EN FUNCIONES DE DETECTIVE
En la gran ciudad me encontré todavía más falto de recursos que cuando llegué a ella por primera vez, y bien puedo decir que sólo me quedaba el valor para empezar de nuevo. ¿Por qué me había dirigido a Nueva York y no a San Luís, donde tenía amistades y podía contar seguramente con la ayuda del anciano Henry? Pues por la sencilla razón de que debía ya a éste tantos favores, que no quería aumentar la deuda de gratitud que tenía con él. ¡Si hubiera tenido la certeza de encontrar allí a Winnetou! Pero no había que pensar en ello; la persecución de Santer podía durar meses enteros, y yo no sabía adónde ir a buscarle. Decidido estaba, no obstante, a reunirme con él y a tal fin debía encaminarme a Occidente, al poblado del río Pecos; mas para tan largo viaje necesitaba recursos de que carecía, y para procurármelos no había campo más apropiado que la capital.
En efecto, supuse bien y tuve suerte. Trabé conocimiento con el muy honorable míster Josué Tailor, director de un famoso cuerpo de detectives de aquellos tiempos, y le rogué que me admitiera en él. Al enterarse de quién era yo y de lo que había hecho, hasta entonces, advirtió que primero me pondría a prueba, a.pesar de mi nacionalidad alemana. El buen director nos tenía a los alemanes por poco hábiles para tal profesión; pero gracias a algunos triunfos que debí más a la casualidad que a mi agudeza, logré merecer su confianza, que fue paulatinamente en aumento, hasta convertirse en verdadero afecto, y me valió los encargos de más seguro resultado y mejor pagados.
Un día me llamó a su despacho particular, donde se hallaba un respetable caballero, cuyo semblante denotaba preocupación y tristeza. El jefe me lo presentó con el nombre de Ohlert, banquero, que solicitaba nuestros servicios en un asunto familiar y tan funesto para él como para su casa de banca. Tenia dicho señor un hijo único, llamado William, de veinticinco años de edad y soltero, pero cuya firma era tan efectiva y valedera como la de su mismo padre.
Aquel banquero era de origen alemán y se había casado con una alemana. El joven, dotado de un temperamento más bien soñador que enérgico y activo, se había dedicado antes al estudio de la literatura y la metafísica que a los dados del libro mayor, y se las echaba no sólo de sabio, sino bien de poeta. En esta ilusión le confirmado la publicación de algunas de sus poesías en los periódicos alemanes de Nueva York; y se le había metido en la cabeza la extraña idea de escribir un drama cuyo protagonista había de ser un poeta loco, para lo cual quería estudiar científicamente la demencia, y a este fin compró todos los libros que trataban de enajenación mental. El resultado de tales estudios fue que el joven se identificó poco a poco de tal modo con su personaje, que llegó a considerarse a sí mismo como demente. El padre trabó entonces conocimiento con un médico, que pretendía fundar un manicomio particular. El alienista le dijo que había practicado durante muchos años como ayudante de varias celebridades en la especialidad, y supo inspirar tal confianza al banquero, que éste le suplicó que visitara a su hijo para ver si lograba curarle de tal monomanía.
Desde aquel momento se estrecharon tanto las relaciones amistosas entre el médico y el joven Ohlert, que un día desaparecieron ambos como por ensalmo. Receloso el padre con tan inesperado acontecimiento, tomó informes más ciertos y supo que el tal alienista era uno de tantos charlatanes como pululan en los Estados Unidos sin que nadie les corte las alas.
Tailor preguntó por el nombre del supuesto alienista, y cuando el banquero le dijo que se llamaba Gibson y dio las señas de su domicilio, comprobó que se trataba de un antiguo conocido del cuerpo de detectives, a quien había tenido que vigilar yo bastante tiempo a causa de otro asunto poco limpio. Poseía yo su fotografía, y al mostrársela a Ohlert conoció éste en el acto al amigo y fingido médico de su hijo.
