Qué significa todo este ruido?
—Son coches…
—Sí, eso ya lo veo, pero ¿qué clase de coches? Ven…
Puck y Navío atravesaron corriendo el jardín del pensionado en dirección a la carretera. Algunos muchachos estaban agrupados en la verja y una hilera de camiones cargados desfilaban ante sus ojos.
—Vaya…
—¡Son soldados!
—Sí —dijo Alboroto, quien, con otros compañeros, miraba el cortejo militar.
—Si queréis información sobre eso, chicas, sabed que son camiones de dos toneladas y media. Pero ¿qué sabéis las mujeres de esas cosas…?
Una nube de polvo envolvía la larga hilera de vehículos. Desde lo alto de las cabinas los soldados sonreían a los jóvenes espectadores.
—¡Esto es un carro blindado! Mira…
—Y otro y otro… ¡Formidable!
—¡Y un cañón!
—Va a haber maniobras. ¡Estupendo! Seguramente lucharán junto al lago del sur, donde quedaron los «blockhaus» de los tiempos de la ocupación.
Mientras los muchachos conversaban apasionadamente, Puck y Navío seguían con la mirada los pesados vehículos y los cañones camuflados. La vida en Egeborg era ya bastante «palpitante» de por sí, pero cosas como aquélla no se veían todos los días. Las maniobras militares constituían una gran novedad. Las muchachitas regresaron lentamente al edificio del colegio. Los árboles del jardín tenían el dorado color del otoño, el aire era límpido y el cielo azul pálido con tenues nubecitas blancas.
—¡Qué bello es todo aquí! —exclamó Puck, mirando a su alrededor. Su alegría era inmensa—. Jamás hubiera creído, Navío, que pudiera sentirme tan feliz lejos de la ciudad. Cuando llegué a Egeborg, tenía el corazón en un puño.
—Yo también —dijo Navío—. Pero, en serio, Puck, en este colegio llevamos una vida agradable… El matrimonio Frank y los profesores son todos estupendos. En cuanto a los compañeros…
Las dos amiguitas se sentaron en un banco. La vista por encima del lago de Egeborg era espléndida. Una ligera brisa, acariciando la superficie del agua, formaba pequeñas olas que brillaban al sol. Los árboles del bosque del oeste y la selva del norte, dorados por la estación, enmarcaban aquel lago misterioso, de romántico aspecto. Las encinas de la isla del Caballero Volmer, rodeando el bosque por la parte posterior, dibujaron contornos llenos de gracia ante las pequeñas olas del lago.
—Sí, me siento feliz aquí —repitió Puck ¡Y he aprendido tantas cosas en Egeborg!
—¿En clase?
—No. Lo que he aprendido en clase lo hubiera aprendido en cualquier escuela. Pero no hay que olvidar que yo vivía en un apartamento de un tercer piso en Copenhague y que en verano íbamos a la playa de Horbaek, donde había tanta gente que teníamos la impresión de seguir en la ciudad. Aquí tenemos la naturaleza, sí, ¡la verdadera naturaleza! Y se puede ser uno mismo en todo momento…
Navío la miró sonriendo.
—¡Es divertido lo que te gusta la naturaleza! Por eso te llamamos Puck, Puck de los bosques…
Puck rió a su vez.
—Sí, ya lo ves… Incluso mi nombre ha cambiado aquí. Pronto no me acordaré de que me llamo Bente. Ayer, al escribir a papá, me di cuenta de que, distraída, había firmado Puck, pero lo corregí en seguida, ya que papá acabaría por no reconocerme.
—Bah, mi papíto me reconoció en seguida —dijo Navío, riendo—. A propósito, ¿quieres que pongamos algunos de los discos que me trajo de Nueva York?
—No. Quedémonos aquí. ¡Hace tan buen tiempo! ¿Dónde están las demás?
—Karen e Inger han ido a pasear en bicicleta. Sin ninguna ruta determinada. ¡Y Annelise está ocupada en organizar a su alrededor una nueva corte de seguidores!
—¿Qué quieres decir con esto? —preguntó Puck.
—Ah —respondió Navío—. Quiero decir tan sólo que a mi juicio, Annelise está muy ocupada en hacerse valer. Es una chica tremendamente mimada, a pesar de que sea, lo reconozco, divertida y animosa.
