El lago de Egeborg no formaba parte aquella tarde de la zona prohibida para paseos, de modo que Puck y sus amigas del «Trébol de Cuatro hojas» pudieron dar una vuelta en barca después del almuerzo. Felices por el buen tiempo reinante, y remando con prudencia por encima de las pequeñas olas ondulantes, abordaron la isla del Caballero Volmer. Aquella islita romántica ocupaba siempre un lugar en su imaginación y en su gusto por las aventuras.
—¡Hay pocos lugares en Dinamarca donde pueda disfrutarse de una vista parecida! —gritó Inger, contemplando el gracioso paisaje—. Tenemos el lago, el bosque, los pantanos, los estanques, los campos, las granjas y una encantadora aldea alrededor de la estación… ¿Qué más puede pedirse?
—¡Rocas y cascadas! —dijo Navío—. Creo que son las únicas cosas que nos faltan. Sí, y algunos picos que escalar…
—Pues yo no deseo nada más —dijo Inger con entusiasmo—. No echo nada de menos. ¿Qué opinas tú, Puck?
—Yo echo de menos a mi padre… y la camaradería de Annelise —dijo Puck—. Pero en medio de este paisaje me siento feliz. ¡Ningún lugar de la tierra me parecería mejor… aunque debo confesar que me gustaría visitar Valparaíso!
—¿Hay alguien entre vosotras que sepa algo de los padres de Lone?
—Yo sé algo —dijo Inger—. Muy poco, sin embargo. Su madre ha venido a verla con frecuencia. Parece muy amable. Tengo la impresión de que Lone se entiende muy bien con ella, pero debe de resultarle difícil aceptar ciertas cosas.
—¿El padre de Lone es un hombre de negocios? —Sí, eso creo. A él no le he visto nunca. Vino aquí una sola vez. Y, según Lone, luego salió de viaje al extranjero.
—¿Qué clase de negocios tiene?
—No tengo la menor idea. Pero no deben de ser muy brillantes cuando su esposa se ha visto obligada a ponerse a trabajar.
La barca había llegado al embarcadero y las muchachitas pusieron pie en tierra y, después de haber asegurado las amarras, se dirigieron hacia el colegio. Cruzaron el vestíbulo y se encaminaron hacia la gran escalinata. Al pasar ante la habitación de Annelise oyeron voces y se detuvieron instintivamente.
—¡Nada de eso! —decía Annelise en tono firme—. ¡Cuando yo digo que debes aceptar ese chal es porque debes aceptarlo! ¡Tengo el derecho de regalar lo mío si me place, creo!
—Sí, pero no puedo aceptar todos tus regalos —respondía Lone—. ¡Jamás podré darte nada a cambio!
—¡Y eso qué! Sólo tengo que pedirle otros nuevos a papá y listo…
Las cuatro amigas prosiguieron su camino. Cuando estuvieron en el «Trébol de Cuatro Hojas», Navío se tendió en su litera y dijo:
—Annelise no comprenderá jamás que también puede resultar desagradable aceptar un obsequio. Si yo fuera una dama distinguida, diría que Annelise «carece de tacto».
—Sin embargo, su intención es buena —murmuró Puck.
—Sí, es buena —comentó Navío—, pero no está exenta de vanidad…
Puck deseaba casi poder tener una explicación abierta con Annelise, para decirle con franqueza lo que la estaba apesadumbrando. Tal vez consiguiera hacerle comprender ciertas cosas. Estaba lejos de sospechar que sus deseos se verían pronto ampliamente satisfechos, pero que eso no mejoraría en nada la situación. Mientras las muchachitas, un poco después, jugaban a pelota en el jardín, vieron pasar a Lone por una avenida. Inger le tiró enseguida la pelota para hacerla participar del juego. Lone pareció contenta y se animó cada vez más, a medida que el juego proseguía.
Puck la observaba disimuladamente, alegrándose de su sonrisa y su expresión contenta, casi despreocupada.
De pronto se dejó oír la voz de Annelise:
—¡Lone!
El juego se detuvo bruscamente. Todas volvieron la mirada hacia el césped, desde donde Annelise las miraba con expresión furiosa.
Lone permaneció indecisa, pelota en mano, a punto de tirarla.