El tal Gibson era un pillo de marca mayor, que hacía tiempo merodeaba por los Estados Unidos y México bajo distintos nombres profesiones. El día anterior había ido el banquero a su domicilio, y el fondista le enteró de que había pagado su hospedaje y se había marchado sin decir a nadie adónde iba. El hijo del banquero había desaparecido al mismo tiempo en compañía de una respetable cantidad, y un corresponsal de Cincinnati acababa de telegrafiar a Ohlert diciéndole que había entregado cinco mil dólares a su hijo y que éste proseguía su viaje a Louisville en busca de su prometida. Esto, que era una mentira infame, dio a entender al banquero que el tal Gibson había secuestrado al joven a fin de servirse de él como instrumento para agenciarse una fortuna, pues William era conocido y amigo de la mayoría de los banqueros y éstos le adelantarían todos los fondos que pidiera. Tratábase, pues, de apoderarse de la persona de Gibson y de devolver al padre el hijo descarriado, difícil cometido que me fue encomendado a mí. Obtuve los necesarios poderes y señas, con un retrato de Ohlert hijo, y salí en el primer tren para Cincinnati. Como Gibson me conocía, tomé mis disposiciones para, poder disfrazarme en caso necesario y evitar así que el fugitivo me reconociera.
En Cincinnati visité al banquero que había entregado los cinco mil dólares y me dijo que William Ohlert iba en compañía de Gibson. De allí pasé a Louisville, donde averigüé que ambos viajeros habían tomado el tren para San Luís. Los seguí; pero sólo después de mucho y penoso rastrear logré dar con sus huellas. En esto me ayudó míster Henry, a quien visité al llegar a la ciudad, y que se sorprendió no poco al verme en mi nueva profesión de detective. Después de lamentar mis pérdidas pecuniarias en el naufragio, me exigió la promesa de volver al Oeste, una vez terminada la misión que se me había encomendado. Era preciso que yo estrenara en aquellas inmediaciones el rifle de repetición, su nuevo invento, mientras él me guardaba cuidadosamente el viejo mataosos.
Supimos que Ohlert y Gibson habían salido en un vapor del Misisipí para Nueva Orleáns y en otro vapor tomé yo a mi vez pasaje. El banquero Ohlert me había dado una lista de todas las casas de banca con las cuales estaba en relación, y tanto en Louisville como en San Luís las recorrí una por una, sólo para enterarme de que William me había precedido, pidiendo grandes cantidades. Lo mismo me dijeron en Nueva Orleáns, en.las dos primeras que visité, y a las demás les di la voz de alarma, encargándoles que me llamaran si se presentaba el joven Ohlert para algún cobro. Esto era lo único que había sacado en limpio, y me veía, en medio del oleaje humano que azota las calles de Nueva Orleáns, en busca de mi presa. Como es natural, me había dirigido a la policía y no me quedaba sino esperar el resultado de su ayuda. Para no estarme con los brazos cruzados, brujuleaba por entre la multitud, por ver si el azar me favorecía.
Nueva Orleáns tiene un marcado carácter meridional, sobre todo en sus barrios antiguos, donde se ven calles sucias, y angostas, casas con salientes en forma de miradores y balcones. En aquellos barrios se refugia la gente que huye de la luz del día, y pueden verse todos los colores de la piel humana, desde el blanco amarillento hasta el negro de ébano. Organilleros, cantantes y guitarristas ambulantes desgarran los oídos con sus sonidos discordantes, gritan los hombres, chillan las mujeres; un marinero* furioso arrastra de la trenza a un chino que le insulta; dos negros pelean rodeados por un corro de regocijados espectadores… En una esquina chocan dos mozos de cuerda, que tiran la carga y se atacan como perros furiosos. Se acerca un transeúnte para restablecer la paz, y ambos contendientes se revuelven contra él, y él recibe los golpes que mutuamente se habían destinado.
Los muchos y pequeños arrabales causan una impresión mejor, pues están formados de lindos hotelitos, cuyos jardines ostentan rosales, palmeras, adelfas, perales, higueras, melocotoneros, naranjos y limoneros. El ciudadano halla en tan alegres viviendas el descanso y la tranquilidad después dé haber pasado todo el día en medio del ruido y el alboroto de la capital.
En el puerto es donde el movimiento y la vida son más grandes, pues hierve de embarcaciones y vehículos de toda clase y tamaño. En los muelles se ven montes de enormes balas de algodón o lana y de toneles, entre los cuales rebullen centenares de jornaleros y cargadores. La impresión que produce al espectador es la de hallarse en uno de los grandes mercados de la India Oriental.
Recorría yo la ciudad de punta a punta, con los ojos en acecho, aunque inútilmente. Era mediodía y hacía un calor sofocante. Pasaba por la hermosa y ancha Common Street cuando vi relucir la muestra de una cervecería alemana. Un vaso de Pilsen con aquel calor no podía hacerme daño, y así fue que entré en el local.
