— I —

Acababan de empezar las vacaciones…

Cuando Puck y sus tres amigas, Inger, Karen y Navío, partieron para la excursión en bicicleta proyectada desde semanas atrás, el buen tiempo parecía sonreírles. El sol brillaba en un cielo sin nubes y los bosques del centro de Seeland ostentaban sus más hermosos colores de otoño.

El aire era un tanto fresco, pero resultaba delicioso respirarlo.

Las muchachitas llevaban sólo el equipaje personal indispensable, pero además cargaban con la tienda de campaña y diversos utensilios de cocina que les había prestado un compañero de colegio. Las cuatro amigas tenían la intención, si el tiempo lo permitía, de dormir bajo la tienda, a pesar de que al salir de Egeborg no habían dejado de recibir toda suerte de advertencias: ¡La estación estaba sólo en sus comienzos, la temperatura no era estable, las noches podían ser frías…! ¡Y qué! Las intrépidas y deportivas muchachitas tenían sacos de dormir y conservaban todo su optimismo. En caso de mal tiempo, siempre tendrían el recurso de irse a dormir a los albergues de juventud o a las granjas de campesinos hospitalarios. Esta cuestión no les preocupaba en absoluto.

Pedaleaban con tan buen ánimo por la ancha carretera que los transeúntes se volvían para sonreírles y los conductores de automóviles aminoraban la marcha para saludarlas agitando la mano.

Si las jovencitas hubieran podido suponer lo que les esperaba en los días siguientes, sin duda su buen humor hubiera disminuido un tanto, ya que los dos incorregibles bromistas del pensionado de Egeborg seguían a escondidas su rastro y les tenían preparadas numerosas «sorpresas». Sí, esos muchachos, Hugo Svendsen, apodado Alboroto, y Henrik Smith, llamado Cavador, lo habían preparado todo con gran cuidado.

Las relaciones de los alumnos y las alumnas de Egeborg eran, en general, las mejores del mundo, pero resultaba inevitable que la guerra estallara entre ellos en ocasiones. Por lo demás, todo ocurría amablemente, sin ninguna pizca de maldad. La última vez, Puck y sus amigas habían conseguido una victoria rotunda sobre Alboroto y Cavador, pero los dos muchachos estaban seguros de obtener pronto un buen desquite.

A la hora del almuerzo, las cuatro amigas se instalaron a un lado de la carretera y abrieron sus bolsas de alimentos. Era la primera comida de su excursión y la degustaron con extraordinaria satisfacción. El paisaje que tenían ante sus ojos era bello. Las cosechas en sazón aparecían doradas bajo el sol y un riachuelo serpenteaba entre las colinas; montañas y grandes bosques recortaban el horizonte.

Quien más disfrutaba del paisaje era Puck. Reflexionaba en lo poco que conocía el campo cuando vivía en Copenhague y comprendía que, desde su entrada en el pensionado de Egeborg, a la partida de su padre para América, la naturaleza había sido para ella una enorme fuente de consuelo, sobre todo en los primeros tiempos, cuando vagabundeaba sola por el bosque, cuya flora y fauna le ofrecían constantemente nuevas sorpresas.

—¡Oh! Es palpitante —declaró Navío.

«Palpitante» era una de sus palabras favoritas y la usaba lo mismo si resultaba adecuada que si no lo resultaba.

Puck aprobó sonriente:

—Sí, tienes razón, Navío. A pesar de lo muchísimo que me agrada Egeborg, un pequeño cambio no es desagradable. Sin duda alguna haremos una excursión maravillosa, contando con que nuestra capitana Inger no se muestre demasiado severa.

Inger sacudió la cabeza, sonriente.

—No tengáis miedo, hijas mías. Os concedo permiso para hacer cuanto se os antoje… ¡dentro de los límites del sentido común!

Al principio, cuando el director señor Frank había oído hablar de aquella excursión, se había mostrado un poco perplejo; sin embargo, había finalizado por dar su aprobación con la condición de que Inger fuera nombrada capitana del grupo. Ella era una jovencita seria y reflexiva, tan fuerte en estudio como en deportes y, casi siempre, conseguía solucionar las pequeñas dificultades surgidas entre las alumnas. Inger se había alegrado de todo corazón cuando la feroz enemistad entre Puck y Karen había dejado lugar a una buena camaradería.

