La joven condesa recibió con extremada amabilidad a las cuatro muchachitas. Quiso saber de dónde venían y a dónde iban. Después de haber escuchado el relato que le hizo Inger, con una breve sonrisa, dijo amablemente:
—Conozco el pensionado de Egeborg. Un compañero de regimiento de mi marido tiene una propiedad en las cercanías. Se llama Dreyer.
—Conocernos al señor Dreyer —dijo Inger—. Es el padre de Annelise. Ella acaba de ser inscrita en el colegio, pero no la vemos hace días.
—¿Estáis en buenas relaciones con Annelise? —preguntó la condesa sonriendo.
—¡Excelentes! —se apresuró a declarar Puck, sin dejar a las otras tiempo de responder—. Annelise es una chica estupenda.
La joven señora se levantó y prosiguió:
—Ahora, señoritas, pensemos en vuestra instalación. ¿Preferís dormir juntas o tener una habitación individual?
—Preferimos dormir en el granero —dijo Inger.
—¿En el granero? —exclamó la condesa, ligeramente sorprendida—. Pero ¿por qué?
—Es más emocionante. Y, además, estamos de camping. ¿Tendría la amabilidad de permitírnoslo?
—Naturalmente, hijitas, si así lo preferís… Pero espero que al menos no tengáis nada que oponer a una invitación para cenar esta noche…
Las chiquillas permanecieron unos segundos perplejas. Después Inger respondió, indecisa:
—Nos gustaría aceptar, evidentemente, señora, pero… Es que no hemos traído vestidos adecuados…
—¡Eso no os impedirá saborear la comida! —dijo la dama, sonriente—. Aquí no concedemos demasiada importancia a la vestimenta… Cenamos a las siete.
La condesa llamó al administrador y le rogó que mostrara el granero a las jóvenes viajeras. El hombre las miró sorprendido, ya que jamás había visto hasta entonces a unas muchachitas que desearan dormir en un granero.
Cuando las cuatro hubieron traspuesto la puerta, Navío exclamó, con gran sorpresa:
—¡Rayos y truenos! No supuse que existieran graneros tan grandes como éste.
El administrador sonrió.
—Los hay mucho mayores aún en otras partes del país…
Pero apenas pudieron creerle, al contemplar aquella enorme pieza. Con seguridad medía más de cien metros de un extremo al otro, y las vigas que sostenían el techo se hallaban a considerable altura. Todos los compartimientos estaban repletos de paja y trigo, que difundían un agradable olor. Las golondrinas volaban con elegancia por el gran espacio, llenando el aire con sus gorgojeos.
Cuando el administrador hubo indicado a las viajeras un lugar donde podrían acostarse cómodamente, les dijo con seria expresión:
—Sin duda conocéis la norma principal que ha de ser respetada en un granero, ¿verdad?
—Sí, debemos poner especial cuidado en no provocar un incendio…
—Exactamente, jovencitas. Cada año muchos millones son destruidos en Dinamarca debido a que personas mayores y niños se olvidan de esta norma con imperdonable ligereza. En particular los niños que juegan con fósforos…
—Nosotras para alumbrarnos tenemos linternas. Y le prometemos no encender un fósforo bajo ningún pretexto. Una vez dicho esto, se fue.
Respirando el delicioso olor del heno, las cuatro amiguitas, poco después, se dispusieron a preparar su alojamiento para la noche. Inger, Karen y Navío estaban un tanto intimidadas por la invitación de la condesa para cenar, pero Puck les dijo alegremente:
—¡Bah, chicas! No nos hemos invitado nosotras mismas. Por tanto será preciso que la condesa y el conde nos acepten tal como podamos presentarnos…
—Me pregunto si el viejo conde chiflado cenará también con nosotras —dijo Navío algo inquieta.
—¡Hum! —exclamó Navío.
Puck estuvo pronto dispuesta y aprovechó la ocasión para ir a dar una mirada a los alrededores. Atravesó el inmenso patio y salió por el gran pórtico abovedado. En la avenida de tilos halló al viejo jardinero.
Éste se detuvo y preguntó amablemente:
—Y bien… ¿ha sido amable con vosotras la condesa?
—Extremadamente amable —respondió Puck—. Incluso nos ha invitado a cenar al castillo…
El jardinero asintió con un gesto.
—Es una mujer perfecta. Es el viejo conde quien está chiflado…
—¿Cenará con nosotras el conde?
—Sí, suele hacerlo…
Puck dudó un poco. Después dio una propina al jardinero.
