A cada momento corrían el riesgo de ser descubiertas por los soldados. Avanzaban juntas por el bosque de abetos, colocándose al abrigo de los matorrales, casi a rastras, para quedar siempre ocultas. Después de haber avanzado suficientemente, Puck, que iba en cabeza, hizo a las demás una señal para detenerse.
—Esperadme aquí. El riesgo de ser descubiertas es mucho mayor al acercarnos a los blockhaus. Por tanto trataré de llegar hasta allí sola.
—Sí, pero… —empezó Annelise.
—¡Haz lo que te digo! —respondió Puck.
Se esperaba una réplica seca y llena de protestas. Pero se quedó sorprendida al escuchar:
—Bien, te obedeceré.
Puck la miró con agradecimiento, ya que le constaba lo mucho que le había costado a Annelise doblegarse de aquel modo.
Después examinó la situación.
La distancia que la separaba de los blockhaus grisáceos, medio cubiertos por la vegetación, era bastante grande. Pero conocía el terreno y sabía qué dirección debía tomar para llegar hasta allí sin caer en ningún foso.
Por todas partes, se veían soldados de vigilancia, y comprendió que su trayecto hasta los blockhaus sería penoso y arriesgado.
Salió lentamente de la plantación y, a veces a gatas, a veces arrastrándose como un reptil, se deslizó por crestas y depresiones del pantano. Con hábiles dedos se hizo una especie de sombrero de hierba, lo que le permitía estirar la cabeza para otear la situación sin correr el riesgo de ser descubierta. Caía la noche, lo que representaba una ventaja en sus propósitos. Pero tenía un miedo atroz de no conseguir llegar al blockhaus antes de que empezaran a hacerlo estallar.
Con frecuencia pasaba tan cerca de los militares que hubiera podido tocarlos. Oía sus voces murmurar:
—¡Qué fastidio! Nadie vendrá esta noche… No sé por qué nos hacen permanecer aquí.
Súbitamente sonó un disparo al oeste y Puck se dio cuenta de que la atención de los soldados se desviaba hacia allí, de donde parecía proceder el ataque. Esto le permitió avanzar con rapidez y sin ser vista un buen trecho de camino. Pero, cuando hizo una pausa para descansar, miró al cielo, que empezaba a oscurecer. En cuanto cayera la noche sería ya demasiado tarde para buscar a Lone.
La luz era ya un tanto débil cuando alcanzó los blockhaus. Junto a ellos había varias ametralladoras emplazadas, colocadas, sin duda, para defender la posición. Y más arriba, en un terraplén, se erguía un cañón de grueso calibre.
Al no ver soldados a su entorno, gritó no demasiado fuerte:
—¡Lone, Lone…!
Y tendió el oído.
Entonces le pareció escuchar un débil, muy débil gemido. Guiándose por él, se acercó a una de las ametralladoras, a cuyo pie… ¡vio una desvanecida forma humana!
Puck se inclinó.
Era Lone, inmóvil, con los ojos cerrados.
—¡Lone! —exclamó, poniéndole una mano en un hombro—. Lone, soy Puck…
Lone abrió los ojos lentamente.
—Me he caído —dijo—. Mi pierna…
Puck trató de levantarla, pero no tuvo fuerzas suficientes. Preguntó:
—¿Podrías resistir que yo te arrastrara? No puedo levantarte.
—Haré lo que pueda —aseguró Lone.
Había recuperado bastante el conocimiento. La presencia de Puck parecía darle ánimos.
Puck la arrastró lentamente a través de la espesa vegetación. Lone trató de apoyarse sobre su pierna no lastimada, pero se tambaleó sin fuerzas. Lloraba, se caía… Puck entonces, apretó los dientes, y sacó el resto de sus fuerzas. Era absolutamente preciso alejar de allí a su compañera en seguida, ya que un fuerte tiroteo se había desencadenado un poco más lejos, pero era fácil adivinar por el ruido que estaba acercándose por momentos.
