VI

Mañana pon todos tus sentidos en obedecer a tu padre» —había dicho Leb.

Y Vrik sabía que esto quería decir dos cosas: primero, que lo que aún debía conocer antes de emprender su aventura le llegaría a través del señor de Belinor; segundo, que sólo lo asimilaría perfectamente, si ponía en práctica todo lo que había aprendido, todos los detalles de su entrenamiento. Por eso, cuando su padre se presentó en su alcoba aquella mañana con una petición que era tanto un ruego como una exigencia, no le extrañó.

—Tengo que ir a ver a la señora de Olpán esta mañana. Quisiera que me acompañases, Vrik.

El rostro del señor de Belinor era gris y un aura de tristeza lo anegaba. Había envejecido de pronto, en unas pocas horas, y Vrik percibió en él un velado estremecimiento, un nudo de miedo y rabia.

—Sí, padre —respondió el muchacho—. ¿Cuándo…?

—No tardaremos, estate preparado.

Pero Baar de Belinor se demoraba aún en la habitación de su hijo, forzando su vista a través del aire del mundo, que para él era obscuro como un cristal ahumado. Vrik comprendió enseguida que, a su manera, su padre estaba ante él con el mismo ruego informe y ardiente con el que él se había presentado la tarde anterior a su maestro. ¿Dónde estaban la nerviosa agilidad y el inagotable movimiento con los que Baar atropellaba su cojera y burlaba la debilidad de sus ojos? Ante Vrik había una imagen hueca, la presencia de alguien que ha percibido la cercanía de la Mano que cancela todas las cosas y que ha comprendido con sus células, aunque todavía se lo esconde a su propia mente, que todo el esfuerzo con que el hombre cree construir una vida es un intento de sobornar a la Nada, de huir del apocalipsis del Vacío.

Una punzada de lástima le escoció, pero él la contuvo.

«Sin concesiones» —se dijo, y en un corazón sereno buscó un estado de neutra y vigilante apertura.

La lástima desapareció como un espectro a la luz del día y en su lugar se formó una rara admiración. Por unos instantes, Vrik fue sólo testigo de la Vida, percibió detrás de ella la Mano que todo lo artificia y leyó en los eventos su poesía indescifrable. Había empezado su aventura.

Padre e hijo dejaron la casa hacia media mañana. Debían atravesar toda la ciudad de Norte a Sur, donde Elva tenía su mansión, a poca distancia del templo y rodeada de un cerco de ciprés que limitaba la extensión de sus jardines. Vivía allí con un marido calvo y barrigudo que comía, engendraba y vegetaba; vivía con sus cinco hijas, de las que la mayor tenía diecisiete años y diez la menor; vivía con un capataz obscuro y esclavos a los que había enseñado a temer. El señor de Belinor quiso hacer el camino andando. Recorrer la avenida, atravesar el parque, rodear la ciudadela, les llevaría como mínimo una hora y media, y Vrik comprendió no sólo que su padre temía el encuentro, sino la estrategia surgida de ese temor: quería llegar a casa de Elva lo más cerca posible del mediodía, cuando toda la familia estuviese nerviosa ante la expectativa del ágape y la señora se viese obligada a despachar al banquero con prisas. Comer era un acto sagrado y precioso para la familia de Olpán y la voracidad de los amos no admitía dilaciones.

—¿Sabes lo que quiere de ti? —preguntó Vrik cuando alcanzaron el parque.

Baar de Belinor caminaba concentrado y silencioso, apoyándose en su bastón y dejando que Vrik portase los libros de cuentas que creía necesitar. Rompió su mutismo con un exabrupto.

—¡Alguna otra estúpida aventura como la de las minas de Koria! ¡Qué se yo! Aún debe dinero al banco.

—¿Por qué no has querido que viniese el administrador? Él conoce mejor las cuentas que yo y que tú mismo —inquirió el muchacho.

—Esta mañana… tenía cosas importantes que hacer —respondió Baar.

Vrik percibió en la voz de su padre la vacilación nerviosa que había esperado y que la firmeza con la que este forzó la conclusión de la frase no pudo disimular. Baar temía que Elva lo humillase y, si era así, prefería sufrir esta vergüenza delante de su hijo que de un subordinado. En soledad la habría afrontado, si se lo hubiesen permitido sus ojos, su edad, su cojera.

