Aquella tarde, un barullo infernal se desató por la parte sur. Eran probablemente las maniobras militares que se acercaban al pensionado. Los cañones atronaban, las ametralladoras crepitaban, y se oían salvas de fusil. De vez en cuando, algunas motocicletas pasaban por la carretera y pesados camiones, procedentes de Oesterby, se alejaban con sordo ruido.
Constantemente había grupos de muchachos y muchachas ante la verja y miraban los campos en dirección al lago Sur, que, a pesar de su nombre, era más bien un pantano, cuyas orillas, como decía Navío, presentaban un interés «palpitante». En aquella tierra pantanosa había, en efecto, toda clase de flores y hierbas. Había abundancia de pájaros. Y un poco más adelante se alzaban grandes «blockhaus» que los alemanes habían construido durante el tiempo de la ocupación, sin que nadie pudiera comprender qué esperaban hacer con ellos. Se decía que aquellas construcciones habían estado destinadas a ensayar armas secretas, que precisaban fuertes fortificaciones. La liberación había concluido con aquel triste período, los alemanes se habían ido, pero los «blockhaus» grisáceos, medio derruidos, subsistían. Nadie se aproximaba a ellos, ya que medio desaparecían entre una espesa vegetación formada de ortigas, cardos y hierbas silvestres.
Los cañonazos atronaban las antiguas fortificaciones alemanas. La guardia civil de Sunkoebing tomaba parte en las maniobras con soldados de distintas guarniciones de Seeland.
Había en el aire una auténtica tensión, a pesar de que resultaba difícil comprender qué ocurría en realidad entre los dos bandos «en guerra», llamados respectivamente «parte naranja» y «parte blanca».
Puck y sus compañeras del «Trébol de Cuatro Hojas» no vieron a Annelise en el resto de la tarde. Cuando llegó la hora de hacer los deberes escolares, se retiraron a su cuarto. Pero Puck apenas conseguía concentrarse en la lección que le correspondía estudiar de historia danesa. Estaba pensando en el extraño cambio que se había producido en el carácter de Annelise, antes tan juguetona y alegre. Finalmente se volvió hacia sus amigas y les dijo:
—No consigo apartar a Annelise de mi pensamiento… Según vosotras, ¿qué se podría hacer?
—Bien, pues… —dijo Karen—. Si Annelise nos pone mala cara, habrá que esperar a que la ponga buena…
Puck miró a Karen con asombro. Se acordaba del tiempo en que Karen estaba peleada con todo el mundo, creyéndose criticada y perseguida. El cambio producido en ella era tan sorprendente como el que ahora estaba operándose en Annelise.
—No es tan sencillo… —dijo Inger, pensativa—. Además a todas nos ocurre estar de malhumor a temporadas…
—Puedo comprender el problema de Annelise —dijo Navío—. Se siente desplazada. No puede dominar a los que la rodean, como antes. Aquí, en Egeborg, no basta con poner en movimiento la fortuna de su padre para que todo el mundo se incline…
—¡Tampoco era tan exagerado esto cuando estaba en su casa! —respondió Puck—. Debemos ser justas. A pesar de que Annelise, terriblemente mimada, poseía cuantos vestidos y otras cosas quería, y constantemente recibía regalos, pero era simpática y generosa con todo el mundo, ¿no?
—Sí —dijo Navío—; pero también constantemente se ufanaba de la fortuna de su padre. Mi amistad por ella no me ciega.
—Es natural que se sienta feliz con las cosas que su padre le compra —dijo Puck—. También tú estuviste contenta con los regalos que te hizo tu padre, Navío.
—Sí, pero… Bien, en el fondo, puede que tengas razón, puede que en realidad no exista tanta diferencia… —admitió Navío, con una sonrisa un poco forzada—. Pero en ocasiones Annelise exagera…
Puck no respondió. Miraba por la ventana, reflexionando en lo que Navío le había dicho de Lone, aquella chiquilla tímida, y de Annelise, quien, a pesar de su buen fondo, estaba esclavizando a Lone a sus caprichos.
