CAPÍTULO TERCERO

SOBRE LA PISTA

Salió de la sala sin volver la cabeza. Yo le seguí con la mirada hasta que vi desaparecer a tan extraño sujeto entre la muchedumbre, que le miraba burlonamente. Habría querido enfadarme con él y hasta me esforcé en ello, sin conseguirlo. Su exterior había despertado en mí una especie de compasión. Sus palabras habían sido bruscas, siendo así que su voz tuvo inflexiones blandas y afectuosas que contrastaban con aquellas e indicaban sentimientos de benevolencia e inclinación hacia mi persona. A pesar de su fealdad, me había sido simpático, pero sin que ello me decidiera a confesarle mis proyectos, lo cual habría sido no sólo una imprudencia, sino una ligereza imperdonable, aunque acaso me habría valido datos útiles y convenientes. La palabra greenhorn no me había molestado, pues estaba tan harto de oírla en boca de Sam Hawkens, que había dejado de constituir una ofensa para mí. Tampoco había juzgado necesario revelarle mi estancia en el Oeste.

Apoye los codos en la mesa y la cabeza en las manos, y me quedé pensativo y cabizbajo. En aquel instante se abrió la puerta y entró… nada menos que Gibson, que se detuvo un momento en la entrada para examinar a la concurrencia. Cuando creí que su mirada iba a posarse en mí, me volví de espaldas a él. Como no había en todo el local otro sitio libre que el que acababa de dejar Old Death, Gibson tendría que llegarse a mi mesa, y ya me regocijaba al pensar en el susto que iba a llevarse cuando se encontrara conmigo.

Pero Gibson no se acercó. Al oír el ruido que hizo la mampara al cerrarse me volví y comprendí que me había conocido y se batía en retirada. En efecto, en el mismo instante se escurría hacia la calle. Entonces, encasquetándome el sombrero, eché encuna del mostrador el importe de mi bebida y salí disparado. Le descubría a la derecha, en el momento en que iba a ocultarse entre un grupo de gente. De pronto volvió la cabeza, y al verme apretó el paso. Yo le seguí en la misma forma, y al traspasar el grupo le vi deslizarse por una bocacalle. Al llegar yo a ella tuve tiempo de verle torcer la esquina inmediata, pero antes se volvió y me saludó burlonamente, hacienda un molinete con el sombrero. Esto acabó de desconcertarme, y sin cuidar del efecto que pudiera causar en los transeúntes eché a correr tras él. No se veía un policía por ningún lado y habría sido inútil pedir asistencia, pues nadie habría acudido a ayudarme.

Al llegar a la esquina me hallé en una pequeña plazuela limitada en dos lados por una fila cerrada de casitas rodeadas de hermosos jardines. La plazuela rebosaba de gente; pero Gibson había desaparecido.

A la puerta de una peluquería estaba un negro, que parecía encontrarse allí hacía bastante rato y a quien forzosamente debió de llamar la atención mi perseguido. Me acerqué a él y después de saludarle cortésmente, le supliqué me dijera si había visto al fugitivo. El, enseñando los dientes largos y amarillos, me contestó riendo:

—¡Vaya! Corría como un gamo y se ha metido ahí.

Y señaló a una de las casitas. Después de darle las gracias, me apresuré a llegar al hotelito. La puerta de hierro del jardín estaba cerrada y tuve que llamar media hora antes que me abrieran. Por fin salió otro negro a abrir, y a éste le expuse mi pretensión. El hombre me dio con la puerta en las narices, diciendo:

—Preguntar primero a masa (máster, el amo). Sin permiso de masa no entrar nadie. Y desapareció, para volver al cabo de diez minutos, que me parecieron diez años, y decirme:

Masa no querer abrir, no permitir nadie entrar. Puerta siempre cerrada. Irse pronto porque si saltar tapia, masa sacar revólver.

