XL

Un arco iris colmaba el cielo aquella mañana, grande, perfecto y luminoso como arco de triunfo o como un arco toral del mundo. Se alzaba en la mitad de su camino a Eben y Brahmo lo interpretó como un signo.

Brahmo no había dormido en toda la noche. Cuando las nubes rompieron contra los diques invisibles del aire y descargaron, el príncipe sintió deseos de ungir su cuerpo en aquella lluvia fría y salvaje. Dejó su tienda desnudo, en mitad de la noche, y recibió gozoso el bautismo fiero, mientras en lo alto viboreaban los rayos ofendiendo el trance del negro cielo impenetrable. Toda la ira del agua golpeó su cuerpo y en él pareció agotarse. Y cuando un alba tranquila sucedió a una noche épica de tempestades, y la tormenta se alejó exhausta y quejumbrosa, débiles ya sus bramidos y audibles sus truenos sólo como vanos lamentos vagabundos, la paz y el Arco surgieron como del pecho remozado de Brahmo.

Extraños recuerdos lo visitaron entonces: una pradera en la aurora del mundo bendecida por las lluvias primordiales; el olor de la hierba húmeda en aquel tiempo en que las nuevas generaciones de los hombres no sumaban sus años a los de las anteriores y el mundo, huérfano de historia, vivía siempre joven la repetición de un mismo escueto ciclo; el olor de una pira que consume la carne adolescente de un hijo y el llanto del aire apagando las llamas lúgubres; un viaje a través de monzones… hacia un Norte en que no llueve y donde aguardan los dioses. Fragmentos eran de la memoria de Ari, el amo de la Señora en manos del príncipe ahora.

Philo maullaba quietamente a los pies de Brahmo.

—¿No es extraño que no hayan vuelto aún? —decía Vrik mientras Brahmo retornaba al presente.

—Les bastaba con la mitad de un día para llevar y traer el mensaje —añadía Anandi—. Ha pasado uno entero ya con su noche.

—El mensaje llegará —reponía Usha—. Estad seguros.

—¡Mirad allí! —exclamó de pronto Arjun.

Dos jinetes sobre poderosos caballos endrinos, tocados con turbantes naranjas y embrazando escudos redondos con un escorpión en el centro de leyendas cuneiformes, se acercaban a galope hacia el campamento portando enseña blanca. Desde la colina en la que estaban Brahmo y sus compañeros, se les veía ahora cruzar el vano del arco iris, arrogantes y fieros sobre monturas que ritmaban elegantes su carrera contenida… Y el triunfo de los colores del arco se disolvía en la neutra inmensidad del aire.

—¿No son esos los nurtan de los que hablaron Mándos y Dión? —preguntó Pradib.

—Así los describieron al menos —respondió Álmor.

—¿El mensaje que esperamos? —terció Ulán.

—Podría ser —concluyó Brahmo.

Guerreros del príncipe llegaron entonces corriendo y pidiendo órdenes.

—Los recibiré en el campamento, en medio de las huestes —anunció el príncipe—. ¡Vamos! Brahmo abandonó el promontorio hacia el centro de la almofalla mientras una comitiva de sus caballeros capitaneada por Vrik partía para interceptar y conducir a los nurtan. La noticia se difundió rápidamente entre las tropas y los guerreros formaron potentes filas para aureolar de fuerza la majestad del príncipe. Ulán, que temía una traición, situó los tholos muy cerca de Brahmo y les advirtió contra cualquier gesto inesperado de los peligrosos heraldos. Pero estos, aún con la enseña blanca en alto, rodeados por seis jinetes de Loth y precedidos por Vrik, descendieron al trote el paso entre las colinas orientales, cruzaron el campamento bajo la silente solemnidad de la mañana y se detuvieron, bravos, en medio de las huestes, observándolas como a un ejército de hormigas, y con ostentosa repugnancia a los manus. Brahmo se destacó, escoltado por Ulán y Arjun, y protegidas espaldas y flancos por la media luna de sus tholos.

—¿A qué habéis venido?