—En todo caso, es un progreso el que haya consentido en venir interna.
—Claro, no debes interpretar mal mis palabras. Estoy contenta de tener a Annelise por compañera, pero ella quiere siempre decidirlo todo y eso me fatiga. En particular cuando se trata de alguien incapaz de ponerla en su sitio, como hacemos nosotras.
—¿Te refieres… a Lone?
Navío asintió con un gesto.
—A decir verdad —dijo—, compadezco un poco a Lone, sin acabar de comprender por qué siempre aparece atormentada. No es feliz, ¿verdad?
—Me temo que no —recordó Puck—. Claro que hace poco que está aquí…
—Cierto —dijo Navío—. Sin embargo, ha cambiado mucho últimamente…
—Annelise parece mostrarse amable con ella, si no me equivoco —observó Puck.
—Sí —reconoció Navío, levantándose—. Annelise es amable con ella…, pero de un modo aplastante, y a veces desearía que dejara de mostrarse tan insoportablemente «protectora». ¡Aplasta todo lo que protege, como un elefante que pusiera una pata encima de un huevo para protegerlo!
Puck rió. Nadie —salvo la propia Annelise—, hacía observaciones tan divertidas como Navío. A su pintoresco modo, tan personal, la espabilada hijita del capitán Sommer sabía mirar las cosas y discernir la verdad oculta tras las apariencias. Annelise era mucho más simplista en sus juicios, y lo mismo podía decirse de Karen, en tanto que Inger era la calma personificada, siempre equilibrada, juiciosa, paciente, reflexiva antes de expresar su opinión… Cada ser humano tiene, sin duda, sus cualidades y sus defectos.
En cuanto a Lone…
Puck no había hablado mucho con ella en los últimos tiempos. Lone, por otra parte, se mantenía a distancia. Pero Puck había sentido simpatía hacia ella desde el primer día, y se había alegrado al saber, de regreso de las vacaciones de otoño, que iba a compartir la habitación con Annelise, Else y Joan, lo que significaba que se hallaría entre excelentes compañeras.
No había pensado Puck en que la actitud amistosa de Annelise se manifestara de un modo tan tiránico. Y ahora Navío llamaba su atención a ese respecto. Annelise, la hija del rico hacendado Dreyer, habituada a obtener todo cuanto quería, a dirigir y mandar a los que la rodeaban, tenía dificultades en someterse a la disciplina del pensionado. En una pequeña sociedad como la de Egeborg ocurre exactamente lo mismo que en una gran sociedad, cuyos miembros deber guardarse consideración los unos a los otros si se quiere evitar roces. Pero alguien que ha hecho siempre su capricho no puede comprender tal cosa.
En realidad, Annelise era una muchachita encantadora…, una excelente compañera…, muy de fiar, pero… a veces, recordaba a los carros blindados que acababan de ver desfilar por la carretera. Annelise lo derribaba todo cuando quería llevar a cabo algún proyecto y tenía grandes dificultades en aceptar una opinión distinta a la suya. Annelise estaba acostumbrada a hacer cuanto se le antojaba. Y por esto Lone se había convertido en un juguete en sus manos, si Navío no se equivocaba en sus apreciaciones.
Puck permaneció sentada en el banco, mientras Navío de pie, contemplaba el lago.
—Mira —dijo de pronto—. Precisamente Lone viene hacia acá…
Una muchachita frágil, casi desgarbada, caminaba lentamente por la orilla. Su delgada silueta estaba impregnada de tristeza y soledad, sin que se comprendiera del todo si esta impresión provenía de su postura un tanto inclinada, de sus movimientos lentos o de la mirada de sus ojos grises… Cuando vio a las otras, una sonrisa iluminó su rostro.
—¡Hola, Lone!
—¡Hola, Navío!
—¿Dónde vas?
—A ninguna parte —respondió.
—¿Quieres dar un paseo con nosotras?
—No, gracias.
Navío y Puck se miraron.
—Podríamos ir hasta el bosque del oeste para ver si hay setas —propuso Puck.