—Entonces, ¿por qué no esperar a mañana? —tornó Vrik.

—¡Mañana…! —respondió su padre reflejamente, con un gesto descabalado de su mano, doloroso, que quisiera rechazar por perezosa y vana aquella sugerencia, pero traicionándole en realidad la duda de si habría un mañana.

Pero la estrategia del banquero no prosperó. Cuando los de Belinor alcanzaron la mansión de Olpán, el fámulo que los recibió en la verja les comunicó que la señora estaba en su finca del Cinturón Fértil y les rogaba que la visitasen allí lo antes posible, pues asuntos vitales de la ciudad dependían de aquella reunión. Ponía a su servicio un coche hasta el puerto y allí una de sus barcazas para facilitarles el cruce del Deva. Al otro lado del río los recogería Abdalsâr, que ya los estaba esperando. Baar titubeó un instante. Tenía un nudo en el estómago, pero la larga caminata le había dado hambre. Tenía una aprensión cada vez mayor a todo aquel asunto, pero quería por ello mismo acabarlo de una vez.

—De acuerdo —decidió al fin.

El esclavo no les dio siquiera la opción de cruzar la verja. Desapareció a través del jardín y los dejó bajo un sol que quemaba cuando se despejaba el cielo y expuestos a un aire que era frío cuando las nubes en rápidas mutaciones cambiaban el paisaje de lo alto. Pasaron diez, quince, treinta minutos.

—¡Vámonos! —exclamó Baar de pronto airado, y se dispuso al largo paseo de retorno a casa por más que le dolían las piernas.

—Mira, ahí vienen —le susurró Vrik señalando un carro tirado por dos mulos que cruzaba el jardín, conducido por un esclavo negro—. ¿Estás seguro de que quieres continuar con esto?

Baar vaciló de nuevo.

—¡Acabemos cuanto antes! —gruñó.

—Quieren humillarte, padre, y te ofrecen por coche un carro de carga.

Era cierto, se sonrió Baar interiormente, un carro sucio y tirado por dos mulos viejos, dos negras encarnaciones de la parsimonia animal; pero no sería así como Elva humillara al señor de Belinor. Aceptaba el desafío y pasaría la prueba con orgullo.

—Si te da vergüenza subirte a eso, camina a mi lado —le espetó a su hijo el banquero. Vrik no respondió. Sabía que cuanto más poderoso fuese el reto mayor sería la obstinación de su padre y que tales estocadas no estaban en realidad dirigidas contra él, sino contra cualquier sugerencia que Baar interpretase como fruto de la debilidad, aunque lo fuese de la prudencia. Bien porque no conociese el ordumia o porque le hubiesen cortado la lengua, el negro se comunicó con ellos por signos, sin abrir ni una ranura casual en su ancha boca. Ambos subieron al carro y este progresó con la lentitud de los eones.

Vrik, sentado en aquel carromato viejo, al mirar hacia la calle por la que descenderían al puerto, tuvo ante sí toda la estrategia de Elva y habría podido predecir cada uno de los pasos que les estaban llevando hasta su tela de araña. Cruzó con nostalgia el barrio de pescadores más allá de la cortina oriental de la muralla y presintió, al volver la vista en dirección a la morada de su maestro, que Leb estaría atento a aquella escena grotesca. Habría querido alzar la mano para saludarlo, como en la exaltación de un triunfo, pero continuó concentrado en sí, acumulando secreta e inmóvil fuerza en un cascarón de silencio. Tal como había previsto, la barcaza no estaba en el puerto y hubo que esperarla en el muelle, sentados en el carro al calor y al frío de la tarde. Llegó una hora después y sólo era un pequeño bote zozobrante. Su barquero desapareció en cuanto hubo tocado la orilla, apremiado, según dejó caer al vuelo, por ineludibles exigencias fisiológicas… que se alargaron otro buen rato. Alcanzaron la margen oriental del Deva como por un milagro, una gracia divina que hubo de actuar sobre el aire, el agua, la madera y la carne, serenando a los dos primeros elementos y fortaleciendo a los dos últimos. En el embarcadero del otro lado, por supuesto, no había nadie esperándoles ni nadie que quisiera llevarlos, y debieron caminar casi una hora más para llegar a las tierras de la señora de Olpán. Declinaba la tarde. Corría un aire húmedo y frío. Los Belinor no habían probado desde la mañana el alimento y habían empleado todo un día en realizar un trayecto que, normalmente, no pedía ni tan sólo una hora entera. Baar había coronado esta primera parte de su pasión con dignidad y seguía obstinándose en llevar a término el asunto. Vrik sabía que la trampa se había cerrado sobre ellos y que ahora, a las puertas del casal solariego de Elva, eran dos ovejas en el matadero.