—¡Bonita salida! ¿Qué hacer? A la fuerza no era posible abrirme paso, pues estaba convencido de que el amo me recibiría a tiros como decía el negro. Tratándose de su hogar, el americano no se anda con chiquitas. No me quedaba otro recurso que acudir a la policía.

Al atravesar enfurecido la plazuela, se me acercó corriendo un chico que llevaba un billete en la mano y me gritaba:

Sir, deténgase un momento pues me ha de dar usted unos centavos por este papel.

—¿De quién es?

—Del caballero que acaba de salir de ahí —y señaló el hotelito frontero a aquel donde acababa yo de llamar—. Me ha encargado que se lo entregue a usted; pero sin propina no lo doy.

Yo le alargué unas monedas y cogí el billete, mientras el chiquillo se alejaba brincando de alegría. El billete era una hoja arrancada de un librito de memorias, y decía:

«Apreciable Máster Dutchman ¿Es que ha venido usted hasta Nueva Orleáns detrás de mí? Así lo supongo al ver que me sigue usted como si fuera mi sombra. Le tenía a usted por bobo, pero no podía sospechar que lo fuera usted hasta el punto de pretender cazarme. Quien como usted posee tan escasa mollera no debe meterse en tales empresas. Le aconsejo, por lo tanto, que se retire cuanto antes a Nueva York y salude usted de mi parte a míster Ohlert. Ya me he cuidado yo de que no me eche en olvido, y espero que recuerde usted también este nuestro encuentro, muy poco glorioso para usted.

«Gibson.»

Fácil es comprender la rabia qué me causó una epístola tan atenta. Estrujé el papel, me lo metí en el bolsillo y seguí mi camino. Era posible que Gibson estuviera observando, y no quería darle el gusto de que notara mi turbación. Examiné con cuidado la plazuela. El negro de la barbería había desaparecido, lo mismo que el chiquillo, pues sin duda habían recibido instrucciones de Gibson.

Mientras yo trataba con el portero del hotelito, Gibson había escrito aquella carta de veinticuatro líneas; y así tanto el negro de la barbería como Gibson y el muchacho me habían tomado el pelo a cual más. Yo, recordando la cara picaresca del golfillo, no tenía ya duda alguna acerca de ello.

Se me puso un humor muy negro, pues había hecho el papel más ridículo del mundo, y por no hacer aun más triste figura, tenía que ocultar a la policía mi encuentro con el malhechor. Cabizbajo y despechado emprendí la vuelta para mi casa.

Sin atravesar la plazuela, registré todas las bocacalles que daban a ella sin resultado alguno, pues era natural que Gibson se largara desde luego de aquel barrio peligroso para él. Era de presumir, incluso, que aprovechara la primera ocasión favorable para salir de Nueva Orleans.

A pesar de mi «escasa mollera», creí haber dado esta vez en el clavo y me dirigí al embarcadero, acompañado de dos policías vestidos de paisano. Los buques salieron sin Gibson; de modo que también esta vez me había equivocado, y la rabia de verme nuevamente chasqueado no me dejaba sosegar. Recorrí febrilmente restaurantes, tabernas y otros establecimientos, hasta bien entrada la noche, en busca del falso alienista, hasta que rendido y exhausto me fui a la fonda y me acosté.

En sueños me vi en un manicomio. Centenares de dementes con manía de poetas me alargaban sus manuscritos, gruesos como mamotretos, obligándome a leerlos. Todas las composiciones eran tragedias en que el protagonista era un poeta rematadamente loco. Yo leía sin cesar, porque Gibson, revólver en mano, me amenazaba con matarme en cuanto levantara la vista del papel. Aterrado, leía y leía, mientras gruesas gotas de sudor corrían por mi frente. Al coger el pañuelo para enjugarme detuve un momento la lectura y Gibson disparó. El estrépito del disparo me despertó, y el ruido no era imaginado, sino harto real. Al revolverme en la cama, lleno de angustia, había derribado la lámpara que tenía sobre la mesilla de noche y que se hizo añicos con un estrépito de mil demonios. Al día siguiente el destrozo figuraba con ocho dólares en la cuenta del hospedaje.

