— II —

Las cuatro muchachitas contemplaron la pancarta con aire perplejo. Pero Puck dijo entonces, riendo:

—No sé de qué, pero estas palabras me resultan familiares…

—Es de un cuento de los hermanos Grimm —respondió Inger—. ¿No te acuerdas de la historia de la mesa adornada con exquisitos manjares que aparecía cuando se formulaba el deseo?

Puck afirmó con la cabeza:

—Sí, me acuerdo vagamente… Pero hay algo que a mí modo de ver es mucho más importante.

—¿Qué es?

—Tengo la impresión de que esto ha sido obra de los mismos bromistas de esta noche y que ahora han efectuado todo este trabajo para nosotras. Por tanto, es imposible que…, como pensaba Navío, se trate de «malos espíritus». Más bien, en esta ocasión, podrían ser calificados como «hadas buenas».

—¡Hum! —comentó Navío—. ¡Tal vez hayan puesto pimienta, o veneno, en las patatas peladas!

Puck rió.

—¡Yo correré el riesgo, Navío! Puedes estar segura de que las patatas pueden ser comidas sin peligro alguno. Y además otra cosa…

—¿Qué…?

—No sé, no sé… Pero es una idea que me está rondando —dijo Puck, sonriendo con misterio—. La próxima noche, en la tienda…

—¿Cómo? —gritó Navío—. Yo no quiero dormir en la tienda…

—¡Claro que sí…! Dormiremos todas —afirmó alegremente Puck—. Y tengo una idea formidable…

—¡Cuéntala!

—Esta noche la contaré —respondió Puck—. Ahora de lo que se trata es de comerse la comida que las buenas hadas nos han preparado.

Las muchachitas comieron con buen apetito y ninguna de ellas murió envenenada. A decir verdad, las patatas les supieron a gloria.

Un buen rato después, levantaron el campamento y reemprendieron el camino. Habían estado pedaleando cosa de una hora y acababan de contornear una colina, cuando Puck les dijo:

—Proseguid el camino, chicas. Debo arreglar algo… Ya os lo explicaré luego.

Las demás obedecieron. Puck bajó de la bicicleta y se puso a correr hacia la cúspide de la colina.

—Me preguntó si Puck no estará un poco majareta —comentó Navío—. ¿No creéis que los acontecimientos de la pasada noche le han alterado los nervios?

—Claro que no —respondió Karen—. Puck sabe muy bien lo que se hace, aunque confieso que estoy tan intrigada como podáis estarlo vosotras.

Inger, Navío y Karen habían pedaleado despacio durante un cuarto de hora, cuando, a toda velocidad, Puck las alcanzó.

Navío le preguntó con curiosidad:

—Y bien, ¿de qué se trata?

Pero Puck adoptó un impresionante aire de esfinge.

—¡Os reservo grandes sorpresas, amigas mías! Pero no os diré nada por el momento. Tan sólo os garantizo que vamos a divertirnos de lo lindo.

—¿Cuándo?

—Esta noche, en la tienda…

—Sí, pero… —empezó Navío.

—¡Cállate, Navío! —ordenó Puck riendo—. Te aseguro que esta noche no te aburrirás.

—Sí, pero…

—¡Calla de una vez! Tú dormirás con nosotras en la tienda… ¡Ya basta de tonterías!

Se acercaba un automóvil, que se detuvo junto a las muchachitas. Un señor vestido de civil salió del vehículo, en tanto que otro permanecía al volante. Cuando las cuatro amiguitas hubieron bajado de sus bicicletas, el señor las saludó

—Somos de la policía criminal, jovencitas… Pero no tengáis miedo, no es a vosotras a quienes buscamos. Decidme tan sólo de dónde venís…

—Del pensionado de Egeborg —respondió Inger un poco sorprendida—. Salimos de allí ayer por la mañana.

—¡Vaya! —exclamó el inspector—. ¿Por casualidad no habéis visto a dos muchachos por el camino?

Puck preguntó vivamente:

—¿Dos muchachos? ¿Cómo son?

