V
Qué se siente al ser un noble venido a menos? —gorjeó displicente el muchacho al entrar en el estudio que su maestro tenía frente al Deva.
—¡Por todas las dunas del desierto! —le respondió este—. ¿De qué me hablas?
El joven sonreía con aquella picardía tan poco habitual en él, mezcla de irónica decepción e informe anhelo. Esperó que el mayor comprendiese su explosión de trivialidad. Había llegado allí con un ansia extraña, con un fuego en el alma y la necesidad irresistible de sentarse junto al hombre, compartir con él una infusión entrañable y hablar de las cosas que le inquietaban. Todo esto había tratado de decírselo con su primera mirada; pero entonces descubrió que aquel no estaba sólo: Yrna y Arolán, las dos mellizas que un detestable destino le había dado por primas, compartían con el maestro el té y el tiempo. Dieciséis años tenían, dos menos que él, y por decreto de la moda de Zuria eran rubias, hermosas y superficiales. No comprendía ni por asomo lo que aquel par de elementos buscaban en el hombre de las arenas, su viejo maestro; pero entendía mucho menos aun lo que este, amante de la soledad y las honduras del pensamiento, encontraba en el dúo de flamantes papagayos.
—Os saludo, primas —dijo el muchacho inclinando levemente la cabeza hacia ellas al entrar, y volviéndose rápidamente hacia su maestro—: ¿De qué hablo, mi señor? Vulgaridades… me pongo a la altura de la audiencia. Ocurre que…
Yrna y Arolán se miraron sonrientes, inmensamente complacidas de ser la causa de la turbación de su primo, pero el hombre le interrumpió:
—¿Y qué se siente al ser un joven tan adinerado como poco cortés, tan trivial como deslenguado?
Le reñía cariñosamente, intuyendo las intenciones del muchacho. También él había esperado con anhelo el momento de reunirse con su pupilo y lo que tenía que decirle no podía esperar.
—Y ahora cuéntame, ¿de dónde me vienes con esa historia?
—¿La de tu desafortunada nobleza, maestro? —repuso el joven rodeando la pequeña mesa circular en torno a la que los tres se sentaban—. Resulta que… ¡Oh! —exclamó de pronto descubriendo unas tablillas de cera sobre la mesa de trabajo junto a la ventana—. ¿Una nueva obra, mi señor?
Se acercó a ella a grandes pasos, tomó una de las tablillas en sus manos y paseó la vista por encima.
—Pero… ¿Qué es esto? —exclamó casi con sagrada repugnancia—. ¡Un poema! ¡Dios mío! ¡Y un poema épico, además! ¿Estás perdiendo el tiempo con esto, mi maestro y señor, cuando todavía aguardan inacabadas tus Crónicas Ebénidas?
Las muchachas se miraron nuevamente, con un gesto de mutua comprensión y burlesca solidaridad, pero el hombre contempló al joven divertido.
—Algún día, Vrik, algún día comprenderás los milagros que puede obrar la poesía…
—¿Cómo soportáis a nuestro primo, maestro? —atacó entonces Yrna.
—Oh, Yrna, no creas que es siempre así —respondió el hombre—. Lo que ocurre es que ahora hace tiempo que no lo castigo. Sin ir más lejos, hoy estaba pensando en ello. En cuanto os vayáis le aplicaré la vara. Los potros cimarrones necesitan a veces varias domas.
—Por nosotras, maestro Leb… —repuso Arolán con una mirada maliciosa hacia su primo.
—¡Ni pensarlo! —contestó muy serio el maestro, y solemnizando la voz—: Deseo corregir útilmente, no humillar vengativamente. Treinta azotes no son un castigo que deba aplicarse delante de unas damas. Además, un torso desnudo cruzado de rojos verdugones es un espectáculo desagradable que os quiero ahorrar.
—Entonces os dejamos —dijo Yrna levantándose prontamente y observando a su primo de soslayo—. No queremos retrasar ni un instante la lección que tenéis preparada para Vrik.
Ambas muchachas se despidieron del maestro y abandonaron la casa ágiles como el aire. Descendieron corriendo al río y tomaron el sendero que lo orillaba, dispuestas a pasar en el campo el resto de la tarde, y se miraron con risa contenida cuando desde la distancia oyeron los castañetazos de la vara y los aullidos de Vrik.