—¡Creo haberte dicho que no quiero que juegues! —dijo Annelise colérica—. Es poco correcto por tu parte…
No terminó su frase. Lone echó una ojeada a su entorno. Se sentía consternada y no sabía qué partido tomar.
—¡Ven aquí! —ordenó imperiosamente Annelise.
Lone dejó caer la pelota y dio algunos pasos en dirección a Annelise.
Pero Puck intervino.
—Quédate donde estás, si es tu deseo, Lone. ¿Qué maneras son ésas de hablar, Annelise?
Annelise miró directamente a Puck.
—Y a ti ¿quién te manda intervenir en mis asuntos?
—Intervengo —dijo Puck—, porque se ve claramente que estás tratando de esclavizar a Lone, y eso nosotras no lo aceptaremos nunca. Aquí, en el colegio, todas valemos lo mismo y no tenemos por costumbre comprar amistades con regalos. Si Lone desea jugar con nosotras, está en su pleno derecho y nadie debe tratar de impedírselo.
—¡Ten cuidado! —dijo Annelise, en voz baja y llena de rencor—. ¡Ten cuidado, te lo repito!
—Vamos, Annelise —dijo Inger, siempre conciliadora—, no te enojes así. No hay ningún mal en que Lone juegue con nosotras. ¡Juega tú también y listos!
—¡Lone! —gritó Annelise, fingiendo ignorar las palabras de Inger—. ¡Ven de una vez!
No era una invitación, era una orden. Puck se acercó a Annelise.
—Deja de usar ese tono de mando —dijo—. Tarde o temprano tendrás que acostumbrarte a no imponer aquí tu dictadura. ¡No hay lugar para la fuerza bruta en este colegio!
Annelise alzó una mano y abofeteó sonoramente a Puck. Ésta, sin dudarlo, le devolvió la bofetada. Ambas, con lágrimas en los ojos, se miraban iracundas.
—¡Imbécil, estúpida, boba! —gritó Annelise.
Y, antes de que nadie pudiera impedírselo, dio otra sonora bofetada a Puck. Después dio media vuelta y abandonó el jardín. Puck la siguió con la mirada. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Estaba furiosa… y triste a la vez. Tenía la impresión de haber perdido a una amiga a quien había querido de todo corazón, y lo lamentaba mucho. Annelise y ella estaban de acuerdo casi siempre. Pero ahora… todo se había acabado entre ellas para siempre…
No escuchaba lo que le decían sus amigas. No sentía el menor interés por nada. Cruzó lentamente el jardín y fue a instalarse en un banco junto al lago. Allí dio rienda suelta a su llanto, sollozó desesperadamente, y sintió arder sus mejillas a causa de las dos sonoras bofetadas que había recibido.
La guerra entre ellas era ahora sin cuartel y Puck lo sabía.
Annelise se había colocado en una situación de la cual debía de ser difícil salir. Se sentía peleada con el colegio entero y experimentaba claramente la impresión de que el poder absoluto que ostentaba en casa de sus padres, donde todo el mundo hacía su voluntad, corría el riesgo de ser destruido por una oposición que no se dejaba vencer.
En la mesa de la cena, como de costumbre, Puck y Annelise estaban frente a frente.
Ambas hablaban más alto que nunca y evitaban constantemente mirarse. A los ojos de Annelise, Puck simbolizaba todo lo que excitaba su antagonismo; era el enemigo número uno. Parecía haber olvidado del todo los alegres paseos a caballo, por el bosque del Oeste y la madriguera «La Encina» donde habían hecho grandes proyectos para su sociedad secreta.
El «Trébol de Cuatro Hojas», aquella noche, se reunió en consejo. Pero por mucho que le dieron vueltas al problema, no consiguieron resolver nada. Estaba claro que Annelise se había comportado mal y que era preciso hacérselo admitir si se deseaba arreglar las cosas.
El día siguiente transcurrió normalmente. Annelise y Puck no se dignaron intercambiar una sola mirada durante la oración matinal y, para hacer la situación más complicada todavía, Annelise acudió a clase de historia sin haber estudiado nada, lo que dio al señor Frederiksen ocasión de ponerla en evidencia.