En aquel momento escuchó voces ahogadas procedentes del blockhaus que acababan de abandonar y comprendió que aquello significaba que los saboteadores estaban aprovechando la ausencia de los defensores, ocupados en el tiroteo, para colocar allí la dinamita que había de provocar la explosión.
Asustadísima, depositó a Lone en el suelo y usando las manos a modo de trompeta, gritó «socorro» a pleno pulmón.
¡Pero el tiroteo ahogaba sus voces!
Lone, dándose cuenta de lo que ocurría, le dijo:
—¡Vete tú, Puck, ponte a salvo!
—Nada de eso. Aquí va a producirse una explosión dentro de unos instantes y debo llevarte lejos…
Convencida de que sus demandas de auxilio no obtendrían respuesta, Puck ayudó a Lone a incorporarse y le dijo:
—Camina como puedas, por daño que eso te produzca… Hemos de salir de aquí cueste lo que cueste… Y en seguida.
Mientras se alejaban, Lone arrastrando una pierna y apoyado todo su peso contra su compañera, se oyó un estruendo horrible.
¡El blockhaus saltó por los aires!
Hubo un ruido espantoso y el silbido de los bloques de cemento que caían de los aires era ensordecedor.
Puck y Lone, estrechamente abrazadas, lloraban de angustia y de miedo. Y entonces oyeron una voz que les preguntaba:
—¡Cielo Santo! ¿Qué hacéis vosotras aquí?
Puck se volvió y vio una oscura silueta. No pudo distinguir su rostro, pero se dio cuenta de que la persona estaba uniformada.
—¡Moveos, rápido! —ordenó en tono rudo.
Puck obedeció.
—Tú también —dijo el oficial, señalando a Lone.
—No puede caminar —dijo Puck—. Tiene una pierna rota.
El militar se volvió y dio un fuerte silbido. Inmediatamente llegaron algunos soldados, a quienes el oficial ordenó brevemente:
—¡Id a buscar una camilla y una ambulancia! ¡Rápido!
Y mirando de nuevo a Puck preguntó:
—¿Cuándo habéis llegado aquí?
—Hace justamente un segundo —dijo Puck.
—¿Por qué camino? —preguntó despacio.
Puck tendió el índice.
—Por el del bosque de abetos. Allí han quedado mis compañeras. Estábamos buscando a Lone que se había extraviado. El oficial se rascó la nuca.
—El pantano estaba lleno de centinelas —comentó—. ¡Y vosotras habéis conseguido pasar! Debo admitir que…
Se interrumpió.
—¿De dónde venís? ¿Del pensionado?
En aquel instante llegaron los soldados con una camilla en la que instalaron a Lone con gran delicadeza. Después se la llevaron. Puck y el oficial, en silencio, caminaron hacia la carretera, donde encontraron a Annelise, Inger, Karen y Navío, que la estaban esperando.
—¡Ah, qué miedo hemos pasado! —dijo Annelise que saltó al cuello de Puck—. ¿Qué le ocurre a Lone?
—Creo que tiene una pierna rota.
—La llevaremos a la escuela —dijo el oficial—. ¡Que la instalen en la ambulancia! —Y añadió, volviéndose hacia Puck—: Tú sube también. ¿Cuál es tu nombre?
—Bente Winther.
—Ven, Bente —dijo el oficial, sonriendo—. Debo decirte que eres una muchachita muy valiente. Si fuera tu padre, me sentiría orgulloso de ti… Pero también te impondría un fuerte castigo por desobedecer la prohibición de salir del área del colegio.
***
Después de haberse detenido en el pensionado, la ambulancia partió hacia Sundkoebing.
«Una pierna rota es cosa siempre seria —había dicho el doctor—. Pero esa chiquilla al caer hubiera podido hacerse más daño todavía»
Instalada entre almohadones, en la ambulancia, Lone parecía aún más frágil y delgada que nunca. Sus ojos estaban aún llenos de miedo y sus labios temblaban.
Annelise se inclinó hacia ella.
Nadie oyó lo que le decía, bajito, pero los alumnos que se encontraban cerca vieron cómo el rostro de la chiquilla herida se iluminaba con una sonrisa que nadie le había visto en mucho tiempo.
