PRÓLOGO: ARQUEOLOGÍA EN EL INFIERNO
Noche desbordada de luna, lechosa en la bruma de una inundación de nácar, pálida y azul, ahogados los astros en la estela láctea, sustanciada de misterio. El desierto. En las ruinas de la vieja ciudad, que emerge apenas de un sudario de arena, duermen nómadas apátridas, beduinos desarraigados, ladrones y parias. Y la sombra de una pirámide negra cuya historia terrífica no quieren recordar cae sobre los restos de la urbe muerta.
Oyen a veces estos errantes monstruosos rugidos llegando del interior de la pirámide-fortaleza y corren de boca en boca, además del recuerdo inefable de su historia, leyendas de endriagos y espectros. Más de uno se ha aventurado por sus corredores obscuros convencido de que el miedo es en verdad celador de tesoros, pero también su pregonero. Estos se aventuraron para no retornar. Otros, que dormían solos o en pequeños grupos, desprevenidos, cerca de la anciana puerta, desaparecieron también. Sin embargo, en las ruinas hallan estos parias refugio de las tormentas de arena, y el peligro en el que tienden sus lechos los aureola de un acerbo carisma que los hace más temibles en el curso de sus depredadoras gestas.
Silba hoy un viento al que no temen, arrullando sus sueños.
De pronto, la noche se quiebra en inhumanos aullidos. Los ladrones despiertan, se juntan los grupos, cimitarras y alfanjes se ungen del palor de la luna… relinchan atemorados los caballos y los camellos caen de rodillas cuando pugnan por romper las maniotas que les traban las patas. Con ojos ebrios de sueño y de miedo escudriñan los beduinos la noche. Nada. Y los aullidos, cada vez más agudos, penetrantes, enervantes, aniquiladores, se acercan estrechando alrededor de las ruinas su círculo de espanto. Sin que medie palabra, optan todos los grupos por una decisión unánime. Corren trastabillando por los cauces de arena que fueron calles, corren hasta alcanzar sus animales y, librándolos de trabas o ronzales, saltan sobre ellos, luchan por afirmarse en sus monturas despavoridas, y se lanzan suicidas al hondo desierto orando a sus dioses. Hasta que estén muy lejos, ninguno sabrá que ha cruzado el cerco maligno. En pocos instantes sólo queda en la anciana ciudad el silbido inofensivo del viento.
—Adelante, haz la señal. Creo que han huido todos.
—¿Y si queda alguno?
El otro se encogió de hombros. Un manso ulular cantó en la blanca noche. Desde distintos puntos, treinta hombres avanzaron en círculo, camuflándose aún, convergiendo en la puerta de la pirámide negra. Cinco de ellos portan un gran sarcófago dorado.
—¿Es este el lugar? —susurra uno de ellos mientras se aproximan al resto de la compañía.
—Así lo asegura el mapa.
—Y el mapa… ¿es fiable?
—Debe de serlo. Se ha tardado años en descifrarlo y la Dama del Arco ha esperado mucho, antes de permitir esta misión.
—¿Cómo podemos saber que esta es la pirámide de Krissa?
—Entrando.
—¿Y si no está… si no lo encontramos? El otro vuelve a encogerse de hombros.
—Mira, ahí está Abnüel, el Caballero del Segundo Anillo.
Los portadores del sarcófago llegaron hasta el jefe de la compañía, que examinaba el plano del laberinto interior ya en el umbral de la puerta.
—Preparad las ballestas y los abnur —dijo Abnüel plegando el plano y guardándoselo en la bolsa de cuero al cinto—. Doce delante, trece detrás, el sarcófago en medio. Los corredores son lo bastante amplios para que podamos marchar en hileras de tres. La distancia hasta la cámara mortuoria no es mucha, pero peligrosa. Todas las noticias aseguran que hay una horda de golem en la pirámide-fortaleza. En cuanto a la tumba que buscamos, estará sin duda protegida por las formas mentales de la reina-maga. Son probables otras trampas. Todo el entrenamiento que habéis recibido de las Órdenes es necesario ahora. Que Dios os proteja. ¡Vamos!
Los treinta guerreros de la Segunda Orden del Anillo, casi todos ellos hombres jóvenes del desierto, ciñeron sus frentes con la banda portadora del abnur y las pequeñas piedras-luz de los alquimistas brillaron con intensidad azul, como engastes de tercer ojo. Entraron por la gran puerta de Poniente, maciza pero desvencijada y rota, recuerdo de antiguos y terribles esplendores. Abnüel marchó a la cabeza, con la espada del Segundo Anillo en la mano, ligeramente curva y grabado en la hoja el Anillo del Fundamento por los artesanos del Rey Ban, que dos siglos atrás la forjaron.
Tétricos eran los corredores, invadidos por la arena, morada de sierpes y arañas, escorpiones y ratas que al paso de los hombres huían con agudo chillido y el batiborrillo de sus patas pequeñas y uñosas. Las paredes estaban desconchadas; frescos que un día abrumaron los ojos con imágenes que el Infierno inspirara se veían desportillados, recorridos por lepra y serpigo de moho. El aire, fétido, pesaba cargado de una podredumbre de siglos. De trecho en trecho se tropezaba con restos carroñosos de animales… también humanos a veces. Iluminados por el resplandor místico de los treinta abnur, los corredores se llenaban a ratos de sombras tristes y los gritos de los presos que abarrotaron las mazmorras de Krissa ecoaban adoloridos en las bóvedas del Tiempo.