—El uno es corriente —respondió el inspector—. Pero, respecto al otro, es inconfundible: es muy alto, desgarbado, cubierto de pecas y con el pelo rojo como una llama.

—Debe de ser guapo —comentó Karen.

El inspector rió.

—No precisamente…, pero la policía tiene gran interés en charlar un poco con ambos chicos.

—¿Qué han hecho?

—Se han escapado de un correccional y son bastante peligrosos. Uno de ellos es terrible. Ya ha incendiado varias casas.

—¡Oh, vaya…!

—Sí, es horrible… —afirmó el inspector—. Pero ¿no los habéis visto?

—No…

—Si los encontráis, no les digáis nada, sobre todo. Pero apresuraos a telefonear a la comisaría de policía más próxima. ¿Estamos de acuerdo, hijitas?

—Sí, nos acordaremos de sus recomendaciones —dijo Inger.

El inspector inclinó amistosamente la cabeza.

—Bien, señoritas, ¡buen viaje!

—¡Gracias!

El inspector regresó al coche, donde se hallaba su colega, y unos instantes después el gran coche patrulla se alejaba rápidamente. Cuando las muchachitas volvieron a montar en sus bicicletas para continuar su camino, Navío dijo, en tono inquieto:

—Me pregunto si no han sido esos dos chicos los autores de las bromas…

Puck dijo que no, sonriendo, y añadió:

—No imagines nada así, Navío. Semejantes individuos tienen otras preocupaciones que la de mondar patatas, poner una mesa y abrir latas de conserva… Pero estemos atentas por si los dos peligrosos individuos se dejaran ver…

—Confío en que no —declaró Navío.

—¿Por qué? —respondió Puck—. No obstante, sería algo «formidablemente palpitante».

El resto del día las muchachitas pedalearon lentamente. Sus doloridas piernas limitaban la velocidad. Hacia la caída de la tarde, llegaron a un lugar que Inger consideró apropiado para acampar, y Navío acabó por renunciar a sus protestas, ya que Puck había prometido que, si dormía en la tienda, ocurriría algo «formidablemente palpitante», y se podía confiar en la palabra de Puck.

Inger obtuvo el permiso del propietario y rápidamente levantaron el pequeño campamento, bastante lejos de la carretera. A algunos metros de allí había altos cerros y pequeños montículos —uno de los cuales era una antigua tumba rodeada de piedras—, y del otro lado se extendía un bosque que no era muy extenso. Un pequeño riachuelo centelleaba a través del suelo, pero Inger desaconsejó emplear su agua, aun cuando fuera para lavar los platos, puesto que no podía saberse qué clase de gérmenes se agitarían en las aguas casi estancadas de aquella romántica cinta líquida.

Navío se preguntaba con impaciencia qué iba a ocurrir, pero por mucho que insistió, Puck no soltó prenda. Todo cuanto decía era:

—Espera y verás…

Después de la cena, Puck fue al bosque a buscar una buena cantidad de ramitas que, bajo la atenta mirada de sus amigas, se puso a cortar a trocitos iguales. Cuando hubo concluido tan curioso trabajo, dijo:

—Tomad ahora cada una varios trocitos y hundidlos en el suelo junto a la tienda. Hundidlas lo bastante como para que puedan soportar un buen golpe.

—Pero, en nombre de lo que más quieras, ¿qué significa todo esto? —preguntó Inger.

—Espera y verás… —respondió alegremente Puck.

Cuando sus compañeras hubieron cumplido su encargo, Puck sacó de sus bolsillos, con aire triunfal, dos grandes rollos de cordel.

—¡Mirad! Lo he comprado hoy en una tienda… y esta noche vamos a divertirnos como nunca. Dentro de un rato, nos acostaremos y luego que nadie salga del campamento… ¡Ahora al trabajo!

Sus tres amigas la miraban con expresión preocupada mientras Puck se movía rápidamente por entre los árboles.

Ató el cordel al primer tronco luego tiró de él y hasta el segundo, al cual lo ató también, y así sucesivamente. Finalmente todo el campamento quedó rodeado por una alambrada de cordel, a unos diez centímetros del suelo.

