VIII
Solo ante Elva y Abdalsâr, Vrik permaneció sereno y silencioso, atento a sus percepciones. Elva tampoco habló, sobrepujada, anulada casi, por la presencia de aquel que se presentaba como su capataz. Pero Abdalsâr clavó una mirada siniestra en el muchacho y Vrik supo que aquellos globos grandes, feroces y obscuros, veían mucho más que cualquier ojo mortal. Había en ellos algo del misterio del mirar de su maestro, pero lo que en aquel era envolvente y cálido aquí era penetrante y doloroso, perverso y fiero.
Una nueva palmada sirvió para conjurar la presencia de otro hombre; si esclavo o camarero o mercenario, no lo supo Vrik cuando vio entrar en la sala aquella estampa delgada, austera de gestos y extrañamente elegante, de rostro muy moreno, ojos verdes suspicaces, orejas pequeñas y atentas, y cejas rectas, finas, de un azabache brillante como el largo pelo lacio derramado hasta los hombros. Vestía una túnica naranja que le llegaba a las rodillas y un pantalón blanco ajustado a las piernas. Era un morador de las dunas. Abdalsâr deslizó palabras en su oído dichas en una áspera lengua extranjera.
—Acompáñame, joven príncipe —rogó entonces el hombre en ordumia y con una cortesía aparentemente sincera que contradecía la dureza de su dueño—. Por el momento serás un invitado en esta mansión, y quizás no te arrepientas de ello.
Con una mínima inclinación de cabeza Vrik se despidió de la señora de la casa y de su capataz para seguir al hombre de las dunas. Dejaron la sala, abandonaron el edificio y caminaron por un patio bordeado de enormes y frondosas adelfas. Cruzaron las cuadras y fue entonces, precisamente, cuando Vrik descubrió a Salman, el caballo favorito de su padre, cabestreando tras uno de los mozos del lugar, que lo llevaba del ronzal. Apenas podía creer lo que veía, y al principio pensó que engañaba a sus ojos el juego de luces y de sombras provocado por la luna en las alturas y las antorchas fijas en las paredes con argollas. El hombre notó la sorpresa del muchacho.
—Lo reconoces, ¿verdad?
—¿Salman? —repuso Vrik.
—Sí, Salman. Así lo llamabais, aunque la señora tiene un nuevo nombre para él.
Pero el hermoso corcel tordo de crines plateadas y potente musculatura había oído su nombre en boca de Vrik y relinchó en un saludo doloroso. Por unos instantes al caballerizo le fue difícil manejarlo. Salman tiró del cabestro, se engalló, se encabritó, y aun se enfureció más cuando el mozo lo amenazó con el látigo. Vrik salvó la situación acercándose al animal, acariciándole el cuello y calmándolo con palabras suaves. Su guía no intervino, pero lo observó todo con minuciosa atención.
—¿Qué hace Salman aquí? —le preguntó Vrik airado, simulando una turbación que no sentía y disfrazando con ella la actitud que quería ocultar a sus captores.
En realidad, Vrik conocía ya, desde el mismo momento en que estuvo seguro de que el caballo era el de su padre, la serie de razones, o mejor de sinrazones, que habían traído el animal a la villa de Olpán. Pocos días antes, Baar de Belinor había prestado el corcel a su hermano Íman, el padre de Yrna y Arolán, pues este debía viajar a Loth para arreglar allí asuntos importantes relativos al abastecimiento de la fortaleza. Pero el viaje se había retrasado e Íman debía a Elva dinero. La presencia de Salman allí sólo podía significar una cosa: los esbirros de Elva, con el pretexto de la deuda, habían embargado a Íman. Lo habrían hecho aquella misma mañana, mientras el banquero acudía a la cita, para mayor escarnio de los Belinor… y, por supuesto, no sólo no les habría importado quién fuera el verdadero dueño de los bienes expoliados, sino que incluso se habrían sentido satisfechos de poder ofrecer a su señora el animal favorito de Baar el Cojo, su acreedor, «legítimamente» rapiñado. Todo esto ponía en evidencia, sin dejar lugar a dudas, la dirección que estaban tomando los asuntos del reino.