De pronto, sonido de pasos, ligeros, desnudos. Un resuello herido, un gemir temeroso. La compañía se detiene. Los guerreros de la Orden de Segundo Anillo preparan las ballestas y esperan para actuar la señal de Abnüel. El sonido llega desde un corredor perpendicular al que ellos invaden, cada vez más cerca, cada vez más desesperado. Aguardan en rotundo silencio. Y se hace perceptible entonces también otro ruido, sibilino y atroz, como el correr suave y mortal de panteras jugando a soltar y a cazar su presa. Está delante y detrás y llega, también, en pos del gemir peregrino, por el pasillo que desemboca algo más allá, a la izquierda.
Por fin ven la primera de las formas, blanca, esquelética, espectral, casi transparente al penetrar en el nimbo azul de los abnur. Corre ahora como poseída mirando atrás el espanto del que huye, con su gemido transformándose poco a poco en grito, alarizándose. Al verlos se detiene en seco, aúlla aterrada, retrocede. Aparecen ahora, una en cada boca de dos los corredores que confluyen, las figuras feroces y enormes de los hombres-bestia criados por Krissa, que en lengua mâurya llamaron los golem, los obscurecidos, los abismados: rostro animal de boca ancha y carnívora, dientes grandes y sanguíneos, ojos atigrados, melena leonina y rictus endemoniado; cuerpo de nervio macizo, de músculo sarmentoso; piel cenicienta, áspera y vellosa, manos torcidas y asesinas como garfios. La forma blanca queda atrapada entre los golem y los guerreros. Comprende al fin que su salvación, si aún es posible, está delante y se arroja a los pies de Abnüel.
—Por Dios, por Dios… —llora en la lengua del Desierto.
Es una muchacha joven, del palor de la luna, ojos grandes y hundidos; crencha larga, negra, desgreñada, hedionda; cuerpo consunto, trasijado en su desnudez y herido, cubierto de una costra de hez indescriptible. Abnüel ha oído hablar de los sacrificios humanos, vivos y muertos, que los nómadas ofrecen a los demonios de la vieja pirámide: jóvenes y muchachas raptados de sus tribus peregrinas, niños a veces también, con los que propiciarse o sobornar a los señores de las sombras. Ha oído hablar de los cebos humanos con que los buscadores de tesoros creen poder engatusar y despistar un instante a los seres monstruosos, carnales y espectrales, nunca bien definidos, pero supervivencias de un pasado de terror, que pueblan las ruinas de lo que fue a la vez palacio, templo, prisión, necrópolis y fortaleza de la hija de Maurehed… cuando el nombre de Krissa hacía temblar de extremo a extremo el imperio de las arenas. Con la muchacha a sus pies, Abnüel no puede dejar de pensar en Alayr, que pasó su calvario también con los golem de Sarkón, en la tenebrosa criptópolis ebénida.
El Caballero del Segundo Anillo pone su mano izquierda sobre la cabeza de la joven.
—Te tomo bajo mi protección, mujer, pierde cuidado —le dice en la lengua común del Desierto.
Arteros, los golem han esperado quietos a que otros se les unan. Les dice su instinto atrozmente agudo que la pasividad les protege, que a los invasores les repugna tener que matar. Son siete ahora a cada lado del pasillo. Intuyen también que los hombres no aguardarán más allá de un cierto grado de tensión y que no dejarán crecer ilimitadamente la amenaza. Temen los dardos que les apuntan, los ojos azules, astrales, en las frentes de los enemigos, la mística luz que apaga las sombras en las que ellos ven. Sin avanzar ni retroceder, se mueven como leones que en jaulas cuajan su ira, dejando escapar un débil, constante gruñido, un ronroneo casi, de odio e ironía. Saben que es la muerte lo que brilla en las puntas de las flechas, pero saben también que otros entes pueblan la pirámide que en un instante pueden sofocar ese brillo dándoles su oportunidad de atacar.
Las ballestas están alzadas. La orden de disparar se demora aún en los labios de Abnüel, que odia la idea de ejecutar aun a estos monstruos, cuando un viento pasa, inesperado y opaco, subyugando el poder de los abnur y apagándolos. La muchacha grita viendo renacer la tiniebla en la que ha vivido un tiempo incalculable; días y noches fundidos en una misma hora de pesadilla. Los golem atacan, rugiendo de dicha y videntes en su mediodía de sombras. Pero los dardos vuelan, serenos y precisos, discretos en su silencio mortal. No en vano ha advertido Abnüel a sus guerreros que deberán apelar a todo el entrenamiento recibido en los enclaves secretos de las Órdenes.
Los rugidos se han apagado. Algún resuello violento y quejumbroso se deja oír aún, antes de que una hoja corte su último hilo de vida. El viento, eco en el aire físico de algo que infecta el espacio sutil, todavía gravita maligno, como un gran pólipo, sobre las cabezas de los guerreros. Estudia cómo atacarlos, cómo penetrarlos, y les tantea con sugerencias de pavor y traición. No todos los guerreros pueden escucharlas con tanta nitidez como las oye Abnüel en el éter límpido de su mente, pero sí perciben el peso de una atmósfera confusa y pegajosa, una niebla que los sumiría en la inercia, si se abandonasen. Demasiado bien conocen estas fuerzas hostiles los hombres de las Órdenes, y la sugestión de abandono les hace afirmarse en su voluntad batalladora. Ensaya el ente entonces otra táctica: excitar su voluntad de acción más allá de todo límite de prudencia. Los más fogosos de los jóvenes resultan receptivos a esta incitación; empiezan a moverse nerviosos en sus lugares, hastiados de obscuridad y pasividad; demasiado disciplinados para murmurar, resoplan sin embargo crispados, tratando de mostrar, con leve amago de protesta, su inquietud a su jefe.
