EL NAUFRAGIO
Después de una carrera desenfrenada llegué con mis compañeros a la desembocadura del río Bosco de Nachitoches, donde pensábamos hallar al apache que Winnetou había de apostar. Desgraciadamente, nos salió fallida esta esperanza. Rastros de caminantes sí hallamos; pero ¡qué rastros! Eran los cadáveres de los dos comerciantes que nos habían dado informes acerca de los kiowas y que, según supe después por boca de Winnetou, habían sido asesinados por Santer.
La fuga en la piragua había sido tan veloz, que Santer llegó a la desembocadura del citado río al mismo tiempo que aquellos dos infelices, a pesar de haber salido éstos del campamento de Tangua antes que su asesino. Como se había visto obligado a renunciar a las pepitas de oro o nuggets de Winnetou, Santer se hallaba exhausto de dinero; y decidido a procurárselo, mató, probablemente por la espalda, a los desgraciados viandantes, desapareciendo después con la recua. Así interpretó Winnetou el suceso, guiándose a su llegada por los rastros que encontró.
El criminal no se había impuesto una tarea muy fácil, pues el paso de tantas bestias de carga por la sabana ofrece para una persona sola graves inconvenientes y dificultades, sobre todo cuando lleva, prisa por tener, como tenía Santer, quien le perseguía pisándole los talones.
Afortunadamente para él hubo continuas lluvias que, borraron todas las huellas, hasta el punto de que Winnetou hubo de fiarse más de sus deducciones que de sus ojos. Lo probable sería que Santer, con objeto de convertir sus mercancías en dinero, se dirigiera a las colonias más próximas, y así no les quedaba a los apaches más recurso que recorrerlas una por una.
Al cabo de muchas jornadas invertidas en ello, Winnetou encontró en la factoría Gaters la pista perdida. Santer había estado allí, lo había vendido todo y después de comprar un excelente caballo, tomó el camino del Ríe Colorado hacia. Oriente despidió a toda su gente, que sólo podía servirle de estorbo, les mandó que regresaran a su poblado y continuó él solo la persecución. Llevaba consigo suficientes pepitas de oro para poder mantenerse en Oriente durante algún tiempo.
Como carecíamos de informes e ignorábamos su paradero, no pudimos seguirle, y pasamos el Arkansas para llegar por el camino más corto a San Luís. Lamentaba yo vivamente no haber visto a mi amigo, pero no estaba en mi mano variar el curso de los acontecimientos.
Una noche, después de larga caminata, llegamos por fin a San Luís. Como es de suponer, mi primera visita fue para el viejo míster Henry, a quien encontré en su taller, trabajando en el torno a la luz de una lámpara, y tan engolfado en su faena que ni siquiera se dio cuenta del ruido que hizo la puerta al abrirse.
—Good evening (buenas noches), míster Henry —le dije, saludándole como si le hubiera visto aquella misma mañana—. ¿Está ya listo el famoso rifle?
Y sin decir más me acomodé en el extremo del banco, tal como solía hacer en otro tiempo. Henry saltó entonces de su asiento, me miró largo rato como atontado, y de pronto exclamó en el colmo de la alegría:
—¿Usted?… ¿Usted?… ¿Es usted? ¿Está usted aquí?… ¿El preceptor… el agrimensor… el maldito de Old Shatterhand?
Luego me echó los brazos al cuello, me estrechó contra su pecho, y me estampó un par de sonoros besos en ambas mejillas.
—¡Old Shatterhand! ¿Cómo sabe usted ese nombre? —le pregunté una vez pasada la primera efusión de alegría.
—¿Y me lo pregunta usted? ¡Pues si en todas partes se habla de sus hazañas! ¿Conque ya es usted en westman hecho y derecho? míster White, el ingeniero de la sección inmediata a la de usted, me trajo las primeras noticias; y por cierto que le ponía a usted por las nubes. Pero el que coronó las alabanzas fue el mismísimo Winnetou.
—¿Cómo es eso?
