IV
El viento sopló desde el mar respondiendo a la necesidad de los peregrinos y tañó el tenso cordaje del velero eterio como notas de una lira. La luna era un cuenco de néctar rezumante y el mar un campo obscuro sembrado de diamantes por el cielo. En el puerto del delta del río, hombres y mujeres con antorchas esperaban silenciosos, prematuramente añorantes, tristes los rostros. De pronto se dejó oír el esperado tamboriteo de cascos de caballo y poco a poco los jinetes fueron emergiendo de la noche azul mientras una voz anunciaba:
—¡El rey de Dyesäar y el Señor Mándos!
Y esta frase sonó primero confusa, después dolorosa, en los oídos de todos aquellos que ocupaban el puerto, pues por primera vez se separaban para ellos el título real y el nombre de Mándos. Al oír la señal, los marineros eterios se volcaron en sus faenas como genios del río y el príncipe Dión salió de su camarote y se dejó ver por las gentes reunidas en el muelle, pletóricas de una mística admiración. De un extremo al otro del puerto Mándos y Dión se contemplaron, una llama azul y un resplandor de plata en la noche. Y en aquel mismo instante, otro grupo llegó por el Sur y una nueva voz gritó:
—¡El gobernador de Astryantar!
Ante los ciento cincuenta señores convocados en el puerto estuvieron los cuatro seres más amados y admirados de Dyesäar. A dos de ellos les dirían pronto adiós y estos partirían llevándose una era. Era el tiempo de una nueva generación y aquella noche, la curva del destino.
El grupo de Mándos desmontó y el rey Arabínder, cubierto por el manto ancestral de escamas azules y portando la corona de Dyesäar, abrió la comitiva que marchó hacia el grupo del gobernador. Cuando unos y otros hombres se encontraron, Pradib se arrodilló ante su hermano y besó su anillo, pero Arabínder lo obligó a incorporarse y lo abrazó. Las mejillas del gobernador estaban húmedas y le oprimía un nudo la garganta. No pudo mirar a Mándos sin que sus ojos se colmaran de nuevas lágrimas y los cerró con un gesto de dolor contenido. Mándos avanzó hacia él a grandes pasos y lo estrechó entre sus brazos poderosos, mejilla contra mejilla en una efusión de amor viril que estuvo a punto de hacer desfallecer al gobernador, cuyas piernas flaquearon dejándole sostenido sólo por la inmensidad del abrazo de su rey. Luego, temblando por la mirada silenciosa de Mándos fija en sus ojos, recibió como regalo de despedida el caballo del que pronto no sería más que un peregrino del río.
Mándos caminó entre las gentes del muelle sin una palabra, con el corazón como un panal en cada una de cuyas celdas fuese amansionando la memoria viva de aquellos que abandonaba, hablándoles con los ojos, otorgando sus últimos dones con la invisible taumaturgia de su buena voluntad… Por fin, cuando hubo llegado al velero eterio y se disponía a despedirse del nuevo rey, una caracola sonó potente en la noche y una nave esbelta entró en el puerto, ligera y silenciosa como un cisne, mientras desde su cubierta anunciaban:
—¡Bran de Dyesäar, virrey del Bajo Sur!
—¡Hermano! —gritó el rubio Bran desde la cubierta—. ¡Hermano y rey!
Y antes de que el bajel hubiese culminado sus maniobras de atraque, Bran ya había saltado al muelle y corría hacia Mándos con un sonido de botas sobre la piedra que era canción de añoranza y reencuentro, y hería la densidad triste y silenciosa del puerto. Su carrera culminó en un abrazo de saludo y de adiós, y Mándos acarició la larga melena de su hermano menor con un gesto de cariño entrañable.
—¡Por Dios, hermano y rey mío! ¿Ibas a marcharte sin una palabra de despedida a tu fiel Bran? Afortunadamente, navegaba no lejos de aquí cuando percibí en mi corazón la intensidad de tu sentimiento y sin pensarlo dos veces volví la proa de mi nave hacia el delta. El viento nos abandonó al mediodía y desde entonces hasta alcanzar la desembocadura del río hemos estado remando con todas nuestras fuerzas. Sabía que te encontraría aquí.