Silencio. Abnüel no dice una sola palabra, no emite ni una sola orden. Interiormente, alguno llega a preguntarse si el Caballero del Segundo Anillo habrá muerto en el ataque de los golem. Está a punto de expresar su duda en voz alta, sin darse cuenta de que también esta es una insinuación de la entidad que los presiona, cuando una ola de calma llega de la cabeza de la compañía, serenándolo y deshaciendo su cuita. Comprende al fin que el arma es el silencio, el silencio… y que los más desprotegidos ahora son aquellos que permiten rumiar a sus mentes cuando es tan necesario callar.
Cuando por fin el silencio es perfecto, el viento obscuro parte dejándolos más fuertes. Los abnur brillan otra vez con la nueva entereza de los hombres.
—¿Puedes caminar? —le pregunta entonces Abnüel a la joven alzándola del suelo y cubriéndola con su capa azul.
—Sólo para salir de aquí —responde ella con voz exhausta pero tono implacable.
—Eres bien libre de hacerlo, pero será sin nosotros.
—Por lo que más quieras —gimió la muchacha—, no me abandones; hay otras cosas ahí…
—Tenemos una misión, mujer. Más importante que tu vida o las nuestras. Síguenos. Una vez cumplida, te sacaremos de aquí y te llevaremos con nosotros.
—Me faltan las fuerzas…¡Dios…! Quiero morir, pero no aquí, no aquí…
Y arrebujándose en la capa, estremecida, se dejó caer nuevamente a los pies de Abnüel.
—Capitán —terció en lengua dévica uno de los guerreros para que la muchacha no pudiera entenderlo—, esta niña cree que somos buscadores de tesoros y teme que la vuelvan a emplear como cebo.
—Sí, Núma. Pero hay algo más —musitó Abnüel penetrando con sus ojos más allá del velo de la carne—: lleva en su seno la semilla de los golem. Sólo quiere encontrar en las arenas un lugar donde matarse de hambre y de sed.
—¡Dios…! ¿Así persiste la raza de Krissa?
Pero Abnüel no respondió. Se arrodilló junto a la muchacha, le tomó la cabeza entre sus manos y le acarició el rostro infundiéndole calma.
—No te entregaremos, muchacha. Confía. No hemos venido a ofrecer sacrificios humanos ni a buscar tesoros… O sí, el más grande de los tesoros, pero no necesitamos cebo para eso. Dime, ¿cómo te llamas?
La niña alzó sus ojos, dulces aun en su terror, parpadeantes de lágrimas.
—Mi nombre, en la lengua del Desierto, es el de los cuernos de la luna.
—Yâra… como la compañera eterna de Alayr, la Virgen Libertadora.
—Yâra es el supremo orgullo de mi reino. Yo vengo de las dunas de Yâra. En mi patria se habla de Dama Alayr como del más grande Avatar de la Madre y de Yâra se dice que la sigue de vida en vida.
—Yâra, yo vengo de las nieves donde habita ahora Yâra. En mi patria reinan los dos Avatares de la Madre, Dama Alayr y Libna la Blanca. Te llevaré allí, ellas te redimirán del infierno que crece en tus entrañas.
—¿Eres un Caballero de las Órdenes? Pareces demasiado joven para eso.
—Soy Abnüel, hija, y tengo varias veces tu edad.
—Mi tierra es rica en tradiciones épicas. Se dice que los siete Caballeros de las Órdenes portan espadas que son libros.
—Si te muestro mi espada, ¿confiarás en mí?
—Ciegamente.
Abnüel puso entonces en su regazo la espada del Anillo del Fundamento y la hoja brilló con llama azul, ahíta de sabias inscripciones. La muchacha la alzó, se la acercó a sus ojos extenuados y con voz rota leyó:
—Por el filo de la espada en la piedra entrañada gotea la sangre del dragón. De la sangre fluyente del dragón nacen los seres vivos; pero cuando la sangre deja de manar al exterior, la piedra se convierte en volcán de oro.
Y luego, alzando sus ojos hasta hallar los de Núma, tradujo tres sutras del dévico:
—La espada es la serpiente. La serpiente es la luz. La luz es el Verbo Creador.
Se dejó llevar la muchacha entonces y, como agotara en su huida sus últimas fuerzas, Abnüel la cargó en sus espaldas. Y era su peso ligero y grato, como el de un niño que en la calidez de unos brazos paternos es portado al sueño soñando. Avanzaron durante más de dos horas por aquel laberinto que sabía engañarlos y la distancia que los separaba de su meta, aunque escasa en principio, se agigantó. A pesar del plano de la pirámide en posesión de Abnüel hubieron de reconocer por fin que estaban perdidos y la muchacha, que casi tres lunas había pasado allí presa, enloquecida y en tinieblas, no podía ayudarlos.
—Señor —llamó de pronto Núma, que marchaba ahora unos pasos por delante de la compañía—, ved aquí.
