los horrores de una lucha tenaz entre el imperio y la república. Benito Juárez había sido reconocido por los Estados Unidos como presidente de la república mejicana, y la poderosa nación se negaba terminantemente a abandonarlo para favorecer a Maximiliano. Consideraban al emperador, antes y después, como usurpador intruso, y empezaron a ejercer tal presión sobre Napoleón III, que obligó a éste a retirar sus tropas del país. Luego, los triunfos de Prusia en la guerra alemana le empujaron a cumplir su palabra, y desde aquel momento quedó sellada la suerte del desgraciado Maximiliano.

Además, Tejas, al estallar la guerra civil norteamericana, se había declarado en favor de la secesión, colocándose así al lado de los Estados partidarios de la esclavitud de los negros. La derrota de los confederados del Sur no trajo inmediatamente la tranquilidad y el sosiego al pueblo, que estaba demasiado indignado contra el Norte para acatar amistosamente su política. En realidad, la población de Tejas era francamente republicana y adoraba en Juárez, «el héroe indio», que había osado hacer frente a Napoleón III y al descendiente de la poderosa casa de los Habsburgo; pero como a la vez el gobierno de Wáshington se mostraba partidario del ídolo, se comenzó a conspirar en silencio contra el presidente. Esto produjo una división profunda en la población de Tejas, pues unos tomaban abiertamente partido por Juárez, mientras otros le eran contrarios, no por convicción, sino por espíritu de oposición a los Estados Unidos del Norte. Resultado de estas banderías era la inseguridad del país, que dificultaba los viajes y las comunicaciones. Todas las precauciones del viajero para ocultar su color político eran vanas, pues se veía obligado por la fuerza a confesar sus opiniones.

En cuanto a los alemanes establecidos en Tejas, andaban también divididos entre sí, pues aun simpatizando con el archiduque austriaco, contrariaba su patriotismo que éste hubiera entrado en México bajo la égida de Napoleón. Además, habían respirado lo bastante la atmósfera republicana para comprender que era injusta la invasión francesa en México, que tenía por objeto reverdecer los laureles de Francia para distraer al pueblo de los incurables males que lo destruían. De ahí que los alemanes se mantuvieran callados y circunspectos, alejados de las demostraciones políticas, tanto más cuanto que durante la guerra de secesión habían estado más bien por los Estados del Norte que por los del Sur.

Tales eran las críticas circunstancias del país al acercarse el buque que me conducía a la llana y alargada lengua que separa la bahía de Matagorda del golfo de México. Penetramos en ella por el Paso del Caballo y hubimos de echar el ancla en seguida, pues la bahía es tan somera que los buques de gran calado corren peligro de tocar fondo. Detrás de aquella lengüeta de tierra estaban ancladas varias embarcaciones pequeñas, y enfrente, en el mar libre, algunos grandes buques de tres palos y un vapor. Yo tomé un bote que me llevara a tierra para averiguar cuándo salía buque para Quintana, y supe con desconsuelo que a los dos días saldría un schooner, o sea una goleta. ¡Estaba aviado! Me desesperaba pensar que Gibson me llevaría así una delantera de cuatro días, que emplearía para evaporarse como el humo sin dejar rastro ni señal de su paradero. Sólo me quedaba el consuelo de haber hecho todo lo posible en las circunstancias en que me había visto.

Como no me quedaba más remedio que armarme de paciencia, me resolví a buscar fonda y desembarcar mi equipaje. Matagorda era entonces una población mucho más insignificante que ahora, situada en la parte oriental de la bahía, y con un puerto de menos importancia que, por ejemplo, el de Galveston. Como en el resto de Tejas, la costa estaba formada allí de tierra baja, que si no podía llamarse propiamente pantanosa, era muy abundante en agua, y como en los terrenos de esas condiciones son muy frecuentes las calenturas, no me era muy halagüeño prolongar mi estancia en Matagorda.

El «hotel» donde paré era semejante a las posadas alemanas de tercera o cuarta clase; mi habitación parecía el camarote de un buque, y la cama era tan corta que habían de asomarse forzosamente, por arriba, la cabeza, o, por abajo, los pies.