En el momento en que los enfermeros se disponían a cerrar las puertas de la ambulancia, Lone preguntó si Puck podía acompañarla a Sundkoebing. El director afirmó con la cabeza y Puck saltó al interior del vehículo.
—Bente, tú tomarás el primer tren para regresar aquí —le dijo el señor Frank, alargándole dinero para el billete—. Yo iré a esperarte a la estación.
Cuando la ambulancia se hubo alejado, el director se volvió a los alumnos.
—Hoy hemos tenido aquí un ejemplo de camaradería y valor poco común —dijo—. Ya volveremos a hablar con más calma de todo esto, ya que ha sido una mezcla de intrepidez y desobediencia grave. Resultará difícil enjuiciarlo. En todo caso, el hecho de que Lone haya querido que la acompañara al hospital, quien la ha salvado resulta bastante elocuente por sí mismo.
En la ambulancia, Lone miraba fijamente el techo con sus grandes ojos abiertos. Finalmente giró la cabeza hacia Puck, sentada a su lado y dijo:
—¿Sabes qué me ha dicho Annelise?
—No puedo adivinarlo.
—Me ha dicho que todas estaréis impacientes esperando mi retorno al colegio —dijo Lone con los ojos brillantes de felicidad—. Ha dicho que me echaréis mucho de menos durante mi ausencia…
—Sí —afirmó Puck—. Ha dicho lo que todos pensamos.
—¡Ah, qué feliz soy! —suspiró Lone.
Y alargó una delgada manita hacia Puck, quien se la estrechó con fuerza.
Mientras la ambulancia atravesaba un túnel oscuro, Puck dijo:
—Escúchame, Lone. Es en vano que te preocupes por una cosa así… Una cosa de la que tú no eres responsable. Comprendo que te sientas desdichada por el hecho de que tu padre… haya sido condenado… Pero eso no te hace a ti distinta a nuestros ojos, ni a los de nadie… Sigues siendo la misma chica simpática de siempre y, tal como ha dicho Annelise, esperaremos tu regreso con impaciencia.
Lone no respondió, pero sus ojos brillaron más aún en la oscuridad.
Un momento después dijo:
—No comprendo ahora cómo he podido pensar en fugarme del colegio… Lo he hecho sin reflexionar. Simplemente deseaba estar lejos de todo…
—Comprendo muy bien lo que quieres decir —dijo Puck—. También yo a veces…
—Después me ha venido la idea de ir a esconderme al blockhaus, probablemente en busca de un refugio para pasar la noche. Pero he dado un paso en falso, me he caído… ¡Ah, si tú no hubieras llegado!
—¡No vale la pena hablar de esto! —la interrumpió Puck, con los labios temblorosos.
Durante el trayecto de regreso a la escuela, con la mirada perdida en la noche, sentada en el tren, dio rienda suelta a su nerviosismo y a sus contenidas emociones y lloró largo rato hasta quedar más tranquila.
En la estación halló al señor y a la señora Frank que estaban esperándola.
Después de haber atravesado despacio la ciudad, el automóvil tomó el camino de Egeborg. Al llegar a la altura de los encinares, el director paró el coche.
—Puck, te confieso que estoy perplejo. Fue una locura no venir a comunicarme en seguida la desaparición de Lone. Yo había dado una orden formal de no salir sin permiso, así que no debe sorprenderte si me muestro ahora severo.
—No, señor —murmuró Puck, que sentada entre el señor y la señora Frank se sentía miserable.
—Verás —añadió la señora Frank—. Mi marido y yo pensamos que tu conducta es a la vez digna de los más grandes elogios, por tu valor y compañerismo, y de un muy severo castigo por una tan grave desobediencia. ¿Quieres prometernos reflexionar seriamente sobre todo esto y actuar en consecuencia en el futuro?
—Sí, lo prometo —murmuró Puck.
Cuando entró en el «Trébol de Cuatro Hojas», las preguntas llovieron sobre la ya bastante conmocionada chiquilla.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo está Lone? ¿Cuánto tiempo estará en el hospital?