—Me lo contó todo ce por be.
—¿Qué dice usted? ¿Le ha visto?
—¡Claro que sí! ¡No faltaba más!
—¿Cuándo?
—Hace cosa de tres días. Le había hablado usted tanto de mí y de mi viejo mataosos, que no quiso salir de la capital sin hacerme una visita. El ha sido quien me ha confirmado que está usted hecho un westman de primera, con los pormenores del búfalo, del oso gris y otros tantos. ¡Coma que hasta se ha ganado usted la dignidad de caudillo!
En esta forma prosiguió hablando y fue inútil que tratara de interrumpirle. Entre abrazo y abrazo expresaba su alegría y se congratulaba de haber guiado mi vida por el camino del Oeste.
Winnetou había seguido a Santer, sin perder sus huellas, en una marcha acelerada hasta San Luís, y desde allí a Nueva Orleáns. Esta prisa suya explicaba que hubiese llegado él mucho antes que nosotros à San Luís. Había encargado a Henry que me invitase a seguirle a Nueva Orleáns, en caso de hallarme dispuesto a ello; y yo me resolví en el acto a complacerle y partir en cuanto dejara arreglados mis asuntos, lo cual conseguí a la mañana siguiente. Muy temprano era cuando me vi nuevamente detrás de la consabida mampara de cristales, en compañía de Hawkens, Stone, Parker y Henry, que no pudo resistir al deseo de presenciar nuestra primera entrevista. Allí tuve que relatar, explicar, e informar, y se vino en conocimiento de que, de todas las secciones, la mía fue la que pasó por más penosos y rudos trabajos, como lo demostraba el hecho de ser yo el único geodesta sobreviviente.
Sam hizo cuanto pudo por conseguirme una gratificación extraordinaria, pero en vano; nos pagaron en el acto el sueldo estipulado, pero ni un dólar más de la cuenta; y confieso que no pude dominar mi disgusto y desilusión al entregar mis notas y planos hechos con tantas penalidades y salvados con tanta exposición de la vida. Aquellos caballeros habían contratado a cinco geodestas; pero sólo pagaban al que se presentaba y se embolsaron bonitamente el dinero de los cuatro restantes, no obstante tener en las manos el fruto del trabajo total… que realmente debían a un exceso de trabajos y fatigas exclusivamente míos.
A propósito de esto, Sam soltó una perorata furibunda, logrando solamente que se le rieran en las barbas y le enseñaran muy cortésmente la puerta, así como a Stone y Parker. Yo los seguí sacudiéndome el polvo. Por lo demás, y dadas mis circunstancias, la cantidad que me entregaron era de bastante importancia.
Resuelto a seguir a Winnetou, recogí las señas de un hotel de Nueva Orleáns, que el joven caudillo apache había dejado a míster Henry. Por cortesía y afecto pregunté a Sam y a los suyos si se venían conmigo; pero ellos me manifestaron su intención de descansar en San Luís una buena temporada, lo cual comprendí perfectamente. Después de adquirir ropa blanca y otros objetos, incluso un traje nuevo con que reemplazar la ropa india que llevaba, me embarqué para el Sur. Los efectos que no podía llevar conmigo, incluso el pesado «mataosos», se los entregué a Henry, que me prometió guardarlos como oro en paño. Tuve también que dejar allí mi caballo bayo, puesto que no lo necesitaba, y me separé de mis amigos, convencidos todos de que mi ausencia sería corta.
