Los seis compañeros de clase, apenas salidos del puesto de policía, se toparon con un elegante automóvil que frenaba junto al bordillo. El joven conde de Blaakilde lo conducía. Pasó la cabeza por la ventanilla y dijo:
—¿Qué estáis haciendo aquí?
Inger tuvo que explicárselo y, cuando ella hubo acabado, el conde rió de buena gana.
—En verdad, jovencitas, sabéis espabilaros magníficamente… Pero ¡hum!, por lo que veo a ese par de muchachos no les ha ido tan bien, ¿no es así?
—Sí —reconoció Alboroto.
—Síiii —suspiró Cavador.
El conde consultó su reloj de bolsillo y dijo:
—Justamente yo venía a la comisaría para hacer una declaración de los daños ocasionados por el incendio del pajar… En cuanto a vosotras, amiguitas, supongo que volveréis al castillo a pasar la noche, ¿no es eso?
—Sí —contestó Inger—. La condesa ha tenido la gentileza de invitarnos. Él hizo un gesto de aprobación.
—Excelente idea… Pero es preciso que vuestros dos compañeros vayan también. Estoy seguro de que pasaremos juntos una buena velada. ¿De acuerdo?
—Sí, gracias —respondieron los seis a coro.
—Volveremos a encontrarnos, pues, en Blaakilde —dijo el conde, alegremente.
Y desapareció por la puerta de la comisaría.
—¡Un excelente tipo! —dijo Alboroto.
—De primera calidad —reconoció Cavador.
El chófer del camión había traído en su vehículo la bicicleta que tenía el neumático reventado, y los dos muchachos se ofrecieron a repararlo. Finalizada la tarea, el pequeño grupo se dirigió alegremente a Blaakilde. Reinaba entre ellos gran animación. Las muchachas se abstenían de embromar a los chicos…, al menos por el momento.
El joven conde había telefoneado a su casa y ya esperaban a almorzar a los seis chicos.
Fue una alegre comida. El anciano conde se divirtió en grande escuchando el relato de las diversas bromas que los dos muchachos habían gastado a sus amiguitas. Hombre de excelente humor, solía apreciar aquella clase de historias.
Después del almuerzo, los seis compañeros recorrieron el extenso dominio. Los muchachos mostraron interés en visitar las caballerizas con todos sus hermosos caballos y el establo con las vacas de concurso. A continuación se pasearon por el jardín y el parque. ¡Había tantas cosas para admirar! ¡Blaakilde era una magnífica propiedad!
El viejo conde se hallaba en el parque, entre sus queridos arbustos, setos, y hayas, cuando llegó Puck en compañía de Navío. Les habló amablemente y acabó por preguntarles, en tono jocoso:
—Esos dos muchachitos os han embromado lindamente. ¿No os gustaría planear un desquite?
—A decir verdad, nos consideramos suficientemente vengadas —dijo Puck.
—¿Cómo?
—Porque hemos sido nosotras quienes hemos conseguido ponerles en libertad respondió Puck.
—Eso no es suficiente —dijo el anciano conde—. Yo tengo una idea mejor. Esta noche haremos acostar a los chicos en «la habitación verde de la torre»… Y a medianoche apareceréis vosotras disfrazadas de fantasmas. Naturalmente, sólo debemos asustarles un momentito… Si veis que se impresionan demasiado, os descubriréis y daréis a conocer en seguida.
Puck sonrió, encantada.
—Eso me parece muy divertido… Pero seguramente los chicos cerrarán con llave la puerta de su habitación. ¿Cómo entraremos, entonces?
—Nada más fácil. En la habitación contigua, hay una puerta secreta que descubrimos hace unos años, cuando aquella parte del castillo fue restaurada. Se puede pasar por esa puerta sin hacer ruido. Después os mostraré el mecanismo…
A la hora del té, el viejo conde puso la cuestión sobre la mesa. Contó que en Blaakilde había una habitación con «aparecidos» llamada «la habitación verde de la torre», donde podrían dormir los chicos.
—Pero quizá tengáis miedo —sugirió.
—¿Miedo? —repitió Alboroto con desdén—. Cavador y yo no tememos nada en la tierra…, ni vivos ni muertos. ¿No es eso, Cavador?
—¡Desconocemos totalmente el miedo! —apoyó Cavador, levantando dignamente la nariz—. Consideraremos un honor dormir en la habitación de los «aparecidos».
—Sí —afirmó Alboroto—. Los «aparecidos» deberán esmerarse mucho para asustarnos. ¿Y quiénes son esos aparecidos?
—Es una joven castellana y sus tres doncellas, que se ahogaron en el foso hace unos cuatro siglos. Las desdichadas damas no consiguen hallar el descanso eterno… Y cada noche, a las doce en punto, atraviesan el castillo para ir a parar a «la habitación verde de la torre».