Me levanté bañado en sudor, tomé el té y me dirigí en coche al hermoso lago de Pontchartrain, donde tomé un baño delicioso que me refrigeró cuerpo y alma. Luego volví a mis investigaciones y llegué hasta la cervecería donde me había encontrado con Old Death. Entré, sin sospechar siquiera que allí iba a dar con el rastro. El local estaba casi vacío; tomé el primer periódico que se me puso a mano de los que había esparcidos por las mesas y me acomodé para descansar allí un rato. El periódico que había cogido era el Diario Alemán, que se publicaba entonces en Nueva Orleáns y que existe todavía, aunque ha tomado ya cierto matiz americano a causa de los frecuentes cambios de directores y redactores.

Sin interés alguno abrí el periódico y hallé en la segunda plana unos versos que me llamaron la atención. Tengo por norma no leer versos ni poesías en los periódicos, y si alguna vez falto a la costumbre lo hago después de leída la prosa, pero el título de aquéllos, «La noche más terrible», se parecía tanto a los de las novelas espeluznantes, que aun se me resistía más.

Iba, pues, a volver la hoja, cuando percibí las iniciales W. O. ¡Demonio! Las iniciales coincidían con las de William Ohlert, nombre y apellido que llevaba yo impresos noche y día en el cerebro como grabados con letras de fuego. Así no es extraño que las relacionara al punto con mi personaje. Ohlert hijo se las echaba de poeta, y era fácil que hubiera aprovechado su estancia en Nueva Orleáns para dar sus rimas a la publicidad. También era probable que hubiesen sido publicadas pagando el autor la inserción. Si se confirmaba mi sospecha, aquellos versos podían revelarme el paradero del secuestrado, y por lo tanto había que leerlos:

«La noche más terrible.

»¿Conoces la noche que cubre la tierra entre rugidos del viento y lluvia torrencial, noche en que no brilla una estrella en el cielo y no hay ojo humano que atraviese los espesas y pesados nubarrones?

»Pues por tenebrosa que sea esa noche, le sigue la mañana; échate, pues, y reposa sin cuidados ni zozobras.

»¿Conoces la noche que desciende sobre la vida, cuando la muerte te arroja sobre el último lecho y se acerca la voz que te llama a la eternidad, hasta el punto de paralizar el pulso en las arterias?

»Por tenebrosa que sea esa noche, le sigue la mañana. Échate, pues, y reposa sin cuidados ni zozobras.

»¿Conoces la noche que desciende sobre el espíritu, de tal suerte que en vano clama éste por redimirse; la que a manera de serpiente se enrosca alrededor del alma, escupiendo miles de demonios dentro de tu cerebro?

»¡Oh, mantente alejado de ella y vigila lleno de zozobra, porque esa noche es la única a la cual no sigue la mañana! — W.O.»

Confieso que la poesía me conmovió profundamente. Aunque su valor literario fuera nulo, expresaba el grito de angustia de un hombre de talento que lucha en vano con los tenebrosos poderes de la demencia, comprendiendo que ha de sucumbir irremisiblemente. Mas pronto dominé mi emoción, porque era preciso obrar y tenía ya la convicción de que William Ohlert era el autor de la poesía. Hojeando la guía, encontré las señas del director del periódico y salí en su busca.

Redacción y administración estaban en el mismo local, donde, después de comprar un número del periódico, pregunté por el redactor jefe, quien me confirmó en la realidad de mis suposiciones. Cierto W. Ohlert había llevado en persona el manuscrito, exigiendo su publicación inmediata. Ante las evasivas del director había puesto diez dólares sobre la mesa, con la condición de que se publicara aquel mismo día y de que le enviaran las pruebas en cuanto salieran de la imprenta. Su actitud, por lo demás, había sido correctísima, aunque dio señales inequívocas de perturbación al declarar repetidas veces «que aquello estaba escrito con la sangre de sus venas», lo cual, en el fondo, no significaba nada, pues es un dicho muy en boga entre poetas y escritores, valgan o no. Para que pudieran enviarle las pruebas tuvo que dejar sus señas, que me dieron en el acto Vivía o había vivido el fugitivo en una pensión de una calle del ensanche que tenía fama de cara y distinguida.