Pero Vrik y Leb también reían. El maestro dejaba caer su palo sobre el fino colchón de su lecho y gritaba ¡uno, dos…!, y a cada golpe el joven ebénida ululaba como si lo hubieran recibido su espalda, sus posaderas, y se atragantaba pidiendo perdón en una explosión de disfrazadas carcajadas.
—¿Crees que ya están lo bastante lejos? —preguntó Leb con la vara alzada. Vrik se encogió de hombros e hizo una mueca de ignorancia.
—Entonces espera —tornó Leb, y descargó con tal fuerza su vara sobre el colchón que Vrik casi la sintió sobre sus propios lomos.
Bramó con la voz de la desesperación e, incapaces de contenerse un segundo más, ambos estallaron de risa.
—No te entiendo, Leb —dijo entonces el muchacho adoptando el tono familiar que se permitía, que casi le exigía su maestro, cuando estaban a solas—, ¿qué haces con esas víboras?, ¿qué esperas de ellas?
Leb, sobriamente, sonrió.
—Las agujas pinchan, pero son útiles para coser —respondió.
—Vaya, si no me hubieses salido con una de estas, no habrías sido mi maestro.
—Dejemos esta cuestión, es muy poco interesante ahora. Pero tú… tú venías con un fuego inusual en tus ojos. Sin embargo, dime antes: ¿qué es esa historia del noble venido a menos? ¿De dónde la has sacado?
—¡Bah! —respondió Vrik—. Al ver a mis primas disimulé con la primera tontería que se me ocurrió. Es Abdalsâr, el capataz de Elva de Olpán, quien ha empezado a difundir este y otros rumores sobre ti.
—¿Por ejemplo?
—Que eres un hijo bastardo del sheik de Merkhubâl, un agente enemigo, un pariente renegado de los Olpán, un tahúr que perdió todo su dinero en Mankan, un borracho… Algo contradictorio, ¿no?
—No son tonterías… estos comentarios —musitó Leb extrañamente turbado.
—¿Por qué los hace? ¿Qué tiene que ver contigo ese hombre?
—Desconfía de él.
—Por supuesto… Pero no me has contestado.
—Te enterarás a su tiempo, Vrik.
—¿Sabes?, se está convirtiendo en un hombre poderoso en Eben.
—Sí —respondió Leb—. Se diría que al mismo tiempo y en la misma medida que su señora, pero la verdad es que corre y que crece más. En fin…
De la ventana llegó el zureo de las palomas. Leb miró a través de ella al lejano desierto. Cuando obscureciera, dos horas más tarde, la sombra avanzaría desde la profundidad de aquel horizonte naranja como una tormenta de arena. Mientras su maestro mantenía perdida su mirada, Vrik aprovechó para observar su perfil de águila, su mirada brillante, su ancha frente inteligente, su tez morena. A pesar de sus muchos años en Eben, Leb seguía siendo un nómada de las arenas. Aparentaba entre cincuenta y sesenta años, era delgado y fibroso como los beduinos; su pelo, largo y gris; y una barba espesa le cubría la cara. Su edad y su origen nadie los conocía con precisión. En la ciudad se habían acostumbrado a llamarlo «el maestro» y se le respetaba más aun que a los dos escolarcas, el de la Universidad Nobiliaria y el de la Universidad del Pueblo. El rey Vântar le había ofrecido ambos puestos sucesivamente y Leb los rechazó. Decidido a no rendirse, el monarca ebénida llegó a proponerle el escolarcado absoluto, con gobierno incuestionable sobre las dos universidades; pero también esta dignidad la declinó Leb y fue entonces cuando se retiró al barrio de pescadores, que tan castigado sería durante la invasión de las fieras de Koria. Sin embargo, su modesta morada permaneció intacta en medio de la devastación y Leb no fue tocado por la furia animal. Nadie sabía por qué. Desde que se trasladó allí, una decena de años antes, el hombre de las arenas había ahondado en su retiro. Ya no participaba ni en los congresos ni en los cenáculos de la Academia, donde siempre había sido un invitado de honor. Sin embargo, de entre todos los pensadores de la ciudad, sólo sus libros trascendían más allá de las fronteras del reino ebénida. Se decía que Mándos aplaudía sus ensayos sobre el Viejo Imperio; el sinarca de la Pentápolis le había invitado a Zuria, la capital del Norte, en más de una ocasión, ofreciéndole cargos y dignidades incluso más tentadores que los que Vântar pusiera a sus pies; y, por si todo esto fuera poco, se murmuraba que sus investigaciones sobre el pueblo desaparecido de los Sumânoï formaban la parte más estimada de la biblioteca del Maestre Alquimista, que de su poesía disfrutaba la Dama del Arco y que su filosofía estaba secretamente inspirada por las Órdenes de los Anillos. Estas murmuraciones, no obstante, a Vrik le parecían muy poco dignas de confianza, pues de las Órdenes, en Eben, no se sabía nada desde hacía decenios enteros.