—Llegó en pago de una deuda, creo —respondió el hombre—. Vuestro tío Íman, si no me equivoco.
—¿No sabe la señora que este caballo es de mi padre?
—¿Un préstamo reciente, entonces? —inquirió el otro sin la menor ironía visible—. Qué desgraciada casualidad. Veré lo que puede hacerse.
—No estaría mal —comentó Vrik—. Incluso podéis recordarle a la señora que durante todo este tiempo nadie ha venido a embargarla por su deuda con el banco.
Demasiado bien sabía Vrik que para recuperar el caballo sus palabras eran inútiles, pero necesitaba ocultarse. También el hombre disimulaba mientras estudiaba al joven que habían puesto a su cuidado.
—Ya estamos llegando —dijo entonces con amabilidad señalando el edificio largo, bajo, no muy ancho, que se extendía hacia la obscuridad de la noche pasadas las cuadras—. Estarás cómodo aquí. Es la zona que la señora de Olpán reserva para sus invitados. Ahora, aparte de ti, no los hay.
Abrió con una llave enorme el portal central, que era de madera hermosamente trabajada, y condujo a Vrik a través de un pasillo solitario y en penumbras hasta unos vastos aposentos. Encendió los candelabros y la madera que había preparada en la chimenea, y ante los ojos de Vrik apareció una arquitectura fascinante estrangulada por una decoración tremenda.
—Este edificio —inquirió el muchacho— es más antiguo que el resto de la villa, ¿verdad?
—Dicen —respondió el hombre de las dunas sin interrumpir sus tareas de acomodar al invitado— que esta era la villa de uno de los Pares del rey Ban. En cualquier caso, es de los poquísimos edificios antiguos del Cinturón Fértil que sobrevivió a la era de Sarkón.
Abrió la puerta del baño.
—Mira, aquí tienes un aguamanil y una tina llena, que no ha habido tiempo de calentar. El edificio tuvo en otro tiempo agua corriente y calefacción, pero todo el sistema está ahora estropeado.
Vrik contemplaba incrédulo las paredes del baño, sus hermosos sillares pintados de un amarillo inmundo.
—¿Y esta pintura? —preguntó.
—No es original, por supuesto. La señora de Olpán tiene la manía de colorear los baños. En este edificio los hay violetas, rojos, verdes, negros… o amarillos, como este mismo.
El hombre se detuvo por fin, acabados sus trabajos. Había estado preparando el lecho de Vrik, agachado como un fámulo; pero ahora, al incorporarse, por un momento pareció más inmenso y más terrible, y más insolente su mirada. El contraste cogió desprevenido a Vrik, que se sintió transparente ante los ojos de aquel extraño servidor. Lo notó penetrar a través de su máscara y leer algo en su interior que escapaba a sus propias percepciones.
—Estarás bien aquí —dijo entonces con voz grave y cargando el «aquí» con un énfasis siniestro, que daba a la palabra resonancias de definitiva prisión. Y cambiando nuevamente de tono, añadió—: Encargaré enseguida tu cena.
El hombre partió y Vrik no dejó de reprocharse el descuido. Se había dejado hipnotizar por su ritmo atareado y casual, por su amabilidad servil; sin darse cuenta, sus sentidos habían respondido automáticamente a la actitud natural del desconocido, y su propia mente había bajado la guardia. Qué había descubierto el hombre en él no lo sabía; pero fuese lo que fuese era una primera derrota en la lucha, aún velada y sorda, que acababa de empezar.
Oyó la puerta del edificio y unos pasos en el corredor. Antes que el siervo con la bandeja, le alcanzó un olor de viandas tentadoras. En sus aposentos entró por fin un criado joven, silencioso, que colocó frente a él un ataifor con carne de caza, pan negro y vino de Olpán, y salió sin musitar un «buenas noches». Vrik notó entonces que el ruido de pasos en el pasillo ya no era el mismo que antes, sino más leve, más ligero, como si dos personas hubiesen caminado hasta allí con andar perfectamente acompasado, pero sólo una hubiera retornado al exterior. Un crujido de la madera en la habitación contigua avispó sus sospechas.
