Navío estuvo a punto de perder el aplomo. ¡Fue tanta su sorpresa! Gritó:
—No puedes estar tan segura de que los dos fugitivos estén allí arriba…
—Desde luego, no poseo la certeza —reconoció Puck—. Pero «algo» tienen las cornejas cuando están nerviosas y agitadas, y no puedo dejar de pensar que ese «algo» sean los dos muchachos que perseguimos…
—Sí…, tal vez…
—Voy a acercarme un poco —declaró Puck—. Quédate aquí…
Navío la retuvo por un brazo, asustadísima.
—No, no, Puck… Esperemos a que regresen los hombres. Francamente, creo que ya hemos tenido bastantes emociones en los últimos días… ¡Y corrido demasiados peligros!
En aquel instante, sonó un griterío:
—¡Detenedle, detenedle…!
La mente de Puck se puso a trabajar con toda rapidez. Resultaba evidente que el muchacho que se acercaba no las había visto todavía, ya que Puck y Navío quedaban medio ocultas por unos matorrales. Pero él se dirigía directamente hacia ellas.
Puck tomó una atrevida decisión.
Cuando el fugitivo se halló a pocos pasos solamente del lugar donde ella estaba, se precipitó contra él impetuosamente. El muchacho corría a tanta velocidad que no pudo detenerse. Intentó saltar por encima de Puck, pero…
Con un grito, cayó cuan largo era y rodó por el suelo un buen trecho; en aquel instante, los hombres le atraparon. Mientras Puck se levantaba, él luchaba desesperadamente contra aquellas fuerzas superiores que le retenían. El campesino fue en busca de una cuerda fuerte y un instante más tarde el muchacho estaba sólidamente atado.
El chófer se volvió hacia Puck con una mirada de admiración:
—¡Vaya, eso ha sido toda una hazaña! Eres una chiquita sorprendente… No te rindes con facilidad, ¿eh?
—¿Y el otro chico? —preguntó Puck—. Falta todavía el pelirrojo…
—No lo hemos encontrado. Éste estaba solo en el granero. Puck señaló la copa del árbol.
—Estoy casi segura de que trepó hasta esconderse allí.
—¿Por qué lo crees así?
—Mire usted las cornejas —respondió simplemente Puck. El campesino afirmó:
—Sí, sí… La señorita tiene razón. Será mejor que lo veamos…
Sosteniendo entre ellos al muchacho atado, se acercaron al árbol cuya espesa copa había perdido ya parte de su ramaje. A un lado y otro, se veían claros. Y de pronto el campesino gritó:
—¡Mire! Allí está, en efecto.
Los demás se apresuraron a mirar, pero el chófer dijo:
—¿No se tratará de un nido de pájaros?
—¡No, no!
El campesino gritó, en tono amenazador:
—¡Eh, te hemos descubierto! Será mejor que bajes…
No hubo respuesta.
El campesino prosiguió:
—Si no bajas, iremos a buscar a la policía. No tienes escapatoria posible…
Al cabo de unos segundos de silencio, surgió una voz de lo alto:
—¡No bajaré! ¡Y si alguien intenta subir, le pisotearé la cabeza!
Hubo un conciliábulo en voz baja. Evidentemente el pelirrojo no descendería de buen grado. Naturalmente, no podía escapar, y bastaría con montar guardia al pie del árbol… Pero, con su tozudez, era muy capaz de permanecer allí un día o dos…
El chófer preguntó:
—¿Debo subir? Con seguridad recibiré unos cuantos puntapiés de parte de ese granuja…
El campesino sacudió la cabeza.
—¡Mala solución! El tipo tiene, indudablemente, una buena posición de ventaja allí en lo alto y con seguridad llevaría a cabo su amenaza. ¡Y no ha de resultar agradable recibir puntapiés en el rostro!
—¿Y si subiéramos dos a la vez? —preguntó con valentía el chófer—. ¿Estás dispuesto, Jens?
Puck había estado escuchándoles en silencio. Después se acercó al granjero:
—¿Tiene usted una manguera?
—Sí… Claro que sí…
—¡Perfecto! Con ella conseguiremos que ese chico tenga mejores modales y consienta en bajar por su pie.
El chófer sonrió ampliamente con malicia.
—¡Debo repetirlo! Eres una jovencita sorprendente… ¡Una estupenda idea! Vamos por la manguera…
Diez minutos más tarde, la manguera había sido enchufada y colocada a través del césped.