Vrik, por su parte, era el joven más prometedor de Eben según la opinión del maestro. Y su opinión debía de estar bien fundada porque de los jóvenes más sagaces y con mayores inquietudes de la ciudad no había uno solo que dejase de visitarle. A pesar de su relativo aislamiento, al hombre no le pesaba dedicarse a ellos: sabía que era en aquella generación naciente, virgen de la contaminación del nuevo imperio, donde estaba la esperanza de la ciudad. Pero les exigía un trato muy poco académico, un trato leal y amistoso, una camaradería en el conocimiento, un compromiso de perfección personal. A la mayoría les prohibía llamarle maestro y les pedía que lo considerasen, en todo caso, un hermano mayor. A otros casi les obligaba a la fórmula de cortesía comprendiendo que, en su inmadurez, la necesitaban todavía para no perder ese íntimo respeto hacia el saber y hacia sí mismos. En más de una ocasión, los jóvenes que le rodeaban habían tratado de constituir una fraternidad entre intelectual y espiritual con él por cabeza; pero Leb siempre había desanimado y hasta minado estos intentos. Su labor era otra. Cuál nadie lo sabía ni lo imaginaba, aparte de escribir libros que no le daban dinero y estimular a jóvenes de los que no aceptaba la menor remuneración. Vivía modestamente, cierto, pero de dónde sacaba la plata para alimentarse, vestirse y vivir en una ciudad cara como Eben era un misterio, aunque las malas lenguas decían que el viejo maestro vivía a costa de Vrik.
Vrik pertenecía a la aristocracia más reciente, la del dinero. Su abuelo huyó de la capital tras la caída del Viejo Imperio y se ocultó en algún lugar del Norte; su padre retornó a Eben a la muerte de Sarkón el Abominable, cuando la ciudad empezó a recuperarse bajo el cetro de Vântar. No luchó en las guerras contra las tribus montañesas y beduinas que asolaron el reino porque tenía una pierna demasiado corta y una vista demasiado débil, pero encontró el pequeño tesoro que su propio padre había ocultado antes de escapar de los agentes imperiales y creó un banco sin grandes pretensiones. Empezó por financiar iniciativas modestas: reconstrucción de canales y acequias en las devastadas almunias del Cinturón Fértil, al otro lado del Deva, cría de caballos de razas autóctonas, botes de transporte a través del río o el humilde aumento de las cabañas de los ganaderos que se hizo posible acabadas las guerras. Pero pocos años después, las empresas realizadas con su capital eran las más audaces: el templo de la ciudad, el nuevo palacio real, el soberbio edificio de la Academia de la Lengua, la caravana comercial que unió Eben con la Pentápolis de forma regular por primera vez en la historia reciente, el abastecimiento de metales a los renombrados armeros de la capital, el complejo y costoso aprovisionamiento del ejército, con sus cuatro distantes fortalezas, o las minas de turquesa en el desierto, que explotaba asociado al sheik de Mankan. El padre de Vrik dejó de llamarse en poco tiempo Baar el Cojo para ser Baar de Belinor, esto es, Baar el Señor que Ilumina, lo que era una metáfora muy al estilo de las de los beduinos por el oro que los ebénidas suponían resplandecer en sus arcas. Pero si algo no hacía Baar era acumular metales preciosos; las arcas estaban siempre casi vacías y el dinero en movimiento. Amaba los negocios no por lo que materialmente le reportaban, sino por las muchas y grandes cosas que era posible hacer por el reino cuando las aventuras comerciales se emprendían con tanta prudencia, inteligencia y habilidad como audacia. Por eso, si amó, admiró y respetó a un gobernante, ese fue Vântar. Conocía a Mándos de Dyesäar, pero el reino del Sur le parecía algo fuera del tiempo y su mística, algo nebulosamente incomprensible; peor incluso, tortuosamente innecesario. Conocía al sinarca de la Pentápolis, pero el Norte pecaba por lo contrario: una gran dosis de alegre superficialidad vital y una explosión de egoísmos enfrentados. Eben era para él la justa medida de humanismo realista y práctico. Tal era la causa de que le crispasen las tendencias espiritualistas de Vrik, su único hijo. Y, si aceptaba que visitase al maestro, era porque a los ojos de mucha gente no se podía ser un joven elegante sin hacerlo; pero sabía que el hombre de las arenas jamás obraría en Vrik el único milagro que él esperaba con fervor: ilusionarlo por la profesión de banquero.