—¡Tome, se lo ruego! Ha sido usted muy amable con nosotras indicándonos el modo de dirigirnos a la condesa…
—Gracias, damita… Mil veces gracias —dijo el jardinero, metiéndose la moneda en el bolsillo del pantalón—. Esto me permitirá comprarme un poco de tabaco suplementario. Muy gentil de tu parte…
—No merece la pena hablar de ello… —protestó Puck.
—Sí, sí —murmuró el jardinero—. Esto tiene mucha importancia para un viejo como yo.
Y se alejó arrastrando los pies y murmurando agradecimientos, mientras Puck se alejó en dirección contraria. No acabó de comprender si el buen hombre estaba o no en sus cabales. En todo caso, era muy simpático… Pero ¿por qué hablaba mal del anciano conde? Eso causaba pésimo efecto, puesto que estaba a su servicio desde hacía años…
Las otras tres muchachitas llegaron a su vez a la avenida de tilos. Eran sólo las seis y media, por tanto disponían de tiempo para ir a dar una vuelta por los alrededores.
Numerosos edificios adicionales y dependencias se extendían por una gran extensión de terreno, más allá del cual se veían el parque y los vergeles. Las cuatro amigas estuvieron de acuerdo en que hacía falta muchísimo dinero para mantener una propiedad como aquélla.
Inger dijo:
—Hay muchos hacendados en Dinamarca que en la actualidad carecen de medios suficientes para sostener sus propiedades. Entonces se instalan en la dependencia del administrador o del jardinero, y el edificio principal es abandonado.
—¡Qué lástima! —declaró Navío.
—Felizmente —replicó Inger—, el Estado interviene a menudo para salvar estos viejos castillos. Instala en ellos escuelas, museos, u otras cosas por el estilo. Debemos alegramos de esta intervención, ya que esto permite salvar de la ruina estas construcciones llenas de recuerdos.
Las cuatro compañeras continuaron su paseo contemplándolo todo alegremente. Navío estaba de excelente humor, ante la perspectiva de no tener que volver a dormir en la tienda.
—Sin embargo, era algo «palpitante», Navío —dijo Puck riendo.
—Sí, lo era… Pero por estas vacaciones yo ya tengo bastantes emociones. Os regalo el resto.
Las demás rieron y Puck dijo:
—No estoy segura de que las emociones se hayan acabado todavía…
—¿Qué quieres decir?
—Pues que… no debemos olvidar que Alboroto y Cavador van siguiéndonos… Ese par de granujillas se las ingeniarán para hacernos alguna broma más…
—No se atreverán a entrar aquí —dijo Karen.
—¿Tú crees? —repuso Puck—. No me parece que tengamos razón alguna para pensar que Alboroto y Cavador hayan tenido jamás miedo de algo. No me extrañaría que surgiesen por aquí de un momento a otro…, ¡tal vez esta misma noche!
—¿No podríamos atraparles? —preguntó Navío, vivamente—. ¡Una buena lección les iría que ni pintada!
—¡Alboroto y Cavador no se dejarían atrapar fácilmente! —dijo Puck, sacudiendo la cabeza.
A las siete menos un minuto, exactamente, las muchachitas subieron la escalinata que conducía a un gran pórtico y penetraban en el vestíbulo del castillo. Una joven criada con un coquetón delantalillo blanco las hizo entrar en un salón contiguo al comedor. Poco después, entró la señora condesa y les dijo, sonriendo:
—Nos sentaremos a la mesa dentro de unos segundos. ¿Tenéis apetito?
—¡Oh…! Sí. Gracias…
—Estamos esperando a mi suegro…
—¿El anciano conde? —preguntó Navío.
—Sí —dijo la condesa, ligeramente sorprendida—. ¿Por qué me preguntas eso con cierto temor, hijita?
—Es que…, No, no… sin ningún temor, señora…
El joven conde entró a saludarlas. Era tan amable como su esposa. Unos segundos después, las puertas del comedor fueron abiertas de par en par y la condesa dijo:
—Entrad, hijitas…
En el enorme comedor, había sido puesta la mesa con exquisito gusto; la porcelana era de Copenhague y había velas en grandes candelabros de plata. Las muchachitas abrieron unos ojos redondos de sorpresa…, no a causa de la linda mesa, sino porque, presidiéndola, vieron a un elegante caballero de smoking. ¡Y era el viejo jardinero!
La condesa se volvió hacia él sonriente y dijo:
—Gracias, pero ya las conozco —respondió el anciano señor, riendo—. ¡Una de ellas, incluso, ha tenido la amabilidad de darme una propina!
