XLII

Dhanda partió como un vendaval que arrastrase consigo los despojos de muchas cosas. Todos los que veían abandonar la ciudad al que habían conocido como Abdalsâr, capataz de los Olpán, pero del que nadie dudaba ya que fuera el alma de la conspiración, todos los que se sentían en una u otra medida conspiradores con él, temieron en aquella hora el cambio de los tiempos y sufrieron dudas para las que no había un lapso de reflexión. ¿Qué haría el príncipe ahora? ¿Qué justicia aplicaría o qué venganza? ¿Qué reino traía Brahmo a este mundo, si en verdad era Brahmo de Tauris quien había vencido y expulsado a Abdalsâr? No sólo los mercenarios del partido de los nobles se unieron apresuradamente al cortejo derrotado del Rishi Negro, sino también muchos ebénidas. Estos, a pie o a caballo, marcharían unas pocas millas tras el vencido, como si no pudiese haber ya para ellos, en los vastos espacios del mundo, otra senda que la encabezada por aquel que tratara de violar, en las intrincadas rutas del tiempo, el porvenir del reino. Mas cuando Dhanda se encontró con el grueso de sus tropas nurtan al otro lado del Deva y, sin una mínima mirada de consideración a los desarraigados que por inercia le seguían, sin siquiera percibirlos acaso, se lanzó endemoniado a las temerarias distancias del mar arena, comprendieron aquellos que los caminos del exiliado no eran los suyos. Y pasado el tiempo, enfriadas las ascuas del miedo, sedimentada la inquietud, en lentísimo goteo, retornaron.

Sólo a los responsables directos de la conspiración se les impidió partir y la corte fue detenida allí donde había creído ver sellado su triunfo. Los hombres de Mankan, capitaneados por un joven y desconocido oficial ebénida, Manzúr Imôl-Leb, se hicieron dueños de la situación en cuanto el clamor de los partidarios del príncipe publicó su victoria. Se movieron rápida y eficazmente, ocupando los puestos de control de la ciudad, las moradas de los conspiradores y los edificios de las principales instituciones del Estado. La operación fue tan inmediata, eficiente y minuciosa que apenas podía creerse que hubiese sido dirigida por un oficial menor y sin experiencia. Sólo cuando Manzúr reveló al príncipe y al nuevo Consejo del Reino que hasta la última de sus acciones había sido inspirada por Leb Imôl-Merkhu, se hizo luz en el misterio. Pero esto no ocurrió sino algunas semanas después de la coronación.

Durante todo aquel día estuvieron llegando tropas y delegados a Eben. Entraban por la puerta Norte de la ciudad, recorrían la Avenida Principal hasta la ciudadela bajo lluvias de pétalos de rosa, vitoreados por los ebénidas, y en lo alto de la escalera que ascendía a la meseta del palacio eran recibidos por el príncipe Brahmo. Llegaron primero las huestes que condujera el mismo príncipe: los hombres de Ôrkan y Loth, con el aire rudo, grande y frío de los montes; los eterios, humildes y sublimes como ángeles; los manus, que parecían surgidos de brumas ancestrales y en cuyos ojos brillaban fuegos de lúcida, serena intuición; y los compañeros que con Brahmo habían marchado desde Koria y el Swar. Los recibió la capital lanzando al aire centenares de palomas blancas, que aletearon tumultuosas en el azur del aire.

Arribaron después los leales del Cinturón Fértil. La reina y su guardia abrían el desfile. Montaba aún Dama Esha el caballo de Bâldor, castaño, alto y triste; y cuando las gentes vieron aparecer sana, salva y triunfante a su Señora, elevaron sus vítores a la gloria de un cántico. Elthen de Thúbal la seguía, con sus hombres y con delegados de Assur y Naor, que, después de haber depuesto y apresado a sus jefes, querían pedir el perdón para sus tropas a los pies del príncipe. Cerraban el cortejo los compañeros que guiaban las mixtas legiones del bosque.

—Señor… —saludó Dama Esha a Brahmo.

Pero Brahmo se arrodilló y le besó la mano ante todo el pueblo.

—Para vos seré siempre sólo hijo, Señora.

—No se me esconde que conocéis ya el secreto de vuestro nacimiento, hijo de mi hermana Yâra y del héroe Mayúr.

—¿Vuestros sueños, madre?

—Mis sueños, hijo, siempre han sido lúcidos y me han insinuado cosas que la distancia y el tiempo, ingenuamente, velaban.

—Lo sé. Por ello y por otras muchas cosas seréis la más valiosa de mis consejeros.

—Hijo mío y rey, ¿cómo podría yo aconsejar todavía a quien tiene en su propio oído la Voz del Don?