Les recibió el mismo esclavo negro que les condujera al puerto. En efecto, en el rato que ellos habían tardado en llegar, aquel silencio obscuro podría haber hecho cinco veces la travesía. Todo ello no era ya una estrategia para lograr las mejores condiciones físicas y psicológicas sobre los oponentes, sino un desnudo escarnio que superaba con creces lo que Vrik había esperado de Elva de Olpán.

—¡Por fin! —exclamó Elva al verlos entrar en la sala penumbrosa que ocupaba—. Llevo esperándoos todo el día, mi señor de Belinor.

—Será porque tenéis un sistema de transporte más rápido y seguro para vuestros esclavos que para vuestros invitados —restalló Baar.

—¡Oh! —repuso Elva mirando al negro de soslayo—. No querríais tener que cruzar a nado el Deva. ¿Cierto, mi estimado Baar?

—Cierto, Elva. Aunque difícilmente habría tardado tanto.

—Pero acaso hubierais perdido la lengua.

—Esperándome vos, señora, ese habría sido el peor de los males.

Sin aguardar a que se le ofreciese asiento y dispuesto a liberar toda la agresividad incubada en las últimas horas, Baar despejó una de las sillas que había frente a Elva, ocupada por retales e instrumentos de costura, y se sentó. Zarandeó después la silla que había junto a él haciendo caer sobre los retales todos los papeles que sostenía e indicó a Vrik que la ocupase. El joven obedeció silencioso, consciente de que estas hazañas mostraban más debilidad que fuerza, y se dedicó a observar a la señora de Olpán. Tenía el pelo largo, castaño, recogido en una cola; un rostro redondo, unos ojos del color de la cerveza y una nariz respingona que daba cierto aire inocente a su gesto; la sonrisa era hermosa, pero temerosa y envenenada en las comisuras; sus orejas eran demasiado grandes para su cabeza y caídas hacia delante; era baja, de carrillos inflados, muy gorda de cintura para abajo; sus uñas eran largas y sus manos pesaban con anillos macizos; vestía una túnica larga de lana blanca cubierta por un sencillo tabardo, como el que usaban los campesinos del Cinturón en invierno, y sus pies calzaban zapatillas de vitela.

—¿Me habéis llamado para devolverme el dinero, señora? —le espetó el banquero.

—Al contrario, mi señor, para pediros más.

Tomó un dulce de una bandeja junto a ella y se lo metió con avidez en la boca.

—No os invito —dijo con la boca llena y señalando los dulces— porque…

—No os esforcéis —le interrumpió Baar—. Me repugnan los dulces. Decidme, ¿de qué aventura se trata ahora? ¿Qué minas misteriosas habéis hallado o qué sucio negocio os ronda la cabeza?

Elva se forzó a la tranquilidad y su voz surgió con una lentitud artificial, afectada.

—Nosotros necesitamos dinero, Baar —respondió acentuando el «nosotros»—, para salvar la ciudad.

La imagen de Elva se iba perfilando en la mente silenciosa y concentrada de Vrik. En aquel cuerpo masivo, había enterrada la posibilidad de una belleza, una hermosura que un día lejano debió de brillar, antes de que Elva empezase a construir su ser con los materiales más acerbos. Tenía ante él a un ser que jamás se había negado un deseo. Si alguna vez su alma había conocido la tensión entre el deber y el querer, hacía mucho tiempo ya que la había olvidado. Si tensión existía aún en su ánimo, era la que enfrenta la avidez animal de un querer ilimitado con la limitación normal de un poder humano. La obesidad era en ella un modo de sofocar sus voces interiores: ante él había alguien que exigía a la vida cualquier cosa que se le ocurriese a su imaginación, pero esta trabajaba sólo para las grandes cantidades de las pequeñas cosas: comida, dinero, joyas, prestigio, esclavos, placer… No era innatamente cruel; era cruel ignorantemente, inconscientemente, con la fe espontánea de que el sufrimiento que no sentía ella misma no existía. Aunque razonaba con la voz de su avidez imprimiendo en sus palabras una fuerza vital y un tono concluyente que mimetizaban la inteligencia, era incapaz de reflexión; por ello, para prosperar, había necesitado siempre la simbiosis con mentes más despiertas, y viles. El semental que le dio hijas nunca fue lo primero, y lo segundo se ahogaba en las profundidades de su inercia. Se suponía que era Abdalsâr quien cumplía ahora la función simbionte.