—¿Hasta dónde iremos hoy? —preguntó Karen.

—Hasta donde nos sintamos fatigadas. Allí buscaremos un lindo lugar para acampar —respondió Inger—. ¿No os parece mejor actuar así en lugar de fijarnos una meta precisa?

—De acuerdo —respondieron las otras.

Después del almuerzo, siguieron pedaleando, siempre con buen ritmo.

Anochecía cuando Navío, un tanto abatida, dijo:

—Francamente, debo confesaros que mis nalgas están doloridas y mis piernas rígidas como palos.

Aun cuando Puck, Inger y Karen tuvieran más resistencia que Navío, ninguna de las cuatro estaba suficientemente entrenada para un largo trayecto en bicicleta; así que se pusieron inmediatamente de acuerdo para detenerse.

Tras una larga búsqueda, descubrieron un lugar agradable, al borde de un pequeño lago rodeado de árboles. El terreno debía formar parte de una gran propiedad muy bien cuidada, que se distinguía al sur del lago. Inger se encaminó hacia allá en bicicleta. Al cabo de un cuarto de hora, estuvo de regreso con la noticia de que el propietario les daba permiso para acampar allí. Debían observar, claro está, la prudencia habitual en lo que al fuego se refiere. Podían ir a buscar agua y leche a la granja, si lo deseaban. Poco después las muchachitas montaban ya la tienda.

Antes de salir de Egeborg, los muchachos las habían adiestrado en el arte de montar y desmontar una tienda de campaña; tuvieron la impresión de estarlo haciendo todo correctamente. La tienda se iba alzando entre el bosque y el pequeño lago. Una media docena de metros la separaba de los árboles más cercanos.

Navío echó una inquieta ojeada hacia la espesura del follaje del bosque y se volvió hacia las otras.

—¿No creéis que este bosque será impresionante en plena noche?

Puck rió.

—Cálmate, querida Navío. Ningún ogro vendrá a raptarnos… Y, si viniera, somos cuatro para defendernos.

Inger, sonriendo, se mezcló en la conversación.

—Mirad lo que tengo, amigas mías…

—¿Qué es? —preguntaron las demás intrigadas.

—Es una pistola de fulminantes —respondió Inger—. Confieso que no entiendo gran cosa de armas defensivas, pero, podéis creerme, ésta asusta a cualquiera…

—¡Oh! Es palpitante… —gritó alegremente Navío—. ¿De dónde la has sacado?

—Es de mi primo. No es peligrosa ni poco ni mucho, ¿sabéis? Pero hace un ruido terrible. No obstante, no pienso que tengamos necesidad de servirnos de ella para asustar a nadie…

—¿Quién sabe? Todo es posible —dijo Navío, cuya voz, ahora estaba llena de confianza—. Que vengan, que vengan todos los bandidos del mundo, que nosotras les recibiremos calurosamente…

De común acuerdo, las cuatro amigas decidieron encender un fuego de campamento. Mientras Karen y Navío iban a buscar agua a la granja, Puck e Inger empezaron a preparar el lugar donde lo encenderían. Sabían que, ante todo, era preciso limpiar el terreno de hierba seca y hojas caídas. Una media hora más tarde, todo había sido concienzudamente barrido y el fuego ardía alegremente.

Habiendo abierto dos latas de conservas, las muchachitas se dispusieron a preparar la cena, lo que hicieron a las mil maravillas. Regularmente, añadían ramitas secas a la hoguera. Sentadas cómodamente alrededor de ella, conversaban con gran animación. Era ya noche cerrada y el tiempo bastante fresco. Pero, al calor de las llamas, las muchachitas no se daban cuenta de ello. Ninguna de las cuatro había acampado anteriormente, y acordaron que no sería aquélla la última vez. ¿Por qué habían de tener los chicos la exclusiva de tal privilegio? ¡Las chicas tenían tanto derecho como ellos!