—¿También esto, madre, os lo han revelado vuestros sueños?

—Además de sueños, Brahmo, tengo ojos —respondió Dama Esha con media sonrisa y, silenciosa, se colocó a la derecha del príncipe para no estorbar la pleitesía de los que llegaban con ella.

Saludó Elthen de Thúbal con marcial respeto, hincando honda en el suelo una rodilla viril. Pero Brahmo lo alzó y lo abrazó con sentimiento. Luego, como notara los ojos de aquel gran capitán buscando a su hermano entre los héroes que lo rodeaban, le señaló a Álmor. Allí, a la vista del pueblo, ambos hermanos entrechocaron sus pechos mallados y se besaron, y en su abrazo recio y triste quedó manifiesto todo lo que habían ganado y perdido en la guerra.

Caía, amatista, el crepúsculo cuando las tropas de Ishkáin entraron en la ciudad con Kïchu Dárdan y Archo el Negro al frente. Venían con ellos delegados del ejército de Akis que, sinceros y humildes, se arrojaron a los pies del príncipe.

Pero la impaciencia de Vrik no supo esperar hasta el final de la ceremonia. En cuanto consideró llegado su instante, dejó aquella tribuna de vencedores y corrió por las calles abarrotadas hacia el barrio de pescadores. Por nada del mundo quería escuchar el presentimiento que lo acosaba y que lanzaba su corazón a un desesperado aleteo. Abriéndose camino como podía en una ciudad en que las gentes desfogaban por todas partes su alegría, alcanzó la puerta de Levante, descendió por la cuesta del río, se apremuró por las angostas callejas del suburbio hasta su extremo oriental e irrumpió en la vieja casucha de Leb.

Cristalizó entonces en certeza su premonición. La casa estaba a obscuras, los postigos de las ventanas cerrados, y, aunque nada faltaba allí, todo respiraba un aire de triste abandono.

Vrik cerró la puerta tras él, abrió las ventanas, dejó que entrase el aire, se sentó en la silla de Leb y durante rato y rato, mientras el corazón se aserenaba, se hizo la ilusión de estar esperando al maestro. Sabía, sin embargo, que no vendría. Sabía incluso por qué no vendría, aunque era demasiado pronto para decírselo a sí mismo con la diafanidad de las palabras. Allí sentado y solo, con el aire de Diciembre cerceando desde el Deva y añadiendo un soplo frío a la frialdad de la ausencia, Vrik rememoró las horas pasadas con Leb en aquel estudio pequeño, pero tan vasto para él como los océanos del pensamiento y de la vida interior. Todavía la fragancia peculiar del lugar aromaba la estancia; esencias de té, tomillo e incienso refrescaban siempre la atmósfera de la casa y sorprendían agradablemente al que llegaba del exterior, tras sufrir el tufo habitual de la barriada. Y aquella fragancia punteaba ahora su memoria excitando recuerdos y emociones lejanos, transmudados tiempo atrás a los desvanes del olvido.

Paseó la vista por todas las cosas, suelo, paredes, objetos: nada faltaba allí… nada, bajo la ausencia pesante del maestro y el amigo; nada, salvo la huella cotidiana de su presencia, el rastro del pensador y el escritor, sus obras y herramientas esparcidas desordenadamente sobre la mesa de trabajo… tan solitaria ahora.

Y entonces lo vio. Allí, en una esquina de la mesa, aquel elemento extraño, nuevo en la casa, disimulado bajo un barniz de naturalidad que lo hacía aparecer como algo perteneciente desde siempre al lugar, consubstancial a él, a Leb. No era más que la punta de un colmillo de elefante blanco, curva y labrada, con figuras incomprensibles y antiguas, irradiando un extraño poder. Vrik había conocido la existencia del Kiran por Ébenim primero, cuando aquella noche ya lejana de Naor en que apenas empezaba su aventura, el agente de las Órdenes le llenó los oídos de misterio con aquel nombre exótico. Supo del Kiran después, a lo largo de noches prodigiosas que dejaban más y más atrás el Swar, más y más atrás el embrujo de los montes rotundos y azules. Thâre, misionada para ello por Mándos y Dión, a la luz de una hoguera campestre, en esas horas al filo de los sueños que habita un sacramento informe, reveló al príncipe y sus compañeros el secreto eterio que ya en Ishkáin confidenciara. Ahora, el objeto minuciosamente descrito por la mujer de los valles, aquello que tantos y tan inútiles trabajos había costado al Rishi Negro, estaba ante Vrik, al alcance de su incrédula mano. Cuando la alargó para tomarlo, tropezaron sus dedos con algo que, bañado por las sombras crecientes de la tarde, no había percibido aún. Más adelante confirmaría lo que ya en ese instante sospechara: aquellas eran las Llaves de la Torre del Rey.