Estaban hablando de Napoleón Bonaparte.
—Annelise, háblame de los Cien Días —dijo el profesor, reclinándose en su asiento.
Después de haber levantado hasta el señor Frederiksen una mirada desolada, Annelise murmuró:
—Los Cien Días… eran… eran…
—Vamos, vamos… Al grano —dijo el profesor, apremiante—. ¿En qué año tuvieron lugar los Cien Días?
Annelise reflexionaba intensamente. ¿Qué sabía de Napoleón, aparte de que llevaba su nombre un delicioso pastel típico danés?
—Napoleón fue a Moscú —dijo finalmente.
—Sí, es cierto. ¿En qué año?
—En… En…
«Frederik», como le llamaban los alumnos, abreviándole el nombre, se puso a cantar. No cantaba demasiado bien, pero los alumnos reconocieron unos compases de «1812» de Tchaikovsky.
—¿No te dice nada eso? —preguntó.
El rostro de Annelise se iluminó. Estaba habituada a escuchar buena música en su casa.
—Mil ochocientos doce —dijo, encantada de sentirse por un instante en terreno seguro—. Napoleón dio la campaña de Rusia en mil ochocientos doce.
—Perfecto —dijo Frederik, con una bondadosa sonrisa—. Pero no conozco ninguna melodía que pueda ayudarte a localizar el año de los Cien Días.
—Mil ochocientos trece —exclamó Annelise, esperanzada.
—¡Hugo! —dijo el señor Frederiksen.
—Mil ochocientos quince —respondió Alboroto.
—Y ¿en qué ocupó su tiempo Napoleón entre mil ocho cientos doce y mil ochocientos quince? ¿Puedes decírnoslo, Annelise?
Pero Annelise permaneció muda, y la mala suerte quiso que Puck fuera designada para contestar la pregunta en su lugar.
—Napoleón, habiendo perdido la batalla de Leipzig, en mil ochocientos trece, dejó de ser emperador en mil ochocientos catorce. Estuvo exilado en la isla de Elba, de donde salió para reinar durante Cien Días, hasta que fue nuevamente derrotado en Waterloo, después de lo cual los ingleses le enviaron a Santa Helena, donde murió.
—Muy bien, Bente. ¿En qué año murió?
—En mil ochocientos veintiuno.
—¡Bravo! Y ¿dónde está enterrado?
—En París.
—Sí… Es decir, enterrado en el sentido exacto de la palabra, no. Su tumba descansa en un gran sarcófago en el Monumento de los Inválidos. De momento le enterraron en Santa Helena, pero sus restos fueron trasladados a París más tarde.
»¿Sabíais que sobre su tumba, en Santa Helena, creció un sauce llorón; uno de cuyos brotes fue plantado en nuestro jardín de Tivoli? Puesto que hablamos de Napoleón…
Acabada la clase, Annelise dio un paseo en barco con Lone, con la intención de alejarse de las demás.
Y entretanto en el «Trébol de Cuatro Hojas» tuvieron lugar dramáticos acontecimientos.
Por correo, llegó un paquete dirigido a Inger. Como que era muy pesado, llamó a Puck, que estaba jugando en el césped, para rogarle que la ayudara a deshacerlo.
—Sé que hay ropa de lencería dentro —dijo—, pero habitualmente siempre me ponen alguna cosa extra. Por el peso, juzgo que esta vez son libros. Toma las tijeras, por favor.
En efecto, el paquete contenía lencería limpia, e Inger, muchachita ordenada, la fue colocando cuidadosamente en su armario. Puck miraba los demás paquetes, cuidadosamente envueltos en periódicos, para el transporte. Súbitamente gritó:
—Oye…, ¿cuál es el apellido de Lone?
—Petersen. ¿Por qué?
—¿No tiene también un segundo apellido compuesto?
—Sí… Un nombre curioso…
—¿Jünchertt, tal vez…?
—Exacto, sí —respondió Inger, sorprendida—. ¿Por qué me preguntas ahora eso?
—Porque… mira aquí —dijo Puck, a quien la emoción dejaba sin aliento.
Inger dejó un montón de ropa interior en el armario y se volvió hacia la mesa. Puck le mostraba el periódico que envolvía uno de los paquetes.