—Sólo voy a deciros una cosa: Lone sabe ahora que todas la queremos y se siente muy, pero que muy feliz.
—Debemos ir a verla —dijo Karen.
—Y enviarle regalos añadió Navío.
—Y también debemos dormir —dijo Inger—. Buenas noches, amigas.
Pronto la respiración de Navío y la de Karen se regularizaron. Pero Puck se agitaba en su litera sin acabar de dormirse. De repente oyó cómo se abría la puerta del cuarto y que alguien se acercaba hasta ella.
Era Annelise.
La visitante, a tientas, buscó la mano de Puck y la estrechó muy fuerte.
—Buenas noches, Puck —murmuró—. ¿Todo va bien?
—Todo va bien, Annelise.
—Buscaremos millones de flores para enviárselas a Lone, ¿eh?
Puck sonrió. Ahora reconocía a su amiga.
—¡Millones de millones, Annelise! ¡Y montones y montones de chocolate! Y muy pronto tú y yo volveremos a montar a caballo.
—Desde luego, amiga mía —dijo Annelise ¡Y te regalaré un vestido «muy simpático» que te estaba guardando…! ¡Buenas noches!
—Muy buenas noches…
Annelise se fue despacito, después de haber estrechado una vez más la mano de Puck. Ésta sonreía sola en su cama. ¡Todo estaba arreglado! El equilibrio se había restablecido de nuevo. ¡El destino toma, en ocasiones, caminos bien extraños!
A la mañana siguiente, la muchachita tenía sueño y dificultades en permanecer atenta en clase. A la hora del almuerzo, el director anunció que el desfile militar tendría lugar a las dos, en los campos de La Gran Granja, y que todo el mundo podía ir a presenciarlo. Habían reservado plazas suficientes para los alumnos de Egeborg.
Fue un soberbio espectáculo cuando los soldados desfilaron, seguidos por largas hileras de carros blindados y de cañones. El tiempo no era demasiado bueno, pero la lluvia caía sólo a intervalos.
—¿Creéis que el rey vendrá? —preguntó Karen—. Es el punto más emocionante de todos.
—Sí —corroboró Navío—. ¡Formidablemente palpitante! Si no viene, gritaré y aullaré…
Las compañías tomaron posición unas junto a otras formando los tres lados de un cuadrado. Después llegaron, de modo súbito, varios automóviles, de los cuales salieron oficiales de alta graduación, que se alejaron hacia el fondo de los espacios reservados para la gran parada militar.
—¿Es el rey? —preguntó Karen.
—¡No! ¿No ves que no?
—Entonces ¿qué hace que no viene?
—Todavía no es tarde. ¡El rey vendrá! Él es siempre puntual. La conversación entre los alumnos volvió a animarse. Los profesores del pensionado caminaban arriba y abajo para vigilar que nadie saliera de los límites establecidos, y de vez en cuando se veían obligados a calmar las voces de muchachos y muchachas que iban subiendo de tono.
La orquesta del regimiento acababa de colocarse a un lado.
—¡Estupendo! —exclamó Alboroto—. ¡Que nos toquen algo movidito!
—Preferiría una música marinera —dijo Navío, soñadora.
La animación había llegado a su punto culminante y la impaciencia era más grande cada vez. Y, en ocasiones, cuando, pasaba junto a ellos el señor Frank, le preguntaban si era bien seguro que el rey asistiría al final del desfile. El director sonreía ampliamente, pero de modo muy enigmático.
Súbitamente la emoción se desencadenó.
Un brillante coche negro se acercaba. Tenía grabado en las puertecillas el escudo real. Detrás, venían otros coches, con oficiales.
El automóvil se detuvo y el rey bajó.
En el mismo instante, la orquesta empezó a tocar el himno nacional. Todos los soldados presentaron armas, mientras el rey, inmóvil, saludaba y los chicos y chicas cantaban a plena pulmón.