¿Por qué Lone era tan temerosa, tan reservada? ¿De qué tenía miedo? ¿Ocultaba algún secreto que la oprimía? Y, en tal caso, ¿qué clase de secreto podía ser aquél? Lone no era una muchachita fácil de comprender, pero era muy agradable y a Puck le gustaba mucho. Y no cabía duda de que, a causa de Annelise, estaba a punto de perder su equilibrio y habría que obrar con prudencia si se quería ayudarla.
En aquel momento llamaron a la puerta y la vigilante, señorita Hansen, asomó la cabeza.
—¿Cómo va ese trabajo, pequeñas?
—Bien —respondieron a coro las muchachitas.
—Siempre decís lo mismo…; pero, cuando estáis en clase, todo es diferente —observó la señorita Hansen—. ¿Tiene alguien necesidad de mi ayuda?
—No, gracias —respondieron ellas.
—En tal caso, disculpadme si os he importunado —dijo la señorita Hansen.
Y desapareció.
Navío se volvió hacia sus compañeras.
—¡Es muy simpática! —declaró con entusiasmo.
Después del estudio, Puck cruzó la gran extensión de césped para llegar hasta el lago. Se sentó cerca del embarcadero y dejó que su mirada errara por la superficie del agua. Sus pensamientos volaron lejos… Pensó en el día en que su padre, regresando de su trabajo, le había anunciado que habrían de separarse, ya que él se veía obligado a ir a realizar un trabajo para su empresa a Valparaíso. Se acordaba bien de aquella tarde…, de la lluvia que caía contra los cristales, de la voz grave del ingeniero Winther, de la desesperación que se había apoderado de ella…
Desde luego seguía añorando muchísimo a su padre, pero la vida en el pensionado de Egeborg estaba tan llena de cosas variadas que los días volaban sin apenas darse cuenta.
Pensaba así cuando oyó súbitamente voces a su espalda. Volvió la cabeza y reconoció a Annelise y a Lone. Como las dos muchachitas se paseaban por entre los arbustos y matorrales del jardín, Puck pudo oírlas, pero no consiguió verlas, desde su asiento junto al lago.
—Si ocurre algo, sea lo que sea, no tienes más que venir a decírmelo —decía la voz de Annelise—. Yo puedo solucionarlo todo, y, en el caso de que yo no pudiera, mi padre lo solucionaría en un instante.
—Sí, gracias, pero…
—Nada de peros… ¿Te envían mucho dinero tus padres?
—No, francamente, no…
—Yo, en cambio, tengo siempre mucho. Si te falta, me lo pides. ¿En qué trabaja tu padre?
Hubo un corto silencio.
—Viaja… Viajes de negocios, creo… No estará de regreso hasta dentro de algún tiempo… Es por esto que estoy aquí…
—¿No vendrá a visitarte?
—Sí, claro, pero su trabajo… Mamá dice que hay muy pocas personas en el mundo que puedan hacer lo que quieren…
—Mi padre hace exactamente lo que quiere. En realidad, yo no debería estar en el pensionado, pero papá pensó que sería bueno para mí. ¿Quién era la señora que te visitó el domingo?
—Mi mamá.
—Es bonita. ¿En qué se ocupa?
—Trabaja en la Administración fiscal. Acaba de tomar ese puesto…
—Mi padre dice que la Administración fiscal es algo espantoso —declaró vivamente Annelise, muy excitada—. Dice siempre que las gentes de los impuestos tienen la cabeza embrollada. Pero, ves, eso lo dice porque no conoce a tu madre. Y porque no le gusta pagar impuestos. A mí tampoco me gustaría…
Las voces se fueron debilitando y al fin se desvanecieron. Puck permaneció largo tiempo sentada a la orilla del lago, reflexionando. El modo como Lone había afirmado que su padre estaba lejos, en viajes de negocios, había sido muy raro…, como si lo que la chiquilla dijera no fuera cierto.
Puck se levantó, avanzó por la orilla, pasó ante la casa de los profesores, y tomó el senderillo que conducía a la casa del guardabosque. No se trataba de un verdadero camino, pero el suelo estaba seco y firme y no se corría ningún riesgo.
¿Viaje de negocios? No, no era muy probable. La verdad era que los padres de Lone se habían separado y Lone no quería hablar de ello. De lo contrario, ¿por qué se hubiera visto forzada su madre a tomar un empleo?