—No, no… —dijo Lone—. Será mejor que vaya a estudiar… Estoy bastante atrasada en historia…
Y, después de haber sonreído amistosamente a sus dos compañeras, Lone cruzó el jardín en dirección al colegio.
—¿Lo ves? —exclamó Navío, cuando la frágil silueta hubo desaparecido en el césped—. Está siempre así, apurada por algo, no sé por qué, y esto significa que, si nosotras no hacemos algo para evitarlo, Annelise la habrá esclavizado totalmente antes de un mes.
—¡No, no lo pongas tan negro! —dijo Puck—. Ven, vamos a buscar setas ya que hemos tenido tan luminosa idea. Y las dos muchachitas pasaron como trombas delante del edificio de los profesores en dirección al bosque del oeste.
***
El profesor Krogh apartó los ojos de su tarima para fijarlos en sus alumnos.
—Veamos, Hugo, ¿sabrías decirnos qué animales viven en África?
Alboroto se levantó.
—No —dijo el señor Krogh—, no es necesario que te levantes. Lo importante es que sepas qué animales viven en África.
El tono era un tanto burlón. La clase comprendió enseguida que el profesor Krogh había debido de levantarse de mal talante aquella mañana. En el fondo, el profesor de historia natural era, como decía Navío, un buen hombre…, pero de vez en cuando pillaba berrinches terribles, más bien debidos a vejaciones y a decepciones personales que a los alumnos; pasada la crisis, se mostraba arrepentido. Esto no contribuía demasiado a ganarle el respeto de los alumnos, pero muchachas y muchachos mostraban para con él una amable comprensión, como debe mostrarse siempre para con el prójimo.
Alboroto se irguió.
—El león… —dijo—. El león…
—Sí. ¿Y qué más?
—El elefante —dijo Alboroto—. El elefante…
—¿Por qué repites dos veces cada cosa? —preguntó el profesor, impaciente—. ¿Por qué dices «el león, el león», «el elefante, el elefante…»?
—Porque hay varios de cada especie —dijo Cavador, lo bastante fuerte como para que lo oyera todo el mundo. Las chicas reían con disimulo.
El señor Krogh dio un fuerte palmetazo en la mesa.
—¡Silencio! No acepto impertinencias. ¡Otros animales, Hugo!
—El rino…, rino…, ri… ¡achís!
Alboroto estornudó estruendosamente, después de haber estado tratando de evitarlo con todas sus fuerzas y ante la mirada insinuadora del señor Krogh.
—¡Jesús! —dijo el profesor.
Alboroto se secó los ojos y se sonó. En ocasiones demostraba tal dignidad en sus gestos que ponía a los profesores en una incómoda situación.
—Gracias —dijo.
Después de haber vuelto a doblar cuidadosamente el pañuelo, lo devolvió al bolsillo y suspiró profundamente.
—La rinofaringitis… Perdón, quise decir, naturalmente, el rinoceronte —prosiguió sin inmutarse.
El señor Krogh le miró perplejo, pero no pudo encontrar un motivo justificado para llamar de nuevo al orden a su alumno, a pesar de que había notado que se estaba propagando por la clase un alegre nerviosismo y agitación.
—El león, el elefante, el rinoceronte, está bien. ¿Qué más?
—Muchos pájaros… El ibis, por ejemplo.
—Estábamos hablando de cuadrúpedos.
—Las gacelas, los búfalos, los anti…, anti…, anti…, ¡atchum!
Alboroto sacó de nuevo su pañuelo. La clase se divertía en grande. Pero el profesor estaba empezando a enojarse seriamente. El tic nervioso de sus ojos, signo infalible de su enojo, aumentaba. Trató de controlarse, pero seguramente le resultaba tan difícil como a Alboroto dejar de estornudar.
—¿No podrías salir de clase y volver cuando hayas estornudado todo lo que precises, Hugo? Eso parece tener aspecto de ir para largo —dijo—. ¡Annelise! Prosigue tú donde Hugo ha quedado.
La pregunta tomó a Annelise totalmente por sorpresa, ya que en aquellos momentos se hallaba ocupada escribiendo una nota a Joan.
—Sí —dijo, levantando una mirada confusa hacia el profesor.
