XXXVIII
Un hombre y a la vez una Puerta… Un hombre que es una Puerta…». Este fue el primer pensamiento de Brahmo cuando la Voz que lo había guiado en Koria, que lo había inspirado en la cumbre del Ish, que lo había salvado en las cimas violentas de Ôrkan, estuvo ante él en forma humana. Y divina.
Nuevamente solo tras la visita del manu, Brahmo había dejado gotear las palabras de Brahmo en su alma silenciosa. Clavó la lanza en tierra y se sentó junto al asta recia, hierática y definitiva como el eje del mundo. Miró a lo alto: el cielo era una criptografía celando la solución a su dilema. Este sentimiento le arrojó a sí mismo y Brahmo descendió con el goteo de las palabras del manu a sus honduras dejando en otra atmósfera, como puntos de luz menguante, las luceras de sus sentidos. Sólo entonces percibió los anillos de fuerza en torno al tronco de la lanza, y la lanza arrodrigando su propia espalda.
Brahmo notó entonces movimiento en sus brazos y hombros inmóviles, y descubrió en ellos o sobre ellos o a través de ellos agitación de alas. Un cuerpo de estatua, petrificado en la intensidad de la contemplación, no negaba un cuerpo de ave… y su consciencia los abrazaba a los dos: el pedestal fijo de carne y el cisne del alma, libre al fin de los hielos interiores.
Brahmo voló por el azur de un aire raro elevándose en espirales de suspenso y, en la cima de su vuelo, el cisne era otra vez Brahmo pero en la cima de un monte inmenso. Y era día, un alba rutilante. Y el Don estaba ante él.
«La Puerta a todas las cosas» —profetizó entonces su intuición.
Una cabellera de negro milenario le caía al Don frondosa hasta los hombros y la piel de su rostro era una fárfara de luz dorada. Los ojos eran grandes, obscuros, dos pozos insondables llenos del agua del Tiempo, embriagados de sol desde la primera aurora del mundo. Era el suyo un rostro anguloso de azor; y su frente, ancha, alimentada no de ilusiones humanas sino de Visiones divinas. Ban no era un coloso, pero era fuerza fundida en belleza y armonía: bajo ropas de seda mística, se percibía un pecho recio, brazos y hombros de bronce, espalda triangular y robusta, cintura estrecha y piernas de roble cinceladas hasta la última fibra. Un aura de oro y azur lo envolvía como en hojas de acanto.
Ban se volvió hacia el Este con un gesto que era danza y rito, y dejaba en la mirada una estela de emoción encendida, ante el misterio de lo Inmutable en movimiento. Brahmo se colocó a su izquierda y ambos contemplaron Eben, la Piedra Blanca, a los pies del monte blanco en que se erguían. Y la ciudad era a un tiempo cercana y distante, y los rayos de la aurora rusentaban su flanco. Y habló el Don, y sus palabras eran música de estrellas fugaces rozando las esferas:
—He ahí mi capital. Hay en ella un trono para el pavo real en la copa de mi baniano rojo. Tú aún no lo has visto porque está tras una de las siete puertas cerradas del Tiempo. Y esa puerta que lo esconde se abre con la Señora y con brazo fuerte.
Los ojos del Don caían sobre el príncipe ahora como cataratas de luz y Brahmo sentía su corazón desbordarse. Habría querido abrazar al Don, besar sus pies, fundirse en él… Y ahora el Don se tornaba hacia el Sur, su figura cintilaba y se volvía transparente, y Brahmo lo veía, todavía perfilado en el aire inmóvil, como un puente y una puerta entre los mundos. Pero otra figura llegaba ahora de aquel místico Norte que el contorno de Ban enarcaba. De lejos se parecía al Don, la proximidad lo cambiaba: era más alto y de musculatura más grande y tosca, como escultura no del todo arrancada al mármol; la cabellera era obscura con visos rojizos, y la barba corta y bermeja; y los ojos eran grises, grandiosos y tristes. Pasó a través del Don como por un arco del Tiempo, dejando en el éter una estela de centelleos. No miraba a Brahmo, sino a través de él. Caminaba hacia el príncipe, y de pronto entró en él y allí permaneció, doblándolo, como si en Brahmo hallase nueva morada.