El viejo conde se divertía en grande, pero, como fuera que las muchachitas empezaban a ponerse un tanto nerviosas, dijo amablemente:
—¡Cielos, hijitas! ¿Cómo podíais vosotras imaginar que aquel viejo vestido de harapos era el propietario del castillo? Siempre me ha encantado ocuparme del jardín y de los vergeles Y para tales menesteres no se requiere una indumentaria demasiado elegante, ¿verdad?
Su hijo y su nuera habían estado escuchando con cierto asombro. Y la explicación les hizo estallar en risas. El joven conde dijo:
—Vamos, papá, has conseguido llenar de confusión a estas jovencitas hasta el extremo, tal vez, de quitarles el apetito…
—No, no… —dijo el padre, riendo sofocadamente—. ¡Nada de perder el apetito! Sentaos, amiguitas, y empecemos a cenar.
Las cuatro amiguitas se instalaron cómodamente y poco tiempo después se hallaban ya a sus anchas. La comida fue agradable y alegre. A continuación tomaron café en el saloncito contiguo y las muchachitas contaron las incidencias de su viaje. Cuando el joven conde les oyó hablar de los dos malhechores evadidos de un correccional, frunció el entrecejo.
—No me gusta saber que gentes semejantes rondan los alrededores…, sobre todo si uno de ellos es un incendiario. Será mejor que prevenga al administrador, a fin de que se mantenga alerta. ¡No tenemos el menor deseo de ver arder la propiedad!
Navío estuvo a punto de atragantarse con el café.
—¿Cree usted que, quizás, intenten pegarle fuego al granero esta noche?
—No, no es probable —repuso el joven conde con una breve sonrisa—. Pero siempre es mejor desconfiar.
A las nueve, las muchachitas se levantaron, desearon las buenas noches con excelentes modales y agradecieron la agradable velada. Inger había traído consigo la linterna de bolsillo, lo que les permitió regresar al granero sin guía. La condesa se limitó a despedirlas en la puerta:
—Mañana a las nueve desayunaremos… Es preciso que os alimentéis un poco antes de proseguir vuestra fatigosa excursión en bicicleta. ¡Hasta entonces!
—Buenas noches…, y mil gracias por su hospitalidad —respondieron las muchachitas.
No tardaron mucho en hallarse confortablemente instaladas en el granero. El heno resultaba tan cómodo que no precisaron los sacos de dormir y por una vez durmieron casi vestidas. Colocaron las linternas de bolsillo al alcance de la mano. ¡Nunca se sabía lo que podía pasar! Tal vez tuvieran necesidad de ellas repentinamente…
Puck mantenía los ojos abiertos en la oscuridad. No conseguía conciliar el sueño. ¡Había tantos ruidos insólitos a su alrededor! En alguna parte, el heno crujía ligeramente. Quizá fuera una rata… o un gato, en ronda nocturna… O cualquier otra cosa…
¡Vaya! Y ¿qué sucedía ahora? ¿No se escuchaba un rumor bajo el techo? ¡Imposible que se tratara de las golondrinas!
Puck prestó oído atento.
No, no cabía duda. ¡El heno crujía como si alguien se removiera en él! ¿Se trataría de los malhechores, que se habían introducido en el granero?
Puck sintió escalofríos en la espalda. Habitualmente, ella era una muchachita valiente y animosa, pero aquello… No, aquello no le gustaba ni poco ni mucho. ¿Debía despertar a las demás?
Dudó todavía un poco, cuando de pronto oyó un ruido más cercano y ¡más fuerte! Una débil luz se filtraba por una ventana vecina, y esto no ayudaba mucho a orientarla. Puck había estirado un brazo para sacudir a Inger, pero se detuvo de pronto, a punto de chillar. ¡Apenas podía creer en lo que estaba viendo! ¡A la débil luz reinante, veía levantarse una mochila lentamente hacia el techo!
Puck quiso tomar la linterna, pero estaba tan nerviosa que la perdió en medio del heno. Entonces gritó muy fuerte:
—¡Despertaos, despertaos!
Inger fue la primera en tomar conciencia y preguntó en tono asustado:
—¿Qué ocurre, por qué gritas así?
—Enciende la linterna, pronto…
Las otras dos se habían despertado también, pero, como es natural, se hallaban aún llenas de sopor. No obstante, Inger consiguió encender su linterna, y Puck le dijo con voz agitada:
—¡Ilumina el techo, Inger!
Inger obedeció… y, a su vez, dio un grito. A cinco o seis metros por encima de sus cabezas, veían bailotear en el aire, de la forma más impresionante, una mochila de excursionista.
—¡Ah, no! —gimió Navío—. Otra vez los malos espíritus… Socorro…
En aquel instante la mochila cayó encima de las muchachitas, rozando el brazo de Inger, que dejó caer la linterna en el heno. Gritó nerviosamente:
—¡Encended las vuestras!