Repentinamente, las cosas empezaron a aclararse en la mente de Inger.

—¡Ya comprendo de qué se trata, Puck! —dijo—. Esperas nuevos visitantes esta noche, ¿verdad?

Puck rió.

—Sí, puedes estar segura de ello… Y, palabra de honor, que van a tener un digno recibimiento. Ya he acabado, podemos apagar el fuego y meternos en la tienda.

Así lo hicieron. Mientras las otras se introducían en su saco de dormir, Puck se sentaba encima, completamente vestida aún, sacaba su linterna de entre sus cosas y decía a Inger:

—¿Quieres prestarme la pistola?

—Sí, claro… Como quieras…

—Dame algunos fulminantes suplementarios.

Puck los tomó de la mano de Inger y permaneció un buen rato silenciosa, como a la espera. Del saco de Navío llegaba ya una respiración profunda y sosegada. Pero Puck no se dejó engañar.

—¡No estás dormida en absoluto, Navío! —dijo.

—Ya lo creo que sí —respondió Navío—. Hace por lo menos un cuarto de hora que duermo.

—¿Tú también duermes, Karen? —preguntó Puck riendo.

—Sí, con la misma clase de sueño que Navío —respondió Karen.

—¿Y tú, Inger?

—¡Con el sueño de ellas dos reunido!

Puck rió en sordina.

—¡Perfecto! Así no tengo por qué temer que ninguna de vosotras me moleste en la aventura «formidablemente palpitante» que viviré esta noche.

—No —murmuró Navío—. ¿Es peligrosa?

—Peligrosa es una pobre palabra —respondió Puck con la misma entonación juguetona—. Por vuestra culpa estoy corriendo un riesgo espantoso…

—¡Pues eso sí que no! —exclamó Navío, surgiendo de su saco de dormir—. En esta excursión debemos compartirlo todo, lo bueno y lo malo.

—¡Eres una gran chica, Navío! —dijo Puck con risa ahogada—. Pero ahora será mejor que te acuestes rápidamente. Esta noche yo soy la directora de orquesta y… ¡vais a recibir la más grande sorpresa de vuestras vidas!

***

Puck permanecía despierta, con los sentidos alerta. No volvió a preguntar a las otras si estaban dormidas, ya que, estaba segura, no hubiera obtenido respuesta.

Se irguió un poquito, apoyada en los codos, tendió el oído un momento, y se deslizó en seguida con precaución hasta la apertura de la tienda. Separó un poco la tela y echó una ojeada a la noche. Una estrecha luna creciente decoraba el cielo, pero no bastaba para iluminar el paisaje. El silencio y la calma reinaban por doquier…

Puck permaneció largo rato al acecho. Súbitamente se puso en tensión. ¿Qué era aquello? ¿No se oía acaso un débil ruido en la noche? ¿No se trataba de pasos furtivos, acaso, acompañados de apagados murmullos? Apretó la linterna de bolsillo en una mano y con la otra buscó nerviosamente la pistola. ¡Ah, qué emocionante…! Pero ¿se habría equivocado? ¡No! Los ruidos se escuchaban nuevamente. El débil rumor y los murmullos se acercaban. Sí, no cabía duda…

En aquel momento resonó el ruido de una caída y un gemido en la oscuridad.

Puck miró por la abertura de la tienda, pero no consiguió ver nada. Salió gateando, se levantó y paseó la mirada a su entorno. Dos sombras negras regresaban corriendo a la espesura del bosque.

—¡Deteneos! —gritó Puck—. Deteneos o disparo…

Pero «las sombras negras» no se detuvieron, sino que prosiguieron su veloz huida a la luz escasa de la luna, en tanto Puck las perseguía. Las sombras habían alcanzado ya el lindero del bosque, pero Puck les pisaba los tacones.

Entonces desaparecieron entre los árboles. Puck sólo titubeó un instante, luego continuó la persecución. Como fuera que las dos sombras se perdían en la lejanía, ella les gritó:

—¡Deteneos… o disparo!