El chófer tomó un extremo y dijo, con voz alegre:
—Voy a subir un poco por el tronco. Cuando os diga, dais el agua.
—¡Cuente con ello! —dijo el campesino, sonriendo bondadosamente.
El chófer empezó a trepar. No era tarea fácil ya que una de sus manos estaba ocupada sosteniendo la manguera.
Una voz amenazadora surgió de la copa:
—Si te acercas, empezaré a soltarte puntapiés contra la cara.
—Tú mismo, muchacho… —dijo el chófer, riendo—. Dentro de poco, quedará bien servido.
Y ordenó:
—Abrid el grifo…
—Entendido…
Un chorro vigoroso salió del tubo. El chófer puso especial cuidado en afinar su puntería… y entonces ¡fue espectacular de veras!
El pelirrojo gritó de rabia cuando el chorro le alcanzó de pleno, pero poco después se calló en seco, ya que tenía bastantes dificultades en conservar el equilibrio. Además, de abrir la boca, corría el riesgo de tener que tragarse un buen chorro de agua.
El chófer rió con satisfacción.
—¿Ves, amigo…? Pronto parecerás una bayeta mojada…
Desde abajo, los demás asistían al extraño espectáculo. De vez en cuando, recibían también una parte de la ducha, pero no se preocupaban por ello. ¡Lo que estaba ocurriendo arriba era tan emocionante!
—¿Crees que se rendirá, Puck? —preguntó Navío con voz ronca de excitación.
—Una rata mojada no opone gran resistencia, Navío —respondió alegremente Puck—. No creo que aguante mucho más.
El chófer les gritó:
—Está tan empapado que no precisará otro baño en el resto del año.
Y el agua continuaba deslizándose por entre hojas y ramas. El chorro estaba alcanzando de lleno su objetivo.
—¿No te rindes aún? —gritó el chófer.
—¡Cierra la boca, estúpido!… ¡Ya me las pag…!
Sin duda, el maleante tenía intención de proseguir infiriendo insultos, que seguramente no hubieran carecido de amenidad, pero el chorro le dio en plena boca. Jadeó unos segundos, como si se ahogara, y apenas pudo sostenerse entre las ramas.
—¡Ya no puede más! —comentó Navío.
Pero no cedía… Por otra parte, el chorro que le enviaban no era demasiado fuerte…, ya que nadie quería que el muchacho cayera bruscamente y se lastimara. Tarde o temprano, tendría más que suficiente de aquel castigo. ¡Si ya resultaba increíble que aguantara tanto!
El campesino comentó:
—Tenemos un buen motor en el pozo, pero, si ese chico sigue tan terco, antes de un cuarto de hora, se habrá agotado el agua de la cisterna.
—Ya se habrá rendido mucho antes —dijo Puck, tranquilizándole.
—¡Hum! —murmuró el campesino—. Tengo la impresión de que es un individuo duro de pelar.
El muchacho atado parecía estar divirtiéndose de lo lindo. Había comprendido hacía un buen rato que tenía perdida la partida y encontraba muy divertido lo que ocurría en lo alto del árbol. ¡Qué suerte que no fuera él quien recibiera el chorro!
—¡Baja, imbécil! —le gritó riendo.
Hubo un instante de silencio, cortado solamente por el ruido del chorro de agua, que surgía ininterrumpidamente de la manguera. Luego, el pelirrojo gritó con voz medio asfixiada:
—Paren, paren… ¡Me rindo!
—¡Bravo! —rió el chófer—. ¡Te ruego que bajes al suelo rápidamente!
Cerraron el agua; el muchacho bajó, penosamente, y fue recibido por el campesino y el ayudante del chófer camionero. Un instante después, estaba tan sólidamente atado como su compañero. Temblando de frío y castañeando de dientes, se volvió hacia Puck:
—¡Todo ha sido culpa tuya, mocosa! Ya te arreglaré yo las cuentas…
—¡Silencio! —ordenó el campesino—. Ya nos ocuparemos nosotros de llevaros a ti y a tu amigo, al lugar que os corresponde…
Navío dijo bajito:
—¿Y ahora, Puck?
—Ahora, Navío —dijo alegremente Puck—, nos pondremos de nuevo en camino para ir al pueblo a rescatar a los pobres Alboroto y Cavador.