—Vrik, dime una cosa, ¿hasta qué punto estás apegado a esta ciudad, a tu familia, a es clima?
El muchacho contempló a Leb con sus grandes ojos azules muy abiertos.
—De esto venía a hablarte —respondió—. ¿Quieres que te diga la verdad? Me ahogo en esta atmósfera. Con mi padre he llegado al límite del entendimento…
—Un hombre muy válido y respetable; excelente, diría yo, pero monocorde.
—Esas garzas y gacelas y papagayos con sus fragantes melenas rubias y absurdos pavoneos… En fin, para qué decirte lo que ya sabes… —siguió el muchacho.
—Las hay interesantes, pero te engañan las apariencias.
—La dedicación al banco no me atrae en absoluto… —continuó Vrik.
—Con tu inteligencia, sería una lástima que lo hiciera, aunque espero por el bien de todos que después de tu padre caiga en buenas manos.
—Y en la universidad —concluyó— dudo de que puedan enseñarme algo más todavía. Las únicas horas realmente provechosas son las que paso contigo o las que empleo en profundizar lo que aprendo de ti, pero…
—No sigas. Me siento halagado, joven Belinor, pero yo soy una persona mucho más limitada de lo que tú te crees. En fin, no discutamos —añadió cortando en seco la protesta de Vrik—. Una condición excelente, mejor aun que la que esperaba. Escucha muchacho, tengo una misión para ti.
Vrik le miró sin ocultar su extrañeza. Después sonrió pensando que era una burla de su maestro, un modo de confundirlo en el laberinto de su sana ironía.
—¿Una misión? Vaya, pensaba que ahora te dedicabas a la poesía y resulta que te has vuelto estratega.
—Te aseguro —respondió Leb algo más serio— que en este caso hay poca diferencia, pero esto tardarás aún un tiempo en aprenderlo.
Vrik escrutó al hombre del desierto. Como siempre, le pareció impenetrable. Imposible era saber dónde empezaba y dónde acababa su humor.
—¿Qué tengo que hacer? —murmuró con prudencia.
—No es una misión para cualquiera, Vrik, y lo que saldrá de ella es imprevisible. Además, no está exenta de peligros.
—Habla —insistió Vrik.
Mirándolo fijamente y sin asomo de chanza en sus ojos, hablando muy pausadamente, como si le dictase a un escriba su obra maestra, Leb se explicó esperando que el joven bebiese todas sus palabras:
—Tomarás un caballo de la cuadra de tu padre, el más rápido y resistente; dejarás la ciudad a escondidas y viajarás al bosque de Koria; buscarás al príncipe Brahmo y le dirás que su madre, la reina, está detenida y la ciudad en poder de los nobles.
—¡Magnífico! —exclamó Vrik—. ¿Me permites algunas objeciones?
—Todas las que desee mi joven amo —se burló ahora Leb.
—Dejar la ciudad a escondidas puede resultar muy romántico, pero después de los sistemas de vigilancia instaurados por Vântar, poco menos que imposible. El bosque de Koria puede parecer más romántico aun, pero te recuerdo que fue de allí de dónde llegaron hace unos pocos meses las fieras que arrasaron media ciudad. Del príncipe nadie sabe nada, quizás ahora esté en el vientre de un lobo, y aun si lo hallara, no se me ocurre por qué razón habría de mentirle sobre su madre y sobre su ciudad. Déjalo correr, Leb, sigue con la poesía.