Abnüel dio el alto, permitió reposar a los portadores del sarcófago, descabalgó a Yâra y se acercó a Núma. El joven guerrero le mostró la abertura de una cámara con los restos de una puerta recia y ferrada, como de prisión, encajados aún en fuertes pernios. Abnüel cruzó el umbral y, nada más penetrar en la estancia, su abnur relumbró con intensidad mayor. Era un lugar pequeño, asfixiado de memoria. Sólo un tálamo había allí, cubierto de sedas negras ajadas, y un espejo roto cuyos fragmentos malignos se dolían de la luz del abnur. Un recuerdo intuitivo despertó en Abnüel, brillante y obvio como el de algo que acaba de ocurrir, a pesar de que hacía ya más de veinte años que leyera el relato de los últimos días del Don escrito por Libna la Blanca.
—Esta es la celda en la que estuvo preso el Rey —musitó como para sí mismo.
—Señor, la misma sensación tuve yo al ver la puerta. Por eso os requerí.
Abnüel consultó el plano por centésima vez a lo largo de la última media hora.
—Entonces estamos aquí, ¿ves? Más adelante por este mismo corredor, aquí, a la izquierda, debería haber una puerta en arco…
—El sancta sanctorum de Krissa, cripta de su nigromancia asesina y sus invocaciones teúrgicas —glosó pomposamente el joven tras leer la indicación en el pergamino que sostenía su capitán.
Abnüel se sonrió internamente de la solemnidad que Núma infundiera a sus palabras.
—Exacto, el laboratorio de la reina-maga. Aquí fue asesinado el Rey Ban. Es aquí precisamente, según el plano, donde se abre el único acceso a la cámara mortuoria.
El Caballero del Segundo Anillo volvió a guardar el plano y recogió con su pañuelo unos fragmentos del espejo roto.
—Vamos.
La compañía se puso en marcha otra vez, hallaron el arco, quebraron la maciza puerta cerrada, y los recibió una atmósfera cargada de peligro febril. La muchacha fue la primera en notarlo en su piel, como infinitas, insidiosas agujas, instigando un delirio de fantasmas. Gemiqueó en exhaustos sueños. Espontáneamente, los guerreros se rascaron el rostro y los brazos, vieron debilitarse los abnur y culebrear fugaces fosforescencias en las sombras. Pesaba en aquella estancia la densidad de un mundo sórdido y protervo, oculto en los intersticios del aire.
—Atrás —ordenó Abnüel—. No es necesario que toda la compañía entre aquí. Núma, tú y los portadores del sarcófago, seguidme. Aguardad el resto en el corredor, cubriéndonos las espaldas.
Depositó a Yâra con cariño junto a la pared, donde pudiera apoyarse; tocó su frente, advirtió la fiebre, le acarició el rostro y le acomodó la capa. La muchacha, sintiéndose protegida y conducida ahora, se abandonaba; y la pesadilla en la que había vivido estos meses reproducía su ciclo en la soñolienta memoria.
Abnüel y sus hombres volvieron a la cámara. Aun con la luz debilitada de sus abnur pudieron darse cuenta ahora de que era un recinto grande, abovedado, de perímetro pentagonal. Estaba todo él cubierto de polvo; fragmentos de objetos irreconocibles había aquí y hallá obstinados en demorarse un instante aún en el mundo de las formas, antes de derretirse para siempre en las cenizas del Tiempo. Parecía que todo en aquella cámara hubiese fenecido desde dentro al morir Krissa y que la fuerza vital de la reina-maga hubiera reabsorbido en sí, al desterrarse de este mundo, la esencia del lugar dejando sólo las cáscaras vacías de las cosas, destinadas a una veloz y completa desintegración. La cripta, cerrada seguramente por Krissa antes del viaje a Mâurwanna del que no retornaría, no sería abierta nunca más. Y el final de la bruja provocaría el irreparable declinar de la pirámide.
Al posar el sarcófago en el centro de la sala, un mudo lamento estremeció la atmósfera.
—¿Oís? —murmujeó Núma cerca de Abnüel.
—No he oído nada, pero lo he sentido. Hay una consciencia muy despierta en este lugar… a pesar de las apariencias. El mundo que inspiró a Krissa tiene aquí todavía sus tentáculos.
—¿No dice el plano dónde se abre el acceso a la cámara mortuoria?
—No creo que nunca lo haya sabido nadie aparte de Krissa… O los esbirros e iniciados que transportaron el cadáver del Rey Ban. Mirad alrededor; tantead el suelo, las paredes… tiene que haber algo que lo indique.
Tres de los hombres sumergieron sus manos en el polvo que anegaba el pavimento; los otros cuatro examinaron las paredes, en las que quedaban restos de antiguos frescos de una hermética decoración. Largos minutos pasaron en silencio, ocupados en una búsqueda inútil. Con los pomos de sus armas golpeaban la piedra del suelo y los muros en busca del panel que velase espacios huecos, o en las pinturas ajadas estudiaban posibles símbolos. Poco a poco, la lobreguez que pesaba en la cámara se imponía a la mayor parte de ellos; crecía el desánimo y una consciencia de imposibilidad.
—Señor, con esta luz… —balbució Núma, y señalando el garniel pendiente del cinto de su capitán—. ¿Acaso…?
Abnüel se palpó la bolsa de cuero.
—¿Esto? Más tarde; no ha llegado el momento todavía.
De pronto, un ruido de avalancha les sorprendió y sintieron estremecerse la pirámide, como sacudida por un terremoto. No comprendieron lo que ocurría hasta que uno de los guerreros asomados a la puerta desde el corredor les gritó:
—¡Señor, el suelo… se está desplazando!