***
Alboroto y Cavador, que continuaban detenidos en el puesto de policía del pequeño pueblo, estaban desolados. El comisario había acabado por comprender que ellos seguirían negando y negando indefinidamente… ¡En su vida no se había topado con un caso semejante! Había interrogado a los dos muchachos de todas las maneras imaginables…, pero ellos persistían en afirmar que se llamaban Hugo Svendsen y Henrik Smith y que eran alumnos del pensionado de Egeborg.
¡Era desesperante!
Para mayor seguridad, el comisario volvió a llamar al pensionado, pero nadie respondió tampoco a la llamada. Entonces Alboroto preguntó tímidamente:
—¿No podría usted afrontar el gasto de telefonear a Capetow?
—¿A Capetow? —exclamó el comisario.
Alboroto afirmó con la cabeza.
—Sí… Es una agradable ciudad sudafricana…, cuyo clima, por demás, es delicioso…
—¡Cállate, granuja! —ordenó el comisario—. ¿Por qué razón debería yo telefonear a Capetow?
—¡Porque mi padre está allí! Es ingeniero de una gran empresa industrial…, y si oyera mi querida voz por teléfono, flotaría de alegría y confirmaría mis palabras. Diría que soy un hijo excelente… y un alumno de Egeborg.
Cavador habló a su vez:
—También podría usted tratar de comunicarse con mis padres…
—¿Cómo?
—Telefoneando al hotel Shepheard, en El Cairo. Hacía años que soñaban con hacer un viaje al Cercano Oriente y partieron hará cosa de un mes. Recientemente recibí carta suya y sé que se hospedan en el hotel Shepheard. ¿Cuánto cuesta una conferencia telefónica a El Cairo?
—¡Callaos los dos! —silbó entre dientes el comisario, a punto de enojarse seriamente—. Desde que os detuvieron, no habéis hecho otra cosa que contarme mentiras y embustes. Y ahora se os ha ocurrido inventar que vuestros padres se encuentran al otro extremo del mundo. ¿Creéis acaso que soy un recién nacido?
—Nada de eso… —respondió con amabilidad Alboroto—. Es usted bastante más viejo…
—¡A callar! —ordenó el comisario—. ¡No quiero escuchar ni una sola palabra más! Cuando lleguen las gentes del correccional, podréis contarles lo que se os antoje…
Los muchachos se callaron. Ambos comprendían que no debían llevar sus bromas demasiado lejos. En cierto modo, comprendían la actitud del policía. La descripción difundida de los dos fugitivos era bastante vaga…, pero en cierto modo se adaptaba a Alboroto y Cavador. ¡Y todo lo demás hablaba en su contra! Desde luego, podrían librarse de todo aquello con sólo nombrar a Puck y a sus tres amigas, pero aquél era el último recurso a que acudirían…, ¡ya que no resultaría nada agradable ser la risa de todo Egeborg para el resto del curso!
No, no, considerándolo bien, no podían reprochar nada a la policía. ¡No había que olvidar que obraban en beneficio de la sociedad! Dos maleantes peligrosos se habían escapado y rondaban los alrededores… Y uno de ellos era un incendiario. El comisario se levantó.
—Bien, voy a daros de nuevo tiempo para reflexionar, chicos… No tengo el menor deseo de seguir conversando con vosotros el resto del día…
Después de lo cual salió.
Alboroto y Cavador se contemplaron un momento, cariacontecidos. Después Cavador preguntó:
—¿Y si tratáramos de escapar?
—¡De buena gana! —respondió irónicamente Alboroto—. Debo confesarte que empiezo a aburrirme; y como supongo que habrás ideado un ingenioso plan de fuga… Dime ¿cómo lo hacemos?
—Bueno, verás… En realidad, no lo sé muy bien…
—No. Y yo tampoco. No hay barrotes en la ventana de este encantador despacho, pero está en un primer piso y tiene una sola puerta. Por desgracia está cerrada con llave… y para mayor seguridad hay un agente al otro lado…
—Sí, sería muy difícil —reconoció Cavador.
—¿Difícil, querido amigo? Di «completamente imposible». Cavador suspiró profundamente…, y un instante después Alboroto hizo lo mismo.
Los dos muchachos estaban de acuerdo en que la aventura, que había comenzado tan bien, estaba desembocando hacia un embrollo terrible. El único punto luminoso era que Puck y sus amigas ignoraban su infortunio.
Transcurrió todavía una hora más…
Alboroto y Cavador se paseaban por la pieza como fieras enjauladas. De vez en cuando se detenían para gruñir furiosamente. Después volvían a sus idas y venidas nerviosas.