—No has recibido sólo una Señora, sino también al amo de la Señora —oyó todavía decir al Don.
Y todo hubo cesado.
Estaba en la colina sobre el campamento, de pie junto a Márut, y era de noche, y la luna consagraba a lo lejos las moles del Swar con su mirra blanca. Y bajo la cascada láctea, Brahmo se sentía inmenso, rebosante de fuerza y amor.
Había ahora una figura frente a él dibujada en las sombras, ocupando el mismo lugar donde se alzara el Don. Con la huella de otra luz aún en sus ojos, Brahmo tardó en comprender que era Usha. La princesa le sonreía tenuemente y su mirada coruscaba. Un silencio ultramundano los envolvía y la comunión era plena. Pasaron unos instantes hablándose con los ojos y negándose a encerrar en palabras sentimientos. Por fin Brahmo se arrodilló y tocó con su frente los pies de la princesa, erguida ante él como una divinidad que entunicada por la noche ocultase su luz cegadora. Luego se levantó, la acarició con la mirada, posó en sus labios un beso sutil como el aire, la tomó de la mano y así unidos descendieron al campamento.
Los recibió el resplandor de las hogueras amigas, el olor de la carne asada, la aljamía de las conversaciones entreveradas, la melancolía primitiva de una nabla de pastores, cantos aquí y allá. Al pasar entre los fuegos, los lamieron los destellos naranjas de las llamas y los guerreros pausaban un instante para contemplar a sus príncipes hermanados, ajenos a todo como místicas apariciones.
Sólo el grupo de los compañeros del príncipe estaba en silencio. Al acercarse a ellos, únicamente Pradib alzó el rostro y los saludó con una sonrisa de ternura y admiración: verlos uno al lado del otro, unidos por aquel sencillo gesto que encarnaba un mundo de inmenso amor, tan iguales y distintos, hermanos y no hermanos en aquella llama serena de incesto místico, aquilataba su amor por Usha haciéndolo más libre y poderoso y verdadero. Brahmo entonces soltó la mano de Usha, ambas palmas tardaron en separarse y los dedos se deslizaron unos sobre otros rozándose suaves hasta el beso último de las yemas. Fue entonces cuando el mundo de la cima se sumergió en el del valle y el Don, presente aún como un eco en el aura de amor que abovedaba el paso de los príncipes, penetró en las estanzas del recuerdo.
Descubrieron entonces Usha y Brahmo por qué callaban sus compañeros. Todos ellos observaban la hoguera con misteriosa atención. Junto al fuego había un hombre rústico que acariciaba las llamas. Arrodillado, contemplaba la hoguera como si fuese un pozo de revelación y con lengua elemental salmodiaba inefables balbuceos. Vestía gruesa zamarra y en el suelo, al lado de su fiero cayado, un ristrón balaba tímidamente acompañando la mántica de su dueño.
—Piromántico… —susurró Usha en el oído de Brahmo—. Los pastores de estas tierras dicen hallar los secretos del Tiempo en las llamas.
De pronto cesó el piromante. Miró alrededor angustiado de tener que dar su profecía y al mismo tiempo orgulloso de su ciencia, y con voz de rite auguró:
—¡No habrá batalla!
Todos se tornaron hacia el príncipe, sus compañeros y los curiosos que entre tanto se habían incorporado al círculo.
—Me miráis como si en mi mano estuviese contradecir al Destino —sonrió Brahmo.
—Perdonad, príncipe —repuso Korindán, la concubina de Ednok, con el tono grave y suave de una voz extrañamente sabia—, pero en vuestra mano debe de estar el confirmar o negar si es ese el Destino que habéis vislumbrado para vos… y para todos nosotros.