—¿Eres tú el príncipe? —preguntó uno de los jinetes con áspero acento del desierto, escupiendo casi con asco las palabras entre los relinchos feroces y los gestos nerviosos de su piafante corcel.

—Yo soy. Di tu mensaje.

Vestían los jinetes túnica naranja y ajustado pantalón azul, un grueso chaleco azul laminado y capa de piel; calzaban negras botas de cuero, y del grueso cinto dorado pendían daga y cimitarra en bellas vainas damasquinadas. El que había hablado tenía las mangas alzadas y en su brazo derecho, con el que sostenía la lanza de la enseña blanca, era visible la cicatriz nurtan.

—El señor Abdalsâr acepta tu desafío. Os batiréis en el patio de la ciudadela. Hoy. Al mediodía. Puedes llevar a la ciudad una escolta. Pequeña. Tres hombres nada más. Si caes, vivo o muerto serás esclavo de mi señor y tu gente se rendirá. Si vences… ¡Pero no vencerás!

—¡Estas condiciones son inaceptables! —gritó Ulán—. ¡Olvidad la ciudadela; el príncipe no será tan ingenuo como para meterse a ciegas en la boca del lobo!

El nurtan oyó impasible las palabras de Ulán, como si no las entendiera, y Brahmo silenció con un gesto a su comandante.

—Si venzo, el reino es mío. Los nurtan abandonarán mis tierras y yo haré justicia a mi gente. No habrá piedad con tu señor y me reservo el derecho a atacaros cuando me juzgue fuerte. Transmite este mensaje a quien corresponda, heraldo, con tanta ausencia de recato como la que me has traído a mí.

El heraldo siguió inconmovible, sus ojos grises fijos en Brahmo y sin comprender su discurso. Bárak, que se dio cuenta enseguida de que el jinete no conocía más ordumia del que había agotado en las lacónicas frases de su parlamento, tradujo a la lengua del Desierto las palabras del príncipe.

—Ya he dicho todo lo que tenía que decir —repuso el nurtan farfullando apenas la lengua que usara Bárak y dio vuelta a su caballo para partir.

—¡Un momento —exclamó Brahmo—, no os he dado permiso aún!

El grupo de jinetes que había escoltado a los mensajeros se cerró sobre ellos con las espadas desenvainadas, los eterios flecharon sus arcos, los tholos aferraron sus hachas de combate, los manus se crisparon. Pero los nurtan pasaron sobre todos ellos una torva mirada de aniquilación, filosa como hoz que en arco de media luna planease un instante sobre las cabezas de las espigas que se dispone a tajar.

—¿Dónde están Ednok y Korindán? —les espetó el príncipe, y el dragomán tradujo su pregunta a un dialecto del desierto aun más lejano, aun más opaco y seco.

Sin volverse, y preparados ambos para abrirse paso con odio y acero, el heraldo respondió con palabras en las que vibró un áspero eco de sitibundas arenas:

—Están donde debían.

Durante unos instantes la tensión creció hasta exacerbarse, y en el silencio perfecto del aire inmóvil sólo se oía el rodar incierto y salvaje de los dados del Destino. Por fin Brahmo alzó la mano y dio orden de dejarlos partir.

—No irás a aceptar estas condiciones… —decían ya a su lado los comandantes Arjun y Ulán.

—Confiad en mí —les respondió Brahmo sin mirarlos y, marchando con determinación hacia su tienda, llamó—: ¡Brahmo, Vrik, Pradib!

—Príncipe —lo contuvo Arjun con la palma de su mano en el pecho del líder.

Brahmo entonces alzó los ojos hasta hallar los del Lobo. Ambos se miraron en silencio mientras Vrik y el manu acudían a la llamada de su capitán y el resto de los compañeros se reunía alrededor de los dos hombres.

—De acuerdo, Arjun, no confiéis en mí entonces, pero tened fe en la Fuerza que está guiando los acontecimientos.