También los padres de Karen estaban separados y la muchachita, puesta también en el pensionado, había hallado grandes dificultades en encontrar su equilibrio. Ahora el caso de Lone podía ser semejante. Sería quizá conveniente hablar de esto con Annelise y tratar de hacérselo comprender.
Al atravesar el jardín, Puck se encontró con la señora Frank, que estaba ocupada arrancando malas hierbas.
—Hola —saludó la encantadora esposa del director—. ¡Acércate Puck! Si no sabes en qué ocuparte, yo puedo darte trabajo…
La señora Frank vestía pantalones azules y un sencillo jersey, pero, como siempre, quedaba muy elegante. Se había puesto un pañuelo escocés en la cabeza y en los pies, botas de caucho. Puck pensaba que la elegancia de la señora Frank estribaba en que sabía cómo debía vestir para cada ocasión. Si trabajaba en el jardín, se ponía vestidos o pantalones viejos; si se trataba de ir a una fiesta, se ponía con gracia y naturalidad un lujoso traje, pero siempre tenía aire de gran señora. Por su sencillez y su buen humor, representaba para las alumnas un ideal excelente.
—Sí —respondió Puck, sonriente—. Estoy necesitando una ocupación…
—Entra entonces… Espero que lleves puestos zapatos viejos…
—¡Los más viejos del mundo!
—Bien, en tal caso arremángate… Es preciso limpiar todo esto. Mira… Sacude la tierra que queda prendida en las raíces y echas las hierbas malas a aquel montón. Mi huerto particular nos proporciona gran parte de las legumbres que comemos en Egeborg, así que debe estar bien cuidado… ¿Te he contado alguna vez que fui yo quien lo plantó todo, ayudada por algunos obreros? A decir verdad, me siento tan orgullosa de los resultados que nada me gusta más que trabajar en esto…
Puck se puso, pues, a arrancar las malas hierbas del terreno con ardor. No estaba segura de que aquello fuera muy divertido, pero le encantaba ayudar a la señora Frank.
—¿Cómo va el «Trébol de las Cuatro Hojas»? —preguntó la señora Frank, cuando ya llevaban un buen rato trabajando en silencio—. Creo que no he charlado contigo desde que regresasteis de la excursión en bicicleta, tan fecunda en acontecimientos, y seguramente tendremos muchos temas de conversación, por poco que nos lo propongamos, ¿no?
—Sí —dijo Puck—, es cierto que no tuvimos tiempo de aburrirnos. Tuvimos un incendio debido a misteriosos visitantes nocturnos, policías que perseguían a dos muchachos evadidos…, y también «aparecidos». Pero conseguimos salir bien de todo.
Y, sin interrumpir el trabajo, Puck explicó sus aventuras de vacaciones a la señora Frank, que la escuchaba sonriente. Una vez terminado el relato, hubo una corta pausa. Luego la esposa del director preguntó:
—Y ¿cómo van las cosas con Annelise, desde que está con nosotros?
—Creo que bien —contestó Puck, molesta ante la idea de tener que referirle las preocupaciones que le causaba su amiga.
—Siempre se requiere cierto tiempo para habituarse a un nuevo ambiente —observó la señora Frank—. Annelise acabará por acostumbrarse. Es una excelente muchachita, me parece.
—Lo es, en efecto, pero como usted dice, señora, hace falta tiempo para acostumbrarse a un medio ambiente nuevo. Me acuerdo de cómo era yo cuando llegué aquí…
—Sí, yo también me acuerdo. ¿Recuerdas que me ayudaste a recoger judías verdes? ¡No tardé en darme cuenta de que las detestabas!
—¿Qué piensa usted de Lone? —preguntó Puck súbitamente.
La señora Frank la miró con asombro.
—¿Lone? Es encantadora… ¿No te parece?
—Sí, encantadora del todo… Pero últimamente se ha vuelto rara…, como si tuviera miedo de algo…
—¿Habéis comentado esto entre las alumnas? —preguntó gravemente la señora Frank, dejando de trabajar y levantándose.
—No. A decir verdad no hablamos de ello, pero dos o tres de nosotras nos hemos dado cuenta de que algo le ocurre a Lone.
