— XI —

También llegó un paquete postal para Karen. Una tía había tenido la repentina idea de enviar un poco de chocolate a su joven sobrina.

El acontecimiento era excepcional para Karen, quien no estaba habituada a tener sensación de familia. Después de la separación de sus padres, se sentía muy sola, y a causa de ello, al principio, había tenido grandes dificultades en adaptarse a la sociedad de sus compañeras.

Aquel modesto obsequio le causó, pues, una alegría desbordante. Estrechaba el paquete contra su pecho, mientras se dirigía corriendo al lugar apartado desde el cual se veía el lago y el bosque. Se sentó en un tronco cortado y deshizo los nudos del paquete, en cuyo interior había cuatro tabletas de chocolate y una carta afectuosa.

Karen colocó las tabletas frente a ella y las contempló. Estaba contenta de estar sola, ya que sus amigas no hubieran podido comprender cómo unos trozos de chocolate la ponían tan contenta.

Leyendo la carta de su tía, se sintió muy agradecida para con ella. La persona que recibe muchos regalos, acaba por no concederles importancia, pero si, como Karen, se es un alma solitaria, la más pequeña atención significa un rayo de sol que reconforta el corazón.

Mientras la muchachita se hallaba en su absorta contemplación del chocolate, escuchó de pronto pasos detrás de unos arbustos. Estiró el cuello y vio a Annelise.

Entonces se ocultó instintivamente. Annelise representaba el extremo opuesto de Karen. Annelise poseía todo lo que un ser humano puede desear y tal confianza en sí misma que hacía perder la suya a Karen. Además la amistad de Karen con Puck había despertado una lucha entre Karen y Annelise, lo que no había contribuido demasiado a mejorar las cosas.

Annelise pasó junto a Karen sin verla, ya que las separaban unos matorrales. Empezó a descender la cuesta que conducía al lago. No pudiendo levantarse para irse, ya que entonces Annelise la hubiera visto, permaneció inmóvil en espera de que la otra se alejara. Pero se sintió muy contrariada al ver que Annelise, en lugar de continuar su camino, se sentaba un poco más lejos, con las manos juntas alrededor de las rodillas y la mirada perdida…

Los labios de Annelise se movían como murmurando algo.

Su rostro, colocado de perfil con respecto a Karen, era grave y preocupado, y de repente se echó contra la hierba y sollozó desesperadamente.

Karen se sorprendió. Jamás había visto en tal estado a su arrogante compañera. Se dijo que, tal vez en el fondo, Annelise era tierna y sensible y tal descubrimiento le hizo reflexionar.

Tenía una idea…

Un poco más tarde, al entrar en el vestíbulo, encontró a Inger y a Puck, que se sintieron sorprendidas por la expresión feliz de su compañera de cuarto.

—¡Hola! —dijo—. ¿De dónde venís?

—De un paseo por el jardín. Navío ha ido a hacer unas compras a Oesterby. Y tú habías desaparecido…

—Sí —dijo Karen, incapaz de ocultar su alegría—. He recibido un paquete de una tía y me he instalado en el jardín para desenvolverlo tranquilamente.

En aquel momento se abrió la puerta que daba al jardín y entró Lone.

Pero su expresión era preocupada.

Tenía un papel oscuro bajo el brazo.

—Hola, Lone —dijo Puck.

—Hola —respondió Lone.

—¿Dónde vas?

—Subo a forrar unos libros.

Puck tuvo una sospecha y la retuvo por un brazo.

—¿Se trata de tus propios libros? Lone enrojeció y desvió la mirada.

—Tengo prisa —dijo.

—¿Son tus propios libros? —repitió Puck.

—Sí… Es decir…

—Confiesa que son los libros de Annelise. ¿No? —preguntó Puck.

—Pues bien, sí —contestó Lone, evasiva—, Annelise no sabía cómo hacerlo y yo le he propuesto…

Ya había empezado a subir por la escalera cuando Puck dijo:

—Déjame hacerlo contigo…

—No, gracias.