—Los animales de África —repitió éste con paciencia mal conseguida.
—Sí —repitió Annelise—. Los animales de África.
—Cítame algunos nombres —dijo el señor Krogh, echando una mirada de reojo a la puerta, tras la cual Alboroto continuaba sonándose ruidosamente.
Los ojos de Annelise se perdieron en la lejanía a través de una ventana. El estudio no era su fuerte.
—El león —dijo.
—Éste ya ha sido nombrado. Prosigue…
—El tigre —dijo Annelise.
¡Tonterías! No hay tigres en África —gritó el señor Krogh—. ¿Dónde viven los tigres?
—En la India.
—Sí. ¿Y dónde más?
Los ojos de Annelise buscaron auxilio. Joan abrió a escondidas su libro de ciencias naturales y lo apoyó en la espalda de Cavador. Annelise trató en vano de echarle una ojeada.
—¡Ni siquiera sabes eso! —exclamó el profesor con desdén—. ¿Quién puede responderme?
—En Asia del Norte —dijo Inger.
—Exacto. Pero estábamos hablando de la fauna de África.
—La cebra —dijo Annelise—. La cebra y la jirafa.
—Bien. Pero esto va muy despacio. Yo quiero respuestas rápidas y exactas. Nómbrame más animales africanos.
Los ojos de Annelise buscaron de nuevo el libro. Joan, a escondidas, acababa de pasar una página y acababa de dar con la que hablaba de la fauna de África. Annelise consiguió leer una palabra y la lanzó como se lanza una pelota.
—¡La sabana!
El señor Krogh saltó en su asiento.
—¿Cómo dices?
—La sabana —repitió la muchachita, irguiendo la cabeza.
El señor Krogh estaba a punto de explotar. Bajó de su entarimado y se detuvo ante Annelise. Joan se apresuró a cerrar el libro.
—Según parece, crees que la sabana es un animal, ¿eh? —silbó entre dientes el profesor—. La sabana es una llanura llena de altas hierbas y pocos árboles, donde pacen animales de varias especies. Si yo fuera Annelise Dreyer me sentiría avergonzada de ignorarlo.
Giró sobre sus talones y regresó a su mesa.
—El asno, el dromedario, la hiena —enumeró, golpeando la mesa con el puño a cada nombre—. El búfalo, la gacela, el antí… ¡Atchím!
—Te habla a ti —murmuró Puck a Annelise, en voz baja.
Los alumnos reían con disimulo, encantados de la situación.
—Decididamente aquí hay corrientes de aire —dijo el señor Krogh.
De modo misterioso, su estornudo había desviado su atención de la lección que estaba dando.
—El cocodrilo, el hipopótamo —concluyó—. ¡Exijo que conozcáis los animales del África! ¿De qué vive el hipopótamo?
—¡De peces! —respondió Annelise.
La clase reía abiertamente y el señor Krogh perdió el resto de su paciencia.
—¡Eres una perezosa, ignorante e impertinente! —gritó, golpeando de nuevo la mesa—. El hipopótamo vive de plantas acuáticas. Un niño de ocho años lo sabe. Si te hubieras dado la molestia, tan sólo, de escuchar mis explicaciones del otro día, incluso sin necesidad de estudiar el libro, lo habrías sabido. Trabaja más, o de lo contrario voy a verme obligado a contárselo al director.
Annelise bajó la cabeza. Gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas. No estaba acostumbrada a recibir tales improperios. Acabada la clase, se fue al jardín, apartándose de todos los grupos de alumnos por allí esparcidos.
—¡El profesor ha estado demasiado duro! —dijo Puck, que se hallaba en compañía de los miembros del «Trébol de Cuatro Hojas», y que seguía a Annelise con la mirada.
—El señor Krogh es muy temperamental, ya lo sabemos —dijo Inger.
—Sí, pero… Me extraña que Annelise supiera tan pocas cosas —observó Karen pensativa—. Su preceptor no la enseñó mucho…
—No, es cierto —dijo Navío—. Annelise no aprendió gran cosa… Ni siquiera sabe cómo debe hacerse para aprender una lección.
—¿Podríamos ayudarla? —preguntó Navío.