—Lone tiene problemas familiares que le impiden sentirse tan despreocupada como vosotras —dijo la señora Frank, lentamente—. Es una historia bastante complicada y no deseo contártela ahora, pero puedo afirmarte que, si tú consiguieras que Lone se sintiera contenta entre nosotros, sería una buena acción por tu parte. Con tal de que seas amable con ella, de que no la importunes, no la molestes… No es difícil ayudar a una compañera, basta con tener con ella ciertas consideraciones… Creo que tú y yo nos comprendemos respecto a esas cosas, ¿verdad? Después de todo triunfamos con Karen plenamente…
—Sí —dijo Puck, calurosamente—. Y fue usted quien me indicó el modo de entenderme con ella, señora. Jamás lo olvidaré.
—¡Bah! Las dos acabasteis por congeniar solitas y ahora sois grandes amigas. Dar buenos consejos resulta fácil, pero llevarlos a cabo es otra cosa.
—Como sea, yo me acordaré de lo que usted me ha dicho respecto a Lone.
—Perfecto… Pero no le hagas preguntas de ninguna clase. Las preocupaciones de Lone son asunto suyo. La amabilidad debe dispensarse gratuitamente, ya lo sabes. Sin esperar ni pedir nada a cambio, ni siquiera confidencias.
—Lo tendré presente…
—Bien, trabajemos ahora. Todavía dispongo de un cuarto de hora antes de ir a ocuparme de la cena.
***
En el fondo de su corazón, Puck sabía lo que le estaba ocurriendo a Annelise.
No era su nueva existencia lo que la hacía sufrir y le había cambiado el humor, sino un sentimiento de celos por causa de Karen.
Annelise no había experimentado nunca la menor simpatía por ésta y, cuando Puck y Karen, después de numerosas dificultades, habían puesto fin a su enemistad insensata para convertirse en buenas amigas, Annelise se había sentido relegada. Si no se le permitía representar el primer papel, ya se mostraba enojada, y eso era porque sus padres no habían tratado jamás de frenar su carácter autoritario. Era más falta de ellos que de la muchachita, pensaba Puck.
Aquella noche, después de la cena, las muchachitas jugaban a pelota con raquetas sobre el verde césped. Else y Joan se habían unido a las ocupantes del «Trébol de Cuatro Hojas» y la partida resultaba apasionante. Alboroto y Cavador, de pie en una de las avenidas del jardín, daban a las jugadoras consejos que éstas no escuchaban.
Finalmente Alboroto gritó:
—¡Las chicas jamás sabréis jugar bien a pelota! ¡Sería mejor que os dedicarais a coser y bordar! ¡Dais unos golpecitos al balón que son de risa!
Puck, que precisamente se disponía a darle a la pelota, bajó su raqueta y se volvió.
—Oye, Alboroto —dijo—. Si te consideras tan gran experto, ¿por qué no te acercas a darnos lecciones? Ambos seríais bien acogidos, ¿verdad, amigas?
—Sí, sí —respondieron a coro las muchachitas.
Alboroto bajó la cabeza.
—No tenemos tiempo que perder —dijo, a modo de excusa—. ¡Tenemos muchas cosas más serias en que ocuparnos! Tal vez en otra ocasión…
—¡Qué caradura! —gritó Navío—. Lo que te ocurre es que tienes miedo de ser derrotado vergonzosamente…
—Ea, venid —dijo Else—. Tú, Alboroto, puedes formar pareja con Puck, y Cavador se pondrá de nuestro lado. ¿No es una buena idea?
Después de haber estado titubeando un rato, los muchachos se dejaron convencer y el juego se animó. Alboroto y Cavador eran excelentes jugadores y tenían un golpe de vista certero. Las muchachitas se las vieron y desearon para seguir su ritmo. Finalizaba el juego en una especie de empate, entre Alboroto y Cavador, cuando Puck vio a Annelise y Lone acercarse por otra de las avenidas. Les gritó:
—Hola… Acercaos…
Annelise volvió la cabeza, la miró, pero no dijo nada.
—¡Venid a jugar con nosotros! —llamó Puck.
Annelise sacudió la cabeza.
—¿Qué le pasa? —preguntó Alboroto—. ¿No te escucha?
—Está enfadada —respondió Karen—. Déjala tranquila.
—¡Jamás de la vida! —dijo Alboroto, lleno de ardor—. ¡Una invitación es una invitación! Sería mucho más divertido si fuéramos más jugando…
Después de haber dicho esto, corrió hacia las dos muchachitas.