Me dirigí a la casa indicada, después de disfrazarme convenientemente y de hacerme acompañar por dos agentes de policía que guardasen la puerta de la pensión, mientras yo me metía adentro. Estaba segurísimo de que iba a matar dos pájaros de un tiro; y con esta grata esperanza tiré de la campanilla de la puerta en la cual resplandecía un rótulo que decía: First class pension for ladies and gentlemen (Pensión de primer orden para señoras y caballeros). No había duda de que esta vez no se me escaparían, puesto que había dado con et nido, del cual era dueña y directora una mujer. Me abrió un criado, a quien entregué mi tarjeta, para que la pasara a su ama, por más que la cartulina iba tan disfrazada como mi persona.

Me hicieron pasar a una salita, donde no se hizo esperar la dama. Era ésta una mujer distinguida y entrada en años, de agradable aspecto, no obstante llevar en sus venas algún resto de sangre negra, como lo indicaban sus rizosos cabellos y el ligero color de las uñas. Me causó la impresión de que era una mujer de corazón y educación excelente.

Después de saludarnos con la mayor cortesía, le dije que era yo redactor del Diario Alemán y que deseaba hablar con el autor de la.poesía recién publicada, la cual había tenido tal aceptación que venía a encargarle nuevos trabajos y a pagar el publicado.

La señora escuchó tranquilamente, y después de examinarme con bastante atención, observó:

—¡Ah! ¿Conque es un trabajo del señor Ohlert? ¡Qué lástima que no entienda yo el alemán, pues le rogaría que me lo leyera! ¿Es bonito?

—Precioso. Ya he tenido el honor de decir a usted que ha gustado mucho.

—Me interesa de veras, pues ese caballero me ha hecho siempre el efecto de ser hombre muy culto persona distinguidísima. Es un dolor que fuera tan retraído y no hablara con nadie. Sólo salió de su cuarto una sola vez, el día en que seguramente les llevó a ustedes sus versos.

—¿De veras? Pues en la corta conversación que tuvimos me dio a entender que había venido a cobrar unas letras, y por lo tanto, debió de salir con frecuencia…

—Sería estando yo fuera de casa, o lo haría su secretario, que es el que se encarga de todos los asuntos de dinero.

—¿Tiene secretario el poeta? Pues no dijo de él una sola palabra… Se conoce que es hombre de posición.

—¡Ya lo creo! Pagaba bien y se daba la mejor vida. Su secretario, míster Clinton, llevaba la caja.

—¿Clinton dice usted? Pues entonces debo de haberle visto en el club. Es de Nueva York, o por lo menos de allí procede, y es hombre de finos modales. Ayer mismo nos vimos…

—Justamente, pues estuvo fuera toda la mañana.

—En efecto continué yo, —y simpatizamos tanto, que me dio su retrato. Yo no pude corresponderle, pero prometí llevarle hoy el mío. Vea usted el de ese señor.

Y diciendo esto le enseñé la fotografía de Gibson, que llevaba yo siempre conmigo.

—¡Qué parecido está! —exclamó la señora después de contemplarla un rato—. Bueno es que lo conserve usted, porque tardará en volverlos a ver. El señor Ohlert y su secretario han salido de viaje.

Yo me estremecí de rabia; pero, dominándome, contesté:

—¡Cuánto lo siento! ¿A qué obedece esa marcha tan repentina?

—Está muy justificada y obedece a una historia muy triste y conmovedora. El señor Ohlert no habó de ella, porque a nadie le gusta enconar su propia herida; pero su secretario me la refirió bajo condición de guardar el secreto yo suelo gozar de la confianza de mis huéspedes.