Una vez acomodado en tal habitación salí a dar un vistazo a la ciudad. Al salir de mi cuarto para tomar la escalera pasé por delante de otro que estaba abierto. Eché una ojeada adentro y vi que estaba tan hermosamente amueblado como el mío y que arrimada a la pared había una silla de montar y sobre ésta unos arreos. En el rincón se apoyaba una larga escopeta de Kentucky. Todo esto me hizo recordar la persona de Old Death, aunque tales objetos podían pertenecer a otro individuo cualquiera.

Al salir de casa me dirigí lentamente calle abajo, y al revolver una esquina tropecé fuertemente con un hombre que venía en sentido opuesto y no me había visto.

—¡Thunderstorm! —exclamó—. ¿Para qué tiene usted los ojos? Antes de dar esos pasos vertiginosos mire usted lo que hace.

—Si a mi paso de caracol le llama usted vertiginoso, puede usted comparar una ostra con un correo del Misisipí —contesté yo, lanzando una carcajada.

El transeúnte dio un paso atrás, me miró de pies a cabeza, y exclamó:

—Ya tenemos aquí al greenfish alemán, que no quería confesar que es detective. ¿Qué viene usted a buscar en Tejas y en Matagorda, sir?

—A usted no, máster Death.

—Ya lo sé: parece que es usted de esos que no encuentran nunca a los que buscan y tropiezan siempre con los que no les importan. Seguramente estará usted muerto de hambre y de sed… Venga, que echaremos el ancla en un local donde dan buena cerveza. La bebida nacional de usted empieza a extenderse de un modo alarmante hasta por este corral de vacas, y yo pienso que es lo mejor que sale de su tierra. ¿Tiene usted ya hospedaje?

—Sí: en el Uncle Sam.

—Perfectamente; allí tengo yo también mi wigwam, como dicen los indios.

—Acaso en la habitación próxima a la mía, en el primer piso, pues he visto unos arreos de montar y tina escopeta.

—Justamente. Yo no me separo nunca de esa impedimenta, a la que quiero más que a las niñas de mis ojos. Caballos siempre los encuentra uno; unos buenos arreos no. Pero, vamos: acabo de visitar un establecimiento donde sirven cerveza fresca, lo cual es una verdadera delicia en estos días calurosos de junio, y estoy dispuesto a refrescar de nuevo.

Nos encaminamos a una taberna, en la cual servían cerveza embotellada, a preciomuy elevado, por cierto. Éramos los únicos consumidores: le ofrecí un cigarro, que él rechazó, y sacó en cambio una pastilla de tabaco prensado: cortó de ella un pedazo que habría sido suficiente para cinco cabos de mar, se lo metió en la boca y empezó a mascarlo, pasándolo voluptuosamente de un carrillo a otro, mientras decía:

—Estoy a su disposición y ansioso de saber lo que le ha traído por estos andurriales. ¿Ha sido un viento favorable?

—Al contrario: un viento muy malo.

—¿Entonces no pensaba usted venir por aquí?

—De ningún modo. Me dirigía a Quintana; pero como hay tal escasez de transportes para allá, he tenido que venir hasta aquí, pues me dijeron que aquí hallaría con facilidad pasaje para Quintana; y ahora resulta que no hay buque hasta dentro de dos días.

—Paciencia, máster, y consuélese usted con la dulce convicción de que tiene usted muy mala sombra.

—¡Vaya un consuelo! ¿Pretende usted que le presente un mensaje de gratitud por él?

—No se moleste usted; doy siempre gratis consejos y consuelos. Además, los dos estamos iguales, pues yo pierdo también aquí el tiempo, por haber sido un gaznápiro. Me dirigía a Austin para subir un trecho por el Río Grande del Norte. El tiempo es a propósito, pues ha llovido mucho, y el Colorado debe de llevar bastante agua para que los buques planos lleguen hasta Austin; Ya sabrá usted que la mayor parte del año lleva tan poco caudal por este lado que es casi innavegable.

—He oído decir que hay una barra que dificulta la navegación.