Brahmo permaneció un instante callado. Luego:
—Lo que nuestro mántico ha visto en este fuego, lo he visto yo también en el fuego de mi alma. No habrá batalla. Mi heraldo llevará mi desafío a Abdalsâr. Que los dioses, que traducen la armonía del Supremo en el juego de lo adverso, se contenten por esta vez con el sacrificio de dos hombres y concentren sus opuestas voluntades en dar la victoria a uno de los dos. ¿Quién querrá ser mi heraldo?
—Hermosas palabras, príncipe —le espetó Arjun de pronto—, pero ¿qué ocurrirá si caes? No eres sólo tú quien vuelve a Eben con el anhelo de un nuevo reino. Tus hombres te seguimos por amistad y con devoción, pero sólo porque tú posees la visión más luminosa de la meta a la que nos dirigimos, no porque tú seas la meta.
Un tremoso silencio ocupó el espacio. El príncipe entonces:
—Yo te juro, Arjun, que esas palabras han de ser grabadas en oro y que, si Dios me da la victoria, adornarán el frontispicio de mi palacio. Sólo por ellas mereces sucederme al frente de todos estos guerreros… los mejores.
—¡Pero responde! —insistió fiero el Lobo de Ôrkan.
—Ya lo he hecho, Arjun, si caigo, la decisión, la batalla, la guerra, el reino, todo, estará en tus manos. Y quien me sea fiel te seguirá.
—¡Piromante, lee el fuego otra vez! —bramó el Lobo sin apartar su mirada atroz de Brahmo. Pero el pastor, temblando, tomó al ristrón en sus brazos, aferró contra el pecho el cayado y huyó.
—Hay cosas, Arjun —dijo entonces Brahmo con infinita calma y amor—, que Dios no escribe en la página de ningún fuego humano. Y en cuanto a su Fuego Eterno, ¿quién tiene ojos para soportar su fulgor?
El Lobo de Ôrkan, entonces, con lágrimas en los ojos se apartó del círculo y un silencio grave los envolvió a todos. De tal forma vibraba el aire con el eco del vuelo de las palabras, que parecía que tremolasen los cuerpos. El cielo se cubrió y la luna orgullosa desapareció tras la mortaja de lluvia que descendía del Norte. Por primera vez aquella noche, fueron conscientes del frío.
—Señor, yo seré vuestro heraldo —rompió Korindán el silencio con palabras de afirmación y ruego.
—Señor, yo la acompañaré —anunció y solicitó a un tiempo Ednok.
Brahmo los contempló a uno y a otro. Ella era sincera y aquel viaje desde Loth hasta las estribaciones de Amhor la había cambiado y conmovido, ¿pero él? Acostumbrado a una vida entera de mentira, carecía de gestos, lenguaje, tonos para expresarse con sinceridad… aunque quizás estuviese intentando empezar a cultivarla.
—Sea —respondió Brahmo—. Partid en cuanto rompa el alba y traed cuanto antes la respuesta. El príncipe se alejó entonces hacia su tienda. Vio, al llegar a ella, una figura en las sombras. Arjun le salió al encuentro.
—Gracias —dijo, el rostro ya sereno—. Había miedo porque me faltaba la confianza. Yo, príncipe, lo he hecho todo con estas manos —y mostró sus palmas recias—, sin pedir a nadie nada, desde siempre, y orgulloso… Veo ahora que también había ahí un temor a dejar las cosas en manos de lo indeterminado, lo Incalculable… la Voluntad que Ve las razones primeras y las consecuencias últimas de lo que determina pero que a nuestros ojos tanto se parece al injusto Azar. Ahora comprendo que no habrías tomado la decisión de batirte, si no hubieses visto en el Fuego profético de la Voluntad que ese es el mejor camino. Príncipe, tú eres nuestro símbolo y, cuando fuerces tu combate solitario hacia la victoria inevitable, todos nosotros lucharemos en ti y desde ti, con las manos invisibles cuya metáfora de carne son estas burdas manos.
Brahmo permaneció mudo un instante, contemplando al amigo a través del silencio y la noche, gozándose en el reverbero de sus palabras como un cántico. Luego, de pronto, el príncipe y el Lobo rompieron al unísono aquella quietud con el abrazo viril de un terremoto de amor.