Y era verdad; la estancia perdía su sostén, que se deslizaba rápidamente como tragado por la pared opuesta al arco de la entrada. Cascadas de polvo caían a la nada; el abismo a sus pies bostezaba abriendo más y más la brecha que los separaba del umbral, amenazando engullirlos. Al principio, todos menos uno de los portadores del sarcófago intentaron correr hacia la puerta y salvar la grieta creciente, pero esta se ensanchaba tan rápido que saltarla habría sido suicida. El otro permaneció aturdido, como imantado por la pared que devoraba el suelo, la mano en alto sobre una de las pocas imágenes de la arcana pintura aún discernibles y la mirada perdida. A pesar del ruido asordante en el recinto, les llegó a los siete hombres apresados en una porción menguante de suelo el tumulto del corredor; los rostros inquietos de los guerreros habían desaparecido del vano de la puerta y pronto fue evidente que más allá de la negra sima se libraba una nueva batalla contra los golem.
El vacío crecía más y más bajo sus pies, y los siete hombres se apretaron contra el último paramento salvo, entre el polvo que se arremolinaba sofocándolos, con el sarcófago dorado en medio. Escapar de allí era imposible; esperaban en calma y concentrados el instante en que les faltaría el fundamento, confiando sus últimas esperanzas al salto felino con el que estaban entrenados a vencer grandes alturas y tratando de avistar el fondo de la grieta. Pero el apocado resplandor de los abnur no les permitía penetrar siquiera la inmediata superficie de aquel pozo negro. Alzaba de cuando en cuando Abnüel la mirada hacia la lejana puerta y veía el nimbo azul colmando el vano. Tenía la impresión de oír gritos, rugidos, silbar de dardos, golpes secos de espadas, crujir de huesos, intercalados con el rumor titánico del roce de la piedra contra la piedra.
Quedaba la anchura de tres pies de suelo, cuando el rumor cesó y el desplazamiento se detuvo. El polvo inundaba la atmósfera, les cegaba los ojos, les hacía toser, y pasó un rato hasta que aquella menuda labor del Tiempo hubo sedimentado. También la lucha en el corredor había acabado y nuevamente dos guerreros se asomaban al vacío que burlaba el espacio donde hubo una cámara. Perplejos, descubrieron en el otro extremo el tenue fulgor azul de sus compañeros, que parecían milagrosamente suspendidos en la nada.
—¿Señor? —llamó uno de ellos intentando discernir un rostro en la distante nube azulina, y el eco multiplicó y ahuecó la palabra.
—Tenemos aquí el suelo justo para no caer —les llegó la voz de Abnüel—. ¿Cómo…?
Pero de pronto el Caballero del Segundo Anillo se interrumpió y forzó su oído; también su interlocutor calló y escuchó el murmurio sibilante del pozo.
—Hay serpientes ahí abajo —dijo Núma junto a Abnüel.
—Eso es lo de menos ahora —comentó uno de los hombres al otro lado de la brecha—, espero que no tengáis que bajar ahí.
—Pues yo sí lo espero —se opuso Abnüel—. No sabría dónde encontrar la cámara mortuoria si no es allá abajo.
—¿Alguna idea de cómo hacerlo, Señor?
—Estamos en ello. ¿Qué ha ocurrido ahí?
—Volvieron los golem aprovechando el instante de incertidumbre cuando empezó a moverse el suelo. Creo que eran diez; al menos dos escaparon malheridos, el resto yacen muertos.
—¿Y vosotros?
—La sorpresa inicial y rasguños leves. Pero me preocupa la muchacha.
—Sí, hay que sacarla pronto de aquí.
A pesar de la situación, incierta y peligrosa, un repentino buen humor se había instalado a uno y otro lado del vacío.
—Si al menos supiera cómo ha empezado todo esto… —murmuró Abnüel acercándose al borde del pozo.
Pero la mano de uno de sus hombres lo detuvo.
—Señor, creo que he sido yo.
—¿Qué quieres decir, Adôm?
—Mirad aquí.
Abnüel acercó sus ojos al lugar donde aquel portador del sarcófago había mantenido su mano como imantada mientras se desplazaba el suelo. La imagen de una hoz plateada destacaba contra un fondo obscuro, con una piedra negra en su punta curva.
—Todo empezó al presionar esta piedra —confesó Adôm, e hizo intención de volver a tocarla.
—¡Déjala! —ordenó Abnüel aferrándole la muñeca.
Examinó la pintura. La hoz era la única imagen visible en varios palmos cuadrados de superficie.
—¡Turmo! —dijo Núma.
—Sí —repuso Abnüel—, en mâurya, Turmo es la Hoz, y es Saturno. El Rey murió al comienzo del imperio de Saturno y el pie del cáliz en el que Krissa engastó el cráneo de Ban era de plomo, el metal de Saturno. La cámara mortuoria tiene que estar ahí abajo.
—Señor —llamaron desde el otro extremo de la brecha—, ¿habéis visto la cúpula?
Abnüel y sus hombres levantaron la mirada. La bóveda se había abierto: desde los extremos de la cámara se divisaba un agujero negro en el vértice.
—¿Qué es? —interrogó el mismo hombre.
—Probablemente un cañón hasta la cúspide de la pirámide… Por lo que estamos viendo aquí, quizás sin otra misión que la de canalizar los rayos de Saturno en alguna fecha y hora simbólicas.
—¿El cinco de Diciembre acaso, el día del Sacrificio del Rey? —preguntó Núma.
—¿Qué día es hoy? —repuso Abnüel.
—Diecisiete de Octubre, Señor —contestó Núma.
—Entonces espero no tener la oportunidad de enterarme. Ahora todo se reduce a saber cómo bajaremos ahí.