Aquello era para ellos un gran acontecimiento. Seguían la parada con un interés constante, mirando todos las hileras impecables de soldados, los reporteros gráficos que se agitaban de un lado a otro para fotografiar al rey y a su séquito. En mitad del desfile un helicóptero planeó cerca del cielo como un insecto y en tanto que un cineasta, provisto de una curiosa cámara diminuta, filmaba el encantador espectáculo…
Había un representante de la Radio, con su coche provisto de un micrófono atado a un largo cable de caucho. Había masas ingentes de espectadores, llegados de Sunkoebing y de otras poblaciones cercanas, y en otro campo había un verdadero parque de coches de todo Seeland.
El conjunto presentaba un aspecto multicolor y abigarrado. Sin embargo, los alumnos contemplaban especialmente al rey, cuya presencia convertía aquel espectáculo en un gran acontecimiento.
Puck se sentía tan apretujada y empujada por los demás que quedó agotada por su lucha constante por conservar el equilibrio… ¡y su estupendo sitio en la segunda fila, desde donde no se perdía nada del espectáculo!
Vio cómo los oficiales se acercaban al grupo de alumnos, pero estaba tan ocupada contemplado al rey que se quedó muy sorprendida cuando el señor Frank tendió el brazo y la tomó por un hombro.
—¡Ven por aquí! —le oyó decir, mientras tiraba de ella hacia delante.
Puck vio varios uniformes, cinturones oscuros, condecoraciones doradas y, después, el director habló:
—¡Ésta es la chiquita, Majestad!
Puck levantó los ojos y vio el rostro sonriente del rey. Enrojeció como una amapola y hubiera querido que la tragara la tierra hasta el mismísimo centro. Pero el rey le tendió una mano, que ella tomó, haciendo una profunda reverencia… y se sintió inmediatamente tranquila y serena, ya que el apretón de manos del rey era afectuoso y cálido.
—Parece ser que has hecho prueba de un valor notable, hijita —dijo el rey—. ¡Te felicito por tu hazaña!
Le dio un cariñoso golpecito en la mejilla… y luego siguió su camino. Puck estaba tan emocionada que no sabía si reír o llorar.
Hubo un galimatías de sonidos, imágenes, preguntas que caían sobre ella, compañeros que le palmeaban la espalda, soldados que pasaban, el director que sonreía… Y se regresó al pensionado. La calma se fue haciendo en su espíritu poco a poco. Al quedar sola, Puck pudo ir ordenando sus impresiones. Fue a instalarse al fondo del jardín, en el banco desde el cual se divisaba el lago Ege. Se sentía muy turbada, muy feliz, y terriblemente fatigada. Inmóvil contempló el maravilloso lago. Las hojas otoñales caían suavemente a su alrededor. Algunos patos salvajes volaban en el cielo claro.
Súbitamente oyó pasos detrás de ella y volvió la cabeza. Eran la señora Frank y Annelise que llegaban. Le hicieron amistosos signos con las manos y pronto se encontraron las tres sentadas en el banco, admirando el grandioso paisaje.
—¿Qué pensaríais de un paseo en barca? —preguntó la esposa del director—. Necesitamos cambiar un poco de decorado, ¿no os parece?
—¡Es una idea excelente! —gritó Annelise—. ¿Vienes, Puck?
—¡Encantada! ¡Muy, muy encantada!
Bajaron al embarcadero y Annelise se detuvo bruscamente.
—Esperen un poco. Voy a buscar a Karen. Podemos ser cuatro en la barca, ¿no?
—¡Naturalmente! —respondió la señora Frank—. Ve a buscarla.
—¡Como un rayo! —dijo Annelise, riendo—. ¡Y traeré chocolate!
La vieron correr al galope por una avenida del jardín. La señora Frank sonrió.
—Todos hemos aprendido algo en los últimos acontecimientos —dijo—. Y, si verdaderamente Annelise y Karen van a convertirse en buenas amigas, nada habrá sido en vano. ¡Estoy convencida de que pronto lo serán!
—Yo también —dijo la señora Frank, riendo—. ¡Ven, vamos a preparar la barca, mientras esperamos a nuestras dos invitadas de honor!
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