IX

El sueño la desposeyó con suavidad, dejando en su percepción emergente un rastro de dulzura. Usha abrió los ojos a un amanecer gris, frío, en el que una calina iridiscente había inundado el circo entre las siete colinas dándole el aspecto de un lago prehistórico. Usha despertó en el interior de ese lago, con el sol invisible abasteciéndolo de platas, con el rumor de las aguas como cantar de potámides sagradas… y la estela de dulzura se fue haciendo hondura en ella, calmando el tiempo, colmando sus miembros de una paz que hacía ritos de sus gestos. El rocío del mundo llamó al rocío de sus ojos y Usha vertió serenas lágrimas dulces de un gozo incomprensible en un acto de comunión suprema. Brillaba el aire rorante, olía entrañable la tierra toda convertida en patria, la fuente era el ebrio borbor de un oráculo.

Hacían temblar a Usha la humedad y el frío. No le importaba. Un hilo luminoso unía aún su vigilia a la profundidad del sueño, como el andarivel las dos orillas de un río. Se sentó con la espalda apoyada en el tronco de un árbol y se lavó la cara con el frescor de la hierba sin dejar de contemplar con su memoria la línea interior de luz hacia las dimensiones oníricas que había abandonado. Caminó por ella para recuperar las imágenes de su sueño. Se vio en una vasta sala circular, solitaria, en penumbras. Doce columnas blancas, pulidas, de una materia semejante al alabastro, se alzaban alrededor de una esfera de cristal en el centro preciso de la estancia, una transparencia de dos pies de diámetro sobre estrellas de seis puntas unidas en una base cuadrada. Entonces, dentro de este sueño, recordó que esta era la esfera ya soñada. Como en respuesta a su recuerdo, un rayo de oro penetró el aire apenumbrado y transformó el cristal en luz esférica.

«Búscame en el sueño del cristal y el rayo» —le había dicho a Usha la anciana de la fuente. Y, fuera quien fuera ella, allí estaba, habitante de la Luz… y del Centro.

—Aurora… —llamó la anciana a Usha, silencio en sus labios y elocuencia en sus ojos turquesa.

Usha avanzó tres pasos, intimidada por un sentimiento de sagrada profundidad y redimida al mismo tiempo por una sensación de intimidad profunda.

—Madre… —respondió despertando en su corazón el vínculo eterno que la unía a aquella entidad, origen de todas las cosas.

—Aurora, ¿aún hay una parte en ti que se resigna? —dijo la anciana con un tono que era a la vez interrogante y afirmación.

—Acepto, sea cual sea, la voluntad del Cielo —declaró Usha.

—¿Cómo podría ser voluntad del Cielo tu sufrir, Aurora? Lucha, Aurora, lucha como lucha el Cielo por sanar a la Tierra enferma.

—Madre, los médicos de Dyesäar…

La anciana hizo un amable y gracioso gesto de rechazo con su mano izquierda, mientras sonreía con todo el rostro.

—Dyesäar, Aurora, es el reino de la sabiduría, pero los médicos siguen siendo médicos.

—Madre, pero…

Una risa cristalina inundó la sala mostrando de qué humor y familiaridad son capaces las Alturas.

—Madre… —insistió Usha demasiado grave todavía hasta que la risa de la anciana le rozó el pecho como agua y despertó en ella un aluvión de rientes lágrimas.

—Aurora —dijo entonces la anciana— sólo existe un médico, una medicina: el Espíritu.

—Oh, Madre —repuso Usha—, muy lejano parece…

La anciana movió la cabeza y la mano de lado a lado con el gesto comprensivo y amable de la abuela que contradice al niño.

—Aurora, Él está en tus células, en tus átomos, y la Muerte es el criado que le cambia las ropas. Ohhh… —rio nuevamente la anciana—. El criado se tomó muy, muy en serio su función y…, en fin, he de decirlo aunque sea mi propio hijo, con muy poco respeto por las ropas en cuestión y por su Amo. Pero, Aurora, quizás esto te parezca una locura, en fin, el Señor de la Muerte ha recapacitado.

—Madre… —se extrañó Usha e hizo una mueca de absoluta incomprensión.

—Ya sé, ya sé… —la interrumpió otra vez la anciana—. Pero sin un humor infinito, ¿habría sido posible este universo?

Usha se sintió casi herida por estas palabras y la duda arañó la certeza de ante quién se hallaba.

—Aurora, porque no puedes conciliar la risa con el Espíritu, por eso lo crees tan lejano.

—El mundo es terrible, Madre —repuso Usha trágica.

—Terrible, sí, incluso para una princesa como tú —respondió la anciana—. Pero al dolor, ese dolor tan real que parece la esencia misma del mundo… ¿has tratado de quitarle la máscara?

—¿Cómo? —imploró Usha.

—Piensa en esto, Aurora, Él y yo estamos en todas las cosas y portamos la carga del mundo.

—Madre, pero…

—Aurora —cortó la anciana con rostro severo y profundo—, la dificultad más grave no es más que un pequeño tronco en el camino que tienes que saltar. Él y yo sostenemos cada una de tus manos.

El sueño se desvanecía aquí como un ángel a la luz del día y Usha retornó por el hilo luminoso de su recuerdo a su presente. La neblina se disipaba abriendo aquel espacio suyo a los vientos del mundo y grávida era la presencia en su pecho del secreto Habitante.

En el frío de la naciente mañana, Usha rio como un pájaro.