Abnüel volvió a acercarse al borde del pozo por uno de los extremos de la pared.
—Y a cómo nos moveremos entre las serpientes del fondo —añadió Núma.
—Tengo remedio para eso —repuso el Caballero con la voz de pronto extraviada. Y sin una palabra más, saltó.
Los seis hombres que lo acompañaban contuvieron la respiración hasta que comprendieron que toda la caída de su capitán se había reducido a poco más de un pie de altura.
—¡Una escalera! —exclamó Núma acercándose al borde del suelo y deduciendo más que viendo la serie de negros peldaños de piedra que descendían a las profundidades, imperceptibles en la obscuridad—. ¿Cómo la habéis visto?
—No la he visto… Ahora esperad aquí. No bajéis hasta que os llame.
Abnüel se sumergió en las sombras, el abnur se debilitó más aun, hasta apagarse casi, y pronto lo perdieron sus hombres de vista. La escalera tenía unos tres pies de anchura y descendía unida a la pared, bordeando la gran cámara circular que había bajo el laboratorio de la reina-maga. A pesar de que Abnüel podía ver apenas el peldaño que pisaba, imaginó la escalera larga, profunda, peligrosa; y, como si fuese un recuerdo cedido por la memoria del lugar, se representó a Krissa bajándola grada a grada, blanca de piel y con el manteo de sus ropas negras, desplegando toda la atroz solemnidad de una hierofanta de monstruosos misterios.
El silbar de las serpientes y la infinitud de cuerpos viscosos rozándose, anudándose, enmarañándose, estuvo más y más cerca y Abnüel supo que llegaba al fondo. Buceaba en la opacidad de un aire denso y pútrido. Avanzaba lentamente ahora, disuelta la luz del abnur, tanteando los últimos escalones. Se halló de pronto en el suelo borbollante de la cámara inferior, y el silbido y borbor de sus inquietos habitantes se excitó. Abnüel permaneció sereno, inmóvil, concentrado. Mientras se palpaba la bolsa de cuero anudada al cinto, una maraña de serpientes le cubrió los pies, le rozó la caña de las botas. Halló en el fondo del garniel la pequeña bola que buscaba, del tamaño de una perla, y librándola de la gamuza que la envolvía la apuñó en su mano grande, fuerte y callosa. Una de las sierpes trepaba por su pierna, cortando con su silbo el aire. Abnüel alzó el puño entonces y su mano empezó a brillar, traspasada por la luz portentosa del nimio abnur dorado.
Las serpientes huyeron precipitadas. El resplandor creció y se hizo visible un área más y más grande del suelo que los áspides despejaban a medida que la irradiación de oro desventraba las sombras. Desde arriba veían los hombres de Abnüel la aurora de un pequeño sol. Todo el espacio fue colmándose de luz y se hizo visible la brutal grandeza de su arquitectura. Los ofidios se apiñaban ahora contra la piedra de la pared circular, frenéticos, matándose unos a otros, y Abnüel caminó libremente hacia el medio de la imponente estancia. Doce enormes columnas negras se elevaban a treinta pasos del límite de la sala, describiendo un nuevo círculo, asiento de figuras horrendas que estatuaban sus cimas y oteaban el centro de la cámara apeligrando la atmósfera. Había allí, bajo la mirada vigilante de los ídolos, un negro catafalco. Lo rozó Abnüel con las yemas de sus dedos y era de metal, una aleación de plomo, con jeroglíficos mâurya burilados en él, infernándolo. Desde aquel centro de la cámara, mirando a lo alto, se veía una mancha lejana de cielo a través de la lucera abierta en la cúpula.
Con un gesto llamó el capitán a sus hombres, que alzaron el sarcófago y emprendieron el descenso de la larga y curva escalera. Mientras, Abnüel rodeó y examinó el catafalco; observó las columnas, altas, anchas, lisas, macizas, brotando su fuste desnudo del suelo y culminando, doce pies más arriba, en capiteles que eran asiento de obscuros dioses. Formas tenían estos inspiradas más que en el hombre en la bestia, el saurio, el insecto, el ave prehistórica o el cartilaginoso murciélago; pero carentes de la grandeza del león o el leviatán, del maquinal encanto de la libélula o del misterio del fénix, eran caprichos del abismo revelados al ojo humano en un frenesí de delirio.
Y parecían vivos, en el gesto de saltar.
El abnur en el puño de Abnüel brillaba más y más a través de la mano cerrada del hombre. Había alcanzado el fulgor todos los rincones del recinto, pero daba la impresión ahora de que quisiera extirpar de sí aun la mixtura de sombra que conlleva toda luz terrestre, inflamando la atmósfera de puro resplandor. Los seis hombres rodearon a su capitán respirando roncamente: en el furor de aquella heliomaquia les costaba alimentar los pulmones del aire ígneo. El sarcófago estaba ahora a los pies del catafalco.
—Nos atacarán en cuanto abramos el sepulcro —advirtió Abnüel señalando los ídolos con un movimiento de sus ojos.
La voz del jefe les llegó a los guerreros a través del silbido que el silencio soplaba en sus oídos, distante y extraña.
—¿Atacarán? —pronunció esforzadamente Núma con ceño arrugado como si las palabras fuesen chirridos de su boca de hierro.
—Las figuras… Son la morada de las formas mentales de Krissa, su puerta a este mundo. Son los vigilantes del túmulo.