—No es extraño; los finos modales, y el agradable trato de usted, han de dar necesariamente tal resultado —repliqué yo con la mayor frescura.

—¡Por Dios, no tanto! —exclamó la señora, halagada, a pesar de lo vulgar de mi cumplido—. La historia me conmovió hasta el punto de hacerme llorar, y me alegro de que el desgraciado caballero haya logrado escapar con bien y con tanta oportunidad.

—¿Escapar? ¿Acaso le persiguen?

—Lo que usted oye.

—¡Qué interesante es todo eso! ¡Perseguido un poeta de tanto talento y tan genial! En mi calidad de periodista, y por lo tanto colega del desventurado, necesito saber más del asunto. Acaso pudiera ampararle por medio de la prensa, pues ya sabe usted la gran fuerza que ésta posee. ¡Es una contrariedad que le hayan impuesto a usted silencio!

Sus mejillas se colorearon, y sacando un pañuelo de dudosa blancura para tenerlo a mano en caso necesario, añadió:

—En cuanto al secreto, no debo guardarlo si así perjudico al desventurado, todo después de haber salido de aquí. Demasiado sé que los periodistas son poderosos y me alegraría de que lograra usted volver por los derechos de ese pobre poeta.

—Haré todo lo que esté en mi mano; pero es conveniente para ello conocer sus circunstancias.

He de confesar que me costaba trabajo dominar la excitación nerviosa en que me hallaba.

—Eso creo y eso me; impulsa a revelárselo todo. Se trata de un amor tan leal como desgraciado.

—Ya me lo figuraba, pues una pasión contrariada es el sufrimiento mayor que existe.

Hablaba yo así sin tener la menor idea del amor, y sólo de oídas.

—¡Qué simpático se me hace usted con esas palabras! ¿También ha pasado usted por ese tormento?

—Hasta ahora no, a Dios gracias.

—Pues es usted hombre feliz. Yo he bebido hasta las heces ese cáliz de amargura; mi madre era mulata, y yo tuve amores con el hijo de un hacendado francés, o sea con un criollo; mas el padre de mi novio destruyó nuestra ventura alegando que nunca consentiría una coloured lady (mujer de color) en la familia. ¿Cómo no he de compadecer, por lo tanto, a nuestro poeta, que sufre la misma triste suerte que yo?

—¿Entonces el poeta ama a una dama de color?

—Si: adora a una mulata. El padre de él no consiente en la boda y ha sabido procurarse a fuerza de astucia un documento reservado, en que la muchacha renuncia a la unión con el joven Ohlert.

—¡Qué malas entrañas! —exclamé yo con fingida indignación; lo cual me valió una mirada afectuosa de la cuarterona, que creía a pie juntillas todas las invenciones del famoso secretario. Este, enterado de los desgraciados amores de la pobre señora, había inventado hábilmente un cuento, a fin de inspirarle simpatía y explicar lo repentino de su marcha. Tenía para mí grandísima importancia haber averiguado el nuevo nombre del secretario.

La buena mujer insistió:

—Sí, sí: es un padre sin entrañas; pero William Ohlert sigue fiel a su palabra, y ha huido con su amada, a quien ha depositado en un colegio.

—Entonces no me explico que se fuera él.

—Es que su perseguidor le viene pisando los talones.

—¿Es decir, que el padre no ceja?

—Tiene un alemán que los sigue como un sabueso. ¡Cuánto odio a esos dichosos alemanes! Dicen que es un pueblo de pensadores y no digo que no; pero ¿qué entienden ellos de cosas de amor? Ese infame alemán los persigue de ciudad en ciudad provisto del documento…

No pude menos de sonreír al pensar que la pobre señora estaba conversando tan afablemente con el maltratado alemán.

—Le advierto —prosiguió ella— que es un detective y que tiene el encargo de apoderarse del joven y llevárselo a Nueva York.