Arjun habría querido entonces preguntar hacia dónde, hacia dónde los está guiando, pero recordó las palabras que él mismo había dirigido a Brahmo dos noches atrás y calló. Sólo en ese instante fue capaz de verla, de percibirla: un aura intensa, palpable casi, envolvía a su amigo, una malla sutil hecha de fuerzas extraordinarias y de acontecimientos futuros. Movió los ojos paseando su vista alrededor de la cabeza del príncipe y los compañeros, notando también aquella intensidad irradiante, lo imitaron. Arjun levantó la mano y lentamente, como con temor o incertidumbre, la acercó a la mejilla de Brahmo hasta rozarla con tres dedos. Al penetrar el aura, le dio la impresión de introducir la mano en otro medio, más ligero que el aire pero más sensible que el agua, y le pareció que en su príncipe había anclado una realidad sobrenatural: Brahmo era el estuario en el que un río sutil pugnaba por desembocar para traer al mundo frutos escogidos del árbol del Tiempo en las corrientes seminales de su savia mística.

—¡Príncipe!

Dos centinelas llegaban de las colinas a galope tendido rompiendo con su llamada aquel cuadro de inmovilidad. Mientras este se deshacía por completo, Arjun creyó ver todavía un rostro extraño superpuesto al de Brahmo… pero enseguida la visión cesó.

—Hay movimiento de tropas —exclamó uno de los jinetes frenando la montura cerca de su Señor.

—¿Dónde?

—En las aldeas al Sudeste de las colinas. El ejército de Akis. Están formando un amplio frente entre la capital y nosotros.

—¿Para avanzar hacia aquí?

—No, mi Señor: de costado a nosotros, cara al Norte, como una gran parada militar al borde del camino entre nuestro campamento y Eben. El gobernador de Ishkáin ha empezado a tomar posiciones también.

—Gracias, centinela. Ulán, que se preparen todas las tropas: responderemos a la intimidación con intimidación…

—¿Y si se trata de mera estrategia estética? —interrumpió Ulán.

—Lo celebraremos aportando nuestra propia estética a la coreografía general.

—A tus órdenes —sonrió Ulán, y partió para organizar el ejército.

—Pradib, Vrik, Brahmo, vosotros seréis mi escolta hasta la ciudadela, preparaos. Señor de los manus, ¿me harás el honor de ser el portador de mi estandarte?

—Que yo sepa, Señor, no existe un Señor de los manus, pero te serviré gustoso como cónsul de mi raza.

Y cuando cada uno hubo partido a su tarea:

—Habría querido que formases parte de mi escolta, Arjun, pero te dejo a ti al frente de todo. Si cayese…

—¡No caerás!

—Si cayese piensa sólo en esto: los vivos no deben dejarse sujetar por los pactos de los muertos.

No habían pasado dos horas cuando las tropas del príncipe emergieron sobre las tres colinas que cerraban por el Este la herradura de la cordillera. Alcanzaron unánimes las cimas, silenciosos, crestándolas de grandeza. El sol, desnudo en un aire fulgente y frío, derramó sobre ellos los cuernos de su mirra luminosa, encendiendo como antorchas peregrinas cotas, escudos, yelmos y una épica astral de puntas de lanzas fieras. Ocupaban el flanco derecho los de Ôrkan, capitaneados por Arjun; el izquierdo lo formaban los guerreros de Loth, bajo el mando de Anandi la Roja; y el centro, de diestra a siniestra, los eterios, los compañeros y los manus, presididos todos ellos por Álmor; al frente de las filas, el príncipe con su escolta trinitaria y flanqueado por los tholos, únicos que marchaban a pie. Brahmo vestía una cota de malla argentina sobre su túnica azul-aire, un escudo de Ôrkan sujeto a la espalda, redondo, recio y sin motivo que lo decorase, y un casco cónico con un sol en la frente y el alpartaz del almete cubriéndole la nuca como crencha de acero; portaba al cinto su espada Mrïyantar y en la diestra a Márut, Señora de las lanzas, vibrante de vida y poder.

Un instante se detuvieron el príncipe y sus huestes en las coronas de los promontorios, oteando los Campos de Amhor. A su derecha, a unas tres millas de las colinas, comenzaba la larga hilera de soldados de Akis, uno cada dos pasos, cubriendo casi diez millas en línea recta hacia la capital. Detrás, unas cinco millas al sudeste de las aldeas que los de Akis habían abandonado, en formación de combate, el ejército de Ishkáin. Al fondo, Eben, silenciosa junto al río, compacta en su quietud, sin ningún signo de vida.