La joven condesa le interrumpió riendo:
—Ah, querido padre… No llenes las cabecitas de nuestros invitados con parecidas historias. Cualquier persona culta sabe que no existen los fantasmas.
—¿Cómo dices? —gritó el viejo conde. Y consiguió que su voz sonara grave—. Yo mismo vi una noche a las cuatro Mujeres atravesar mi cuarto. Vestían todas de blanco y se deslizaban sin hacer ruido…
—¿Y no emitían suspiros tétricos? —preguntó Alboroto, emocionado.
—Sí, es cierto… Las oí suspirar…
—Se comprende —observó Cavador—. Yo también suspiraría si, durante cuatro siglos, tuviera que pasarme por un castillo a altas horas de la noche. ¡Estaría cansado desde haría tiempo!
El viejo conde sonrió bondadosamente.
—Pues bien, amigos… Veremos si no os asustaréis cuando dé la medianoche. Subid vuestro equipaje al cuarto y mañana ya nos contaréis cómo habéis pasado la noche.
—¿Un «aparecido» puede morir de miedo? —preguntó Alboroto, pensativo.
—No, no lo creo —respondió el anciano conde ¿Por qué haces esta pregunta?
—Es que… estaba pensando en que, a lo mejor, Cavador y yo hacemos temblar de pánico a esas «aparecidas»…
—¡Vaya! Veo que sois un par de valientes chicos…, si no se demuestra lo contrario…
El resto de la velada transcurrió agradablemente. Antes de la cena, el anciano conde buscó a Puck y le dijo:
—Echemos una mirada a la puerta secreta. Los chicos no están arriba ahora…
Puck le siguió por el largo pasillo y luego subieron por la escalerilla que conducía a la torre. Los siglos habían desgastado los peldaños. La torre de Blaakilde era lo único que quedaba del edificio original, que había sido un castillo fortaleza, y por respeto a la tradición no era derruida. En sus espesos muros, había profundas aperturas que, sin duda, anteriormente sirvieron de prisión, pero que en la actualidad estaban llenas de alegres ventanales.
El anciano señor y Puck entraron en primer lugar a «la habitación amarilla» que había sido convertida en una habitación bastante moderna. Se había instalado parquet sobre el primitivo suelo de losas, pero se habían dejado los paneles de madera, altos como un hombre.
El viejo conde se acercó a uno de los paneles e indicó una rosa esculpida en la madera.
—¡Aprieta aquí!
Puck obedeció…, y a pesar suyo se sobresaltó, ya que el panel entero se desplazó a un lado sin ruido alguno. Y se vio el interior de la «habitación verde».
—Entra —dijo el anciano señor, sonriendo.
Un segundo después, Puck paseaba una mirada curiosa a su alrededor. Una enorme chimenea de piedra de talla dominaba la pieza, que contenía un amplio lecho con baldaquín, una mesa, varias sillas antiguas de madera labrada y un cofre guarnecido de metal. Los únicos muebles modernos eran dos mesitas de noche una a cada lado de la cama.
Los sacos de dormir de Alboroto y Cavador estaban en el suelo, junto a la ventana, y, a cada lado de la mesita de noche, había una bomba de bicicleta.
—Me pregunto por qué han subido aquí las bombas. ¡No será porque teman que se las roben! —dijo Puck.
El viejo conde sonrió.
—Sin duda esos chicos consideran que un par de buenas bombas son armas adecuadas contra los «aparecidos». Miró a su alrededor y prosiguió:
—Bien, ya has visto lo que tenías que ver y la rosa de madera que debes apretar… Ahora será mejor desaparecer en seguida, ya que ese par de pillos pueden aparecer de un momento a otro.
Veinte minutos más tarde, en la cena, Puck ostentaba el más inocente de los aspectos. El anciano conde, su hijo y su nuera estaban de brillante humor, y los seis compañeros pasaron momentos felices en su compañía.
A las nueve y media, Alboroto se levantó y dijo con una refinada cortesía:
—Mi amigo y yo deseamos agradecerles vivamente su gran hospitalidad y la excelente velada que acabamos de pasar. Ahora vamos a retirarnos a «la habitación verde» y esperaremos la llegada de los cuatro fantasmas, a las doce en punto…
—Tal vez consigamos entablar conversación con ellas —añadió Cavador. El anciano conde rió.
—Cuando la joven castellana y sus damas aparezcan, lo que desearéis hacer es ocultaros bajo el edredón…
—No, al contrario —dijo Alboroto—. Nos sentiríamos muy tristes si los fantasmas no aparecieran…
Cavador apoyó esas aseveraciones:
—¡Les haremos un buen recibimiento!
—No lo olvidéis —dijo el viejo conde, riendo.