No obstante, ellos no se detuvieron… y Puck disparó. El disparo de la inocente pistola resonó de una manera desproporcionada en la tranquilidad de la noche y una de las sombras se derrumbó en el sendero del bosque. Pero, unos segundos después, se levantó y reemprendió la carrera. Puck se sorprendió tontamente pensando en que, por fortuna, no había herido a nadie. Olvidaba, en su excitación y nerviosismo, que el arma era totalmente inofensiva, ya que sólo hacía ruido.

Se detuvo de pronto.

¿Por qué correr?

Los dos fugitivos habían conseguido un buen avance… y lo que era mejor todavía, ¡se llevaban un buen sustazo en el cuerpo!

Puck dio media vuelta y se dirigió hacia el campamento. Sus tres amigas corrieron a su encuentro en cuanto ella pasó el linde del bosque. Estaban totalmente vestidas. Inger suspiró aliviada.

—¡Oh, Puck! ¡Nos has hecho sufrir! ¿Qué te ha ocurrido?

Puck rió con toda su alma.

—¡Bah! Nada de particular. Me he limitado a poner en fuga a dos entrometidos bromistas.

—¿Dos entrometidos…?

—Sí… Alboroto y Cavador…

—¿Alboroto y Cavador? —repitieron las otras tres a coro—. Pero ¿de qué hablas, Puck?

—Volvamos a la tienda —dijo Puck—. Os lo contaré todo.

Cuando estuvieron de nuevo al amparo de la tienda de campaña, Inger alumbró la gran linterna que pendía del techo y que iluminaba bastante bien el interior.

Entonces Puck se explicó:

—Pues bien, escuchadme… Comprendí que habíamos sido seguidas. Sin esto, los «malos espíritus» y las «buenas hadas» no hubieran podido saber con tanta precisión donde nos hallábamos. Esta tarde, cuando os he dejado adelantar, he trepado a la colina para echar una ojeada al camino que acabábamos de hacer y… ¿a quién he visto llegar, pedaleando graciosamente? Claro está: ¡a Alboroto y Cavador! Y entonces he tenido la estupenda idea que me habéis ayudado a poner en práctica antes de acostarnos. He puesto el cordel alrededor del campamento, sostenido por los bastoncitos que me ayudasteis a clavar. Y las cosas han pasado tal como yo había previsto: Alboroto y Cavador se han acercado a grandes pasos sigilosos en cuanto han supuesto que estábamos dormidas… Y ¿cuál ha sido el resultado? Uno de ellos ha tropezado con el cordel y ¡así se ha iniciado la comedia! Les he perseguido a través del bosque y, como que no se han detenido al gritarles el alto, he disparado. El tiro ha resonado de un modo tan terrible en la oscuridad y el silencio que uno de los chicos, de puro miedo, ha caído… sentado. Como que yo no tenía ganas de perseguirles más, he dado media vuelta y…

Inger permaneció unos instantes silenciosa antes de preguntar:

—¿Estás completamente segura de que eran Alboroto y Cavador?

—Sí, «absolutamente» —repitió Puck, aunque su tono fue vacilante—. Esta tarde vi a dos chicos. ¿Quiénes podrían haber sido sino ellos?

—Tal vez los dos jóvenes malhechores huidos del correccional.

—No… No lo cre…

Inger inclinó gravemente la cabeza.

—No lo crees, pero no puedes estar totalmente segura… Y nosotras tampoco. De ahora en adelante deberemos ser muy, pero que muy prudentes. Me es fácil imaginar que Alboroto y Cavador nos hayan seguido para desquitarse de la broma del invernadero. Con toda probabilidad fueron ellos quienes nos hicieron el «número» de la tienda voladora, y quienes hoy, tan amablemente, nos han preparado la comida…

—¡Por lo tanto se trata de Alboroto y Cavador, no hay más que hablar! —declaró Puck.

Inger sonrió un poco.