—Si quieres hacernos un favor —dijo una voz que venía de la puerta—, ocúpate de tus asuntos. ¡Ven, Lone!

Annelise tomó a Lone por un brazo y la arrastró tras de sí por la escalera. Puck avanzó un paso, pero Inger le puso una mano en el hombro y la detuvo.

—¡Déjalas resolver sus cosas, Puck! No conseguiremos nada interviniendo de este modo…

Cuando las tres compañeras estuvieron en su habitación, Karen dijo:

—Lamento que te hayas disputado con Annelise justamente ahora…

Puck la miró sorprendida.

—¿Y eres tú quien dice eso?

Karen afirmó con un gesto:

—He estado reflexionando y he descubierto que… ser una hija mimada no significa necesariamente ser feliz.

—No, tienes razón —dijo Puck—. Pero ¿adónde quieres ir a parar?

—A ninguna parte. Simplemente he comprendido que Annelise compra, por así decir, las amabilidades que recibe. Así que no sabe lo que es ser amada por sí misma…

—Eso son tonterías —dijo Puck—. Ninguna de nosotras quiere a Annelise sólo por sus regalos y sus fiestas. ¿No es cierto, Inger?

—Claro —repuso Inger—. Sin embargo, hay algo cierto en las palabras de Karen. Annelise está tan acostumbrada a mirarlo todo desde arriba que debe de resultarle difícil creer que puede querérsela cuando se es sólo uno más en un rebaño.

—Es precisamente esto lo que me ha dado una idea —dijo Karen.

—¿Qué idea? —preguntó vivamente Puck.

—Yo… ¿Cómo explicarlo? Me he estado preguntando si no sería posible irle dando a Annelise, a escondidas, pequeños signos de amistad. Sólo que será preciso que ignore que vienen de nosotras. Yo he empezado ya a llevar a la práctica mi proyecto.

—¿Qué has hecho? —preguntó Inger.

—Mi tía me ha enviado chocolate. Pues bien, le he dado unos cuantos trozos a Annelise —dijo Karen.

—¡Vaya!

—Sí, lo he hecho. Y estoy segura de que se sentirá contenta.

—¿Acaso no ha dicho nada cuando se los has dado?

—No, porque no se los he entregado directamente sino que los he dejado en su cama.

—¿Cuándo?

—Hace un instante… Seguramente ya lo ha encontrado… Acercándose a la ventana, echó una mirada al exterior.

—Ved a Lone corriendo —dijo—. Lo que significa que, después de todo, Annelise no la ha forzado a forrarle los libros. Tal vez a causa de mi chocolate…

Y añadió al cabo de un rato:

—Me pregunto dónde irá Lone corriendo de este modo…

—¿De qué lado se ha alejado?

—Hacia el bosque. ¡Corría como si estuvieran persiguiéndola!

Hubo un corto silencio. Inger se puso a ordenar libros en su mesa. Karen miraba el cielo que se estaba encapotando.

—Creo que va a cambiar el tiempo —dijo.

Después pareció recordar algo, se volvió hacia Puck y le dijo:

—¡Ah, te debo una explicación! Hoy he rebuscado en uno de tus cajones, ya que necesitaba un poco de papel para envolver el chocolate…

Karen se interrumpió al ver la expresión de Puck.

—¿Papel? ¿Qué papel has tomado?

—Bah, sólo un trozo de periódico…

Puck abrió el cajón. ¡El recorte que hablaba del padre de Lone había desaparecido!

Inger se había acercado rápidamente.

Puck, sosteniendo en la mano un trozo de periódico roto se volvió hacia Karen.

—¿Es tal vez un trozo de aquí que has usado? —exclamó Puck, a punto de llorar.

—Sí… Supongo que no te importa…

—Y ¿has envuelto con ese papel el chocolate que le has dejado a Annelise en su cama?