Los tesoros en la mano y azuzado por la urgencia de presentarse con ellos ante su príncipe, Vrik abandonó la casa de Leb. Y tardaría en retornar a ella.

Una sombra oculta lo vio salir entonces. Se cercioró de que el joven portaba el colmillo y las llaves, espió su camino y lo siguió escondidamente hasta la seguridad de la ciudadela. Después, Manzúr volvió a su puesto satisfecho y nunca nadie supo que había cumplido también esta encomienda del maestro.

Era ya de noche cuando Vrik alcanzó el palacio. La ceremonia de recepción había terminado cerca de dos horas atrás. Las grandes puertas palaciegas estaban abiertas de par en par y los guardias indicaron al Belinor dónde podría hallar al príncipe y al recién constituido Consejo Real, del que él, como miembro del Círculo de Koria, formaba parte y era esperado desde hacía rato. Como el joven consejero no conocía el edificio, enviaron a uno de los centinelas con él. Brahmo no había perdido el tiempo y en una de las grandes salas de la Regia Mansión había reunido a sus íntimos, a sus leales, y empezado a tomar las disposiciones más inmediatas para la restauración del reino.

Subía Vrik la majestuosa escalera hacia el salón del Consejo, cuando un grupo de cuatro sacerdotes se cruzó con él. Marchaban violentos, aplastando más que pisando los peldaños, nervioso el manteo de sus negras capas talares y la boca llena de denuestos. Al compañero del príncipe ni lo miraron y pasaron junto a él con altivez de gerontócratas.

—¡Dios mío! —murmuró Vrik haciéndose a un lado de la ancha escalera para que no lo atropellaran los sombríos hierofantes.

—Pues ellos creen que es enteramente suyo, señor —le susurró el soldado—. No lo tendrá fácil con la iglesia el príncipe.

—¿Qué buscaban aquí?

—Desde las puertas se han oído sus berridos. Querían oficiar la coronación del príncipe.

—Parece que se van sin conseguirlo —sonrió Vrik.

—Peor, señor: el príncipe les ha devuelto rotos el viejo y el nuevo concordatos.

—Y todavía no ha empezado a reinar…

—El Señor Brahmo viene con otros bríos que el rey Vântar.

Llegaban al final de la escalera y las voces del Consejo emergían clarividentes y prometedoras del gran salón.

—¿Qué pensarías tú, soldado, si el príncipe proscribiese la iglesia?

—¿Yo, señor? Echaría las campanas al vuelo, pero no todo el mundo piensa en Eben como yo.

Y señalando el arco de una puerta luminosa al final del amplio corredor:

—Es ahí, señor consejero.

Vrik recorrió el pasillo pensando el efecto que causaría en sus amigos el tesoro que portaba en sus manos, envuelto en su capa. La conversación de los reunidos alrededor de la gran mesa del Consejo era tan absorbente en aquel momento que nadie se fijó en él cuando se detuvo en el umbral contemplando la sala, iluminada por altos y hermosos lampadarios, y paseando su mirada por todos aquellos seres que encarnaban la esperanza de los nuevos tiempos. Diez veteranos del primer núcleo de compañeros estaban allí; a este se había incorporado Bárak tras la partida de Melk y la muerte de Lôhn, ya en los primeros tiempos de Koria. También los cinco que la historia llamaría los Mensajeros formaban parte del recién creado Consejo Real: Ulán Draj, Álmor de Thúbal, Yrna, Arolán y el mismo Vrik. Arjun, Anandi y Brahmo el manu traían la voz de las montañas; Kïchu Dárdan y Archo el Negro, la de Ishkáin; Pradib, la de Dyesäar; Thâre, la de los valles; y Elthen de Thúbal, la del Cinturón Fértil. Dama Esha, la princesa Usha y el príncipe Brahmo completaban lo que llegaría a conocerse como Segundo Círculo de Koria o Círculo de Koria Ampliado, siendo el original el que constituyeran Compañeros y Mensajeros. Pero pronto las designaciones de Consejo, Círculo de Koria y Compañeros del Rey acabarían por confundirse, pues en la práctica significaban lo mismo.

Vrik se deslizó al único asiento vacante, en el extremo de la mesa ovalada opuesto al príncipe. Hablaba Brahmo en aquel momento. Los apremiantes temas organizativos y las cuestiones prácticas de gobierno habían quedado atrás por ahora y todos escuchaban, arrobados, evocar aquellos acontecimientos que nadie había entendido plenamente aún.