En tanto Navío y Karen buscaban a tientas sus linternas, se escuchó un gran estruendo, y luego se hizo el silencio más absoluto.
Un minuto más tarde, las cuatro linternas estaban encendidas y los conos de luz escrutaron el techo y los compartimientos, pero la mochila había desaparecido. Nada se veía, nada se oía…
—¿Qué ha sido todo esto? —preguntó Navío.
Puck se lo explicó e Inger dijo, en tono de duda:
—¿No sería mejor… subir más arriba e inspeccionar un poco?
—¡Nada de eso! —respondieron Karen y Navío al unísono.
Puck reflexionó y después dijo en voz baja:
—No me parece necesario, Inger…
—Sí, pero supongamos que se trate de los dos malhechores…
—Yo creo más bien que son Alboroto y Cavador que se están divirtiendo a costa nuestra —dijo Puck—. Por tanto es inútil levantarse para ir a prevenir al administrador…
—¿Por qué no? —preguntó Inger con voz ahogada—. Después de todo no podemos estar seguras de que no se trate de los dos evadidos… Y, en el caso de que sean Alboroto y Cavador, esto les servirá de lección. ¡Me parece que están yendo demasiado lejos con sus bromas!
—Esperemos un poco todavía —propuso Puck—. Admito que Alboroto y Cavador son un par de pillos…, pero no deseo causarles problemas.
Durante un largo tiempo, las cuatro amiguitas estuvieron charlando en voz baja. Ninguna tenía deseos de dormir, pero tampoco conseguían ponerse de acuerdo acerca de lo que era conveniente hacer. De todas partes surgían del heno débiles crujidos y algunas golondrinas, bajo el techo, se habían sentido alborotadas por los acontecimientos. Emitían gorjeos en un tono…, diríase que molesto…
Después de haber permanecido un buen rato silenciosa, Puck acabó por decir:
—Apostaría a que son Alboroto y Cavador… ¡Oh, veréis cómo al fin conseguiremos meter en cintura a ese par de bellacos! Por el momento, deben de estar divirtiéndose locamente y con seguridad mañana intentarán aún nuevas bromas. Pero nosotras, que somos cuatro chicas valientes, conseguiremos nuestro propósito. ¡Se trata ahora de una guerra sin cuartel y yo no pienso rendirme!
—¡Yo tampoco! —respondieron las demás.
—Y ¿si durmiéramos un poco? —propuso Puck.
—No puedo…
—¡Basta de tonterías, Navío! Estoy segura de que te estás cayendo de sueño…
Inger bostezó ligeramente.
—Yo, por mi parte, sí voy a dormir.
—Yo también —declaró Karen—. En lo que a mí respecta, Alboroto y Cavador pueden derribar el granero, si es su deseo…
—Sí, pero… ¿y si fueran los malhechores? —dijo, todavía Navío, llena de inquietud—. Francamente, encuentro que os tomáis esto demasiado a la ligera.
—No —respondió Inger—. Yo diría más bien que lo tomamos «a la dormida»… te aconsejo de hacer lo mismo, querida Navío…
Navío se estremecía de miedo.
—Es más fácil decirlo que hacerlo. Si todas nos dormimos, puede ocurrirnos algo siniestro y horrible esta noche…
Inger la interrumpió con voz cargada de sueño:
—¡Calla, Navío! Tengo un sueño terrible. ¡Buenas noches!
—¡Sois todas unas marmotas! —murmuró Navío.
—¡Que duermas bien, Navío!
Puck ya no formaba parte de la conversación. Se estaba preguntando de qué modo podía tender una trampa a los dos bromistas. Se requería algo verdaderamente refinado, ¡una sorpresa que hiciera caer de espaldas a aquel par de granujillas! Si no le venía ninguna idea a la mente aquella noche, le vendría por la mañana. Permaneció un rato acostada sobre un lado, mirando la ventana con ojos cargados de sueño. Súbitamente se irguió.
¿Qué era aquello?
El marco metálico de la ventana estaba tomando un tinte rojizo y este color se estaba haciendo más y más vivo por instantes. ¡Pronto los cristales enrojecieron también!
Puck se volvió con rapidez hacia las demás.
—¿Estáis dormidas?
Únicamente Navío le contestó:
—No, no lo estoy… ¿Qué ocurre, Puck?
—¡Mira la ventana! —gritó Puck—. ¡Ven!
Avanzó febrilmente a través del heno y alcanzó la ventana. Entonces dio un grito espantoso. Del otro lado de los cristales ¡enormes llamas trepaban hacia el cielo!