—¿Qué sentido tiene eso? —preguntó Vrik señalando con la mirada el frente enemigo.

—Van a rendirnos honores —respondió el príncipe.

—Puedo imaginarme cuáles.

—Quién sabe —concluyó Brahmo con una mirada vaga—. Quizás te lleves una sorpresa.

—¡Álmor! —llamó volviéndose.

—Sí, Brahmo.

—Hay que enviar mensajeros al Dárdan para explicarle la situación.

—Enseguida.

—Una cosa todavía, Brahmo —lo detuvo Vrik antes de que el príncipe diese la orden de avanzar.

—Dime.

—Cambia tu montura por la mía. Puede que el primer choque con Abdalsâr sea a caballo. Salman te servirá mejor que tu alazán de montaña. Es más alto y mucho más rápido.

—Así sea, Vrik de Belinor, y te doy las gracias.

Arrendado por su nuevo jinete, Salman encapotó la cabeza y piafó, semejantes caballero y corcel a figuras divinas.

Alzó por fin su mano el príncipe y el ejército avanzó, haciendo sonar atabales y cítaras mientras descendía las pinas laderas de las peñas y elevaba las notas de un antiguo himno montañés. Luego, en el llano, a poco más de una milla del pie de los montes, Arjun, Anandi y Álmor dieron el alto a las huestes. Brahmo se volvió y saludó con una inclinación de cabeza. El manu levantó entonces la lanza con la enseña blanca y el estandarte del príncipe. Las tropas golpearon tres veces los escudos con la hoja de sus armas… y, abruptamente, el rito cesó.

Los cuatro jinetes tornaron sus caballos y con galope corto, recio, elegante, marcharon a través de los Campos de Amhor. El sol venía a su encuentro. La música montañesa los seguía aún a través de la distancia pero, a medida que el espacio la ensordecía, un cántico sutil, como surgido del ritmo del paso de sus monturas y perceptible sólo para sus corazones, se alzaba para substituirla despertando una gesta de heroicos sentimientos. Y el nuevo estandarte de Brahmo, el híbrido de serpiente y pavo real inscrito en un aro de oro sobre fondo azur, flameaba confiando su presagio al viento.

Apenas habían alcanzado el frente de Akis cuando los soldados extranjeros empezaron a proferir insultos. Algunos de ellos tomaban tierra o excrementos animales del suelo y los arrojaban a los jinetes, lo que obligó a estos últimos a guardar cierta distancia de la hilera de ofensores. No entendían Vrik ni Pradib, sin embargo, por qué debían mantenerse a poco menos de un tiro de piedra del frente enemigo cuando tenían toda la amplitud de los Campos para alcanzar la capital sin necesidad de soportar aquella violencia de improperios. Miraba Vrik de soslayo a su derecha y veía hombres desgañitarse como bestias, las bocas desencajadas, amenazantes los dientes, desorbitados los ojos, tosigantes los réspedes. Los más injuriaban en akisgrán, y sus gritos restallaban peligrosos; otros lo hacían en mâurya, y parecían capaces de manchar y emponzoñar el aire con su odio; unos pocos, todavía, profanaban el ordumia con abortos de palabras concebidos no para significar sino para aplebeyar y embrutecer lo que nombraban. Pero Brahmo marchaba impasible, envuelto en su aura intocable y como si los miles de Akis lo recibieran con estallido de vítores. Y Brahmo el manu, tan hábil y extraño sobre su cabalgadura, tremolaba soberbio el estandarte e hinchaba contento su pecho desnudo con el aire frío de la mañana, saturado de gloria.