Eran ya las diez, cuando Inger dijo:

—Bien, hijitas mías, apaguemos el fuego y acostémonos. Mañana el viaje nos resultará fatigoso, si no descansamos suficientemente…

Apagaron el fuego con todo cuidado, e Inger se aseguró de que no quedaba encendida ni la menor chispita. Los muchachos les habían inculcado aquel principio primordial; ¡no abandonar jamás un fuego encendido, aun cuando sólo quedara ardiendo una minúscula brasa!

Un cuarto de hora después, se habían instalado en sus sacos de dormir. Estaban rendidas y Navío bostezaba aparatosamente.

—¡Cuánto sueño tengo!… ¡Sí, tengo tanto sueño que me río de todos los bandidos del sombrío bosque!

—Claro que hay que tener en cuenta que Inger tiene una pistola —le observó Puck con una sonrisita ahogada—. Y le damos nuestro permiso para que dispare a la primera ocasión. ¿No es así?

—Desde luego —respondieron Navío y Karen—. ¿La tienes al alcance de la mano, Inger?

—Sí, sí… Podéis dormir tranquilas. ¡Ah, qué hermoso día hemos pasado!

—Tienes razón… Y ¡buenas noches!

Al cabo de unos cuantos minutos, pudo escucharse la tranquila y profunda respiración de Navío; y unos instantes después Karen e Inger se dormían también. Puck tardó un poco más. ¡Se sentía tan feliz de que Karen hubiese querido acompañarlas! Ah, qué bella era la vida cuando no reinaba animosidad alguna a su alrededor… Sobre todo entre las alumnas que compartían una misma habitación… Claro que quedaba todavía en pie la cuestión de Annelise…

Puck se durmió dulcemente y soñó con Annelise Dreyer, la hija del rico hacendado, encantadora, pero demasiado mimada, que ahora había ingresado en el pensionado de Egeborg y que ya había manifestado su irritación por el hecho de que Puck y Karen se hubieran hecho tan buenas amigas.

Súbitamente resonó un grito a través de la oscuridad de la tienda:

—¡Socorro! ¡Socorro! Ladrones y bandidos…

En el acto todas las chiquillas se despertaron… y estuvieron en un tris de desmayarse inmediatamente después: ¡la tela de la tienda de campaña volaba por encima de sus cabezas, y se alejaba, se alejaba en la noche hasta desaparecer!…

Experimentaron pánico tal que, por unos segundos, permanecieron inmóviles, con los ojos abiertos como platos, contemplando el cielo estrellado. ¡Dios mío! ¿Adónde había ido a parar la tienda? Era imposible que el viento se la hubiera llevado, ya que no soplaba la menor brisa… ¿Qué había ocurrido, pues? ¡Era algo verdaderamente siniestro!

***

La primera en atreverse a salir del saco fue Puck. Se vistió rápidamente y, habiendo tomado la linterna de bolsillo, dijo a las demás:

—¡Rápido, levantaos, chicas! Debemos descubrir lo que ocurre…

—¡Oh! No me atrevo —murmuró Navío.

—¡Tonterías! Podéis creerme, no ha ocurrido nada extraordinario… Debemos recuperar la tienda.

—Pero si ha desaparecido…

—Vamos a verlo. ¡En pie! —repitió Puck.

Repentinamente dio un grito.

Encendió la linterna y paseó por el suelo el haz luminoso.

—¡Hemos recuperado la tienda!

Corrió rápidamente en dirección del bosque; la tela gris yacía al pie de un gran árbol. Desde allí, Puck proyectó el foco de luz a través de la espesura y prestó oído. Pero no se veía nada ni se oía nada. Todo estaba silencioso y desierto.

Inger se reunió con ella.

—¿Qué ha ocurrido, Puck?

Puck sacudió la cabeza, con gesto desolado.

—No tengo la menor idea, Inger. No es posible que haya sido el viento, ya que no sopla… Además nos hemos despertado en el mismo instante en que la tienda empezaba a levantarse. Si alguna persona se la hubiera llevado, hubiéramos oído el ruido de pasos. Yo, por lo menos, sólo he oído el ruido de la tienda deslizándose. ¿Has notado tú algo más?

—No… Pero, naturalmente, debe haber una explicación.