Tenía una enorme necesidad de ordenar sus ideas, pero se concentró de momento en no despertar recelos. Estaba seguro de que había alguien en el cuarto de al lado, espiándole. Apagó la mayoría de los candelabros que lo rodeaban, se sentó de espaldas a la pared medianera velando la perspectiva del ataifor, y simuló entregarse en cuerpo y alma a la tarea de extinguir su apetito, que era cavernosamente real. Temió que aquella comida le arrojase a un sueño profundo, y no tocó el alimento a pesar del hambre trabajada durante todo el día. Luego se recostó en la silla, como si el cansancio le impidiese caminar siquiera hasta el lecho, e hizo ver que se dormía honda, ciegamente.
Para mantener su mente alerta, empezó a trazar su plan de huida. Sonrió en su interior al recordar las palabras con que Leb le expusiera su misión: «Tomarás el caballo más rápido de las cuadras de tu padre…» —había dicho.
Y allí estaba Salman, el corcel más veloz y resistente de la casa de Belinor. ¿Lo había sabido ya entonces su maestro o había sido la suya una expresión casual? Vrik intuía que en lo que a aquel atañía había poco lugar para las casualidades. Leb le parecía a veces un hombre fuera del tiempo y, por ello mismo, capaz de prever los meandros del destino.
A pesar de la chimenea, hacía frío en la habitación. El fuego consumía voraz su alimento y las velas de los candelabros se fundían. Pronto la obscuridad sería plena.
Vrik revivió la última tarde con Leb. Repasó cada frase dicha, cada palabra, en busca de alguna clave nueva. Algo tenía que averiguar antes de partir y, fuera lo que fuera, había ocurrido en este día. ¿Qué había aprendido de Elva, de Abdalsâr… o de sí mismo? ¿Qué, de todo lo visto y oído durante las últimas doce horas, era importante para su misión?, ¿qué, lo que Leb había querido que no ignorara? Algo le inquietaba, con apariencia aún difusa. Su mente, en su voluntad de responder, le tentaba con fragmentos heteróclitos, le proponía indicios, le ofrecía contradictorias vislumbres; pero Vrik buceaba más y más hondo, en busca de aquello que había escapado a su atención consciente y transformaba, de forma espontánea, su perspectiva de las cosas.
Recordó de pronto la intuición que sintiera brillar fugaz y poderosa como un relámpago, aquella tarde. Una palabra de Elva… ¿O acaso en el mismo instante de ver a Abdalsâr? No podía recuperar el momento, pero descubrió en su memoria algo que era como la estela de la intuición y, cuando la tradujo a pensamientos, se supo ante una realidad incuestionable: Elva y su partido de conspiradores no eran más que las herramientas de un poder mayor, quizás más obscuro y más lúgubre y más terrible. Las ambiciones de los nobles, su voracidad mezquina, sus anhelos depredadores e insaciables, eran poco más que una broma comparados con la fuerza oculta que a través de ellos perseguía sus propios fines secretos. Pero ¿cuáles podían ser estos? Y Abdalsâr… ¿era él el puente entre el alma y la fachada de la conspiración?
Como si hubiese perdido toda su energía de pronto y el haz luminoso de su voluntad inquisitiva estallase en miles de pavesas dispersas apagándose en la nada de la noche interior, la mente de Vrik quedó prisionera de sus propios interrogantes y rindió todo camino hacia nuevas respuestas. El tiempo se colapsó en un sueño sin ensueños y, roto el vínculo entre su consciencia y el mundo, los instantes no pasaron para él. Luego Vrik resurgió sin comprender al principio que retornaba, que despertaba de su ausencia, hasta que halló vacía la hoja de sus pensamientos y hubo de remontar el pliego de su memoria. Era incapaz de saber cuánto rato había pasado, pero dentro y fuera de la habitación la noche era profunda. Se deslizó hasta el lugar de la pared donde recordaba la ventana y la palpó hasta hallar las aldabillas que cerraban los postigos. Abrió uno de ellos, que chirrió levemente, y miró al exterior a través del cristal. El amanecer estaba cerca y, si quería huir, aquella era su última oportunidad.