Contemplando al príncipe y a su portaestandarte, que galopaban delante de él y de Pradib, Vrik empezó a olvidar aquel concierto de berridos; un murmullo golpeaba desde la diestra, sí, pero no más molesto que el rosmar de las olas al acercarse a la playa cuando a caballo se avanza por la arena compacta con el agua besando los cascos. Pero al cabo de un rato, aquel murmujo como de mar enhadado comenzó a engarzarse al compás del galope creando un fondo musical, como de coro dionisiaco, para el cuarteto de percusionistas corceles. Entonces se operó el milagro y Vrik se preguntó si Brahmo había sabido exactamente esto cuando le dijo que acaso se llevaría con estas tropas una sorpresa… pues la hilera de Akis empezaba a deshilacharse. Los soldados abandonaban de pronto la formación, solos o en grupos, para pasarse a las huestes del príncipe, lejanas ya en el Oeste, o para alcanzar los caballos que pacían en los ejidos de las aldeas y galopar hasta las fuerzas del Dárdan. Sorprendió esto de tal forma a sus jefes que nada pudieron hacer hasta que fue demasiado tarde y el férreo espíritu de grupo se hubo deshecho. Sus órdenes, entonces, restallaron en el vacío, pues los hombres que aún no habían huido ya no eran las células de un solo cuerpo dispuestas a responder ciegamente a la inducción del cerebro sino individuos, desconectados de pronto de la voluntad central del organismo y solitarios en su terrible libertad de elección. En aquella hora y a la vista del príncipe, un velo había caído de sus ojos, y los soldados del imperio lejano revivieron la gloria de los días de Kadír y de Kundalón el Grande, tiempos todavía demasiado cercanos y demasiado brillantes para enfriarse, mudos, en el sepulcro del olvido. Cuando Brahmo alcanzó las puertas de su capital, el ejército invasor ya no existía.

Brahmo y su escolta entraron en Eben por la puerta de Poniente. Hileras paralelas de soldados orillaban las calles y la Avenida Principal, que ascendía hacia la ciudadela, pero aquí reinaba el silencio. Sólo de los mercenarios surgía un murmurio, como lejano borbollar de aguas inquietas. El resto de las tropas en formación, regulares del regimiento capitalino y beduinos de Mankan, o temían a los nurtan introducidos en la ciudad, o dudaban aún de que aquel caballero escoltado por un prófugo, un simio y un príncipe de Dyesäar fuese Brahmo de Tauris, o ponían en duda sus derechos al trono de Vântar, o estaban secretamente a favor del príncipe ebénida. Por eso una tensa y muda expectación reinaba en la ciudad mientras los cuatro jinetes la recorrían, erguidos sobre sus monturas y al paso, con el atabaleo de los cascos despertando un compás de incerteza en el empedrado de las calles. Se sentía girar el decreto del Destino en la ruleta aún indecisa del Zodiaco.

Estaban a medio tiro de arco de la ciudadela cuando las enormes puertas de hierro y madera se abrieron de par en par. Brahmo divisó entonces a Abdalsâr, erecto y fiero sobre su potente bridón, en el centro de la plaza entre la muralla y las escalas que ascendían a la explanada del palacio. Vestía compacta armadura negra y su cabalgadura era gris, con cabos de ébano, danza nerviosa y resuello flamígero. En lo alto de la escala, vio Brahmo un cadalso donde, en regios sillones adoselados, se sentaba toda aquella nueva corte pretendidamente mesiánica y, bordeando la plaza, la guardia más fiel al gerifalte enemigo: nurtan y mercenarios.

—¡Ha llegado el rey de los monos! —ofendió Abdalsâr con voz grave. Y sus comparsas lo celebraron con una risa áspera.

La escolta del príncipe se detuvo cerca del umbral, pero Brahmo condujo su corcel al paso hasta que sólo un tiro de piedra lo separaró de su enemigo. Lo miró en silencio a los ojos, tratando de penetrar el secreto de aquel ser inmortal. Obscuros eran y brujescos; pozos foscos que seducían con hechizo de sirenas y, una vez se penetraba en ellos, se iluminaban con carnaval de espejismos.

«¡Aparta de ahí la mirada!» —exigió la Voz.