Las otras dos muchachitas se les reunieron también y entre las cuatro arrastraron la tienda de nuevo hasta su sitio, para levantarla otra vez. Puck iluminó los agujeritos hechos para los soportes de la tienda y dijo, con voz asombrada:

—Mirad estos agujeros, chicas…

—Sí… ¿Qué tienen de especial?

Puck sacudió la cabeza.

—No tienen nada… y esto es precisamente lo misterioso.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Inger.

Si la tienda hubiera sido arrancada bruscamente a la fuerza, los agujeros se habrían agrandado. Sin embargo, permanecen igualmente redondos… ¿No veis?

—Sí. Pero…

—Quiero decir que, antes de que la tienda se alzara, alguien levantó los soportes con gran precaución…

Puck calló unos segundos y después prosiguió:

—Puedo deducir casi con precisión lo que ha ocurrido. Alguien ha levantado los soportes, después de lo cual ha pasado un nudo corredizo a lo alto del mástil… A continuación ha ocultado la cuerda entre los árboles… y ha tirado con todas sus fuerzas. Seguro, seguro que eso ha sucedido así, y sólo así… De lo contrario habríamos visto y oído al bromista…

Inger echó una mirada en dirección al bosque y luego se volvió hacia sus compañeras:

—No comprendo, Puck. ¿Quién hubiera podido divertirse haciéndonos víctimas de una broma semejante?

Si no supiera que Alboroto y Cavador están al otro lado del país, pensaría en ellos… Pero no serviría de nada quebrarse la cabeza durante toda la noche. Volvamos a acostarnos, amigas mías…

—¿No crees que deberíamos montar guardia por turnos? —preguntó Inger con aire perplejo.

Puck sacudió la cabeza.

—No pienso que haya más incidentes esta noche… Y yo, al menos, no quiero estropear más mi sueño. ¡Ya es bastante con lo sucedido!

Las cosas pasaron tal como las había previsto Puck. Nada volvió a suceder aquella noche. A las siete de la mañana ya estaban en pie las muchachitas. Mientras unas se ocupaban del desayuno, Puck se dedicó a hacer investigaciones en el vecindario. Escrutó el lugar donde había sido recuperada la tienda, pero no presentaba nada de particular. El tiempo era seco desde hacía varios días y la tierra estaba tan dura que no se veía en ella huella alguna. Un buen número de hojas habían sido arrancadas de los arbustos cercanos y había varias ramas rotas. Fueron los únicos rastros que pudo encontrar. Puck no comprendía nada. Estaba segura de que una o varias personas habían levantado la tienda por encima de sus cabezas, pero… ¿quiénes? Y sobre todo ¿por qué? ¡Aquel gran misterio tal vez no consiguiera ser desentrañado jamás!

Durante la hora del desayuno, el humor estuvo muy lejos de ser tan bueno como el de la víspera. Generalmente Navío era una chiquilla valiente e intrépida, pero en aquella ocasión se mostraba la más inquieta de todas. Declaró en tono firme:

—¡Os comunico que yo no volveré a dormir en la tienda!

—¿Por qué, Navío? —preguntó Puck, tratando de embromarla—. No puedes negar que lo de anoche fue «formidablemente palpitante».

Navío hizo una mueca.

—Sí, gracias… Demasiado para mi gusto.

—Inger tiene una pistola…

—Sí, para lo que nos ha servido esta noche… —respondió Navío, con amargura—. No, amigas mías, para el resto del viaje yo prefiero una verdadera cama.

Puck le dio un golpecito amistoso en un hombro.

—Antes de la próxima noche, sin duda, habrás cambiado de opinión.

Acabado el desayuno, Inger propuso:

—Demos la vuelta al lago en bicicleta. ¡Es tan hermoso este lugar! Cuando volvamos, comeremos y continuaremos el viaje. Me parece que estamos todas tan molidas de ayer que es mejor no hacer mucho camino hoy.

La proposición fue del agrado de las demás y poco después salieron en bicicleta. El paseo era hermoso. El sendero que circundaba el lago entre los viejos troncos y la ribera era casi en su totalidad espeso y verdeante. Puck estaba exultante. Como las demás, ella pensaba que los bosques de hayas daneses eran maravillosos. Y hacía un sol tan radiante que tuvo repentinos deseos de nadar. Pero Inger se opuso formalmente a ello.