—No es una barra, en realidad, sino una aglomeración de leña a la deriva, que a ocho millas de aquí obliga al río a dividirse en varios brazos. Pasado ese obstáculo hay siempre caudal suficiente hasta Austin y aun más allá. Como la llamada barra interrumpe la travesía, conviene embarcarse una vez pasada ésta. Este era mi proyecto; pero la bebida nacional de usted ha trastornado mis planes. Empecé con un vaso y seguí con otro, lo cual me hizo perder tanto tiempo que, en el mismo momento en que llegué al embarcadero, pasado el obstáculo, partía el buque, río arriba. Tuve que cargar de nuevo con la impedimenta para Matagorda, a esperar que salga otro barco.

—¿De modo que vamos a ser compañeros de fatigas? Puede usted consolarse con lo mismo que yo; con ser hombre de mala sombra.

—¡Quiá! ¡Qué he de ser yo eso! Yo no persigo a nadie y lo mismo me da llegar a Austin hoy que mañana. Pero rabia sí tengo, sobre todo por las risotadas de un greenfrog (rana verde) que desde el barco se burlaba de mí al ver que me quedaba en tierra. El fue más listo y llegó a tiempo, y me silbó desde a bordo al verme en la orilla cargado con mi impedimenta. Si vuelvo a echarle la vista encima, le suelto una bofetada algo más persistente que la que se llevó en el vapor.

—¿Tuvo usted alguna agarrada?

—¡Qué disparate! Old Death no se agarra con nadie; pero de una guantada quita las facultades a cualquier atrevido. Ocurrió en el Delphin, en que hice el viaje con un tipo que se propuso chancearse de mi facha, sonriendo burlonamente cada vez que me veía. Harto ya, le pregunté el motivo de tanta hilaridad, y al confesarme que mi esqueleto le divertía sobremanera, le di un slap in the face (un bofetón) que lo tumbó de espaldas. Sacó furioso el revólver; pero el capitán se puso por medio y me dio la razón. De ahí sus gozosos silbidos al verme quedar en tierra. Lástima de la compañía que lleva, pues parecía un caballero de pies a cabeza, de aspecto triste y sombrío, y que como buen hipocondríaco no se daba cuenta de nada.

Las palabras de Old Death excitaron mi atención.

—¿Hipocondríaco, dice usted? ¿Sabe usted, por casualidad, su nombre?

—El capitán le llamaba señor Ohlert.

Ni que me hubiesen dado un bofetón me habría quedado más consternado; anhelante pregunté a mi interlocutor:

—¿Y su compañero?

—Clinton, me parece.

—¿Es posible, Dios mío? —exclamé poniéndome en pie de un salto—. ¿Ha viajado usted con esos dos hombres?

Old Death me miró asombrado y me preguntó:

—¿No tiene usted vena de locura, sir? ¡Si bota como una pelota! ¿Tiene usted acaso algo que ver con esos sujetos?

—¡Muchísimo! ¡Si son los que busco!

Otra vez vi resplandecer en su rostro aquella sonrisa afectuosa que más parecía una mueca, mientras me decía:

—Bien, muy bien. ¿Conque por fin confiesa usted que busca a dos hombres, y precisamente a esos dos? Es usted un greenhorn de pies a cabeza, y eso le ha hecho a usted perder la caza.

—¿Por qué?

—Por no haber sido franco en Nueva Orleáns.

—No podía —le contesté—. El hombre puede intentar todo le que tenga un fin. Si me hubiera usted revelado su asunto, a estas horas tendría usted a esos dos sujetos en sus manos. Yo los habría conocido en cuanto hubiera subido a bordo, y le habría avisado a usted inmediatamente. ¿No lo comprende?

—¿Quién iba a pensar que iba usted a embarcarse en el mismo buque? Además, que ellos iban a Quintana y no a Matagorda.

—Eso dirían para despistar, pues ni siquiera bajaron a tierra en Quintana. Si no quiere usted seguir cometiendo torpezas, hable con sinceridad y acaso pueda yo ayudarle a usted a echarles la zarpa.