—Sí, Puck… Yo también me siento inclinada a decir que no hay más que hablar. Pero ya no estoy tan segura de que hayan sido ellos quienes esta noche rondaban alrededor de nuestro campamento. Muy bien podía tratarse de los dos malhechores que estuvieran tratando de robarnos los víveres o cualquier otra cosa.

—Tienes razón, Inger —declaró Navío, con convicción—. Esto se acabó. Yo ya no volveré a dormir en la tienda.

—Yo tampoco —declaró Karen.

—Ni yo —añadió Inger, en tono muy serio—. Considero, pues, que estamos todas de acuerdo. ¿No, Puck?

Después de haberse sentido sacudida unos instantes por contradictorios sentimientos, Puck reconoció la autoridad de la capitana.

—Está bien, Inger.

Y el debate quedó cerrado.

La región que las muchachitas atravesaron al día siguiente estaba sembrada de bellos castillos, la mayor parte de ellos históricos.

—¡Sería formidablemente palpitante dormir en una de estas románticas casas! —gritó Navío.

—¿En una habitación con fantasmas? —preguntó Puck, bromeando.

—¡No, no! Desde luego que no… Pero ¿no creéis que nos darían permiso para dormir en la granja, si lo solicitáramos cortésmente?

—Podemos intentarlo —dijo Inger.

Pronto llegaron a las proximidades de un castillo que Inger conocía de oídas. Se llamaba «Blaakilde» (La Fuente Azul).

Las viajeras se detuvieron ante el extenso parque. Un anciano jardinero estaba ocupado recortando un seto a poca distancia de allí. Al apercibir a las muchachitas, se acercó a ellas y preguntó amablemente:

—Y bien, hijitas…, ¿deseáis algo?

Tenía un aspecto muy simpático e Inger no titubeó en responder:

—¡Oh! Nos agradaría dormir una noche en el granero del castillo… ¡Nos gustaría tanto! Sólo una noche…

—¿Por qué tenéis tanto interés en ello? —preguntó el jardinero sonriendo bondadosamente.

—Es que… ¡pensamos que sería tan romántico! ¿Cree usted que conseguiríamos el permiso necesario si se lo pidiéramos amablemente al propietario?

El jardinero hizo un signo afirmativo con la cabeza.

—Sí, estoy seguro de ello… A pesar de que el anciano conde esté un poco…, ¡ejem!…, chiflado…

—¿Tiene el cerebro trastornado? —preguntó Navío, asustada—. Entonces es preferible que prosigamos nuestro camino.

Pero el jardinero les guiñó un ojo y les dijo, sonriendo:

—No temáis a ese viejo ogro… ¡Jamás ha hecho daño a nadie! Y eso que hace un montón de años que trota por aquí. Por otra parte, será mejor pedírselo a su nuera, la joven condesa, ya que, en realidad, son ella y su marido quienes dirigen la propiedad.

Señaló una larga hilera de tilos:

—Seguid tranquilamente hasta el edificio principal y preguntad por la condesa. Sobre todo no digáis que habéis estado hablando conmigo…

—¿Por qué? —preguntó Inger.

El jardinero rió socarronamente.

—Me toman por un viejo loco… Así que es mejor no mezclarme en el asunto…

Cuando el jardinero no pudo ya escucharles, Navío comentó:

—Eh… ¿No os parecen un tanto raras las gentes de este castillo? El jardinero parecía amable, pero no ha hablado muy bien del viejo conde…

—Tal vez sea él, en realidad, quien está un poco chiflado —repuso Karen.

Inger fue de la misma opinión:

—Sí, era un tanto raro… Pero ¿qué queréis hacer? ¿Volvernos atrás?

Puck se mezcló precipitadamente en la conversación.

—¡Por nada del mundo! Incluso en el caso de que tanto el conde como el jardinero estén locos de atar, esto no nos concierne. ¿Acaso tenéis miedo de que nos ocurra algo siniestro?

—¡Uf, síiiiii! —respondió Navío—. ¡Tengo el sombrío presentimiento de que algo ocurrirá…, pero dejemos obrar al destino!

Y las muchachitas prosiguieron su camino hacia el edificio principal.