Sin poder hablar, Núma hizo un gesto raro con la cabeza que podía significar rechazo o interrogación: «¿Cómo atacarán? ¿Cómo protegernos?». O, acaso, «¿por qué no destruirlos antes de abrir el sepulcro?». Abnüel sólo respondió con una tenue, misteriosa, velada sonrisa.
Indicó a sus hombres que rodeasen la caja negra y jeroglífica, encima de una meseta piramidal de tres escalones sobre el suelo. Se colocaron tres a cada lado y el capitán en la cabecera. Con el puño aún alzado y el abnur ganando fuerza, Abnüel cerró los ojos y permaneció un rato en suspenso, concentrado en sí, dejando que más y más luz afluyera al imperio de la luz. Hizo entonces una señal, y los hombres levantaron la tapa metálica, que les pareció extrañamente ligera. Sólo el Caballero del Segundo Anillo pudo contemplar el interior, mientras los otros seis, sosteniendo la lama con ambas manos sobre la caja, la portaban hacia los pies del catafalco.
Un cuerpo descabezado había allí envuelto en un sudario negro. Cuando la luz colmó la caja, este se deshizo como si hubiese estado hilado de sombras y quedó el cuerpo desnudo, incorrupto. La piel era joven, con un mador ambarino y, de no haber sido por el cuello tronchado, se habría dicho el cuerpo dormido de un muchacho. En el dedo medio de la mano derecha brillaba el anillo del Rey Ban. Y a la irradiación del abnur respondía el cuerpo con un destello místico.
Cincuenta y seis años habían pasado desde que Abnüel viera por última vez al Don con sus ojos mortales… El cinco de Diciembre haría cincuenta y seis años. El Rey se despidió entonces de sus doce Pares, dando a siete de ellos las Espadas de los Anillos, a dos las Llaves de su Torre, y a tres el don más dulce y el don más agrio: acompañarle hasta sus últimos instantes. El misterio del Sacrificio les fue revelado aquel día a los doce jóvenes que se convertían en la esperanza de la Tierra… Aquel día en que estalló el cataclismo del mundo que había sido el suyo y, en el exilio de todas las cosas amadas, debieron empezar a edificar un mundo nuevo para un lejano, lejano futuro. Demasiado intensa era ahora la emoción de Abnüel frente al cuerpo exangüe del Don… intensa y dichosa y amarga.
De pronto el clangor de la lama contra la piedra, un crujido lúgubre de huesos, el gemido ahogado de un hombre. La cubierta del sepulcro, traicionándolos, ha escapado de las manos de los portadores y ha caído sobre Núma aplastándole el pecho. Abnüel se precipita en ayuda de sus guerreros, que intentan vanamente alzar la tapa y liberar al camarada roto. Sangre le llena la boca, desborda los labios y cae en tristes arroyos al suelo de piedra negra. La lama pesa ahora, y se diría que una oculta voluntad la hace más y más grave. Núma, con la mirada extraviada, todavía boquea, todavía barbotea una palabra incomprensible; luego se disuelven sus ojos en una niebla blanca y exhala un hondo suspiro último.
Alza la mirada Abnüel y los ídolos se le antojan más malignos y mortíferos. La piedra de las estatuas parece materia viva y sus rostros, caratulados de una congelada risa sarcástica. Le duele el puño que anida al abnur, le duele con el dolor del abnur, que lucha ahora no contra una obscuridad inerte sino contra tinieblas despiertas de poder renaciente. Como noche que cae sobre el día aplastándolo, avanzan de nuevo las sombras anegando el recinto, adensando la atmósfera, ocultando en volutas de negror las cimas columnarias, sus dioses macabros, y reduciendo el imperio del abnur a una isla de oro palideciente en un océano atramentoso.
Pugna contra su dolor el Caballero del Segundo Anillo, lava le recorre el brazo en vez de sangre y la luz salvadora es fuego en su carne. Nota las pulsaciones de la piedra sufriente, la percibe a punto de estallar y cree tener en su mano, no ya una perla de color ambarino, sino la nova salvaje de un astro. Pero pugna por mantener a todos los suyos en el nimbo de radiación parpadeante.
De pronto, indócil a la férrea voluntad del hombre, la mano se abre, la piedra salta y vuela hasta perderse, acompañada por el grito de derrota de Abnüel.
Todo es sombra. La atmósfera es tan espesa y pegajosa como asfalto. La obscuridad es tan pujante que no sólo aniquila el último destello de luz sino que roe la raíz de los ojos. Se mueve el aire como al paso de gigantescas formas o al batir de alas monstruosas; se arremolina el aire en torno a cada hombre, sofocándolo, apagando ahora la luminaria de la mente con los vahos de un sueño cavernoso. Y torna el silbido deletéreo de los réptiles que refluyen hacia ellos en onda centrípeta.
Lidian todavía los guerreros su psicomaquia sin esperanza contra el magma de la noche diluyente, y los Poderes que en todo instante de peligro les acompañaron como un manto sutil de protección, la bendición de Libna la Blanca, la mística vigilancia de Dama Alayr o el escudo incondicional de la Providencia, les parecen cada vez más impotentes y lejanos. Incapaces son ahora de hilar una oración, balbucir las sílabas de un mantra, abrir las puertas a la acción de lo Alto. Como desvanes olvidados crían sus mentes telarañas, y por senda nebulosa, con la memoria ajironada y una vaga inquietud ya informe, se deslizan sus almas a un térreo letargo.