La afición de la gente por aquella clase de cerveza se demostraba por la muchedumbre que llenaba el establecimiento, de tal modo que sólo después de mucho buscar logré dar con un asiento vacío en un rincón de la sala, donde había una mesita con sólo dos sillas. Una de ellas estaba ocupada por un hombre, cuyo aspecto era capaz de disuadir a cualquiera de sentarse en la silla vacante; a pesar de ello me encaminé decididamente a él y le pedí permiso para tomar en su mesa un trago de Pilsen.
Se dibujó en sus labios una sonrisa de compasión y examinándome con mirada desdeñosa, observó:
—¿Tiene usted dinero, máster?
—¡Claro está! —repliqué admirado de tan extraña pregunta.
—¿Entonces puede usted pagar el asiento y la cerveza?
—Así lo creo.
—Pues ¿por qué me pide usted permiso para ocupar ese sitio? Me parece que es usted un dutchman, un greenhorn en el país… El diablo se llevaría al que se atreviese a disputarme el sitio que me conviniera. Siéntese, coloque las piernas donde quiera, y al que se lo estorbe suéltele usted una bofetada de cuello vuelto.
Confieso que la actitud y el modo de ser de aquel hombre me infundieron algún respeto; sentí que me ponía como la grana. En el fondo sus palabras eran ofensivas, y experimentaba yo un vago deseo de revolverme y darle una lección. Así es que, sentándome, le contesté:
—Si me toma usted por un german está usted en lo cierto, señor; pero por lo mismo le participo que no tolero la denominación de dutchman (holandés) y que en caso contrario me veré obligado a demostrarle que tampoco trata usted con un greenhorn. Se puede ser cortés y al mismo tiempo hombre de recursos y experiencia.
—¡Psé! —contestó él con indiferencia—. No tiene usted cara de muy listo. No se tome usted la molestia de encolerizarse, pues no conduciría a nada. Yo no he querido ofenderle, y realmente no sé cómo se las arreglaría usted para echárselas de persona mayor delante de mí. A Old Death no hay amenaza que le saque de sus casillas.
¡Old Death! ¿Conque me las había con el famoso Old Death? Ya había oído yo hablar de tan notorio westman; su fama resonaba en todos los campamentos del otro lado del Misisipí y hasta en las ciudades del Este. Sólo con que hubiera llevado a cabo la vigésima parte de las hazañas que se le atribuían, bastaba para que fuera, un cazador y escucha ante quien había que quitarse el sombrero. Se había pasado la vida en el Oeste, y como, a pesar de los innumerables peligros a que se había expuesto, nunca había recibido una herida, la gente supersticiosa le tenía por invulnerable.
Nadie conocía su verdadero nombre. Old Death (la Vieja Muerte) era el nombre de batalla, el apodo que le había valido su extraordinaria delgadez. Al verle delante de mí comprendí por qué le habían aplicado el mote.
Era largo, muy largo, y su cuerpo, un poco doblegado, parecía constar solamente de piel y huesos. Los calzones de cuero le azotaban las piernas y la zamarra del mismo material se le había ido encogiendo de tal modo con el tiempo, que las mangas no le llegaban a cubrir el antebrazo. En éste podían estudiarse el cúbito y el radio tan fácilmente como en un esqueleto, y de esqueleto parecían las mismas manos. De la camisa surgía un cuello largo y seco, en cuya piel parecía colgar la nuez como dentro de un saquito de cuero. Y nada digamos de la cabeza. En toda ella no se hallarían cinco onzas de carne; los ojos estaban como hundidos en sus cuencas y el cráneo tan pelado como una bola de billar. Las mejillas hundidas, las agudas quijadas y los salientes pómulos, la nariz arremangada, con dos anchas ventanas, todo le daba aspecto de una calavera que asustaba a quien por primera vez le veía. Este aspecto influía hasta en mi olfato, pues creí percibir olor de corrupción, de hidrógeno sulfurado y amoníaco, hasta el punto de hacerme perder el apetito.
Sus pies largos y estrechos estaban calzados, de un modo especial, por un solo pedazo de cuero de caballo, y sobre ello llevaba sujetas unas enormes espuelas, cuyas ruedas estaban formadas por pesos mejicanos de plata. A su lado, en el suelo, había una silla de montar con unos arreos completos, y apoyada en la silla una larguísima escopeta de Kentucky, que constituía ya, entonces una rareza, pues había cedido el puesto a las armas de retrocarga.
Lo restante de su armamento consistía en un largo cuchillo bowie, y dos grandes revólveres, cuyas culatas asomaban por el cinturón, que era una especie de odre de cuero de los llamados gatos, revestido de pieles de cráneo humano, o scalps, del tamaño de un plato. Como estos scalps no procedían de cabezas de blancos, era de suponer que su actual propietario se los habría quitado a indios vencidos por él.