El virrey vestía como un corsario, la camisa abierta y húmeda, los músculos hinchados por el esfuerzo y un pañuelo rojo atado a su frente con los sudores de todo el día. Era seis años menor que Mándos pero, aunque a sus setenta aún era fuerte, inasequible al cansancio, un gran líder y un guerrero temido, no poseía la interminable juventud de aquel. Sus grandes ojos verdes eran eclosiones de frescura y aún se reían de la vida, pero había en él como un agotamiento metafísico… y con él portaba el fardo del existir. Por ello su risa tenía muchos tonos y, si en los más bajos era una franca apertura de su corazón, si ascendía luego hacia un humor sagaz que incitaba sonrisas inteligentes con imágenes tan divertidas como certeras de las cosas, sus tonos más agudos superaban el límite de una sana ironía para convertirse en saetas de un cinismo casi doloroso.
Con su llegada el clima había cambiado y la hierática solemnidad de los primeros instantes, la música silenciosa que acompaña a las experiencias concentradas, el lenguaje mudo pero evocador de las miradas, se habían disuelto mientras la realidad decantaba en un aire más terreno. Bran descubrió entonces a sus hijos entre los circunstantes: Arabínder como una aparición, la misma cabellera rubia que su padre conservaba sin una sola cana suelta bajo la corona de oro rojo y piedras preciosas, exaltando los símbolos reales a una dignidad divina; más allá Pradib, aún conmocionado por el tránsito de su señor. Bran corrió a saludarlos a ellos también. A Arabínder quiso besarle la mano, pero este se lo impidió; a Pradib, su primogénito y sin duda su hijo más amado, lo halló inaprensible como un junco cuando tendió a su alrededor su vasto abrazo.
—Señor gobernador… —exclamó con una sonrisa irónica en las comisuras de sus ojos. Luego, cogiendo de la mano a sus dos vástagos, Bran volvió al lado de su hermano.
—¿No habría una copa de vino antes del adiós? —rogó Bran a Mándos con sus brazos apoyados sobre los hombros de sus hijos.
Pero quien respondió fue el príncipe eterio desde la blanca nave de los peregrinos:
—Pasad aún un instante juntos, Señores de Dyesäar —dijo—. Los vientos velarán toda la noche y los mástiles serán carrillones recordándonos minuto a minuto la partida. En el barco hay cerveza de Éndor y mosto de las viñas de Astraya, y cirios que arden desprendiendo un olor de miel.
Pero Mándos era reacio a dejar a su pueblo en el muelle añorante mientras él se retiraba al calor de aquella despedida.
—No te cause pesar —le susurró Dión—. A través de Bran beberá con nosotros tu pueblo todo y los que están aquí se sentirán dichosos si se prolonga, siquiera media hora, tu proximidad.
Mándos accedió entonces. Los cuatro Señores de Dyesäar se reunieron con el príncipe eterio en su cámara, en torno a una mesa redonda y baja, sentados sobre muelles toisones y respirando un aire marino que traía la surada y que el fuego de los candelabros incensaba con miel. Arabínder se había desprendido del manto y la corona, y volvía a ser sólo el hijo del virrey, el sobrino del monarca, el capitán de hombres. Bran contemplaba estupefacto la juventud renaciente de Dión, con quien había combatido en la guerra contra el imperio y más tarde por Eben, en la Legión Fulminante. Pradib era un silencio que apenas podía conciliar la intensidad de aquel momento con la proximidad de la ausencia, la alegría de ver a su padre con la añoranza de Usha. Una y otra vez volvía su mirada hacia sus adentros, incrédulo ante el oleaje de estas emociones.
«Así que esta es tu debilidad» —se decía.
Y sabía certeramente que ni Mándos ni Arabínder, y mucho menos Dión, podrían sufrir lo que él sentía. Eran corazones ajenos a estos tonos de la música del sentimiento; no insensibles al amor, a la nostalgia, pero en ellos estas efusiones íntimas eran fuerzas concentradas elevándose a las alturas por la intensidad de su autocontención. Bran, su padre, estaba mucho más próximo a él, pero como un oso había erigido su naturaleza de roble atropellando todas las sombras de su propia debilidad, aplastándolas con su disciplina o con su risa; si no, no habría podido ser la punta de lanza de su hermano en las tierras salvajes del Bajo Sur, que sólo acabaron de ganarse por su espada. Dión, Mándos, Arabínder, Bran: Pradib tenía delante no cuatro hombres sino una escala musical. El mundo estaba a punto de ensordecer para las notas más altas. Arabínder, Bran… y Pradib: durante un instante más, como si fuera el lapso de esta despedida, la música se prolongaría aún en los grandes descendientes del rey Ïlahur; luego Pradib les sobreviviría y estaría solo en la densidad del mundo. Sabía que sería el último de los cinco porque el mundo decantaba hacia la densidad de Pradib, cayendo de debajo de los pies de los otros cuatro a medida que se volvía más grave y dejándolos suspendidos en un aire más sutil. La intensidad de su sentimiento era una espiral de tristeza en el aire a la que los demás respondían con silencio. De pronto, Philo, surgido nadie sabía de dónde, restregó su costado contra la canilla de Pradib e incendió el silencio con un maullido.