¿Por qué demonios no regresaba el comisario? A decir verdad, ya no se mostraba tan paciente como al principio, pero había que reconocer que tenía paciencia.
Alboroto se detuvo súbitamente y preguntó:
—Di, Cavador… ¿Has estado alguna vez en un correccional?
—¿Qué?
—¿No comprendes el danés, ahora? —murmuró Alboroto—. Te he preguntado si has estado alguna vez en un correccional.
—No. ¿Por qué?
—Pues vas a entrar pronto en uno.
—¡Idiota! Cuando los hombres de esa institución lleguen, comprobarán que no somos nosotros los chicos evadidos.
—A condición de que les conozcan.
—¡Sin duda les conocen, hombre!
—Esperémoslo…
En aquel momento, una llave dio vuelta a la cerradura y un instante después entró el comisario. Los muchachos se sintieron aliviados al verle, pero inmediatamente después abrieron los ojos cuanto pudieron y gimieron de desesperación, ya que tras los talones del policía ¡vieron llegar a Puck, Karen, Inger y Navío!
Puck sonrió amablemente.
—Ah, no —murmuró Alboroto, tomándose la cabeza con ambas manos—. ¡Es demasiado terrible para ser verdad!
—¿Qué tienes, querido Alboroto? ¿No estás contento de vernos?
—¡Ah, no! —dijo Alboroto, prosiguiendo con sus lamentaciones—. ¿Qué piensas tú de eso, Cavador?
—¡Terrible! —reconoció Cavador, aunque con menos convicción que su amigo—. ¡Todo se acabó para nosotros!
El comisario miraba a uno y otro muchacho alternativamente, muy intrigado. Después se dirigió directamente a Puck.
—No comprendo una sola palabra de tan extraña historia… Pero lo que me interesa es saber si tú y tus amigas conocéis a ese par de locos que tengo aquí.
—Sí, desgraciadamente —dijo Puck.
—¿Desgraciadamente? —gruñó el comisario—. ¿Qué quiere decir esto?
Puck sonrió con picardía a los dos muchachos y a continuación se volvió hacia el comisario.
—Una se ve obligada a decir «desgraciadamente» cuando se trata de Alboroto y Cavador.
—¿Qué dices? ¿Qué es eso de Alboroto y Cavador?
—Son los apodos cariñosos que les damos en el colegio —explicó Puck sonriendo—. Sus verdaderos nombres son Hugo Svendsen y Henrik Smith. Les tenemos por alumnos brillantes en Egeborg… Y ellos también se consideran brillantes, para decirlo todo… Por eso me es difícil comprender cómo tales genios han podido venir a parar a una comisaría.
El tono burlón de Puck hizo soplar de furor a Alboroto, pero debió inclinarse ante los hechos: la batalla estaba perdida. Puck y sus amigas habían conseguido una nueva victoria.
El comisario había acabado por comprender de qué se trataba y fue sólo por puro principio que protestó un poco.
—Sin duda sois dignas de crédito, jovencitas, pero yo no puedo tomar la decisión de soltar a esos chicos.
—¿Por qué? —preguntó Puck, sonriendo—. Si precisamente nosotras le traemos a los auténticos maleantes…
—¿Que vosotras me traéis…? —gritó el policía.
—Sí… Eche una mirada por la ventana.
El comisario y los dos muchachos se precipitaron hacia allí, miraron la calle y pudieron contemplar un curioso espectáculo. Un gran camión estaba detenido ante el puesto de policía. Una veintena de cerditos se removían en la caja abierta… y, en medio, se encontraban, bien atados, los dos delincuentes.
—¿No es cierto que somos chicas valientes? —preguntó Puck, siempre sonriente—. Y, puesto que le traemos a los verdaderos culpables, confiamos en que pueda usted dejar en libertad a Alboroto y Cavador en seguida. Es muy triste que dos chicos tan brillantes tengan que permanecer arrestados un día entero.
Un cuarto de hora más tarde todo estaba solucionado, y los seis compañeros de colegio abandonaban juntos la comisaría.
El comisario, agotado, se dejó caer en un sillón. Uno de sus agentes entró y él le preguntó:
—Hermansen, ¿conoce usted el pensionado de Egeborg?
—No…
—Pues es un colegio donde hay muchos alumnos muy listos…, ¡casi demasiado listos, diría yo!