—¿No le dio el secretario las señas de ese monstruo? —le pregunté yo, deseoso de obtener más datos respecto de mi persona.

—¡Ya lo creo! Y bien detalladas, pues es de suponer que el bárbaro descubra la vivienda de William y venga aquí a cogerlo; pero ya le recibiré yo como se merece. Ya he ensayado el discurso que le voy a echar en cuanto se me presente. Es preciso despistarlo, para que no pueda seguir a William, y pienso enviarle en dirección contraria a la que ha tomado éste.

La buena mujer empezó a describirme como el «monstruo» con todos sus pelos y señales, diciéndome su nombre (el mío). La descripción era minuciosa, aunque poco halagüeña para mí.

—Le espero de un momento el otro —continuó—. Cuando le anunciaron a usted creí que sería el detective; afortunadamente, me he engañado: usted no tiene cara de ser el perseguidor de los desgraciados amantes, el destructor de su ventura. En su mirada leal y franca, veo al protector de la víctima; a la cual arrancará usted de las garras de ese verdugo alemán.

—Para hacer algo en su favor he de empezar por ponerme en comunicación con Ohlert, y para ello necesito saber, su paradero. Quizá podría darme usted las señas.

—Sé adónde ha ido, pero no sé si permanecerá allí, ni si sus cartas de usted le alcanzarán. Si se hubiera presentado el alemán le habría enviado al Norte; pero a usted debo decirle que se han dirigido al Sur, a Tejas. Se habían propuesto pasar a México, desembarcando en Veracruz, pero no salía buque para allá, y como urgía la marcha, tomaron pasaje en el Delphin, que salía para Quintana.

—¿Está usted segura?

—Segurísima. Llevaban tanta prisa, que mi portero tuvo que llevarles el equipaje a bordo para no perder el buque. Allí supo que el Delphin iba a Quintana, con escala en Galveston. Mi portero vio al señor Ohlert acomodarse a bordo y salir con el buque.

—El secretario y la novia embarcarían también…

—Claro está, aunque Juan no vio a la joven, pues se habría, retirado al camarote de señoras. Y no se atrevió a preguntar por ella porque mi servidumbre es muy discreta y prudente; pero es natural que el señor Ohlert no haya dejado expuesta a su amada al peligro de caer en manos del monstruo. Estoy deseando echarle la vista encima para soltarle cuatro verdades. Será una escena que tendrá que ver, Primeramente, trataré de apelar a sus sentimientos, de enternecerle, y si le encuentro insensible, le hablaré en una forma que le obligue a retirarse lleno de confusión.

La buena mujer estaba excitadísima. El asunto le tocaba de cerca; levantándose del sillón amenazó con las gordas y pequeñas manos al intruso, diciendo:

—Ven acá, dutchman infernal, para deshacerte con mis miradas y aplastarte con mis palabras.

Ya subía yo lo suficiente, y podía dar por terminada la visita. Así lo habrían hecho otros, dejando a la señora en su error, pero yo me dije que el deber me imponía aclarar el místerio, para que no siguiera teniendo por hombre honrado a un granuja. Mi franqueza no me reportaría beneficio alguno, pero, no obstante, observé:

—No creo que tenga usted ocasión de humillar a ese alemán.

—¿Por qué?

—Porque se presentará a usted en forma muy distinta de lo que usted se figura, y por esa causa se verá usted también privada del gusto de enviarle en dirección opuesta a la que debe seguir. Indudablemente se encaminará en derechura a Quintana para apoderarse de los fugitivos.

—¡Es que ignora su paradero!

—Señora, usted misma acaba de descubrírselo.

—¿Yo? ¡Imposible! ¿Cuándo?

—Ahora mismo.

—No le entiendo a usted —exclamó la señora, confundida.

—Yo la ayudaré a comprenderlo, con una pequeña transformación hecha en mi persona.

Y quitándome de pronto la peluca negra, la barba y los anteojos, volví a mi prístino ser.