—¡Lee!
Inger leyó el siguiente artículo:
NEGOCIANTE ENCARCELADO POR FRAUDE.
EL FRAUDE ALCANZA LA CIFRA DE CINCO MILLONES.
La policía acaba de detener a un negociante de cuarenta y cinco años, Preben Petersen Jünchertt. Después de un interrogatorio preliminar, ayer tarde, Petersen Jünchertt fue encarcelado para quince días, durante los cuales tendrá lugar el juicio.
El negociante Petersen, que representaba varias casas holandesas y alemanas, reconoció haber usado fuertes sumas de las empresas, falsificando cheques…
Aquello era todo. El periódico había sido roto. Pero encima podía leerse la fecha.
—Hace dos meses —contestó Puck, en voz baja.
—Ésta es la explicación del extraño comportamiento de Lone.
—¡Pobre, qué lástima me da!
—Ya sabemos ahora qué era lo que pesaba sobre su corazón. Sin embargo, ella es inocente…
—Sí, pero ¿qué sentiríamos nosotras si se tratara de nuestro padre? ¿No tendríamos también temor de que los demás lo descubriesen?
—Naturalmente.
Puck se sentó en su litera e Inger se dejó caer en una silla. Durante unos minutos permanecieron calladas. Al cabo Puck se levantó.
—Debemos ayudar a Lone.
—Sí…, pero ¿cómo?
—No sé, ya veremos. Se encuentra en una horrible situación y Annelise no hace más que acabar de hundirla, cuando lo que necesitaría es que la ayudaran a levantar la cabeza y a mirar a los demás a la cara… «Ella» no tiene por qué sentirse culpable…
—Tienes toda la razón, Puck. Pero debemos ser prudentes, ya que, de lo contrario, correremos el riesgo de cometer el mismo error de Annelise.
—¡Mira! Ahí vienen… Y naturalmente Lone carga con la bolsa que se llevaron para el paseo. Annelise camina delante y con mala cara encima. ¡Eso es intolerable!
Inger, despacio, tomó el papel de periódico… y lo retuvo unos instantes en su mano.
—¿No será mejor romper este papel? —preguntó.
—No… Ocultémoslo en un cajón.
—Sí, pero y si alguien…
—¡Nadie lo verá! Además creo que debemos confiar esto a Navío y Karen y formar las cuatro una sociedad secreta para proteger a Lone. ¿No es una buena idea?
—No —respondió Inger—. Opino que no debemos decírselo absolutamente a nadie más. Cuantos menos seamos en conocer este terrible hecho, mejor. Les diremos simplemente que nos hemos dado cuenta de que Lone necesita ayuda. Después de todo, Navío fue la primera en presentirlo, y Karen sabe muy bien lo que significa sentirse sola y desamparada.
—Tienes toda la razón del mundo. Pero yo quiero tratar de reconciliarme con Annelise. Esto nos favorecería, ya que, en tanto Annelise y yo seamos adversarias, Lone pagará las consecuencias.
—¡Magnífico! Te deseo buena suerte.
Puck encontró a Annelise y a Lone en la escalera. Lone le dirigió una triste sonrisa cohibida, pero Annelise fingió no ver a su antigua amiga. Puck le cortó el camino.
—Annelise —dijo—, necesito hablarte.
Oyó a alguien abrir y cerrar una puerta, pero no le concedió importancia.
Annelise dijo:
—¡Apártate y déjame pasar!
—¡No! —dijo Puck en tono firme—. No pasarás antes de que hayamos hablado con el corazón en la mano. Siento mucho que ya no seamos buenas amigas…
—¡Vaya! —exclamó Annelise con indiferencia.
—Lo siento —repitió Puck—, y estoy segura de que, si charláramos un ratito, todo volvería a ser como antes. Ya que en el fondo ¿qué es lo que nos separa?
Un rencor implacable reinaba en el fondo de los ojos de Annelise.
—¡Apártate! —gritó.