Y Brahmo tuvo apenas tiempo de arrancar sus ojos de la ciénaga a la que caían con vortiginoso hipnotismo. Por un instante, el vulto hermético y milenario del coloso colmó todo el espacio de su mirar; pero de pronto comprendió que aquel rostro se acercaba, que Abdalsâr atacaba, que el bridón galopaba y que él había derrochado momentos preciosos encaliginado en el sueño de una falsa contemplación. Espoleó a Salman, enristró a Márut, apartó todo pensamiento ocioso, y embistió.

No portaba lanza Abdalsâr. Embrazaba con la izquierda el escudo y volteaba en la diestra su espada negra. Había reconocido el arma enemiga. En el mismo momento en que recibiera el desafío de Brahmo, cuando aún buscaba rabiosamente a su antiguo discípulo en el laberinto subterráneo y fuera de él, y sus esbirros no dejaban piedra sobre piedra tras las huellas del ladrón, el Rishi Negro había explorado esos espacios interiores donde todo se aúna en la pulsión de una misma vida universal tratando de hallar el sentido del reto que al rostro le arrojaban. Un velo lo envolvía, un velo demasiado luminoso para aquel ojo suyo que, en los espacios ocultos, zahoriaba mejor la obscuridad. Pero la mera presencia de aquel velo místico era ya bastante reveladora: el desafío del príncipe no era un acto arrogante e ingenuo: un Poder guiaba e inspiraba a Brahmo, y Brahmo con seguridad conocía la magnitud del poder que enfrentaba. Nuevamente, la Ley impersonal que rige la economía cósmica había equilibrado a su modo y con su humor peculiar los platillos de la balanza. Por eso el inmortal vistió armadura aquel día y esperó ver entrar, por la puerta de su predio, a una Señora. El Destino no le había decepcionado y Márut, a cuyo amo él quebrantó, retornaba tras los milenios a su encuentro… en la mano de un aprendiz de rey.

Había reconocido el arma enemiga y su primera preocupación era desraizarla de las manos de aquel héroe novato. Volteó la espada, abrió la guardia, dejó que la punta de Márut se acercase mortal al escudo… Entonces golpeó de fuera adentro con la hoja de su arma y la Señora, vibrante, voló. Abdalsâr obligó a un quiebro a su montura y galopó tras la lanza que aún rodaba por las losas de la plaza. Brahmo frenó en seco a Salman, volvió grupas y arrancó tras el arma. El Rishi Negro estaba ya sobre ella, inclinaba el cuerpo sobre el cuello del caballo, estiraba el brazo, rozaba la moharra con sus dedos, cuando el bridón pisó el asta y resbaló, arrojando a Abdalsâr lejos de Márut. Brahmo saltó de su bruto, corrió hasta la lanza; cuando puso sus manos en ella, el Electo de Maurehed estaba ya sobre él con la espada negra en alto. No había tiempo de incorporarse y parar el acero: agachado como estaba, Brahmo golpeó en círculo con la lanza, barriendo con el asta el suelo. Abdalsâr, desequilibrado por el estacazo y la sorpresa, cayó; pero se alejó rodando vertiginosamente de la punta que ahora lo perseguía arrancando chispas y chirridos de las losas que soportaran su cuerpo.

Pudo al fin levantarse y los dos rivales se contemplaron con furor y con respeto.

Aves negras voznaban en lo alto, volitando en espirales de ascenso sobre la plaza blanca. El sol la transververaba con sus dagas de luz.

Una fiera alegría le corría por las venas al inmortal. Su obscura mística hallaba expresión en esta pelea y se sentía más cerca que nunca de su Señor… En muchos, muchos años, se sentía más cerca que nunca de su Señor. La Cabeza Negra, Maurehed, el viejo Maurehed, Maurehed el único, el mártir, Maurehed el Ojo escrutador de la Noche, el Guardián del Secreto del Abismo, se arremolinaba en torno a él como viento de agujas negras, invisibles en el aire límpido, al que minaban con su tremenda inspiración. El propósito para el que los Rishis Negros habían sido creados e instruidos estaba ante él en forma de prueba: aquí desembocaban todos los pasos, acciones, indirectos aproches con los que había hilado su estrategia. Aquí estaban, palpables, vibrantes, desnudos casi tras el fino velo de las formas, los dos Poderes primordiales: el Espasmo viril del Abismo y el soplo impotente del Empíreo.

