— IV —

En un segundo, las demás se hallaron también completamente despabiladas.

Inger gritó, asustada:

—¿Qué es esto? ¿De dónde viene esta luz roja?

—¡Un incendio! —respondió Puck con voz átona.

—¿Qué se quema?

—Lo ignoro… Una de las dependencias, supongo… Pero debemos dar la alarma.

Un minuto después, las muchachitas habían encendido sus linternas y se precipitaban hacia el amplio patio. No sabiendo hacia dónde dirigirse para despertar a las gentes, gritaron con todas las fuerzas de su corazón:

—¡Fuego, fuego, fuegoooo!

Casi instantáneamente una luz se encendió en una ventana, y oyeron la voz del administrador:

—¡Hola! ¿Qué ocurre?

—¡Fuegoooo! —gritaron las muchachitas—. ¡Hay un incendio!

Y nadie podía dudar de ello, ya que una luminaria rojiza se elevaba por encima del techo del granero.

El administrador llegó rápidamente, habiéndose puesto simplemente un impermeable encima del pijama y calzado gruesas botas de caucho. Pronto empezaron a surgir gentes de todas partes. La palabra «fuego» es casi la peor que puede escucharse en el campo y moviliza inmediatamente a todo el mundo.

Con el administrador en cabeza, todos se precipitaron a la parte de atrás del granero. Cuando las cuatro amigas llegaron allí, vieron sólo una enorme masa de llamas.

—Sería inútil tratar de apagar ese fuego; será mejor que tratemos de impedir que alguna chispa prenda en otra parte.

Los hombres habían conectado tubos en la poza contra incendios y estaban sacando agua. Al comienzo empezaron a arrojar agua contra las llamas, pero comprendieron que el administrador tenía razón: era imposible salvar la paja. Se trataba, pues de procurar que el incendio no se propagase. Si no se andaban con cuidado, otros almacenes y dependencias se verían rápidamente afectados.

El administrador se volvió hacia las muchachitas.

—¿Cómo habéis descubierto el incendio?

Puck se lo explicó y el administrador concluyó, furioso:

—Sin duda, eso ha sido obra de los dos malhechores fugitivos. ¡Debemos prevenir inmediatamente a la policía!

Un pensamiento espantoso cruzó por la mente de Puck.

¿No habrían sido los causantes de aquello Alboroto y Cavador? ¿No habrían causado ellos el desastre, involuntariamente, al tratar de gastar una broma?

Cuando confió aquel pensamiento a Inger, ésta se quedó perpleja y dijo:

—Sí, es posible, Puck. ¿Qué crees que debemos hacer? Puck sacudió la cabeza, desolada:

—No sé, Inger… Verdaderamente, no lo sé… No podemos acusar a Alboroto y Cavador cuando se trata sólo de una simple sospecha…

El joven conde llegó entonces al lugar. Escuchó la explicación del administrador. Se sintió aliviado al comprobar que las pérdidas no eran grandes y felicitó a las chiquillas

—Habéis obrado magníficamente, hijitas… Pero ¿cómo es que habéis visto el incendio, si debíais de estar durmiendo profundamente?

Puck tomó una rápida decisión: sin referirse para nada a Alboroto y Cavador, contó el incidente que había tenido lugar dentro del granero.

El joven conde inclinó la cabeza.

—¡Qué cosa más misteriosa! De tratarse de simples vagabundos, es poco probable que se hayan dedicado luego a provocar un incendio…

—¿No habrán sido los dos fugitivos? —preguntó el administrador.

El conde aprobó:

—Es muy posible… En todo caso, ya hemos prevenido a la policía y ya veremos qué resuelve ella…

Se volvió hacia los numerosos presentes.

—Id a buscar linternas y hagamos una inspección por el granero. No creo que encontremos nada, pero al menos cumpliremos con nuestro deber…

Finalmente se dirigió a las cuatro amiguitas:

—Me parece que lo mejor será que vayáis a acostaros en las habitaciones de huéspedes…

—¡Oh, sí! —declaró entusiásticamente Navío—. ¡Ni siete caballos desbocados serían capaces de arrastrarme de nuevo al granero!

Diez minutos después, las jóvenes viajeras estaban instaladas en las habitaciones para huéspedes de un ala del castillo. Cada habitación tenía dos camas. Puck y Navío compartían la misma pieza. En cuanto el conde se hubo retirado, Navío se echó en la cama.

—¡Uf, Puck! Te lo prometo, te lo prometo… ¡Jamás de los jamases volveré a salir de excursión!