—No —se obstinó Puck—. Hablemos un poco antes. Es muy importante —prosiguió con ardor—. Sé bien que he cometido errores, pero creo que, si lo consideramos con calma…
La boca de Annelise tembló como si estuviera a punto de llorar, pero respondió «no» con un gesto… y empujó a Puck tan bruscamente que ésta, habiendo perdido el equilibrio, resbaló por la escalera, rodando, sin poder detenerse. Se lastimó un brazo y una pierna, y la desolación que experimentaba fue inmensa. Al fin, incapaz de retener las lágrimas, se sentó en uno de los peldaños y lloró, ocultando el rostro entre las manos. De pronto notó que alguien le ponía una mano en un hombro. Levantó la mirada y a través de las lágrimas vio los ojos azules y límpidos de la señora Frank.
—Ven, Puck —dijo la joven señora.
Puck se levantó y bajó la escalera cojeando. Un instante después estaba sentada en el despacho del director; la señora Frank se instaló en un sofá, se apoyó contra el respaldo, encendió un cigarrillo y dijo:
—¿Puedo ayudarte?
Puck sacudió la cabeza.
—No creo… —respondió tristemente; y añadió—: Muchas gracias de todos modos.
—¿De veras no hay nada que pueda hacer por ti? Compréndeme, no quiero inmiscuirme en tus asuntos, si piensas que es mejor que los resuelvas sola. Pero yo también estoy desolada de ver que Annelise y tú, antes tan buenas amigas, os hayáis peleado tan en serio. Es difícil resignarse a ello.
—Supongo que acabará por arreglarse todo de un modo u otro —murmuró Puck—. Yo estoy sobre todo preocupada por Lone.
—¿Por Lone? —exclamó la señora Frank, mirando a Puck atentamente—. ¿Por qué?
—Porque, porque…
La señora Frank se levantó, apagó el cigarrillo y pidió en tono casi agudo:
—¿Qué sabes? Cuéntamelo todo.
Puck levantó los ojos. Nunca había visto antes a la esposa del director tan determinada.
—Creo que conozco toda la historia… o, al menos, parte de ella —dijo.
—¿Sobre el padre de Lone?
Puck asintió con un gesto.
—¿Cómo lo has averiguado?
—Lo he leído por casualidad en un periódico que habían usado para envolver un paquete. El padre de Lone está en la cárcel… ¿No?
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Desde hace un momento… Es por esto que he tratado de reconciliarme con Annelise, ya que quisiéramos tratar de impedir que convirtiera a Lone en su esclava…
—¿Quisierais? ¿Quiénes más han leído el periódico?
La voz de la señora Frank seguía siendo aguda.
—Sólo Inger y yo —respondió Puck.
—Bien… Escucha, es importante, muy importante, que Lone no sospeche que alguien lo sabe, que alguien está al corriente de su desgracia. Sería una auténtica catástrofe si ella sospechara que Inger y tú lo sabéis. ¡Acuérdate, Puck!
—¡Me acordaré!
—Sé natural y sencilla con Lone. Tratarla mejor que a las demás despertaría sus sospechas. Mi marido y yo hemos puesto especial cuidado en obrar de este modo con ella, ya que quisiéramos conseguir que comprendiera lo más rápidamente posible que no es responsable de los actos de su padre. Y ahora tú deberás ayudarnos en esta difícil tarea, ya que, por desgracia, estás al corriente.
La señora Frank se levantó de su asiento.
—Voy a tratar, si puedo, de una manera u otra, hacer comprender a Annelise que debe ser razonable, a fin de que recupere el equilibrio —dijo—. ¡Hay dinamita en el aire, ya me doy cuenta, y no deseo que explote! Ve a reunirte con las demás ahora. Y acuérdate: ni una sola palabra debe salir de tus labios.
—Lo recordaré.
La señora Frank abrió la puerta que daba al vestíbulo y Puck salió. En aquel momento Annelise bajaba la escalera. Ella pasó corriendo, sin dignarse mirarla; pero la esposa del director la llamó:
—Annelise, entra un momento.
Sostenía la puerta abierta y Annelise la miró, para mirar a continuación a Puck, a quien dijo, rabiosamente:
—¿Qué? ¿Ya has ido a contárselo todo a la señora Frank?
Puck no tuvo oportunidad de responder, ya que la puerta se cerró tras Annelise y la esposa del director. Puck contempló unos instantes la puerta cerrada y luego se encaminó lentamente hacia el jardín.