El mozo me trajo la cerveza que le había pedido; al ir a llevarme el vaso a los labios levantó el cazador el suyo, diciendo:
—¡Alto! No vaya usted tan deprisa, boy. Vamos a trincar antes: ya sé que así se acostumbra en su patria.
—Sí pero solamente entre buenos amigos —contesté yo vacilando en aceptar su invitación.
—No se ponga usted moños. Estamos ahora juntos y no es necesario que nos rompamos la crisma ni aun con el pensamiento. Conque, trinque usted conmigo sin miedo, que no soy ningún espía, y puede usted pasar un cuarto de hora tranquilamente en mi compañía. Esto era ya otra cosa; así fue que acercando mi vaso al suyo y, chocándolos le dije:
—Ya sé por quién debo tomarle a usted, y realmente es usted Old Death no tengo por qué lamentar su compañía.
—¿Conque me conoce usted? Entonces no necesitamos hablar de mí, y por lo tanto hablemos de usted. ¿A qué ha venido usted a los Estados Unidos?
—A lo que vienen otros; a probar fortuna.
—Lo creo: allá, en la vieja Europa, piensa la gente que aquí no hay más que abrir el bolso para que se llene de dólares. Cuando uno tiene un poco de suerte, los periódicos tocan el bombo y los platillos; pero no habla nadie de los millares de hombres que perecen en la lucha por la vida sin dejar siquiera rastro. ¿Ha encontrado usted por lo menos la suerte o ha topado con sus huellas?
—Creo que más bien lo último.
—Pues, entonces, viva usted alerta para que no vuelva a escapársele. Yo sé mejor que nadie lo que vale conservar un rastro así. Acaso sepa usted que soy un hombre qué puede habérselas con cualquier westman que se me ponga por delante, y, sin embargo, hasta ahora no he logrado dar con la pista de la suerte, aunque no ceso de buscarla. Centenares de veces he creído que iba a echarle la zarpa; pero en cuanto alargaba el brazo se desvanecía, como ese castillo de aire que sólo existe en la imaginación de los hombres.
Old Death había hablado con voz sombría, y al terminar se quedó pensativo. Como yo no hice observación alguna, al cabo de un rato volvió a mirarme y me dijo:
—Debe usted de preguntarse por qué le digo esas cosas; pero la explicación es muy sencilla: el corazón se me ablanda cada vez que veo a un alemán, y sobre todo a un alemán joven, de quien he de suponer que también… naufragará. Ha de saber usted que mi madre era alemana, y que me enseñó su lengua; de modo que si lo prefiere usted podemos continuar hablando en alemán. Ella, al morir, me colocó en situación, desde la cual pude ver extenderse la felicidad delante de mí; pero yo me tuve por más listo y eché a correr en dirección contraria. Joven, sea usted más avisado que yo; pues basta mirarle para comprender que está usted expuesta a que le pase lo que a mí.
—¿De veras? ¿Por qué?
—Es usted demasiado delicado; huele usted a perfume. Si un indio le viera a usted peinado así se moría del susto. En su ropa no hay una mancha ni una motita de polvo, y ese no es el camino de hacer fortuna en el Oeste.
—No tengo la pretensión de hacerla allí, precisamente.
—Ya. ¿Quiere usted decirme cuál es su profesión?
—He estudiado —respondí con cierto entono.
El me miró, sonriendo levemente, sonrisa que en su cara de calavera tomó un aspecto de burla, y contestó:
—¿Conque es usted hombre estudio? ¡Malo! Se conoce que le halaga mucho, y eso que precisamente la gente de su clase es la menos capaz de hacer fortuna. Lo he comprobado muchas veces. ¿Está usted colocado?
—Sí: en Nueva York.
—¿En qué clase de ocupación?
Era tan singular el topo en que me hacía tales preguntas, que me parecía deber mío contestarlas; pero como no era prudente decirle la verdad, solamente le contesté:
—Estoy al servicio de un banquero.
—¡Banquero nada menos! Entonces la carrera de usted es más llana de lo que me figuraba. No deje usted su puesto, pues son pocos los hombres de letras que logran plaza en casas de banca americanas. ¿Conque en Nueva York? Pues sepa usted que a pesar de sus pocos años, se tiene en usted una gran confianza. Sólo se acostumbra a enviar gente experimentada desde la capital al Sur. ¡Cuánto me alegro de haberme equivocado en mis juicios! De modo que viene usted a resolver un asunto financiero…
—Algo parecido.