¡Qué equivocados estábamos! Nos hallábamos en plena guerra civil, dato que no he mencionado hasta ahora porque no había influido en ninguno de los sucesos que he relatado. Casualmente estaba entonces abierto a la navegación el Misisipí, pues el famoso general Farragut había logrado volverlo al dominio de los Estados del Norte; mas, a pesar de ello, el viaje del vapor en que me embarqué se vio retrasado por una infinidad de medidas de precaución, aunque muy justificadas, dilatorias; así es que cuando llegué a Nueva Orleáns y pregunté en el hotel cuyas señas había dejado Winnetou, me dijeron que éste había salido ya para Wicksburg, dejándome el recado de que no le siguiera, a causa de la inseguridad del camino, y que volviera a San Luís, a casa de míster Henry, donde me avisaría su paradero. ¿Qué hacer? Tenía verdaderas ansias de volver a mi patria y ayudar a mis parientes necesitados, ya que tenía los medios para ello, en lugar de dirigirme a San Luís en espera de Winnetou, tanto más cuanto que era fácil que éste no pudiera volver siquiera a dicha ciudad aunque lo intentara. En el puerto me informé de la salida de vapores para Alemania y supe que había uno, propiedad de un yanqui, que aprovechaba la momentánea tranquilidad para ir a Cuba, en donde hallaría yo ocasión de embarcarme para mi tierra o por lo menos hasta Nueva Cork. Me decidí en el acto, y pasé a bordo.
Por precaución pensé entregar mi dinero a un banco tomando un cheque; pero ¿qué banquero de Nueva Orleáns ofrecía entonces la seguridad debida? Además, que escasamente tuve tiempo de tomar el pasaje; así es que llevaba todo mi capital en el bolsillo.
Para no detenerme demasiado en este episodio fatal, diré solamente que por la noche nos sorprendió en alta mar un huracán horrible. Habíamos salido con tiempo ventoso y nublado, pero con mar excelente; así es que nada.indicaba la tormenta que se preparaba. Con otros tres pasajeros, que habían aprovechado como yo la oportunidad de salir de Nueva Orleáns, me fui a dormir tranquilamente. A media noche me despertaron los espantosos rugidos del huracán, que me hicieron saltar de la litera inmediatamente. En aquel momento dio el barco una sacudida tan horrorosa, que me derribó al suelo y se desplomó sobre mí todo el camarote que compartía con los demás viajeros. En momentos tan críticos ¿quién piensa en el dinero? La vida es lo único que interesó; además de que, entre astillas y tinieblas ¡cualquiera es capaz de hallar la chaqueta y la cartera! Logré abrirme paso entre los maderos y astillas y corrí, o más bien, dando traspiés llegué a cubierta, mientras el buque cabeceaba y rechinaba como si fuera a deshacerse.
Fuera reinaba una oscuridad espantosa. Apenas puse el pie sobre cubierta cuando una ráfaga me tumbó y una ola pasó rugiendo por cima de mí. Creí distinguir gritos y voces; pero el silbar del viento los sofocaba. De pronto unas culebras de fuego rasgaron los cielos, iluminando la espantosa escena; vi ante la proa del buque una rompiente y detrás de ella la tierra. El barco había encallado entre arrecifes y las olas lo levantaban por la popa, amenazando estrellarlo contra las rocas. Estaba perdido irremisiblemente y se abriría de un momento a otro. Las olas se habían llevado los, botes, y así, solamente nadando podíamos esperar salvarnos. Un rayo me hizo ver a los tripulantes agarrados a toda clase de objetos para que las olas no los arrebataran. Yo, en cambio, opinaba que sólo al mar debía confiar mi salvación.
Entonces vi, merced a su propia fosforescencia, acercarse una ola enorme, la cual, precipitándose con contra el barco, lo sacudió de tal modo que lo creí hecho astillas. Yo, que estaba abrazado a un soporte de hierro, exclamando: «¡Dios mío, salvadme!», me solté y fui arrastrado por la vorágine. Al principio me pareció haber sido levantado en alto, luego giré como una pelota y el torbellino me arrastró al fondo para escupirme de nuevo hacia arriba. Yo no hacía el menor movimiento, pues todos los esfuerzos habrían sido vanos ante la terrible potencia del mar; pero en cuanto el agua tocó tierra empecé a luchar para que no volviera a arrebatarme.