Alboroto se inclinó, despidiéndose con excelentes modales.
—¡Jamás podrán los fantasmas olvidar nuestro recibimiento!
***
—¡Cavador!
—Dime, querido amigo.
—Somos dos individuos particularmente brillantes, ¿no crees?
—No hay otros más brillantes en el mundo —reconoció Cavador, con modestia ejemplar.
—A través de los siglos, Blaakilde no ha albergado nunca genios semejantes. Nuestra querida Puck tendrá la sorpresa más grande de su vida…
—¡Ah, ya me estoy alegrando de antemano…!
—¡Yo también!
Los dos muchachos, sentados al borde del lecho de baldaquín, miraban a su alrededor con satisfacción. Entre todos los muebles antiguos, había esta cosa tan moderna que es la luz eléctrica, no sólo en el techo sino también en cada mesita de noche.
—¿Tienes tu bomba preparada? —preguntó Alboroto.
—A punto…
—La mía también. ¡Llenémoslas ahora!
Los dos muchachos se afanaron cerca de un jarrón con agua. Un instante después habían llenado de ella sus bombas, que luego dejaron colocadas junto a las mesitas de noche. Luego se desvistieron, se pusieron los pijamas y se instalaron uno al lado del otro en el ancho lecho de baldaquín. En cuanto hubieron apagado las lamparillas, la penumbra reinó en la habitación, y Cavador dijo:
—¡Uf! Es verdaderamente una iluminación para fantasmas…
Se estremeció un poco cuando un reloj francés que había en la chimenea dio una campanada tenue.
—Son las once y media…
—Sí —contestó Alboroto, encantado—. Apenas puedo permanecer quieto. ¡Estoy tan nervioso!
Charlaban en voz baja, cuando de pronto escucharon un largo suspiro lastimoso.
Cavador se incorporó de un salto y miró a su alrededor, a la débil luz de la luna que se filtraba por una ventana. Su voz no era muy firme cuando dijo:
—¿Has oído, Alboroto?
—¡Era siniestro!
—En una habitación de «aparecidos», todo parece siniestro, querido Cavador. Vamos, acuéstate.
—Sí, pero…
Alboroto rió suavemente.
—Esta tarde cuando hemos subido el equipaje he oído el mismo ruido. Es sólo el viento que silba en la chimenea. Comprende que en un viejo monumento como ése el tiraje debe de ser considerable.
—Sí…
Cavador se dejó caer de nuevo en la cama, pero resultaba evidente que la situación le disgustaba un poco. Permaneció tranquilo tan largo rato que Alboroto acabó por preguntarle:
—¿Duermes, Cavador?
—No… Y para serte del todo sincero, no creo que consigamos dormir mucho en este cuarto. ¡Realmente es un poco siniestro!
—Tonterías, amigo mío… ¿Qué hora es? Cavador consultó su reloj de agujas fosforescentes.
—Las doce menos diez… ¡Estemos atentos!
Un largo suspiro lastimoso se dejó oír de nuevo.
—Tal vez no sea la chimenea la que suspire —dijo Alboroto, burlón—. Puede que se trate de la castellana que está anunciado su llegada…
—Vamos, deja de hacer bromas con semejantes cosas.
—No bromeo, amigo. Dentro de unos minutos, Puck y sus amigas aparecerán por aquí. Te ruego que no te dejes sorprender por el pánico cuando la puerta secreta se abra…
—Son las doce menos dos minutos —murmuró Cavador—. Toma tu bomba… ¡y no digas ni una sola palabra más antes de que Puck y sus amigas aparezcan!
Los muchachos retuvieron el aliento. Un débil ruido rompió el silencio. Alboroto levantó la cabeza unos centímetros y no apartó la mirada del panel de madera del muro que, suavemente, estaba deslizándose a un lado. Su mano sostenía la bomba de su bicicleta.
¡Entonces dieron las doce!
¡Medianoche…!
Apenas apagada la última de las doce campanadas cuando una blanca silueta apareció en la habitación. Otras tres blancas siluetas la seguían de cerca. Los cuatro «aparecidos» se acercaron deslizándose sin ruido, y detrás de sus fantasmales atuendos, se escucharon profundos suspiros.
En el mismo instante, Alboroto y Cavador se incorporaron en la cama y representaron la comedia a la perfección. Alboroto dio un grito de terror:
—¡Ah, no…! Socorrooo… Son la castellana y sus damas…
—Socorro… Socorro… —gritó Cavador.
Y los fantasmas murmuraban «Hu, hu huuuu», cavernosa y lastimosamente.
Alboroto dio con el codo a su compañero. Ambos se levantaron al mismo tiempo, armados con las bombas de sus bicicletas, y echaron un vigoroso chorro de agua sobre las cuatro «apariciones».