—¡Hum, hum!
Con penetrantes ojos me examinó de nuevo de pies a cabeza, luego sonrió haciendo mueca como la de antes, y añadió:
—Pues yo creo que adivino verdadero objeto de su expedición.
—Lo dudo.
—No me importa; pero voy a darle a usted un buen consejo. Si no quiere usted que se sepa que viene usted en busca de alguien, domine mejor sus ojos. Desde que ha entrado usted no deja de examinar de un modo chocante a toda persona que entra aquí y clava usted los ojos en las ventanas para que no se le escape ninguno de los que pasan. Ergo, busca usted a alguien: ¿adiviné?
—Si, máster: quiero verme con un individuo cuyas señas ignoro.
—Examine usted las listas de los hoteles y fondas.
—Ha sido en vano, como lo han sido las investigaciones de la policía.
Aquella sonrisa extraña que pretendía ser afectuosa y resultaba una mueca macabra, desfiguró de nuevo el rostro del cazador. Luego, soltando una risita de conejo y haciendo con la mano un ademán de burla, añadió:
—Joven, a pesar de eso es usted un greenhorn hecho y derecho: no se me ofenda usted; pero esa es la verdad.
Entonces comprendí que se me había ido la lengua y él me confirmó en ello, diciendo:
—Viene usted aquí para un asunto algo parecido a una cuestión financiera, me ha dicho usted. Al individuo relacionado con eso, le busca la policía por encargó de usted, mientras que usted recorre calles y cervecerías para ver de dar con él. Dejaría de ser Old Death si continuara ignorando a quién tengo en mi presencia.
—A ver, diga usted.
—A un detective, un policía particular a quien se ha encomendado un asunto de naturaleza más bien familiar que criminal.
Aquel hombre era un portento de penetración y astucia. ¿Iba a decirle que había adivinado? Como no debía hacerlo, me contenté con replicar:
—Es usted agudísimo; pero esta vez ha dado en la herradura.
—Juraría que no.
—Pues sí.
—Bueno: allá usted. Yo no he de obligarle a confesarlo. Pero si no quiere usted que le vean, no sea usted tan transparente. Se trata de una cuestión de dinero encomendada a un greenhorn, es decir, que se quiere obrar con indulgencia, lo cual prueba que el tal individuo es un amigo o miembro de la familia del perjudicado, aunque algo punible habrá en ello cuando la policía presta su concurso. Se echa de ver que a ese individuo alguien le acompaña y le explota. Si, sí: no me mire usted con esos ojos… ¿Le admira a usted mi perspicacia? Pues sepa usted que a un westman hecho y derecho le bastan las huellas de dos pisadas para trazar un camino muy largo, como de aquí al Canadá; y lo más gracioso es que rara vez se equivoca.
—En efecto; demuestra usted una fantasía extraordinaria.
—¡Psé! Puede usted seguir negando hasta mañana, que a mí no me duele. Yo soy aquí bastante conocido y habría podido darle a usted algún buen consejo; si cree usted llegar más pronto al fin yendo solo, es muy de alabar, pero no muy hábil por, su parte.
Se puso en pie y sacó una vieja bolsa de piel para pagar su cerveza. Yo, temiendo haberle agraviado con mi desconfianza, le dije para contentarle:
—Hay asuntos en que no se puede ser franco con nadie, y menos con un extraño. No he tenido el propósito de ofenderle a usted y creo…
—¡Oh, oh! —me interrumpió echando una moneda sobre la mesa.
—Aquí no se trata de ofensas. Yo he querido favorecerle a usted, porque hay algo en usted que despierta mi benevolencia.
—Acaso volvamos a vernos.
—Es difícil: yo salgo hoy para Tejas y de allí para el interior de México. No es de suponer que vaya usted a pasearse por aquellas soledades; así, pues, adiós y pasarlo bien…Y cuando se presente el caso, recuerde usted que le he llamado greenhorn. En labios de Old Death no debe molestarle a usted esa palabra, porque no va unida al deseo de ofenderle; y además, a los novatos no les perjudica tener de si mismos un concepto muy modesto.
Se encasquetó el sombrero anchas alas, que colgaba de la pared, se echó al hombro la silla de montar y los arreos, cogió su.escopeta y echó a andar tranquilamente, tan ufano como satisfecho. A los pocos pasos dio media vuelta, y me dijo en voz baja:
—No le sepa a usted mal, caballero. El caso es que yo también… soy hombre de carrera, y aun hoy me complazco en recordar cuán presuntuoso y estúpido era entonces. Good bye!