Llega entonces un resplandor crepuscular de la caja mortuoria y la extinción de los hombres se detiene junto al precipicio de la inconsciencia. Al primer instante, la obscuridad se revuelve con rabia y golpea la caja con violentas pulsiones de sus sombras cegadoras tratando de destruir el abnur, caído en el interior del sepulcro. Pero el fulgor crece, crece la efusión solar irrestañable hasta que un temblor estremece el vientre del magma tenebroso. La luz inicia su reconquista mientras la piedra alquímica gana fuerza en contacto con el cuerpo del Avatar. De nuevo los ofidios enloquecen; de nuevo los hombres respiran y navegan sus mentes por espacios de pensamiento y percepción; de nuevo un zenit de luz tortura el recinto concebido como nido de la Sombra.
Pero otro es el peligro que les amenaza ahora.
—¡Apartaos de ahí! —les grita Abnüel a sus hombres en cuanto retorna a él la consciencia, y la pesadilla de convertirse en momia se rompe contra la pesadilla de doce columnas tambaleantes y sus ídolos precipitados a la destrucción.
Inspirados por una misma decisión, saltan los seis hombres al interior del sepulcro mientras la piedra esculta cae de lo alto bombardeando el suelo. Caen los dioses con sus rostros picudos por delante, yertas sus alas membranosas, trabadas sus patas escamosas en un gesto grotesco; caen como monstruosas gaviotas cazadoras y, al hocicar el pavimento, se parten sus carantamaulas de sorna y los abandona su temible habitante. Caen sobre sus pedazos las doce columnas negras.
La tumba está intacta. Se asoman los hombres al estrago.
—Hay que actuar rápido ahora —dice Abnüel—. Destruido el corazón, no durará mucho la pirámide.
También el sarcófago está intacto. Cobijan en él el cuerpo del Don y, como la caja dorada es lo bastante grande, guardan junto a los restos regios y divinos del Avatar el cadáver de Núma, rescatado de las ruinas. Con el abnur nuevamente en el puño de Abnüel remontan la escalera y, una vez en la cámara superior, mueven en la punta de la hoz plateada la pequeña piedra negra. El suelo vuelve a fundamentar la estancia con su rumor de terremoto. Hasta que no culmina el corrimiento no comprenden que toda la pirámide ha empezado a estremecerse. En el pasadizo se reúne el grupo con el resto de la compañía; el capitán pospone explicaciones, carga a la mujer en sus espaldas, apremia a sus guerreros y abriendo la marcha los conduce certero a la vida, entre los estertores violentos de las ancianas piedras. Cuando emergen a la incierta luz de la alborada, dentro retumba el atabal del cataclismo. La carcasa de la pirámide permanece de momento enhiesta.
—¡Alejémonos de aquí! —exige Abnüel.
Y la compañía gana distancia por los cauces de la arena buscando protección bajo los muros de otros edificios ancestrales. Alcanzan un recinto amplio y arruinado cuando el sol emerge inflamando el desierto. Parece el esqueleto de unas antiguas cuadras. El techo, desvencijado y hundido aquí y allá, podrá ofrecerles, sin embargo, sombra suficiente. Abnüel descabalga a la muchacha; los portadores del sarcófago resuellan en el trecho final de su carrera.
—Pasaremos aquí el día y partiremos por la noche —anuncia el Caballero del Segundo Anillo y, escogiendo a dos de sus hombres—: Avisad a los demás. Que dejen la guardia alrededor de la ciudad y vengan aquí con equipajes y animales.
Pero apenas ha acabado de hablar, cuando dos jinetes aparecen en el vano ruinoso de la puerta.
—Poco eficaces… vuestros centinelas —dice uno de ellos gastando arrogancia y deformando la voz tras la máscara que en hondas arenas le ha protegido de vientos fogosos.
El turbante y las ropas naranja, el chaleco azul laminado y la máscara, las botas negras y la negra cimitarra, el escudo con la imagen del escorpión y el rictus alacranado en la carátula, los proclaman guerreros nurtan, los más fieros enemigos de la Segunda de las Órdenes. Abnüel, agotado por la noche fiera en la pirámide, tarda en comprender la situación; entonces ríe como un demente.
—¿Poco eficaces, decís? —estalla—. Quizás… pero sólo para los Guardianes de las Llaves.
¡Belias, Lib-Yummum, a mis brazos!
El Caballero del Segundo Anillo estrechó a los dos Pares del Rey, que llegaban de su misión en otro de los infiernos de las arenas.
—¿El volcán…? —preguntó.
—De allí venimos —respondió Lib-Yummum—. Ves a dos nurtan desertores.
—¿Es cierto entonces que Dhanda…?
—El Rishi Negro no estaba allí, pero no cabe duda de que ese es su nido ahora… un nido de escorpiones.
Y descubriendo de pronto el sarcófago dorado en un rincón, Lib-Yummum interroga a Abnüel con una mirada silenciosa. También con los ojos, su amigo le confirma que ahí está el cuerpo del Rey.
—Tenemos muchas cosas que contarnos —dice Lib-Yummum.
—Sí —contesta Abnüel—. Pero largo será el viaje de retorno.
—Sólo hasta el extremo del desierto lo haremos juntos. Quiero ver a mi gente en el Cinturón Fértil.
—Así sea.
—Y ahora, ¿podríamos…?
—En cuanto llegue el resto de la compañía abriremos el sarcófago —concluye Abnüel—. Hay uno de mis hombres muerto junto al Don.
Pero cuando el sarcófago fue abierto, descubrieron los guerreros con asombro que Núma, sobre el cuerpo incorrupto del Don, sólo dormía.