—No, no había ningún motivo para que no acabase al Rishi Negro en el campo del honor. Era un duelo. Los dos habíamos luchado limpiamente. Márut vibraba en mis manos y aquella negra inmortalidad que sólo podía cesar por la Señora estaba a mis pies, presta para el golpe de aniquilación. Muerto Abdalsâr… o Dhanda, o como quiera que se llame, los nurtan habrían terminado por desaparecer. Vivo, los Escorpiones del Desierto siguen siendo una de las principales amenazas que pesan sobre Ordum… y turbarán por siempre nuestros sueños.

Un eco sutil de sus palabras se prolongó en el silencio, hiriéndolo.

—Pedí una señal —añadió todavía Brahmo—. Dios sabe que con la lanza alzada para culminar el sacrificio pedí una señal. Si la hubo, fue Su silencio. Señal más terrible aún que el trueno.

—Y sin embargo —intervino el manu—, Abdalsâr también se portó noblemente contigo al final.

—Me fijé en él cuando partía —dijo Pradib—. Tenía el gesto ausente, un rapto en la mirada, parecía sonámbulo… Me dio la impresión de que ni él mismo sabía por qué respetaba los términos del duelo.

Las palabras del príncipe sureño adensaron el enigma. Por momentos, nadie habló. Las llamas de las velas de los lampadarios se mimbreaban y sostenían las sombras una danza arrítmica y muda. Entonces Thâre, como en aquellas noches sacramentales entre el Swar y los Campos de Amhor junto al calor de una hoguera amistante, dejó oír su voz tímida:

—No es a vos, Señor, a quien debería resultarle incomprensible vuestra actitud y la del Rishi Negro —se sentía demasiado insignificante entre todos aquellos héroes para usar con el príncipe el trato familiar al que él la incitaba y al que ella se atrevía en contadas ocasiones.

—Explícate.

—Señor… —le temblaban ligeramente los labios, como siempre le ocurría, en los primeros momentos, cuando tomaba la palabra en medio de una reunión, por más reducido que fuera el grupo al que se dirigiese—. ¿Qué hizo Dama Alayr con Sarpa? ¿Lo sacrificó acaso?

—Lo cambió. Lo devolvió a Mayúr, su ser primero.

—¿Y no es Mayúr vuestro padre? Vos, Señor, deberíais entender mejor que nadie estas cosas.

—Pero yo no he cambiado a Dhanda, Thâre. Sólo he dejado que el titán siga su camino y que con él campee el peligro.

—¿Y quién conoce las consecuencias lejanas de vuestra acción? Los Rishis Negros no son como el resto de los Electos de Maurehed. Son Poderes caídos. La perfección última de nuestro mundo exige verlos levantados otra vez. Una única y misma Fuerza detuvo vuestra lanza y se llevó al coloso en las alas de un impulso inconsciente.

Brahmo recibió las últimas palabras de Thâre moviendo la cabeza con gesto de aceptación y sometimiento.

—Me inclino ante ti, mujer de los valles. Thâre le devolvió tímidamente el gesto.

Fue entonces cuando Brahmo descubrió a Vrik, y cambiando repentinamente su tono de voz y su humor:

—¿Dónde estabas, Lobezno? Lamenté de verdad empezar la primera reunión del Consejo sin ti. Pero te brilla el rostro, amigo mío. Te brilla con una expresión tan pícara que me recuerdas a Inca, mi viejo escudero. ¿Qué traes ahí? Parece que quisieras sorprendernos a todos… pero mira que no te sorprenda yo más con lo que voy a mostrarte.

—Agradezco el mote, Brahmo. Desde que el Lobo de Ôrkan se incorporó a nuestras filas, ya nadie recuerda que mi nombre es Lobo también.

Se levantó y con el burujo de la capa en sus manos caminó hasta el otro extremo de la mesa. Lo depositó ante el príncipe y lenta, ceremoniosamente, empezó a desenvolver lo que los pliegues de ropa ocultaban. Ante los ojos incrédulos de los presentes se hicieron visibles las Llaves y el Kiran.

—¿Dónde…? —musitó Brahmo.

—En casa del maestro.

—Entonces ya no cabe duda de que fue él quien detuvo a Abdalsâr a las puertas de la cripta.

Mira.

Brahmo le hizo notar a Vrik un montoncillo de papeles sujeto por un balduque, que había a su lado sobre la mesa. Vrik se había fijado en él apenas llegar; le llamó entonces la atención con raro apremio, con fuerza inusitada, y ello le extrañó tanto más cuanto que no pasó de creerlo un fajo de regios documentos oficiales. Ahora, atónito, más sorprendido aun que cuando sus ojos descubrieron el colmillo del elefante blanco en la unánime familiaridad del estudio de Leb, leía en la primera de aquellas caligrafiadas cuartillas lo que parecía el título de una obra… o una profecía:

El Círculo de Koria

—Es la letra del maestro —balbució Vrik.