—Sí —contestó Karen, sin comprender—. ¿Qué importancia puede tener esto?

***

Lone… Annelise… El artículo hablando del padre de Lone… Puck estaba petrificada, con la mirada fija. Oía a Karen decir algo, pero no comprendía sus palabras.

¡El periódico!

Y justamente en manos de Annelise…

—Pero ¿qué es lo que he hecho? —repitió Karen—. ¿Había algo importante en este periódico?

¿Si había algo importante…?

Puck miró a Inger.

—¿Qué debemos hacer?

—Debemos ir a hablar con Annelise inmediatamente —declaró Inger con voz firme—. Será mejor que vaya yo.

—No —dijo Puck—. Iré yo. Es el momento de arreglarlo todo.

Se disponía ya a salir de la habitación cuando alguien llamó a la puerta. Puck abrió. Era Annelise y la expresión de su rostro era reveladora.

—¿Puedo pasar? —preguntó tímidamente, casi suplicante. Puck hizo un gesto con la mano.

—Entra.

Y cerró la puerta tras Annelise.

—Explícanoslo todo —murmuró casi sin aliento.

Annelise levantó una mano que sostenía un trozo de periódico.

—Sí, pero ¿Lone lo ha leído? —preguntó Puck.

Annelise afirmó con la cabeza.

—Entramos en el cuarto y vi un paquetito en mi cama. ¿De dónde procedía?

—Yo lo puse allí para ti.

—¿Tú?

El tono de Annelise era de nuevo acerbo. Inger se apresuró a intervenir.

—Karen ignoraba la existencia de este artículo. Ella tenía las mejores intenciones del mundo.

—¡Claro está! —afirmó Puck con dureza—. Creo que ya va siendo hora de que dejemos de sospechar unas de otras. Mejor haríamos siendo buenas amigas. Cuéntame qué ha pasado, Annelise.

—He tomado el paquete sin sospechar de dónde procedía ni qué contenía, y el trozo de periódico ha caído al suelo.

—¿Dónde estaba Lone?

—Forrando unos libros.

—Naturalmente.

—Ella se ofreció a hacerlo para mí —dijo Annelise—. No creerás que yo la obligaba…

—Ya hablaremos de eso más tarde. Dices que el papel ha caído al suelo. ¿Qué más?

—Lone lo ha recogido… también por su propia voluntad…

—Y ¿ha leído el artículo?

—Sí, ha debido de leerlo, ya que de repente ha tirado el papel y ha salido corriendo del cuarto. Yo no comprendía qué ocurría. Esperé un poco y, al ver que no regresaba, mis ojos se posaron por casualidad en el papel. He leído entonces el artículo y he comprendido…

Los labios de Annelise temblaban; parecía a punto de llorar. Karen exclamó:

—¿Cómo podía yo saber de qué hablaba ese papelucho?

—Evidentemente, no podías saberlo —admitió Puck—. Todas hemos cometido una serie de errores en cadena. Yo hubiera debido destruir ese papel, como deseaba Inger, pero quería hablaros de ello a fin de que nos uniéramos para proteger a Lone. También por eso, Annelise, he tratado de hablar contigo en la escalera, pero tú no podías adivinarlo.

—¿Dónde está Lone, ahora?

—Corría en dirección al bosque —dijo Karen—. La vi desde la ventana.

—Es preciso encontrarla —dijo Puck—. Debemos dar con ella antes de que cometa alguna locura. ¡Tal vez esté en zona prohibida!

Las muchachitas bajaron la escalera y se precipitaron fuera. Atravesaron el césped y, dejando atrás el pabellón de los profesores, recorrieron la orilla del lago y se encaminaron hacia la casita del guardabosques.

Éste se hallaba en la puerta limpiando su fusil de caza.

—Buenos días, señor Bang —dijo Puck.