Old Death me había tomado afecto; y aunque él no quería molestarme, yo me sentía avergonzado en su presencia. El día anterior me había negado a hacerle una confidencia y entonces las circunstancias me obligaban a confiárselo todo. Mi amor propio me inclinaba a guardar reserva; pero el sentido común pudo más. Saqué los dos retratos y le dije:

—Antes fíjese usted en estas fotografías. ¿Son éstos los que decía usted?

—¡Vaya! ¡No hay engaño posible! Los mismos son.

Entonces le referí la historia; cuando hube terminado, Old Death movió gravemente la cabeza, diciendo:

—Lo que acaba usted de contarme es más claro que el agua; sólo hay una cosa que no entiendo. Ese William ¿está loco de remate?

—No lo creo, y aunque yo no entiendo de esas enfermedades psíquicas, supongo que aquí se trata de una monomanía, pues fuera de esa sola idea, en lo demás es perfectamente razonable y sensato.

—Pues así todavía entiendo menos que el tal Gibson haya logrado un ascendiente absoluto sobre él. Parece que le obedece y sigue como su sombra. Seguramente habrá sabido adaptarse a la manía del otro y explotarla en su provecho. Pero ya le limaremos las uñas a su debido tiempo.

—¿De modo que le parece a usted que van camino de Austin? A ver si desembarcan durante la travesía.

—No lo creo: el mismo Ohlert le dijo al capitán que se dirigía a Austin.

—Me sorprende, pues no iba a revelar sus planes.

—¿Por qué no? Ohlert ignora que le persiguen, así como el mal camino que lleva; debe de vivir confiado en que obra perfectamente y está entregado a su idea fija sin pensar en otra cosa. Lo demás corre a cargo de ese Gibson, que le trae y le lleva a su antojo. El maníaco no tiene, por lo tanto, motivo para ocultar su paradero, y por eso manifestó con toda ingenuidad adónde se dirigía. ¿Qué piensa usted hacer?

—Seguirles sin perder minuto.

—Pues no tiene usted más remedio que hacer acopio de paciencia, porque no hay buque de salida.

—¿Cuándo llegaremos?

—Dadas las condiciones del río, pasado mañana.

—¡Qué tiempo más precioso se pierde!

—Le advierto a usted que a ellos les pasa lo mismo, pues llegarán también con retraso, por la misma causa. Dado lo somero de las aguas, el buque toca fondo a menudo y hasta que vuelve a ponerse a flote se pasa algún tiempo.

—¡Si a lo menos supiéramos lo que se propone Gibson, y adónde lleva a ese infeliz!

—Ahí está el místerio, pues alguna idea tendrá. Las cantidades que han ido recogiendo deben de ser suficientes para hacer rico a un hombre, y debería bastarle apoderarse de ellas y escaparse, dejando a Ohlert abandonado a su suerte. Cuando no lo hace, señal segura es que todavía no ha pescado todo lo que quiere, y que piensa llevar adelante la explotación. Me interesa extraordinariamente el asunto, y como por ahora hacemos usted y yo el mismo rumbo, me pongo por completo a sus órdenes. Si le conviene a usted mi ayuda, no hay más que hablar.

—Acepto su ofrecimiento con gratitud, pues me inspira usted confianza; su ayuda será eficaz y puede conducirnos al triunfo.

Nos estrechamos las manos y vaciamos los vasos. ¡Ojalá hubiera tenido confianza en aquel hombre desde el principio!

Acababan de llenarnos los vasos de nuevo, cuando se oyó fuera de la casa gran estrépito. Acercábase un grupo de personas gritando y chillando, y a ello se unían los ladridos de algunos perros. La puerta se abrió ruidosamente, dando paso a seis hombres, que, por las señas, llevaban en el cuerpo algunas copas de más. Ninguno parecía estar en su juicio. Sus facciones estaban embrutecidas; su traje era meridional, a juzgar por su ligereza; pero llevaban armas espléndidas, que llamaban la atención. Cada uno iba provisto de escopeta, cuchillo, pistola o revólver, además de llevar colgando del cinto el terrible látigo negrero, y, sujeto por una cadena, un perrazo. Todos aquellos mastines de descomunal tamaño pertenecían a una raza cuidadosamente seleccionada que se empleaba en los Estados del Sur para la caza de esclavos fugitivos, y se llamaban bloodhounds o cazadores de hombres.