Y al desatar la cinta y examinar las páginas, comprendió que tenía en sus manos, acabado, el poema épico de Leb.

—Ahora soy yo quien ha de preguntarte dónde.

—En la hornacina que debía contener el Kiran, a las puertas de la cripta de la Torre del Rey. ¿Una broma del maestro? —respondió el príncipe.

—¿Habéis encontrado entonces eso también?

—Esa hazaña se la debemos a los manus.

Pero Vrik paseó sus ojos por versos rotundos que ecoaban el clangor de los aceros, el épico aleteo de corazones batallarosos, la muda meditación de los montes soñándose erguidos sobre destinos humanos, el oleaje del océano de las arenas arrojando escorpiones a las tierras fértiles, el hechizo animal del bosque, las heridas de Dyesäar, los dolores de parto de Eben al dar a luz su porvenir, los pioneros de ese porvenir quebrando los círculos rutinarios de la historia y forzando nuevos e imprevisibles senderos en las penumbras del Tiempo…

—Todo, todo está en estos versos —murmuró Vrik.

Brahmo, mientras, sopesaba el Kiran, retiraba el pie de oro que tapaba el hueco interior, hallaba el relato de Ban, escrito con tinta dorada en pergamino unos mil doscientos años atrás. Lo habían respetado los siglos como si la mano del Don hubiese grabado sus palabras en la materia de la eternidad. Recorrió Brahmo con su mirada los austeros trazos dévicos, sintiendo estremecerse todo su ser aun allí donde no entendía el sentido del texto. Era el dévico de los orígenes, lengua de dioses, frases con la música de místicos ríos de luz… pero, aunque la música era la misma en la desembocadura del mar y en la fuente, difícilmente podían entender los hombres costeños lo que significaban las voces peregrinas del manantial.

—Todo, todo está aquí —musitó Brahmo a su vez.

Y como al levantar sus ojos viera una ardiente expectación en los compañeros:

—Que la lectura del Kiran sea mañana, después de la coronación, el signo del Renacimiento. ¿Quién lo traducirá? ¿Quién abrasará las horas de su noche con la luz del legado del Don?

Y se ofrecieron Pradib y Thâre.

La coronación fue una ceremonia improvisada y sencilla. No se realizó en la Sala del Trono porque esta mira al Sur, al templo, sino al pie del baniano rojo, contemplando el ungido el Norte brumoso de la mañana. El pueblo llenó la ciudadela, inundó la meseta del palacio, y se reunió al pie de la elevación donde crecía el baniano rojo de los Tauris, al que se quería creer vástago del árbol milenario de Ban, arrancado y destruido por Sarkón. La reina entonces, con voz alta y orgullosa, reveló a los ebénidas el verdadero origen de Brahmo y manifestó su voluntad de que sucediera en el trono al rey extinto. Los Mensajeros portaron la corona desde el palacio, se la entregaron a la reina, y Dama Esha, alzándola, honró la cabeza del príncipe. Arjun, Anandi y Ulán, nuevo triunvirato supremo del ejército, aceptaron al rey en nombre de las tropas. Y el nuevo monarca habló de los retos de la historia con la prosa más sencilla y más sentida que el Espíritu le inspiró en aquella hora.

No se invitó a representantes de las principales instituciones del reino; no se esperó a que otros pueblos pudiesen mandar sus legaciones oficiales. Si miembros de la Academia, de las dos Universidades, de la iglesia, asistieron a la ceremonia, lo hicieron en su condición de meros ciudadanos y no los delataron sus togas ni sus negras túnicas y capas talares. Brahmo el manu, Pradib de Dyesäar, Thâre del Sart y los tholos de Koria fueron los únicos embajadores de Ordum a los que el Destino otorgó para este acto cartas credenciales.

La ausencia de pompas y fastos, de hinchadas retóricas y bombásticos parlamentos, definió el rito y preludió la era que Brahmo acaudillaba. Apenas había pasado una hora cuando el pueblo se retiró, a la vez esperanzado y turbado, y el Círculo de Koria permaneció silencioso a los pies del árbol emblemático. Soplaba un viento frío del Norte; llegaba arrastrando fantasmales jirones de borrina, que por el aire gris avanzaban en hordas de lúgubres heraldos. Ellos, con los corazones vueltos al futuro, se sentían cabalgar el Tiempo, a la vez potro arisco y camino, y sabían que las más esforzadas de las luchas, las más prosaicas, las menos esplendorosas, esas que siguen a las grandes revoluciones y que son la anónima construcción, minuto a minuto, del edificio del porvenir, estaban aún por empezar.