«Dios existe —reverberó en la memoria del coloso el eco de la voz de su Señor—. Si no existiese, podríamos permitirnos ser mansos, pues el Azar excusaría el dolor de la Tierra. Lo que no perdonamos, lo que nos rebela, es la vergonzosa impotencia de Dios. Dios no alcanza la profundidad de nuestra madre la Tierra: con su dolor ingénito la Materia se ríe de Dios. Sufrid y dañad para que podáis reír con nuestra Obscura Madre; reíros de Dios para ser libres; sed libres en la yema de la Noche: quien por las sendas de la Noche transita desgranando obscura risa en remolinos de dolor escapa al ojo del Altísimo y con su mano destructora toca aquello que no alcanza la Mano creadora de Dios. Sed creadores: vuestra destrucción es creación verdadera: en las entrañas dolientes de la Tierra, hallad la musa de una negra inspiración: haced el mundo odioso a los ojos del Supremo pues Él, abandonando la Materia, os abandonó. Orgullosos de vuestra horfandad, mostrad a Dios su imagen en el espejo cóncavo del mundo: quien de Dios hace esperpento derecho tiene a llamarse Titán. Hijos, yo os muestro el triple camino del dolor, la risa y la libertad: esta es nuestra nobleza: quien lo recorre es Señor por derecho y a él se deben, esclavas, todas las razas del universo. Y, sin embargo, amad a Dios: si Él no estuviese en las alturas, y no intentase palpar a ciegas, de cuando en cuando, la superficie del mundo, ¿qué justificaría nuestra senda? Y, sin embargo, cuidaos de Dios, pues cuando palpa la superficie del mundo, a veces, torpe y ciego como es, nos aplasta sin querer».

Fijos los ojos en su rival, extremaba ahora el coloso la visura de la dimensión oculta de Brahmo; en los tornasoles de su aura hallaba las líneas del rostro de Ari y la huella de la mano del Don… aquellos dos viejos ingenuos que de los Reyes Antiguos creyeron la patraña de un mundo divino. ¡Príncipe, eres la herramienta de dos fatuos, como ellos lo son del Gran Embaucador!, le habría gustado gritar.

Pues él, Abdalsâr, Belguresh, Dhanda el Rishi Negro, aspiraba más a convertir y transformar que a torturar y destruir. Del craso dolor de las criaturas se había alimentado Krissa, la hija de Maurehed, y el grito del quebranto de sus víctimas había sido para ella manantial de inefable dicha; Sarpa amó la aniquilación, y sentado sobre las cenizas de los reinos el titán rio; Khripán se había gozado en la mentira y la seducción, tejiendo irresolubles marañas para la enemistad de los pueblos y sembrando de cizaña el corazón de los hombres. Para Dhanda en cambio, para él, que cerraba la tétrada de los grandes iniciados de Maurehed, nada podía compararse a la conversión del enemigo en discípulo: él era un Apostol de la Noche y a las criaturas portaba el Evangelio y la Iluminación del Abismo. ¿Dolor?: sí, porque abrir los ojos a la profunda soledad del hombre, perdido en la inmensidad de un cosmos vacío, errante entre las simas dolientes de la Tierra y los ríos desbordados de su sangre ígnea, lava irrestañable con sus penachos de fumarolas, era desgarrador. ¿Aniquilación?: sí, porque despertar exigía destruir todos los fantasmas de sueños celestes y bienaventuranza que en torno al hombre voraginan con su simulacro de esperanza y compañía. ¿Mentira?: sí, para responder a las falacias de Dios y descender, peldaño tras amargo peldaño, hasta la Verdad última y tenebrosa. Pero, sobre todo, transformación: ¿no era esta la clave definitiva de Maurehed? Pues ¿qué mundo podría resultarle más odioso al Divino que aquel en el que todas las criaturas que Él concibió y engatusó con espejismos místicos le arrancasen por fin el velo y se riesen de sus vetustas, impotentes vergüenzas?