Estallaron en risas, pero se callaron en seguida ya que cuatro chorros de agua alcanzaron, a su vez, las cabezas de los dos muchachos, completamente tomados por sorpresa.
—¡Glu, glu…! ¡Glu! —gimió Alboroto.
—Socorro —gritó Cavador ¡Nos están duchando! Gluuu… ¡Basta, basta!
Entonces los fantasmas se quitaron las sábanas que les cubrían y encendieron la luz del techo. Al ver a los dos chicos completamente empapados, rieron de buena gana.
—¡Oh, qué espectáculo…! ¿Os habéis mojado, queridos amigos?
Alboroto y Cavador saltaron de la cama empapada y abrieron ojos como platos al darse cuenta de que cada una de las muchachitas sostenía en la mano una bomba de bicicleta.
—Pero ¡demonios colorados! —empezaron.
—Es una sorpresa, ¿verdad? —preguntó Puck, riendo—. Cuando se quiere sorprender a una joven castellana y a sus damas con un chorro de agua, hay que esperar una respuesta semejante, ¿no?
Alboroto permaneció un instante aturdido. Después preguntó, sonriente:
—¿Cómo has descubierto nuestros proyectos, Puck?
—Bah… Fue fácil —respondió alegremente Puck—. Esta tarde he visto que Cavador y tú habías colocado junto a vuestras mesitas de noche las bombas de vuestras bicicletas. Al principio no acabé de entender por qué, pero luego comprendí que eran objetos estupendos para duchar a alguien de improviso… Y he supuesto que tal era vuestro proyecto.
—¡Magnífico! —declaró Alboroto, con real admiración en su voz—. Cavador y yo supimos ser los más brillantes individuos de este castillo…, pero, francamente, Puck, nos vemos obligados a inclinarnos ante ti…
—¿Reconocéis vuestra derrota? —preguntaron las muchachitas, encantadas.
—De acuerdo —convinieron Alboroto y Cavador al unísono—. De nuevo habéis ganado…, pero la próxima vez ganaremos nosotros.
—Eso ya lo veremos —dijo Puck, riendo—. Pero no queremos perturbar más vuestro descanso. ¡Bebés como vosotros necesitan dormir! La castellana y su séquito se retiran. Buenas noches, chicos… Que durmáis bien…
Un instante después las cuatro muchachitas habían desaparecido y la puerta secreta volvió a colocarse en su sitio.
Alboroto se quitó su pijama empapado y murmuró: —Cavador…
—Dime…
—Tal vez no seamos individuos tan brillantes como habíamos supuesto.
—Estoy pensando lo mismo —suspiró Cavador—. Buenas noches… Y que duermas bien.
—Lo mismo digo.
***
Alboroto y Cavador se sintieron un tanto cohibidos al presentarse para el desayuno a la mañana siguiente. Esperaban ser objeto de chanzas por el fracaso de la noche. Pero las muchachitas no parecían estar de humor para bromas. Por el contrario, el viejo conde tomó la palabra… ¡y se divirtió en grande a costa de los dos muchachos! Sin embargo, todo transcurrió en una atmósfera agradable, sin sombra de malicia, y las dos víctimas tomaron parte en el regocijo general. Eran muchachos con espíritu deportivo y sabían aceptar la derrota.
Las vacaciones estaban acabándose. Al día siguiente, se reemprenderían las clases…
Los seis compañeros decidieron regresar a Egeborg inmediatamente. Les quedaba una buena distancia que recorrer, pero las muchachitas habían adquirido un buen entrenamiento y los dolores musculares de las piernas de los primeros días habían desaparecido poco a poco.
Las despedidas con los encantadores castellanos de Blaakilde y sus invitados fueron cordialísimas. La condesa les recomendó visitarles de nuevo en compañía de Annelise.
El trayecto en bicicleta fue delicioso. Los muchachos se mostraron espléndidos e invitaron a las jovencitas a almorzar en un albergue.
El sol se había ocultado hacía un rato cuando el pequeño grupo llegó al lago desecado del sur. Alboroto pedaleaba junto a Puck y, con voz un tanto titubeante le dijo:
—Dime, Puck…
—¿Qué, Alboroto?
—Quisieras… Ejem… Verás: Cavador y yo no tenemos objeción en reconocer nuestra derrota, pero… ejem…, nos gustaría que tú y… ejem… Puck respondió riendo:
—Os gustaría que no os embromáramos delante de los demás, en clase, ¿verdad?
—Esto es exactamente lo que quería decirte, Puck ¿podemos confiar en ello?
—¡Absolutamente! —dijo Puck.
—Muchísimas gracias.
—No hay de qué —contestó Puck, dando un golpecito amistoso a Alboroto entre sus omóplatos—. ¡Cavador y tú sois dos chicos formidables!
Y con esto, entraron en el pensionado de Egeborg.