—¡Vamos, entrad en el juego, chicas! —dijo—. Precisamente nos estaban haciendo falta dos jugadores más.
—No nos apetece —dijo Annelise—. ¿Verdad, Lone?
Lone permaneció callada. Su mirada vagaba de un lado a otro. Resultaba evidente que deseaba tomar parte en una partida tan divertida.
—¡Sin bobadas! —ordenó Alboroto—. ¡Venid!
Lone empezaba ya a aproximarse a las otras en compañía de Alboroto. Annelise estuvo dudando unos segundos, pero por fin se resignó y les siguió. Poco después la partida proseguía. Los equipos habían sido seleccionados a suertes. Lone estaba del lado de Puck y Annelise con el equipo contrario.
Le tocaba a Karen, pareja de Puck, lanzar la pelota. En una elegante trayectoria, la envió por encima de las cabezas de sus adversarios a buena distancia del terreno de juego. Después corrió con tanta ligereza que ya se hallaba a mitad de camino de regreso cuando Cavador recogió la pelota y se la devolvió.
Un gran grito de triunfo surgió de los jugadores, que se precipitaron hacia el lugar de servicio. Pero Karen reaccionó con la rapidez del rayo, saltó y recogió la pelota con la raqueta. Después tropezó y cayó cuan larga era…, pero sin soltar la pelota que, lanzada de nuevo con fuerza, fue a dar a la pierna de Annelise.
—¡Bravo, Karen! Vuelve ahora —gritó Puck.
Karen se levantó y fue a reunirse con su equipo. Annelise no se movió. Dijo:
—¡No me has tocado!
—Sí, te he tocado —dijo Karen—. Estoy absolutamente segura.
—No, no es cierto. Si me hubieras tocado, lo hubiera sentido.
Los jugadores se agruparon alrededor de las dos muchachitas. Annelise daba fuertes golpes con el pie en el césped.
—¡Exijo que me creáis! —decía—. ¡No me ha tocado!
—Sin embargo…
Karen trató de protestar.
—Sí, te ha tocado y te consta —dijo Puck ¡Aquí se juega con lealtad, es mejor que lo tengas en cuenta!
Annelise la desafió con aire furioso. Los demás intercambiaban miradas perplejas. Si Annelise había sido tocada, debía reconocerlo, naturalmente, pero, por otra parte, resultaba muy difícil probar que la pelota la hubiera alcanzado.
—¿Estáis diciendo que miento? —exclamó Annelise entre dientes.
—Digo simplemente que has sido tocada y que sabes que es absolutamente cierto —afirmó Puck con calma—. Interpreta mis palabras como quieras.
Annelise levantó una mano, como si tuviera la intención de abofetear a Puck. Pero cambió de idea y la dejó caer. Estaba perdiendo continencia.
—Además —prosiguió Puck—, si no te has sentido tocada, ¿por qué te detuviste?
Annelise miró uno después de otro a cuantos la rodeaban. Sus ojos estaban llenos de destellos iracundos. De nuevo pisoteó el césped con enojo, dio media vuelta y se fue hacia el edificio. Los demás la siguieron con la mirada y, al volverse, vieron al señor Frank, que se hallaba en una de las avenidas del jardín, a una docena de metros de ellos. Nadie hubiera podido decir si había oído o no el intercambio de palabras vehementes entre Puck y Annelise. El director prosiguió tranquilamente su camino, limitándose a saludarles con una inclinación de cabeza, al pasar por su lado. Parecía absorbido por el paisaje. Unos segundos después, desapareció tras unos setos.
—¡Hum, qué bonito! —exclamó Alboroto—. Tal vez hubiese sido mejor no insistir en que Annelise viniera a jugar con nosotros…
—No podemos reprocharnos el haberla invitado —dijo Karen—. Además, yo sé muy bien que la pelota la ha tocado. Sólo que, como se trataba de mí, ella no ha querido reconocerlo.
—Tal vez estemos equivocados —dijo Inger, conciliadora—. Sobre todo, no desproporcionemos ahora el incidente…
—¿Y si continuásemos el juego? —propuso Puck.
Lone negó con la cabeza.