No pasó, sin duda, de medio minuto el tiempo en que fui juguete del océano, pero a mí me pareció una eternidad. De pronto me sentí levantado por una ola, que me escupió, arrojándome en un remanso tranquilo, formado por los arrecifes. Entonces pensé en que era hora de huir de la marejada, e hice ímprobos esfuerzos con brazos y piernas para alcanzar la playa. En mi vida he nadado con tanto afán.
Al hablar de tranquilo remanso he de advertir que la expresión es relativa; las olas me habían llevado más allá de la rompiente; no se trataba ya de luchar con montañas de agua; pero, no obstante, el mar estaba allí revuelto de tal modo, que me traía y llevaba como un corcho en una jofaina de agua removida por las manos de un niño. Tuve la suerte de divisar la costa, pues sin ello habría perecido sin remedio. Así, a lo menos, sabía en qué dirección había de nadar; y aunque a causa del terrible oleaje adelantaba poco, llegué por fin a tierra. Mas esto no ocurrió en la forma deseada. Las tinieblas envolvían de tal modo el mar y la costa, que no me permitían distinguir uno de otra, y por lo tanto me impedían buscar un sitio a propósito para tomar tierra. Esto hizo que chocara tan violentamente contra las rocas, que me pareció que me hundían el cráneo de un martillazo. Tuve, no obstante, la suficiente presencia de ánimo para agarrarme a las peñas; trepar por ellas y llegar arriba, donde caí sin conocimiento. Al recobrarlo el vendaval seguía soplando y yo tenía la cabeza dolorida; pero no hice caso. Me preocupaba más saber dónde me hallaba. ¿Estaba en tierra firme o sólo en una roca aislada? Hasta convencerme e de esto no podía dejar mi refugio. La roca era llana y resbaladiza, de modo, que me costaba trabajo mantenerme en ella, pues la fuerza del viento bastaba para barrerme de allí como una paja. Pero al cabo de algún tiempo observé que disminuía el vendaval, que súbitamente cesó, como también la lluvia, y lucieron las estrellas, como suele ocurrir, generalmente, en semejante clase de repentinos huracanes.
La claridad de las estrellas me permitió orientarme. Me hallaba en la costa; a mi espalda rugía la rompiente y enfrente veía árboles. Me acerqué a ellos y vi que algunos habían resistido incólumes, mientras otros yacían en el suelo desarraigados y algunos arrastrados a bastante distancia. De pronto vi luces que se movían y me apresuré a salir a su encuentro.
Un grupo de personas con hachones encendidos examinaban los destrozos que el temporal había ocasionado en sus viviendas, de una de las cuales se había llevado la techumbre. Al verme se quedaron sorprendidos, mirándome como si fuera un fantasma. El mar armaba todavía tal estrépito, que tuvimos que hablarnos a gritos para entendernos. Eran pescadores a quienes el huracán había arrojado a las islas Tortugas, y precisamente sobre la del fuerte Jefferson, en el cual se hallaban entonces internados los prisioneros de guerra confederados. Los pescadores me trataron con afecto y me proveyeron de ropa, pues estaba vestido como se acostumbra cuando va uno a acostarse a bordo. Luego se llamaron unos a otros para salir en busca de los demás náufragos que acaso hubieran podido llegar a tierra. Durante la noche lograron descubrir a dieciséis personas, de las cuales sólo tres recobraron el conocimiento; las demás eran ya cadáveres. Al amanecer vimos la playa cubierta de restos del buque, que se había deshecho contra las peñas. Únicamente un pedazo de proa seguía empotrado en el arrecife.
Era yo un náufrago en toda la extensión de la palabra, pues carecía de todo, hasta de ropa; el dinero que había de servir de socorro a otros desgraciados yacía en el fondo del mar. Su pérdida me era harto sensible: pero me consolaba la idea de haber salvado la vida entre tantos como habían perecido, lo cual consideré señalada merced del cielo, que hacía más llevadera mi precaria situación.
El comandante del fuerte se compadeció de mí y de los otros tres náufragos. Diónos lo más necesario y nos procuró pasaje gratis hasta Nueva York.