—Y ahora, hermano, dime, ¿qué hacías tan cerca de estas costas? —comenzó Mándos percibiendo la incomodidad de Bran en aquel silencio.
—Patrullar —respondió el virrey.
—¿Tan lejos de Extramundi? —repuso Mándos.
—Hace tres semanas, mis guardacostas avistaron una pequeña flota. Eran doce barcos de muy distinta hechura, como acostumbran a serlo los de los corsarios, aunque todos ellos naves rápidas de violentos espolones y velas pintadas con imágenes grotescas; todos… menos uno. Pretendía parecerse al resto, pero era mucho más rápido… y más siniestro. Cuando los demás atacaron, desapareció como en una niebla. Dejé órdenes de combatirlos y partí tras él. Lo avistamos en tres… no, cuatro ocasiones y siempre muchos nudos por delante. Navegaba hacia aquí y pensé que no pasaría mucho tiempo sin que tus barcos lo detectasen y apresaran. Pero el barco viró hacia la costa pasado Cabo Azul y se perdió en la nada. Desde entonces he estado explorando la zona. Por tu expresión comprendo que no sabes nada de todo esto.
—No, Bran —respondió Mándos—. Ningún barco extraño ha llegado a nuestras aguas después del ataque corsario contra las Baltas. Pero… —caviló un instante—. En fin, sea como sea, esta es ya una cuestión que atañe al nuevo rey.
Bran volvió a Arabínder su mirada.
—Iremos juntos a Cabo Azul a buscar ese barco, padre. Muy osado ha de ser quien lo gobierna para irrumpir de este modo en el corazón de Dyesäar.
Las palabras de Arabínder fueron una daga en el corazón de Pradib. Si el rey partía, sería el gobernador de Astryantar quien debería asumir todas las responsabilidades en el Alto Sur… y ello por tiempo ilimitado. Nunca como ahora se había sentido tan dividido y a la vez tan pequeño.
—Iremos —respondió Bran—. Dos de mis naves quedaron allí explorando la zona. Supongo que barcos hechos por mano de hombre no desaparecen así como así y menos en las costas de un reino armado y despierto.
Philo ronroneó bajo la mano cálida de Pradib, como contradiciendo al virrey.
—Y, sin embargo —retornó Mándos—, me gustaría saber qué opina de todo esto nuestro Dión.
Dión sonrió con sus labios finos, sus grandes ojos verdes.
—¿Un enigma a la hora de partir, Mándos? A ti te diré que los misterios que suenan en la hora del adiós acompañan todo el viaje. A Bran que, en efecto, hay hombres que pueden hacer desaparecer los barcos… y aun cosas más inimaginables. Y a Arabínder le prevengo: estate preparado, el mundo cambia, el mundo se obscurece… Este es un rito que en la historia de los pueblos lo ofician los bárbaros, síntoma y causa del descenso. A veces, también promesa de renovación.
—¿Y para mí? —intervino Pradib—. ¿No tienes también para mí una palabra?
—Pradib, Pradib —respondió Dión—, para ti una palabra de esperanza, pues tu verás la Aurora antes del amanecer.
Y callaron, bebiendo cada uno su don.
Luego el viento sopló con más fuerza, moviendo el barco, apremiando a los viajeros, y todos sintieron que aquel interludio había acabado. Emergieron a cubierta y allí, a la vista de todos, Mándos se arrodilló ante Arabínder y le pidió su bendición. De todos los deberes exigidos a su realeza este fue el más doloroso y, apenas lo hubo cumplido el nuevo monarca, se arrodilló junto a Mándos y lo abrazó.
Bran y sus dos hijos dejaron la nave, y las amarras que la mantenían sujeta al muelle la liberaron. El barco se apartó hacia el centro del río con las velas hinchadas, en un ansia de espacio, y los dos peregrinos levantaron el brazo en señal de hasta siempre. Los guerreros de Dyesäar agitaron las espadas con un grito triste y glorioso, y miles de caracolas sonaron a lo largo del río. En lo alto de Éndor, inmóvil en su luz de blanco fuego, el Mandír era la imagen terrestre de la plenitud de la luna.