—¿Por qué? —preguntó Puck, bostezando—. Si precisamente todo esto resulta formidablemente palpitante…

—Oh, ya está bien con el «formidablemente palpitante». Desde que salimos de Egeborg las emociones desagradables no han cesado… Cuando estemos de regreso arrancaré los pelos uno a uno a Alboroto y Cavador…

—No seas tan violenta, Navío —dijo Puck, riendo, mientras se metía en la cama—. No estamos seguras de que esto haya sido obra suya. Por lo menos, no «todo»…

Con estas palabras, dio la vuelta al interruptor más cercano y la habitación quedó a oscuras. Durante algún tiempo, ambas chiquillas guardaron silencio, pero al cabo la voz de Navío indagó:

—¿Duermes, Puck?

—No… ¿Qué te ocurre?

—Estaba pensando en Alboroto y Cavador. Después de todo, son un par de simpáticos y amables muchachos.

—Soy de la misma opinión —respondió Puck ¡Buenas noches, Navío!

Cada una de las habitaciones tenía anexo un delicioso baño y las cuatro amigas se sintieron encantadas a la mañana siguiente cuando pudieron hacerse una limpieza completa y cómoda. Mientras dirigía el chorro de agua tibia de la ducha sobre sus miembros dorados por el sol, Puck reía de puro placer.

—¡Ah, qué afortunadas somos! ¿Verdad, Navío?

—¡La vida es maravillosa! —respondió Navío con voz irreconocible, ya que se estaba cepillando los dientes.

—Esta noche dormiremos en la tienda, ¿eh? —bromeó Puck.

—¿Qué dices?

Navío se sintió tan aterrada por la suposición que estuvo a punto de tragarse el cepillo de dientes. Después de haberse enjuagado la boca, se volvió hacia Puck, la cual seguía sonriente.

—¡No, te aseguro que ya tengo bastante! Si hemos de dormir en la tienda o en el granero, prefiero regresar a Egeborg. ¿A ti te parece divertido todo esto?

Puck cerró la ducha y empezó a secarse.

—Por el momento me alegro de ir a desayunar en una mesa conveniente de una casa conveniente. ¡Tengo un hambre canina!

Salieron al encuentro de Karen e Inger. Y a las nueve en punto, las cuatro amigas avanzaron por el largo pasillo que conducía al comedor. La condesa las recibió con una amplia sonrisa.

—Bien, sois unas jovencitas estupendas por haber descubierto tan rápidamente el incendio…, ¡y dado la alarma!

El joven conde y su padre no estaban presentes alrededor de la bien provista mesa. Ocupándose de sus tierras, desayunaban a muy temprana hora. Seguramente el padre se hallaba ya ocupado en su querido jardín y el hijo debía de inspeccionar el extenso dominio.

—¿Es preciso que continuéis hoy mismo el viaje, hijitas? —preguntó la encantadora dueña de la casa. Inger respondió en nombre de todas:

—Sí… Quisiéramos disfrutar todo lo posible de estas vacaciones… Por lo tanto…

—Podríais disfrutar igualmente aquí —comentó la condesa—. Hay cosas muy hermosas que ver… El país es interesante. Hay ruinas históricas en cantidad… Y podríais considerar esta casa como centro de vuestras excursiones.

—¡Oh, qué felicidad! —exclamó Navío, con los ojos brillantes—. Es muy amable por su parte, y se lo agradecemos de corazón.

En aquel momento, el joven conde entró en el comedor y dio amablemente los buenos días a las muchachitas. Luego anunció:

—Acaban de telefonear de la policía del pueblo. Los dos jóvenes maleantes han sido detenidos en la carretera esta noche y ahora están interrogándoles.

—¿Han confesado? —se atrevió a preguntar Puck.

El conde sacudió la cabeza.

—No… protestan de que les traten de criminales. El inspector ha dicho que los chicos responden amablemente a cuanto les preguntan…

—¿Su aspecto corresponde a las descripciones? —preguntó Puck.

—¿Su aspecto? Sí, seguramente… Y no tardarán en confesarlo todo.

El conde les dirigió un saludo amistoso.

—Debo continuar mi inspección… Pero supongo que ya mi esposa os ha dicho lo mucho que nos gustaría que os quedaseis un día más…

—Sí, gracias…

Cuando él salió, su esposa le acompañó y Puck, muy turbada, se volvió hacia sus amigas.

—Escuchadme… Este arresto no me hace gracia.

—¿Por qué? —preguntó Inger asombrada.

—Porque tengo la impresión de que los detenidos no son los dos maleantes.

—¿Quiénes entonces?

—¡Apostaría a que son Alboroto y Cavador!