—Buenos días, Puck —dijo el guarda—. Suponía que no estabais autorizadas a salir del jardín.

Y, sonriente, amenazó a las chiquillas con un dedo.

—Pero no lo diré a nadie a condición de que no vayáis más lejos.

—¡Si no nos queda otro remedio! Buscamos a una de nuestras amigas. Le prometemos regresar en cuanto la hayamos encontrado.

—¡Se lo ruego! —imploró Annelise.

—¡No, no, de ningún modo! Las órdenes son formales. ¡Vamos, o se lo diré al señor Frank! ¡Al pensionado! Puck se encogió de hombros.

—Está bien, señor Bang —dijo con resignación—. No insistimos. Adiós…

El guardabosques se puso de nuevo a limpiar con atención el fusil y las muchachitas regresaron por donde habían venido. Una vez fuera del alcance de la vista del buen hombre, se detuvieron bajo una gran encina.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Karen.

—Iremos de todos modos —dijo Annelise—. No vamos a permitir que ese viejo estúpido…

—Ni es viejo ni estúpido —repuso Puck No hay por qué ponerse insolente cada vez que nos contrarían un poco. Pero lo importante ahora es encontrar a Lone.

—Lo mejor sería volver al pensionado y contárselo todo al director. Como es de suponer era Inger quien así se expresaba.

—Sí, tienes razón —admitió Puck—. Pero sin duda a Lone no le haría gracia que hiciéramos tal cosa. Cuando se serene un poco, estará contenta de que no hayamos dicho nada de su escapada.

—Pero no nos está permitido entrar en el bosque.

—Entonces tomaremos otro camino —dijo Puck—. No me gusta inflingir el reglamento, pero no nos queda otro remedio.

—Es lo que yo he dicho —murmuró Annelise.

Las muchachitas rodearon el bosque y tomaron dirección hacia el sur.

Antes de entrar en la espesura, Puck dijo:

—Es preciso que formemos cadena e inspeccionemos el bosque palmo a palmo. Por aquí, el guarda no nos verá; y, si distinguimos soldados, deberemos ocultarnos inmediatamente.

Penetraron en la espesura y avanzaron lentamente inspeccionándolo todo, hasta que, súbitamente, oyeron voces de hombres. Puck ocultó el rostro tras el follaje. Los pasos se acercaban a ella. Habiendo vuelto el rostro con prudencia, vio que se trataba de una patrulla. Trepó entonces un poco más lejos, pero hizo ruido.

—¡Un momento! —dijo una voz apagada—. ¿Qué ocurre?

—Alguien trata de ocultarse tras los matorrales… —respondió otra voz.

—Treinta y cuatro y treinta y cinco, vayan a escrutar el terreno. Nosotros instalaremos aquí la ametralladora.

Puck, un tanto alejada de sus compañeras, no se movía. ¡En qué terrible situación se encontraba!

Los patrulleros pasaron por su lado sin verla, y casi iba a respirar con alivio cuando oyó una voz de mando ordenar:

—¡Debe de ser el enemigo! Dispuesto para abrir fuego…

E inmediatamente después sonaron disparos, que fueron en seguida contestados por alguien que se encontraba a espaldas de Puck.

¡Estaba entre dos fuegos!

Puck se apretó contra el suelo, tapándose la cabeza, y no supo cuánto tiempo transcurría hasta que de pronto se hizo de nuevo un total silencio.

—¡No ha estado mal! —dijo la voz de un oficial.

—¡De acuerdo! —dijo otro—. En conjunto las cosas han ido según lo previsto. Ya veremos cómo irá esta tarde en el momento de hacer saltar al coloso. No será cosa fácil, pero los hombres parecen estar bien preparados y dan prueba de poseer un excelente espíritu militar.

Finalmente las voces se perdieron a lo lejos. Puck permaneció quieta un rato más, y luego salió, arrastrándose del matorral que la había ocultado. Ya no había nadie por los alrededores. Pero ¿dónde estaban sus amigas?