Trató de forzar la vieja ventana, pero el ruido de la madera al despegarse del marco era infernal y alertaría a sus vigilantes. Intentó evitarlo moviendo las hojas muy lentamente, pero esto sólo fraccionaba y prolongaba el gemido. Se detuvo. Se volvió hacia la pared contraria tratando de ver la puerta a través de las sombras.
Un perro ladró en la distancia.
Por fin vislumbró o imaginó la salida del cuarto y caminó sigilosamente hacia allí, guiándose más por la memoria y la intuición que por sus ojos, pero cada paso era un crujido en el suelo enmaderado. Se detuvo inquieto, aguardando. Ahora el ruido le llegaba de la habitación contigua, del pasillo. Permaneció inmóvil, sin saber qué hacer, mientras pasos sutiles, leves, felinos, avanzaban hacia él. Quizás fuera mejor así, se dijo. Había aprendido de Leb la lucha de los hombres de las arenas y era muy capaz de acabar con su rival de un solo golpe. Mientras nadie más lo oyera, estaría a salvo.
La puerta empezó a abrirse, lenta y silenciosamente. Vrik se mantuvo quieto, tenso y atento como un gato. Sombras se superpusieron a las sombras. Vrik no podía ver quién o qué se le acercaba; oía sólo el gemido apagado del suelo y percibía el movimiento del aire. Cuando estuvo seguro, golpeó a ciegas. Usó su brazo como una espada, los dedos prietos y estirados, sus puntas inflexibles como acero. Al otro lado de la compacta obscuridad halló carne desprevenida. Su oponente hipó y se quedó sin respiración, mazado en pleno diafragma. Se derrumbó sin más resistencia. Ahora Vrik debía confiar en esa misteriosa trinidad que forman Suerte, Providencia y Destino; en que nadie más, oculto en el edificio, hubiese oído el golpe y diese la alarma. Ató y amordazó al hombre con jirones de sus ropas, y abandonó corriendo el lugar.
El portal no estaba cerrado con llave. Emergió a la densa noche y pegado al muro se apresuró hacia las cuadras. Dos farolillos brillaban mortecinos bajo los soportales de la sólida construcción donde se encerraba a los caballos. Vrik cruzó veloz la distancia hasta allí y, antes de que pudiese preguntarse cómo hallaría a su corcel sin excitar a toda la yeguada, Salman, presintiendo a su joven amo, asomó la cabeza por el postigo superior de su establo, que permanecía abierto. Vrik se acercó al animal, le acarició el hocico, descorrió la balda y sin soltar sus crines plateadas lo sacó de su encierro.
Ululó una lechuza a lo lejos.
Vrik, a solas con su caballo en la profundidad de la noche, fue de pronto consciente del silencio que lo rodeaba. Daba la impresión de que no hubiese nadie más en toda la villa. Saltó sobre Salman, desnudo de silla y de bridas, y una paz sólida como materia pura descendió sobre él saturándolo de confianza. Notó la presencia de su maestro, rodeándolo, arropándolo, protegiéndolo, y comprendió que era él quien había guiado sus pasos y despejado su camino. Una gratitud inefable eclosionó en su pecho. Lejos en el horizonte, una primera fibra de luz amoratada sangraba la noche. Alto sobre su corcel, solo bajo el cielo infinito, libre en el cerco de su prisión durmiente, se sintió señor de su destino. Volvió su caballo hacia el Oeste, hacia el río, y, espoleándolo ya, cruzó el espacio y las horas como un lóstrego mudo en las alas de un vértigo silencioso.