Movió contra Brahmo las fuerzas primordiales del instinto tal como hiciera con Leb, pero en el aura impecable del príncipe se rompieron inútiles las olas túrbidas.

Salman relinchó y golpeó con las manos el aire, rozado por un eco de la ira de las fuerzas que Abdalsâr conjurase.

Ahora el coloso atacó apelando a su memoria y poder milenarios. Avanzó rápido y aniquilador, con pasos de vendaval, con golpes de avalancha. Fintó, avanzó, fintó, empujó, desplegó su abanico de mañas guerreras, evitó, avanzó, golpeó, extenuó. Brahmo se vio obligado a retroceder casi hasta un extremo de la plaza. Paró, evitó, retrocedió, evitó, se zafó, retrocedió, fintó, reculó, retrocedió, retrocedió…

En el cadalso, la corte devanaba el sincopado graznido de una risa satisfecha. Permitiéndose un gesto de nobleza, con andar arrogante, Abdalsâr volvió al centro de la plaza dando a su rival espacio y un respiro. Apenas había recuperado Brahmo su posición de combate, cuando una lluvia de tajos dejaron desesperados gemidos en el aire mientras el príncipe se agotaba esquivándolos. Sólo el último lo contuvo con el cuerpo de su lanza; y un clangor sumió la plaza en una nota grave y presagiosa, como la muerte que pregona una campana.

El rostro del titán estuvo entonces más cerca que nunca del rostro de Brahmo, un rostro sin edad, más allá de la fealdad o la hermosura, un rostro de atlante que soportase una carga antigua e inmensa y cuyas células estuviesen unidas por secretas costuras de dolor. Su aliento rozó el sentido del príncipe, un aliento extraño, mareante a ratos como alcanfor, a ratos envolviendo en efluvios de dulzura el agror de una esencia mefítica.

Abdalsâr presionaba con la hoja de la espada aplastando la resistencia que el príncipe oponía con el asta de Márut. Brahmo cedió entonces de golpe, el titán se precipitó hacia delante, el príncipe se sustrajo al tiempo que guiaba con la lanza la caída de Abdalsâr y golpeaba con la moharra su cabeza.

El coloso estuvo de pronto a los pies de Brahmo, aturdido, con un rayo de sol cegándole los ojos. Levantó para tajar el brazo de su acero, pero el príncipe alejó de una patada la espada negra. El Poder que lo colmaba estaba en el clímax de su fuerza y concentraba ahora, en este instante, su efusión. Brahmo alzó la lanza aferrando el asta con dos manos, apuntó el aguijón al corazón de su enemigo y con un grito…

En el aire quedó clavada la lanza. Un visaje de trágica grandeza pintó un instante el rostro del caído, vuelto mortal bajo la amenaza de la Señora… y Brahmo no pudo culminar el sacrificio. Quería matar, y no lograba hacerlo. Apeló a su interior, apeló al amo de la Señora, apeló al Don… y un silencio imponente, brutal, gélido, injusto acaso, le respondía. El Rishi Negro a sus pies era un diablo, ¿qué podía esperar de él más que nuevas y traidoras estratagemas? Y sin embargo, no podía culminar aquel sencillo gesto de transfixión. Le miró a los ojos y allí, en lo insondable de aquellos pozos negros, le pareció ver brillar, lejanas, muy lejanas y minúsculas, dos luciérnagas, doradas e ignorantes de sí mismas.

Apartó la lanza y con un gesto de su cabeza que no pudo reconocer como propio le exigió que se marchara.

Un chasquido unánime rompió el silencio tenso de la plaza. La guardia de Abdalsâr había flechado sus arcos y esperaba sólo un guiño de su señor para acabar con los cuatro intrusos. El titán se incorporó, dueño de la situación otra vez. Contempló a Brahmo desde su estatura gigantesca con un resplandor indefinible en sus ojos que el príncipe tardaría muchos, muchos años en poder comprender. Hizo un gesto de odio infinito, dando con él a sus esbirros la orden de partir. Montó su caballo y sin mirar atrás, sin ser capaz de entender él tampoco la fuerza que lo impulsaba en aquella hora, cruzó para siempre la puerta de la ciudadela.