—¿Nosotros, señora? —ironizó Baar—. ¿Salvar la ciudad, señora? ¿De quién salvarías aquello que le basta no caer en vuestras garras para estar a salvo?

Vrik admiró en silencio la gran verdad que su padre había dicho inspirado por el despecho. «El príncipe Brahmo —comentó en su momento Leb— está sirviendo en Koria a tareas muy importantes… Pero, si no recuerda esta, puede perder el barco de la historia». Imaginó lo que sería Eben en manos del partido de Elva: no sólo un campo abierto a semejantes depredadores, sino un reino que se iría contaminando de la enfermedad de sus dueños, como ya ocurrió en tiempos de Sarkón el Abominable. De pronto, en el lapso de discontinuidad entre dos instantes fulguró una intuición que la mente de Vrik no pudo corporizar, pero el relámpago dejó en él la sensación de que detrás de las ambiciones del partido nobiliario había algo más.

—¡Basta! —gritó ahora Elva con una voz que hallaba en la estridencia la fuerza para hacerse obedecer—. Baar de Belinor, voy a ser muy clara contigo…

—¡Será muy de agradecer! —intervino el banquero.

—¡Shagr, escúchame! —clamó Elva perdiendo el control y maldiciendo en mâurya—. Tu amado rey Vântar fue un desastre —cortó la protesta de Baar con un ácido gesto y prosiguió—. En lugar de comprender la amenaza que son para Eben el Norte y el Sur se dedicó a las obras pías, a la cultura, en una idiota imitación del viejo Ban. ¿Ha de reinar ahora el cretino del príncipe, que ni siquiera es hijo del rey muerto? Sí, no pongas esa cara, Baar. Sabemos que es así. Brahmo es un bastardo y Usha una traidora que prefiere Dyesäar. ¡Mâurn, y la reina no sirve ni para coser! Mientras nos gobierna una familia de imbéciles, Mándos extiende su imperio por el Sur y el Sar de Zuria crea una verdadera unión entre las cinco ciudades del Norte. La Pentápolis ya no es sólo un nombre, es un hecho. En medio de estos tiburones ¿cuánto crees que puede durar este reino?

Perdidos los estribos, Elva resultaba aún más tosca y ridícula de lo que cabía imaginar. Ni una sola de sus palabras tenía la calidad de lo mental; sus juicios eran fustigazos de emociones y, si se los permitía de aquella forma, ante aquellos oyentes, era porque no dudaba de su propia inteligencia: había llegado a confundir la inmutabilidad de sus opiniones con la verdad inmutable, la tozuda impenetrabilidad de sus figuraciones con la razón victoriosa y la estridencia de su voz con lo inapelable de sus conclusiones.

Que Elva cayera por sí sola en el esperpento era del todo predecible; pero si su inteligencia era Abdalsâr, se preguntó Vrik, ¿por qué se lo permitía, sabiendo que por este camino jamás convencería al banquero? Tres conclusiones se formaron en la mente del joven: primero, que si Elva creía servir a sus propios fines, aquel teatro servía a los de Abdalsâr; segundo, que para los conspiradores era irrelevante convencer a Baar de Belinor: tenían la forma de obligarle por la fuerza. Y tercero, que su primer medio de coerción sería tomarle a él, a Vrik, como rehén. En respuesta a sus pensamientos, oyó:

—¿Es tu hijo?

Elva hizo un esfuerzo por serenar sus ánimos y volvió la mirada por primera vez hacia el muchacho. Sin esperar respuesta añadió con un deje de sorna en su voz:

—Saludos, joven Vrik de Belinor.