Leb sonrió.
—Es exactamente lo que estoy haciendo. Escucha, no hay ningún sistema de vigilancia que no pueda vencerse con audacia e inteligencia. El bosque de Koria es peligroso, no te lo negaré, pero yo pensaba que tú eras realmente un Vrik, un Lobo. El príncipe está sano y salvo, y, si no se sabe nada de él, es porque los mensajeros que envió en su momento fueron apresados uno tras otro. Y, para acabar, si le dijeras al príncipe lo que acabo de revelarte, no le mentirías en absoluto.
Vrik se puso en pie.
—¡Claro que soy un Vrik, pero además tengo sentido práctico!
—Digno hijo de tu padre. Lo celebro. Es un sentido muy útil… Y muy necesario. Un sentido excepcional, diría yo, si se lo combina con una buena dosis de imaginación creativa y de espíritu romántico.
Vrik paseó por la alcoba. A un mismo tiempo quería partir y le dolía alejarse de su maestro, quería creerle y pensaba que se burlaba de él, quería iniciar una nueva existencia y sentía un apego irracional por la vieja. De pronto, toda la excitación lo abandonó y se desplomó sobre una de las sillas de tijera.
—Lo que ocurre, Leb, es que no acabo de creerte. ¿Dónde están esos mensajeros?
—Pregúntale a Elva de Olpán. Vrik se incorporó de golpe.
—¿Sabes que ha convocado a mi padre? —se sobresaltó al oír el nombre.
—Por supuesto —respondió Leb.
—¿Cómo ‘por supuesto’? No lo sabe nadie.
—¡Por todas las dunas del desierto, Vrik, y por las que caerán sobre esta ciudad como no me hagas caso! Creía que habías sacado más provecho de tu entrenamiento intelectual, pero todavía te dejas ofuscar por la excitación de tus sentimientos. Y ¿sabes por qué, Vrik? Porque te falta humor.
—¡¿Qué?!
—Escucha, te estoy diciendo que hay un grupo de nobles que tienen secuestrada a la reina, que hacen desaparecer a los mensajeros del príncipe Brahmo y que tienen por líder a Elva de Olpán. ¿Qué es lo primero que van a necesitar, Vrik? Dinero. Que hayan llamado a tu padre no es para mí un secreto, sino una necesidad. Dinero para comprar al ejército, a los jefes de las fortalezas del Swar y del desierto, sin los cuales no podrían triunfar, aunque contasen con todas las tropas capitalinas. Dinero para comprar al pueblo. Dinero para comprar el respeto de la Pentápolis o defenderse de Dyesäar.
—Elva es rica —repuso Vrik—. ¿Para qué querría el dinero de mi padre?
—Es menos rica de lo que se esfuerza en demostrar. Elva debe muchos miles de imperiales después de su aventura en las minas de Koria, pero, además, tu padre sería para ella y su conciliábulo no sólo una incalculable ayuda financiera, sino también un apoyo moral ante los ojos de toda la ciudad.
—¿Y el príncipe? —inquirió Vrik—. Si es como dices, ¿por qué no retorna?
Leb perdió la mirada en la blanca pared que daba al Norte, como si pudiese ver a través de su compacta hechura.
—El príncipe Brahmo —respondió calmosa y suavemente— está sirviendo en Koria a tareas muy importantes… Pero, si no recuerda esta, puede perder el barco de la historia.
El tono a ratos apremiante, a ratos tierno y tranquilo, a ratos profundo y distante de su maestro había acabado por convencer a Vrik. Iría, ya no le cabía duda alguna, y el asumir esta decisión irrevocable le había sosegado. Su mente, libre de la presión de sus sentimientos, saltó de consecuencia en consecuencia y vislumbró el futuro que se abría para él.
—Lo que me pides es un viaje sin retorno, Leb —dijo meditabundo—. Volveré como soldado del príncipe o no volveré; en cualquier caso, el Vrik que conocemos habrá muerto. No me importa demasiado, pero me preocupa mi padre. Todo lo que dices conduce únicamente a esto: el dinero del banco de Belinor lo obtendrán con su consentimiento o por la fuerza, tal es su necesidad en esta hora y, si han secuestrado a la reina, no les contendrá la negativa de un banquero.