Puck empezó a caminar en dirección que suponía se encontraban, cuando oyó ruido encima de su cabeza.

—¡Eh, espera un poco! —gritó una voz.

Alzó la mirada y vio a Karen en lo alto de una rama, sonriéndole tímidamente. Un segundo después, la muchachita, de un salto, cayó a su lado.

—¿Has estado aquí arriba todo el tiempo?

—Sí, era un lugar seguro —dijo Karen, riendo—. Pero ¿dónde están las otras?

—Aquí llegan.

Annelise e Inger llegaban, en efecto, y contaron que habían estado escondidas tras unos matorrales mientras duró el tiroteo. A continuación las muchachas conferenciaron acerca de lo que era conveniente hacer.

—Debemos volver al colegio para la cena —observó Inger—. Allí descubriremos si Lone ha regresado.

—Y si no está, será el gran escándalo.

—Yo —dijo Karen—, tengo una idea. Si Annelise nos invitara a cenar a su casa, podríamos ir a pedir permiso al señor Frank ahora y dispondríamos de mucho tiempo para buscar a Lone…

—Y para el caso de que ésta no esté de vuelta —añadió Puck, animada—, podemos decir que también ha sido invitada…

—¡Bravo! —gritó Annelise—. Una idea formidable.

El director les dio permiso de buen grado y, muy tranquilizado, el pequeño grupo se encaminó hacia La Gran Granja.

El señor Dreyer frunció el entrecejo al escuchar las explicaciones de las jóvenes invitadas.

—Eso no me gusta demasiado. Ya sabéis que los soldados están por todas partes. ¿Hacia dónde pensáis buscar a Lone?

—Exploraremos el bosque de abetos —respondió Puck—. Esto no requiere mucho tiempo y seremos prudentes.

—Está bien. Pero espero volver a veros dentro de poco sanas y salvas.

—¡Hasta pronto, papá querido! —dijo Annelise.

—Hasta pronto, locuela —dijo el señor Dreyer con un suspiro—. Creí que internándote en Egeborg tendría paz por fin, pero ya me doy cuenta de que eso no lo conseguiré nunca. Me alegra, al menos, ver que os mueve un excelente espíritu de camaradería.

Explorar el bosque de abetos fue una empresa difícil, ya que los árboles plantados en hileras regulares, formaban una serie de barreras que impedían ver. Las chiquillas se sentían descorazonadas cuando, después de vana búsqueda, se encontraron de nuevo en la carretera.

—¿No sería mejor ir al colegio y contarlo todo al director? —dijo Inger—. Tengo la impresión de que ya no tenemos derecho a guardar para nosotras un asunto tan grave.

—¡No! —exclamó Puck ¡Debemos salir de esto sin ayuda de nada! Hay que encontrar a Lone antes de que en el colegio descubran su fuga… y todo el mundo se entere de su secreto.

—Entonces ¿qué propones? —preguntó Navío—. Estoy dispuesta a hacer lo preciso para encontrar a Lone.

—En primer lugar —dijo Puck—, tú irás a la granja de Iversen a preguntar si han visto a Lone… Estoy casi segura de que se ha ido hacia el sur… A menos que… ¡Oh, no! Acabo de tener un horrible pensamiento.

—¿Cuál? —preguntó Annelise.

—Que Lone haya ido a ocultarse en uno de los blockhaus del tiempo de los alemanes… ¡Y precisamente he oído a los oficiales hablar de que iban a hacerlos explotar esta noche!

Constantemente, ante ellas, por la carretera, pasaban soldados con cascos de acero. Pero no les quedaba otro remedio que cruzar las líneas militares e ir hasta los blockhaus a cerciorarse de si era cierta o no la sospecha de Puck.

¡Dios mío, Dios mío! ¿Acaso había soldados en todas partes?