Antes de que cuajase en gris celaje este sentimiento, pidió Brahmo a los traductores que leyeran su versión del Kiran, trabajada y cincelada durante una noche sin sueño. Thâre declinó el honor en el príncipe del Sur y Pradib, con el acento grandioso de los hombres del Mar y voz de oleaje, dio comienzo al relato del Don.

Sorprendía en ordumia lo prístino de su contenido; los múltiples sentidos y contrasentidos connaturales a la lengua dévica se perdían necesariamente en la traducción y quedaba al desnudo el corazón de la vivencia que informaba el texto. El Don no había pretendido hacer en él poesía ni lanzar su pluma a cimas literarias de hermosura; todo su propósito era narrar el ciclo de experiencias que llegó a confirmarle las más altas esperanzas concebidas por él para la Tierra y la estirpe humana. Y sus palabras se aquilataban con el peso de la Verdad.

Empezaba de un modo casi casual…

—Nunca, en toda mi vida, había estado mi alma tan despierta como durante el primero de los tres meses que culminaron en el descenso del Alma del Matrimandír. Mis visiones se poblaban de flores y mi pecho era un manantial de armonía. Ver, oír, percibir, era experimentar la trama secreta que une todas las cosas en un mismo movimiento divino creador, esa épica cosmogenética cuyas pulsaciones continuarán hasta llenar el molde del Tiempo con la Luz de los Orígenes y hacer del universo el cuerpo perfecto de Dios. Esa armonía supratemporal, que hila las desdichas y dolores y carencias del momento a la vasta urdimbre del proceso cósmico, es la que yo sentía ahora: en la grandeza del lienzo universal, aun las sombras hallan su belleza y su sentido. En una ocasión, mientras meditaba en mi cámara, me vi, como un niño, en los jardines exteriores. El Espíritu me dijo entonces que la Madre de los Mundos lo había dispuesto todo para que yo culminase mi tarea. La Madre estaba ante mí, diamantina… Y yo entre los rosales. Un arrobo me asaltaba de instante en instante y quedaba yo suspendido, el cuerpo frío y pálido, inmóvil, lejano el espíritu. En el vértice de mi cabeza sentía germinar la semilla de un árbol. Y el árbol crecía hacia sutiles alturas como escala hacia el Origen. Lo bañaba una lluvia de Luz y su tronco ensartaba los siete colores del Arco Iris. Y el rocío en sus ramas era mística miel en mi boca. En cierto modo, no me eran desconocidas estas experiencias: su intensidad era nueva. Y la convicción de que preludiaban una conquista mayor. Debía, sin embargo, cruzar aún un abismo. Cuando la luna llena amaneció en Tauro y la flechó el sol desde Escorpión, se abrieron las fauces de la sima. En mi meditación apareció una figura nueva, un hombre de rostro extraño, cabeza grande y calva. Me llamó y lo seguí, y el mundo quedó lejos, como un mero fenómeno momentáneo de la consciencia susceptible de ser disuelto por un leve acto de voluntad… un sueño al filo del despertar. Sensaciones, emociones y pensamientos eran haces simultáneos de turbia luz lejana que apenas alcanzaban el prístino vacío en el que yo me adentraba. Al acercarse, se les oía nítidamente confesar su naturaleza y su impotencia para mezclarse con la materia sutil de mi ser, indistinguiéndose en ella. Había en sus voces un eco de tristura, dolor de quien al pretender atravesar la membrana del Vacío, en la ausencia total del espejo de las formas, descubre su esencial irrealidad. Pero lo que a estos fenómenos aniquilaba, a mí me hacía libre; el molde de mi yo se resquebrajaba y yo seguía a aquella testa calva que en mi soledad interior me había dicho sólo ‘Ven’. Divisé la frontera amatista del Nirvana. Entonces, antes de que la estela deshilachada del yo trascendiese el umbral y se disolviese en Silencio y Quietud últimos, sentí el quebrantamiento del eje del mundo y un crujido me aturdió, como de árbol tronchado: era el eje de mi espalda y su viviente floración hacia el cielo. Vi entonces diez rostros divinos atemorados ante una Máscara creciente; diez figuras corrían y destruían, tras cruzarlo, un puente tendido sobre el abismo… Poniéndose a salvo, se alejaban de mí e, impotente, me dejaban en manos de un titán desconocido. A conocerlo, sin embargo, llegaría. Aquella fuerza de aniquilación puso un pie sobre mí. Se cerraron las cortinas del Nirvana y el camino de liberación seguido hasta allí pareció un sueño cuya audacia debía ser ahora castigada. Se desgarró por todas partes la membrana