Vrik inclinó levemente la cabeza y siguió en silencio.

—Es orgulloso —comentó la señora casual, y dio una fuerte palmada—. ¡Abdalsâr!

El mayordomo, capataz, secretario, confidente y jefe de mercenarios apareció en el vano de la puerta, alto, ancho, cetrino, opaco, cariaguileño.

—Abdalsâr —dijo Elva mientras su hombre cruzaba la sala para situarse al lado de la señora—, dile a nuestro banquero lo que necesitamos.

—Mil talentos de plata —expuso Abdalsâr con una voz clara acostumbrada al mando—… para empezar. A ser posible esta misma noche. Te pagaremos al dos por ciento… durante treinta años.

Baar ahogó una sonrisa acibarada. No tenía sentido discutir de números con aquellos ladrones. Ahora que toda su agresividad se había desvaído poseía la suficiente frialdad para calibrar la trampa a la que había sido llevado, no tanto por la de Olpán como por su propia obstinación. Sólo cabía hacer una cosa, salir de allí como fuera, incluso con falsas promesas y después… Forzó su vista a través de la doble penumbra de sus ojos y la estancia, pero Abdalsâr no era más que un gran coágulo de sombras.

—¿Dos por ciento? ¿Treinta años? —ironizó Baar—. Es justo la décima parte de lo que el banco os cobraría. Está bien, quizás este asunto no sea tan descabellado como el de las minas, después de todo. Una vez amos de la ciudad tendréis ganancias… digamos inesperadas. Podemos discutir desde esta base los términos de nuestro negocio.

—No hay más términos que discutir —cortó Abdalsâr—. Esta noche. Mil de plata. Más adelante pediremos más.

—¡Es absurdo! —protestó Baar—. ¿Creéis que guardo tanta riqueza en mis arcas? Está casi toda invertida. Necesito días, acaso semanas para reunir esa cantidad.

—De acuerdo —respondió Abdalsâr, y su voz era gélida—. Tendrás dos días. Ahora vete. Pero escucha esto: la ciudad, la reina, ya están en nuestras manos. Aunque aún no lo percibas, y precisamente porque no lo percibes, nuestros partidarios lo dominan todo. Si queremos ese dinero, es para evitar muchas muertes y mucho dolor, no porque no podamos seguir adelante con nuestro proyecto. De todo lo que has oído y visto aquí no dirás una sola palabra, señor de Belinor. Piensa que tenemos ojos por todas partes y que a ti te faltan. No intentes ningún ardid. Desde ahora, banquero, vivirás para servirnos.

Baar se incorporó trabajosamente. Se mantuvo de pie temblando de rabia y humillación, apoyándose con la mano izquierda en el bastón y con la derecha en el hombro de su hijo, que permanecía inmóvil. Se sentía incapaz de dar un paso, de articular una respuesta y los nervios le habían obscurecido aún más la vista. Su rostro era un mapa de la furia, la impotencia, la penumbra.

—Vamos —balbuceó al fin apretando el hombro de Vrik.

—Tu hijo se queda —determinó Abdalsâr impidiendo con su mano que el muchacho se levantara.

Vrik abrió ahora el canal de su fuerza acumulada. Tomó la mano de Abdalsâr y la apartó de sí al tiempo que se levantaba. Miró al hombre que le pasaba una cabeza con una calma y una intensidad en los ojos que asombró a su rival.

—Está bien —dijo con gravedad y sin la más mínima alteración de su ánimo—. Yo me quedo. Pero, aunque sólo sea en beneficio vuestro, no dejaréis que mi padre se vaya de aquí solo y en este estado. Es una cuestión de mera inteligencia y egoísmo.

Durante un momento los ojos de Vrik y del gigante contendieron, pero Abdalsâr no pudo o no quiso sostener el desafío. Bajó la mirada, dio una palmada y pronunció un nombre irrepetible. Sin demora, como si existiese sólo para esperar esta palmada, se presentó el esclavo negro.

—Lleva al banquero a su casa —ordenó Abdalsâr.

Vrik besó la frente de su padre, que estaba aturdido, ajeno como en una pesadilla. Pero el negro, como si de pronto descubriese en el anciano su propio ilimitado sufrimiento, lo tomó del brazo con suavidad y lo condujo hacia la puerta con profundo calor, con un raro cariño.