—No, de ningún modo, Puck. En una playa, sería otra cosa, incluso en esta estación. Pero en un lago «no»… las tranquilas aguas de los lagos ocultan a veces peligrosas trampas. Es lo que ocurre con las almargas, por ejemplo; en la superficie parecen tibias, pero a poca profundidad son glaciales. Por si eso fuera poco, el agua dulce soporta menos que el agua del mar, y en Dinamarca gran cantidad de gentes se ahogan todos los años por no tener en cuenta eso. No, Puck, tratemos de ser razonables.

Y Puck acató la orden. No sólo porque Inger era la capitana de la expedición, sino además porque comprendía que era lo más sensato. El mejor nadador del mundo puede verse en un aprieto cuando sufre un calambre…

Las muchachitas continuaron su paseo…

En los lugares más lindos se detenían para gozar del paisaje y, al mismo tiempo, tomarse un descanso que era muy bien recibido, ya que, realmente, el largo trecho en bicicleta realizado la víspera las había dejado los miembros doloridos. Navío tuvo una idea repentina y dijo:

—Oíd… Hay algo en lo que no hemos pensado…

—¿En qué? —preguntó Inger.

—¡En la tienda!

—Sí… ¿Qué haremos si a nuestro regreso los ladrones se la han llevado?

Inger sonrió con una de sus encantadoras y poco prodigadas sonrisas.

—No, no temas, Navío. En pleno día habría que tener caradura para…

Navío la interrumpió:

—¿No te parece que ya han demostrado tenerla suficiente esta noche pasada? Regresemos en seguida. Una tienda como ésa cuesta mucho dinero y pasaríamos apuros si tuviéramos que comprar otra por no poder devolverla.

Esta vez fue Puck quien la interrumpió, sonriendo:

—Querida Navío, hablas como si la tienda ya hubiera sido robada. No creo que debamos preocuparnos por eso…, pero, en lo que a mí respecta, no hay ningún inconveniente en que le demos a los pedales más enérgicamente.

Y las muchachitas se apresuraron…, al menos dentro de lo que les era posible, ya que el sendero silvestre, estrecho y dificultoso por las raíces que lo cruzaban, no se prestaba demasiado a una carrera.

Ya, desde lejos, Navío gritó:

—¡Ah, qué suerte! La tienda está aquí todavía…

Riendo, Puck le dio un golpecito amistoso en la espalda.

—Querida Navío, para ti hubiera sido mejor que hubiera desaparecido, así nos hubiéramos visto obligadas a ir a dormir a un hotel.

—De todos modos, lo haremos —declaró Navío—. ¡No quiero exponerme a los malos espíritus una segunda noche!

Llegaron al lugar donde estaban acampadas y saltaron de sus bicicletas. Súbitamente Puck dio un gran grito:

—¡Oh, mirad! ¡Allí!

Las otras se precipitaron y las cuatro se quedaron con la boca abierta, estupefactas.

El escenario era sorprendente. Delante de la tienda había sido puesta una mesa de cuatro cubiertos, con toda delicadeza. Al lado se hallaba una cacerola con patatas peladas y dos latas de conserva abiertas. Para completar el conjunto, ¡el fuego se hallaba preparado y, ante el montoncito de ramitas secas y hojarasca, había una cajita de fósforos!

Las chiquillas intercambiaron miradas de estupor, temiendo acercarse más. Finalmente, Inger tomó la palabra:

—¡Desde luego, yo no entiendo nada! ¿No serán brujerías?

—Es algo impresionante, realmente —comentó Karen.

—¡Impresionantemente palpitante!

Puck fue la primera en avanzar unos pasos. Se detuvo luego un instante para examinar un objeto que las demás no habían visto y estalló en carcajadas.

—¡Pues… venid a ver lo mejor de todo! Acercaos, ¡mirad!

Las demás se acercaron a su vez y abrieron grandes ojos atónitos…, ya que al lado de los cubiertos tan gentilmente colocados había una pancarta fijada con una ramita. Y en la pancarta se leían esas palabras que parecían sacadas de un cuento de hadas:

«¡Mesa, cúbrete de manjares!».