del Vacío y añicos de Quietud tintinearon… resquebrajando el suelo del Silencio. Recuerdos y pensares, sensaciones y sentimientos, penetraron en turba caótica, entorchándose en los haces de mi yo… De nuevo fui un prisionero del mundo, clavado en la cruz del Espacio y el Tiempo. Y en el vértice de mi cabeza, donde había crecido un vástago del Árbol Cósmico, el Enemigo plantó su propio arbusto espinoso. Durante días y días chorros de luz negra cayeron sobre mí, en mí, como si ya sólo fuese digno de recibir las aguas de un cielo tormentoso y para siempre hubiese de quedar el Sol amortajado en tempestades. Pero el arbusto de espinas crecía con las aguas rabiosas, y hundía más y más hondo sus raíces. En los vastos espacios sutiles que hay entre el alma y su persona, en esos mundos intermedios donde las Fuerzas Cósmicas batallan entre sí por la posesión de un hombre, halló el Infierno fértil suelo y erigió orgulloso fundamento. En los torces del Tiempo, ensartó el Enemigo los momentos de mi perdición y, apenas penetraban mis ojos las transparencias prescientes del éter, veía las desdichas concebidas por la Negra Voluntad cuajar sus formas terribles con la materia del evento. El tiempo se torcía ante mí y cada día por venir era un peldaño en descenso hacia el Abismo. En esta hora cruel de la prueba del alma, difícil le resulta al Peregrino comprender el silencio y la inacción de las Alturas. Ciego en la tormenta, es incapaz de percibir la Presencia Salvadora y ve perderse sus plegarias en las foces monstruosas del abismo, respondidas sólo por inhumanos ecos sardónicos. Y sin embargo, las Manos del Artesano nunca han estado más cerca de su materia que en el instante de la tortura transformadora. Fue entonces cuando dije: ‘Porque no has atendido mi llamada de súplica sé, Señor, que existes, que no eres una proyección de mis deseos ni una sombra de mi propia voluntad’… Llegó el momento en que mi interior se hizo impenetrable: o un muro de bronce lo afortalaba o, al abrirse en él una poterna inesperada, veía un foso de serpientes… o aquellos pasadizos llenos de rostros y voces fantasmas, precipitados al coma de un sueño mórbido. La paz que sólo se halla en el mudo diálogo con el alma, cuando los miembros están quietos y resignan los sentidos sus objetos, se hizo un tesoro añorado e imposible: durante días y días permanecí desterrado en la corteza de mi cuerpo, esperando los golpes que el mañana me traería y temiéndolos… falto de toda ancla y fundamento. Fui acorralado allí donde debía luchar sin ninguna de las armas y recursos interiores o rendir para siempre carne y espíritu: aquella Enemiga Voluntad podía matarme de muchos modos y en ambos mundos. Como alguien hundido en la ciénaga, del que ya sólo emerge la cabeza boqueante y la agitación de unas manos condenadas, yo poseía sólo la periferia de mi ser y el movimiento: medité caminando, concentrado en una sola idea mántrica, una sola palabra salvadora, que eternizaba repetición tras repetición durante horas de ensalmo mudo y obstinado. Sentía pisar la uva de la vida en el lagar del camino, y en mi parvo y agreste dominio alzaba con guijarros un humilde icono del Divino. Trascendió entonces mi llamada las foces crueles del abismo y sonó la aldaba suprema. Irrumpió una fuerza insospechada, luminosa y corpórea, imponente en su majestad de perfección: se diría que era aquella el cuerpo que viste mi alma en la corte divina, pero hecho de una materia terrestre perfecta… Cuerpo gnóstico oro-rojo de tierra-luz irradiando opalescencias místicas: así me ve el Ojo Supremo en el espejo de mi suprema verdad. Y fue entonces cuando dije: ‘Porque has atendido mi llamada de súplica sé, Señor, que sobrepasas el poder de mi propia voluntad y que mis pensamientos no imaginan Tus caminos’… Pero este poder gnóstico, como si temiera romper la vasija al asurar la inmundicia que la colmaba, no prolongaba sus uniones conmigo. Venía, enseñaba, y partía. Y lo que enseñaba era, uno a uno, los estados internos que anulaban las increscencias enemigas. Era una labor de precisión exquisita, una alquimia minuciosa en la que cada vibración siniestra era respondida y anulada por notas de resonancias divinas. Progresó su obra y las uniones se alargaron. Comprendí que sólo el clamor desde el abismo atrae al Poder Gnóstico y supe por qué había debido descender hasta el final de la escalera. Un día se abrió una puerta a