***

Las palabras de Puck produjeron un efecto aplastante a las otras tres. Inger reflexionó un rato antes de poder preguntar:

—¿Por qué piensas que pueden ser Alboroto y Cavador quienes han sido detenidos?

—Muchas cosas parecen indicarlo así. Se trata de dos muchachos que han sido detenidos en la carretera. Esto es aplicable a Alboroto y Cavador, ¿no?

—Ssssíiii…

—Y ambos han negado que ellos fueran fugitivos, ¿no?

—Sssí…

—Y, según la policía, hablan cortésmente, como chicos bien educados. ¿No es esto una prueba?

—¡Hum! —exclamó simplemente Navío.

—No creo que dos maleantes se expresaran como muchachos bien educados…

—Pero ¿y la descripción de su aspecto?

—No está muy en desacuerdo… El inspector nos ha dicho que uno de ellos era muy corriente, pero que el otro era alto y pelirrojo. Cavador se sentiría bastante ofendido de que le llamasen pelirrojo, pero debéis convenir conmigo que su pelo es de un rubio bastante subido. Sí, podéis estar seguras de que Alboroto y Cavador no lo están pasando muy bien en estos momentos.

—Si son ellos, les dejarán en seguida libres —dijo Karen.

Pero Puck sacudió la cabeza.

—No lo sabemos. En primer lugar, puede que no lleven encima papeles de identidad…

—En tal caso, la policía telefoneará a Egeborg…

—Seguramente… Pero ¿y si el director y demás profesores se han llevado de excursión a los alumnos que quedaron en el pensionado, como es costumbre durante las vacaciones?

—Sí, es cierto… Entonces ¿qué debemos hacer?

—¡Debemos ir a ayudar a ese par de cabezas locas sin pérdida de tiempo!

En aquel momento, la condesa regresó al comedor y Puck tomó inmediatamente la palabra:

—Estamos muy contentas por su invitación, señora, y hemos decidido dar un paseo por los alrededores que son tan bellos…

—¿Queréis que el chófer os lleve?

—No, gracias… Preferimos las bicicletas… Inger es muy entendida en vestidos históricos, en castillos y familias antiguas…

—Bien, bien, como os plazca —dijo la condesa, riendo—. Regresad cuando queráis. Comemos a la una y cenamos a las siete.

Pocos instantes después, las muchachitas estaban en la carretera.

Se sentían de excelente humor. Al llegar al puesto de policía, procurarían, naturalmente, obtener la libertad inmediatamente de sus dos compañeros de clase, lo que constituiría un espléndido desquite por todas las bromas de que ellos les habían hecho objeto. ¡Alboroto y Cavador se guardarían muy mucho de vanagloriarse de sus hazañas, al regresar al pensionado! ¡Qué vergüenza para ellos haber necesitado la ayuda de las chicas a quienes habían estado embromando…!

Las cuatro amigas se alegraban con tales pensamientos, pero ni por un instante les pasó por la imaginación dejar a los dos muchachos abandonados a su suerte. Toda su pasada enemistad quedó relegada al olvido ante la necesidad de correr en ayuda de sus dos traviesos compañeros.

El más largo trecho de camino entre Blaakilde y el pueblecito pasaba por el bosque, pero las muchachitas no se tomaron el tiempo de disfrutar de la naturaleza ni del bello cielo despejado… Pedaleaban con todas sus fuerzas.

Mientras tanto, había dos muchachos bastante apenados en el puesto de policía del pueblecito. Eran Alboroto y Cavador.

La noche anterior, después de haber montado su «numerito» en el granero para asustar «a las chicas», se habían marchado a toda velocidad por la carretera…, pero entonces ¡habían sido detenidos por la policía! Naturalmente, habían protestado con vehemencia contra aquel arresto sin ningún fundamento…, pero cuando debieron demostrar su identidad empezaron las dificultades.

Ni Alboroto ni Cavador llevaban documentos personales encima y la llamada telefónica a Egeborg no había obtenido respuesta.

El comisario se mostraba amable, es cierto, pero también escéptico ante sus explicaciones. Además, los muchachos rehusaban confesar a qué habían ido al castillo de Blaakilde… y si hubieran tenido la conciencia tranquila, ¿por qué no habían de haberlo dicho?

Alboroto y Cavador, no obstante, no opinaban lo mismo.

Cuando estuvieron solos por unos segundos, Alboroto comentó:

—Escucha, Cavador… Podríamos salir de este apuro si contáramos la verdad. La policía haría venir a Puck y las demás…

—¡Oh, no, qué horror! —gimió Cavador.