Leb asintió con la cabeza.
—Podría tratar de avisarle del peligro que corre, pero jamás me creería. Podría quedarme e intentar defenderlo, pero ¿qué protección le ofrecería yo? Venía a ti con un ruego ciego y tú me has dado una misión. Sé que me la has dado porque has visto en las sendas del tiempo más de lo que yo podría ver. Es la hora de elegir entre dos lealtades: no entre mi familia y el reino, sino entre la exigencia de mi alma y una inútil, fatal fidelidad.
Alzó la mirada y clavó sus ojos en los de su maestro, que le parecieron verdes y vastos como prados.
—Desde el mismo instante en que se ha abierto la posibilidad de elegir entre aceptar y rechazar esa misión —continuó el joven—, ha muerto y ha nacido un mundo. Has cerrado la puerta al pasado con la magia de tu palabra y, aunque me negase a partir, ya jamás volvería a ser el Vrik que he sido. El Lobo, oh maestro mío, espera en Koria. Me iré esta misma noche.
Leb lo contemplaba con ojos coruscantes, pero con el rostro impasible de quien asiste a un rito inevitable.
—Espera todavía un poco, mi querido Vrik —dijo con la voz y el gesto misteriosos de una esfinge—. Aún es necesario algo para tu misión. Mañana pon todos tus sentidos en obedecer a tu padre. Enseguida sabrás cuándo tienes que partir.
Hacía frío. Cuando Vrik abandonó la casa del hombre del desierto y descendió hasta el sendero junto al Deva sin pensar demasiado en lo que hacía, sintió el cambio repentino de la temperatura y echó de menos su capa. A pesar de que el calor duraba más cada año, estaba ya mediado el Otoño y los días perdían horas como hojas. Vrik dio la vuelta y retornó a la ciudad a través del casi desértico barrio de pescadores. Alcanzó la puerta oriental de la muralla y la cruzó bajo el resplandor de las antorchas y la vigilancia de los guardias. Ascendió hasta la avenida principal y paseó entre hileras de altos álamos cuyas hojas eran música amarilla en la caricia de los vientos. Llegó al parque que se abría en la mitad de la avenida, a igual distancia de la ciudadela que de la puerta septentrional, y calmó su paso entre las flores y los árboles, hieráticos en el milagro del crepúsculo. Quería negárselo a sí mismo, pero sabía que durante mucho tiempo no volvería a ver a su maestro. El hombre de las arenas le había enseñado… Se detuvo en seco frente a un estanque rayado por las carpas. ¿Qué le había enseñado Leb, al fin y al cabo? Ahora que lo pensaba, se daba cuenta de que ninguna materia concreta, aunque parecía conocerlas todas. No, ningún dato del pasado, ningún sistema de la ciencia… No. Le había enseñado a pensar, a percibir, a sentir, a ser consciente de muchos modos y desde muchas partes de su ser. Y esa consciencia que había cultivado en él como un jardinero no la había plantado como una flor en suelo extraño, sino que la había hecho surgir de una necesidad primordial de sus honduras: la sed de infinito.
Descubrió de pronto una pareja joven al otro lado del estanque y algo en ellos le atrajo como un arcano. La muchacha era de una belleza espontánea y humilde, sin artificio, como una nube en los brazos del aire. Su pelo castaño le caía hasta los hombros, denso y liso, y su túnica corta publicaba el secreto de una piel morena, tersa, del olor de la miel, insensible al frío en el aura del amor. Sus ojos eran de un color indistinguible a aquella hora, pero fúlgidos y gateados, y sus labios, dos azules con la ausencia de luz.
El muchacho besó levemente su boca esperante como el mar.
Vrik comtempló la escena en el espejo del agua. Se sintió una forma hueca, sintió el abismal vacío de la carne, un fuego gélido y atroz de rara nostalgia. Pero supo también que aquel vacío no lo colmaría jamás un beso de mujer y que ningún calor humano sosegaría el hálito del abismo. Otra era su sed. Esto era, sobre todo, lo que había aprendido de su amigo y maestro, a despojar de sus máscaras la Sed.