los espacios interiores. Me vi en un museo lleno de viejas figuras de dioses. Una se me acercó y me tocó, y sentí todo mi ser como un molde ajeno, una malla de entretejidos eventos voluntariamente aceptada. Yo no era en ese instante más que la neutra voluntad de admitirla o recusarla. Entonces el Ser Gnóstico me dio la clave de la muerte. Una consciencia hay que discierne la mentira que substancia la muerte, un ojo que ve llegar el momento de la aniquilación y una mano que la detiene. Con esta clave, yo he salvado vidas. Llegó poco después una mañana en que el Adversario concentró todo su poder en un último golpe. Nunca como entonces he visto próxima mi destrucción y la del mundo. Caminé durante doce horas, repitiendo el nombre-fuerza, traduciendo en repetición la Eternidad, macizando con la Eternidad el tiempo. Cuando llegó la noche no quedaba de las amenazas vislumbradas, tan próximas ya al umbral de las cosas, tan inmediatas a la realidad, más que el humo de una mentira que en este mundo invertido pudo ser verdad. Sonaba el mantra en la profundidad de mi oído con ritmo sublime de dios-sonido. Se encendía en crisopeya el aire y sangraba oro por todos sus intersticios. Cintilaba el tintineo de la sangre áurea y el nimbo del milagro enardecía todas las cosas. Íntima fue entonces la unión con el Gnóstico Habitante. Estaba yo acostado, la espalda pegada al suelo, y me sentía vivo en dos cuerpos. Superaba el Gnóstico al físico en todas sus dimensiones y la sensación de perfección e invulnerabilidad era en él infinita. Un cuerpo de Luz interpenetrando un cuerpo de arcilla y transformándolo. Se acercó a mí un viejo eremita, la cima de la cabeza calva y un cerco de pelo blanco, largo y ralo, cayéndole desde mitad del cráneo; la vejez labrada en su rostro, surcos rotundos de sabias, dolientes arrugas… vivaces y proféticos los ojos. Aun hoy no sé quién fuera, aún hoy no sé qué vínculo entre mundos distantes nos acercó por un momento: mi cuerpo gnóstico estaba en su cueva y el viejo se maravillaba con las manos sobre la luz de mi pecho como un tesoro. Abrí los ojos… la visión del anciano continuaba, tan lejos de mi cuerpo terrestre, pero tan inmediato al cuerpo-luz que interpenetraba mis células… Mi cuerpo era uno con la Tierra. El curvo horizonte pasó presuroso varias veces ante mi mirada. Mi voluntad, poderosa y presciente, violaba la prisión del espacio y el tiempo individuales, buscando vidas que curar, mentes que inseminar, líneas que enderezar del retablo imperfecto del Demiurgo… Hubo quien fue salvado en aquella hora, seres a quienes no conozco y no conoceré marcados para el daño o la aniquilación, seres a los que una hora maldita esperaba en el siguiente recodo del tiempo… Dos visiones simbólicas se repetían en aquella hora: un pavo real de oro encarminado y naves esbeltas acercándose por un mar en descenso, deslizándose sobre la franja centelleante del riel solar que partía el azur en dos simétricos cuarteles heráldicos… Vi entidades inhumanas empujando sutilmente a masas de hombres al surco del hábito y vi al rebaño humano cabestrear tras ellas en círculo infinito. Algunas fueron aniquiladas en aquella hora, sombras disueltas en Luz de lo Alto… Vi todas mis vidas, todos mis cuerpos pasados… Todas esas vidas-muertes contenidas en el Rayo de Esperanza del Cuerpo Gnóstico… Y en el paroxismo de la Visión, el alma del Matrimandír descendió al templo esférico y el cuerpo inerte de materia terrena fue habitado por su principio consciente. Eran las doce de la noche, entre el once y el doce de Diciembre del año noventa. Sabrán los míos que esto no es poesía

… Y parecía inacabado.

Siguió el silencio: nada más podía recibir este legado. Durante unos momentos cada uno calibró en su corazón las palabras que llegaran cruzando un éter de mil años. O no: la experiencia del Don, más allá de la prisión del evento, acontecía ahora también, en este preciso instante, lanzando su Rayo desde el núcleo atemporal en torno al cual gira, eónico, el Tiempo.

En el Norte, el naciente fragor de una tormenta, premonitorio. Un viento arisco y el dedeo aún calmoso de la lluvia los alcanzaban ya. El Círculo se levantó y desandó la ladera del promontorio hacia el palacio. Llegaban a las puertas de la Mansión cuando el grito triunfante de un pavo real les arrancó de sus meditaciones.

Gloriosa, el ave desplegaba su pompa de ocelos en la cima del baniano rojo.