La gentuza aquella se quedó mirándonos de hito en hito con el mayor descaro y sin dirigirnos el menor saludo. Luego se dejaron caer sobre las sillas, que crujieron bajo su peso, y pusieron los pies sobre la mesa, golpeándola con los tacones, con lo cual querían dar a entender al tabernero que se acercara a servirles. El amo se apresuró a cumplir tan cortés invitación, y fue saludado por uno de ellos con la frase:

—¿Hay cerveza, cerveza alemana?

El aterrado tabernero afirmó con un movimiento de cabeza.

—Pues tráela a escape. ¿Eres alemán?

—No.

—Esa es tu suerte. La cerveza de los alemanes la beberemos; pero en cuanto a los alemanes mismos ¡al infierno con ellos! Malditos sean, pues han ayudado a los del Norte en la abolición de la esclavitud, y tienen la culpa de que hayamos quedado sin trabajo.

El tabernero se alejó más que de prisa con objeto de servir cuanto antes a tan distinguidos parroquianos. Yo no pude menos de volverme a mirar al que llevaba la voz cantante; quien, al notarlo, ya fuese porque mi acción le molestara, aunque yo la realicé sin intención de ofenderle, ya porque no tuviera garlas de que le observaran, o las tuviera de armar camorra, ello es que gritó como un energúmeno:

—¿Qué miras? ¿Acaso no digo la verdad?

Yo volví la cabeza sin contestarle.

—¡Cuidado con esa gente! —me dijo entonces Old Death—. Son rowdies de la peor especie; capataces de negreros cesantes, cuyos amos se han arruinado por la abolición de la esclavitud. Esa gente se habrá agrupado para cometer toda clase de fechorías, y vale más no hacerles caso. Acabe usted pronto y larguémonos.

Pero, precisamente, la observación, hecha en voz baja por mi compañero, molestó sobremanera al rowdy, que se puso a gritar destempladamente:

—¿Qué secretos son esos, viejo esqueleto? Aquí no se toleran. Si tienes algo que decir habla para, que lo oiga todo el mundo; si no, te haremos cantar aunque no quieras. Old Death se llevó la copa a los labios sin replicar. El tabernero trajo cerveza al grupo, que empezó a beber a más y mejor. La bebida era buena, y alegres como venían ya, llegaron a regar el suelo con ella. El que llevaba la voz cantante levantó entonces el vaso y dijo:

—No echéis la cerveza al suelo, que a esos dos les sentará muy bien un trago. Vamos a dárselo.

Y sin más nos lanzó el contenido del vaso. Old Death, dando muestras de la mayor tranquilidad, se enjugó con la manga el rostro salpicado de cerveza; pero yo no tuve suficiente dominio de mis nervios para soportar tamaño insulto. El sombrero, el cuello y la chaqueta me chorreaban cerveza, pues me había tocado a mí la mayor parte. Así es que volviéndome al ofensor le dije lo más comedidamente que pude:

—No repitas la broma. Si tienes ganas de divertirte, ahí tienes a tus compañeros; pero a nosotros nos dejas en paz.

—¿De veras? ¿Y qué harías si me diera el capricho de rociaros otra vez?

—Ya lo verías.

—Pues hay que verlo. ¡Eh, tabernero, más cerveza!

Los otros cinco capataces aplaudían e incitaban a su portavoz con gritos y risotadas. Era seguro que repetiría la hazaña. Old Death me aconsejó de nuevo:

—¡Por Dios, sir, no se meta con ellos!

—¿Tiene usted miedo? —le contesté.

—Ni por pienso; pero es gente tiene las armas muy sueltas, y contra una bala traicionera no hay valor ni defensa que valgan. Piense usted en las fieras que llevan.

Los rowdies habían atado a sus mastines a las patas de la mesa. Para no verme atacado por la espalda me senté de manera que presentara a los pilletes el lado derecho.

El gallito de la banda exclamó riendo:

—Ya se pone en facha y se prepara a la defensa; pero en cuanto haga un movimiento le suelto a Plutón, que dará buena cuenta de él.

Al decir esto desató a su mastín, sujetándole por la cadena.