Alboroto aprobó plenamente:

—Es lo mismo que pienso yo, amigo mío. Si las chicas tuvieran que «salvarnos» quedaríamos en ridículo por los siglos de los siglos… Yo, por lo menos, me sentiría destrozado el corazón.

—Lo mismo digo —suspiró Cavador. ¡Prefiero dos años de cárcel!

—¡Igualmente! Las cárceles danesas son bonitas y los alimentos son gustosos y nutritivos.

—¡Y además gratis!

—No podemos desear nada mejor —concluyó Alboroto. Durante un rato, ambos muchachos trataron así de consolarse mutuamente.

Cuando volvió el comisario, les sirvió una bandeja con café y pastas recién hechas. Dijo amablemente:

—Tomad, chicos… Mientras coméis y bebéis, tal vez os animéis a contármelo todo… ¡Vamos!

No tuvo el comisario que insistir demasiado. Ambos chicos atacaron el desayuno con fruición. Cuando se sintieron un tanto repuestos, el representante de la ley dijo en tono amable:

—¿Y si ahora habláramos seriamente?

—Con mucho gusto —respondió cortésmente Alboroto.

—Os diré que acabo de hablar por teléfono con el director del correccional…

—¡Estupendo! ¡Sólo que debo hacerle notar que Egeborg no es un correccional sino un colegio…!

—¡No empecéis de nuevo con ese cuento del pensionado de Egeborg! De quien estoy hablando es del director del correccional de donde os habéis fugado..,

—Bien… Y ¿qué ha dicho? —suspiró Alboroto, desamparado.

—Envía a dos hombres a buscaros. Por desgracia, no llegarán hasta la noche.

—Qué lástima…

—¿Lástima? —repitió el comisario con una fugaz sonrisa—. ¿Os alegráis de regresar al correccional?

—Tal vez resulte interesante ver una de esas casas por dentro —comentó Cavador.

El comisario le miró un momento y comentó:

—La descripción no corresponde a ti del todo. Es cierto que eres alto y estás lleno de pecas, pero debieron decirme que eras rubio y no pelirrojo.

Cavador aprobó:

—Sí, son dos colores distintos. ¿No es esto suficiente para dejarnos libres?

—No, no es posible obrar tan a la ligera. Debéis explicarme antes qué hacíais en Blaakilde y por qué incendiasteis el pajar. —Y añadió con buena intención—: ¿Acaso estabais fumando y se os cayó un fósforo?

—¡Sí, encendimos un fósforo, pero muy lejos del pajar!

—¡Hum! ¿Habéis provocado el incendio del pajar con un simple fósforo?

Cavador gimió con desesperación:

—¡Ah, este pajar me tiene frito! Acabaré por volverme loco. ¿Qué piensas tú, Alboroto?

—Lo mismo que tú —repuso Alboroto con dignidad—. Debo confesar que hasta esta mañana sólo tenía vagas nociones sobre los pajares y sus utilidades… Pero, cuando podamos despedirnos de esta amable compañía, correremos a meter las narices en montones y montones de paja hasta quedarnos empapados de ella.

—¿Dónde habéis robado las bicicletas? —preguntó el comisario.

—¿Las bicicletas?

—Sí, las que montabais… ¿Dónde las robasteis?

—Ah, las bicicletas… —dijo Alboroto, totalmente desmoralizado—. Supongo que si le dijéramos que las robamos a los corredores de una vuelta ciclista usted no se lo creería…

—Desde luego, no…

—Y ¿tampoco creería usted si le dijéramos que las compramos honradamente con los ahorros de todo un año?

—¡Sí, sí! Me parece que tú eres un listillo… ¡Los dos sois un par de pillos muy listos!

—Por el momento, señor comisario, no nos es posible devolverle el cumplido —dijo Alboroto.

El comisario se levantó.

—Bien, prefiero dejaros solos una media hora. Tal vez reflexionéis y decidáis confesar la verdad.

Cuando se hubo marchado, Cavador murmuró:

—Me pregunto si no sería mejor que dejáramos a un lado nuestro amor propio, amigo mío…

—¿Qué quieres decir?

Cavador reflexionó dos veces antes de responder:

—Sí, Alboroto, sí… Quiero decir que Puck y las otras podrían garantizar nuestra identidad en el acto.

Alboroto le interrumpió:

—¡Me decepcionas, Cavador! Hemos compartido siempre la suerte buena y la mala y ahora quieres condenarnos a ambos a una vergüenza sin límite. No, aceptamos esta desgracia… y roguemos para que Puck y sus amigas no lo averigüen jamás.

—De acuerdo —suspiró Cavador.