—Tal vez —dijo Inger—. Ves a hablarle, Puck…
Puck atravesó la explanada de arena, ante el edificio central del pensionado, y se acercó a Annelise, que contemplaba el lago con aire de desafío.
—¿Por qué no vienes con nosotras? —le preguntó.
—Prefiero estar sola —respondió Annelise, con buscada indiferencia.
—Si estás preocupada por lo que ha pasado en clase, nosotras…
—¿Preocupada? ¡En absoluto! Será el señor Krogh quien se preocupará muy pronto —dijo Annelise—. Espera a que yo pueda hablar con papá y al señor Krogh le pondrán los puntos sobre las íes.
—¿Por qué? —preguntó Puck, asombrada.
—¡No supondrás que voy a aceptar ser tratada de modo tan indigno! —gritó Annelise—. No estoy acostumbrada a eso…
Puck comprendió que su amiga estaba a punto de abismarse en un desprecio profundo y hubiera querido evitarle decepciones; así que puso una mano en el hombro de la joven rebelde y le dijo:
—¡Escucha, Annelise! ¡Esto es una tontería! En realidad, no tienes ningún motivo para quejarte. No sabías la lección y…
Annelise abrió grandes ojos sorprendidos; después frunció el entrecejo y dijo a Puck, con voz furiosa:
—Modelo de virtudes. ¿Has venido aquí a predicarme un sermón?
—¡Cállate, boba! —respondió Puck, en el tono de voz más alegre que pudo conseguir—. Trato simplemente de impedirte cometer una tontería. Partes de una base falsa, Annelise, y no sería difícil ponerle remedio ahora mismo. Pero ¿no podríamos hablar tranquilamente de todo esto una vez acabadas las clases? Sería mucho mejor…
—Francamente —dijo Annelise con arrogancia—, prefiero arreglármelas sola. Creo que será mucho más conveniente para mí.
Habiendo dirigido uña forzada sonrisa a su amiga, le pasó por delante y se encaminó hacia el edificio. Puck la siguió con la mirada largo rato. Desde hacía algún tiempo, las cosas habían cambiado. No acababa de comprender cómo Annelise, tan despreocupada y alegre, se había convertido en una muchachita reservada y afectada.
Puck regresó junto a las demás, que de lejos habían observado sus tentativas de acercamiento a Annelise. En el momento en que pasaba por delante de la puerta de entrada oyó la voz de ésta en el interior:
—¡No, Lone, ven aquí! Ya te diré yo cómo resolveremos este asunto.
En aquel instante, el señor Frank salía. Se puso un silbato entre los labios y con él llamó a los alumnos largo rato hasta reunirlos todos frente a la entrada.
—Escuchadme —dijo—. Tengo una noticia que os concierne a todos. Acabo de recibir una llamada telefónica del coronel Lassen, de Sundkoebing. Como sabéis, se están haciendo grandes maniobras militares en esta región. El coronel me ha prevenido que se están acercando a los terrenos de Egeborg, lo que significa que los bosques y los campos de los alrededores serán terrenos de maniobra en los próximos días.
—¡Formidablemente emocionante! —exclamó Alboroto.
—¡Emocionantísimo! —corroboró Cavador.
—Tenéis razón —acordó el director con una sonrisa—. El único inconveniente está en que las maniobras modernas son bastante realistas y por eso me veo obligado a prohibiros salir del parque en lo sucesivo y por un cierto tiempo.
—¡Oh…! —exclamaron alumnos y alumnas, decepcionados.
—Vamos, vamos, no hay para tanto —dijo el señor Frank—. Simplemente se trata de que pidáis permiso cada vez que tengáis que trasponer los límites del colegio. Naturalmente para un simple paseo a Oesterby, podemos ir por la carretera principal. El coronel me ha prometido que su cuartel general me tendrá informado cada vez que se desplacen en sus maniobras. Por tanto yo estaré en condiciones de deciros por dónde podréis pasearos sin peligro. ¿Entendido?
—Sí, sí —respondieron los alumnos a coro.
—Bien, volved ahora a vuestro trabajo… El recreo se acabó hace rato. Pero recordad: ¡nada de paseos improvisados en los próximos días! Os hablo muy en serio, ya que correríais peligro.