—Yo no tengo ganas… Además he de escribir una carta… Sin mirar a nadie, pasó por medio del grupo y se dirigió hacia la puerta del pensionado.
—¡Qué bien! —observó Karen en tono burlón—. No se puede negar que Annelise la tenga domesticada…
—¡Bah! —dijo Joan—. No es tan terrible como eso y nosotras nunca tenemos problemas con Annelise, quiero que conste. No hay nada en contra de ella…
Cuando un poco más tarde los miembros del «Trébol de Cuatro Hojas» se disponían a acostarse, Navío dijo:
—Lone es un problema. Me gustaría saber qué tiene. Si no me equivoco, Annelise la domina más cada vez.
—Sí, pero Joan ha dicho… —empezó Inger.
—¡Inger, eres un ángel! —exclamó Karen—. ¿No te das cuenta de que también Joan come en la mano de Annelise?
—No… Y ¿por qué?
—Annelise les ha comprado a todas en cuerpo y alma —explicó Navío—. En este caso, doy totalmente la razón a Karen. Joan no dispone jamás de dinero y nunca llevaba vestidos lindos. Pero ¿os habéis dado cuenta que desde la llegada de Annelise viste mejor? Y como que Else no se mete nunca en nada, limitándose a sus estudios y lecciones, resulta fácil para Annelise mandar en la habitación.
—Francamente —dijo Inger, que se había tendido en su litera y cruzado los brazos bajo la cabeza, y las miraba a todas directamente—, no acabo de comprender que todo esto sea tan importante como parecéis creer. Annelise se ha hecho gran amiga de Joan, Else y Lone y, si entre sí se prestan favores, no veo en ello mal alguno.
Al día siguiente era domingo y todos tenían grandes planes, pero quedaron rápidamente olvidados, evaporados como por arte de magia, a causa del interés que presentaba el espectáculo de las maniobras militares.
Desde aquella mañana, los coches militares llegaban hasta la misma orilla del lago y, desde el jardín, los alumnos de Egeborg podían seguir la instalación por la cabeza de puente que iba desde la casa del guardabosques hasta el propio pensionado. Los soldados entraban en el agua del lago para clavar allí pilares. En los lugares más profundos, los soldados colocaban pontones, traídos hasta allí por los grandes camiones, El puente quedó tendido y resistió admirablemente.
Los pesados carros blindados que circulaban por encima se encaminaban luego hacia el bosque, por el sendero que marcaba la demarcación entre el bosque del Oeste y el jardín del pensionado. Profesores y alumnos se mantenían detrás de la verja, disfrutando del interesante espectáculo.
A la hora del almuerzo, el señor Frank se levantó y golpeó un vaso con el cuchillo.
—Deseo manifestaros mi contento porque todos habéis respetado la prohibición de salir al terreno de las maniobras. Según me consta, nadie ha tenido que quejarse de vosotros. Como recompensa hemos podido asistir a la construcción del puente, lo que me parece muy instructivo. Debo deciros que las maniobras proseguirán aún algunos días más y, si he comprendido bien, consistirán en un simulacro de sabotaje a los «blockhaus» próximos al lago. No he entendido del todo si van a saltar con dinamita esos «blockhaus» o bien si la operación será simulada. En cuanto lo sepa os lo diré. Se habla de un gran desfile final en los campos de La Gran Granja y se comenta que vendrá un personaje muy importante…
El director hizo una corta pausa y sonrió.
—¿Adivináis de quién se trata?
Hubo una discusión general en las mesas. El gordo Svend dijo:
—¿El alcalde de Sunkoebing?
Todo el mundo rió, pero el señor Frank dijo:
—Caliente, caliente, Svend. Si los proyectos se realizan, también vendrá el alcalde de Sunkoebing.
—Entonces ¿no será él el general en jefe? —preguntó Alboroto.
—Oh, oh… —gritó el pequeño Aage Jorgensen, impresionado—. ¿Vendrá un general?
—Ciertamente, más de uno —respondió el director.
—¿Y un almirante en jefe? —propuso Rosinin.
—No creo —dijo el señor Frank—. Pero no quiero teneros más sobre ascuas. ¡Es probable que venga el propio rey en persona, en cuyo caso llenaremos Egeborg de estandartes y banderas!