XXXVII
—Maestro, he venido a ponerme a vuestras órdenes.
Leb acabó de franquear la puerta entreabierta hasta que el joven pudo deslizarse dentro.
—Manzúr… —susurró.
—He comprendido vuestras palabras, maestro —exclamó el soldado interrumpiendo la suave reconvención del mayor—. Quería decíroslo.
Todavía vestía Manzúr el uniforme de guardia real. Leb, con todos sus miembros temblándole aún por la brusca interrupción de su experiencia y el retorno vertiginoso a su cuerpo, comprendió enseguida lo providencial que podía resultar la llegada de su antiguo discípulo. Pausó un instante apoyándose en su escritorio, cerró los ojos y reconstruyó su memoria con los últimos fragmentos de su visión. Como un pájaro que al alzar el vuelo conquista una perspectiva más y más amplia del territorio bajo sus alas sin perder de vista el lugar donde estuvo posado, Leb, al ser arrancado del pasadizo de la cripta, había descubierto el acceso a los túneles excavados y su emplazamiento en la ciudadela.
—¿Qué os ocurre? ¿Os encontráis mal, maestro?
Aún permaneció Leb un instante inmóvil y en silencio mientras los pedazos de su recuerdo se recomponían y fijaban en su consciencia. Después:
—Sea, Manzúr. Acepto tu ayuda. Mi tarea es urgente y peligrosa, ¿puedes introducirme en la ciudadela?
—Haré lo que sea por vos.
—Entonces no perdamos tiempo.
Leb se desprendió de la túnica de peregrino, se ciñó el talabarte del que pendía su alfanje negro y echó sobre sus hombros una capa obscura con la que solapó su jacerina. Tomó el montoncillo de papeles que sujeto por un balduque aguardaba sobre su mesa, acarició su casa con una última mirada vasta y cálida, y empujó a Manzúr amistosamente más allá del umbral. Sabía, al partir de allí, que no retornaría nunca.
Corrieron por las calles solitarias del barrio de pescadores, iluminados por el resplandor nacarino de aquel amanecer de luna. Ni Leb ni Manzúr habían abocetado siquiera un plan para llegar al interior de la ciudadela, pero mientras se apresuraban hacia la puerta Este de la urbe, que a aquellas horas estaría cerrada y con un nuevo cuerpo de guardia, fue forjándose en ellos la única estrategia posible: confiar en la Providencia. Cuando por fin alcanzaron los altos portales, Leb tenía ya un cordel en sus manos, aparentemente atadas, y Manzúr tiraba del cabo como si arrastrase a un prisionero mientras sostenía en la otra mano el violento acero desnudo.
—¡Abrid! —llamó—. ¡Manzúr de la guardia real trae un preso!
Dos centinelas los observaron desde la muralla, descendieron veloces de sus puestos, abrieron un portillo y los dejaron pasar.
—¿Solo, Manzúr? —le preguntó el más viejo mirándolo con suspicacia.
—Solo. Y me basto.
—¿Y a dónde lo llevas?
—A las mazmorras de la ciudadela. Lo quieren allí.
—¿Y quién es? —insistió el centinela aproximando su mano al prisionero para quitarle el capuz cuya sombra le obscurecía el rostro.
Tenía la voz aplayada de un borracho, pero Leb notaba algo artificial en su actitud.
—¡Eso a ti no te incumbe! —respondió Manzúr apartándole la mano de un golpe.
Leb percibió la repentina crispación del otro centinela. Lo miró de soslayo y creyó reconocerlo, pero este se sustrajo a su campo de visión para situarse a sus espaldas y Leb tornó a humillar la mirada.
—Oye —retornó el viejo con su voz temulenta—, ¿no estás tú destinado a la puerta Norte?
¿Qué haces jugando a espías fuera de la ciudad?
En el instante en que Manzúr se disponía a responderle airado, el otro centinela arrancó por sorpresa el capuz a Leb. El lunor se derramó como óleo sobre la cabeza de melena blanca y gris, y ungió de plata el rostro mayestático de un personaje demasiado conocido en la capital.
—¡Hombre! —exclamó el viejo con un hipido—. ¡Ahora sí! ¡Esto se entiende! ¿El amigo Manzúr apetece recompensas? ¿Por eso no ha dudado…? —a pesar de sus años y de su aparente humera, el soldado obró con una rapidez impredecible a la que ni Leb ni Manzúr tuvieron tiempo de responder— ¡…en cometer esta asquerosa traición! —concluyó saltando sobre Manzúr, inmovilizando con una fuerte presa sus dos brazos y tapándole al mismo tiempo la boca.
Hizo una seña al guardia más joven.
—¡Suéltale, rápido!
Todo asomo de embriaguez había desaparecido. Desenfundó una daga y mientras la acercaba a la garganta de Manzúr:
—Maestro, me reconocéis ¿verdad?
—Padre, ¡está suelto! —exclamó el otro centinela cuando se disponía a cortar las ligaduras del prisionero.
—¡No lo mates! —ordenó Leb adelantándose y aferrando la mano decidida a ultimar a Manzúr.
Durante unos instantes la situación se hizo confusa. El viejo mantenía agarrado a Manzúr mientras la punta de su daga le rozaba el cuello; Leb impedía el último impulso sacrificial de la mano y sus ojos contendían con los ojos violentos pero aturdidos del soldado; el otro, el más joven, había desenvainado también su acero y amenazaba la espalda de Leb. Lejos aún pero aproximándose, sonaban los pasos marciales de una patrulla nocturna.
—Sí, Rei, te reconozco —respondió por fin Leb al que en otro tiempo fuera ayo de Yrna y Arolán—. Reconoce tú también a los amigos. A pesar de las apariencias, Manzúr estaba ayudándome.
Rei soltó bruscamente al joven guardia con una fuerte palmada en el hombro en señal de disculpa, camaradería y ánimo.
—Pero, maestro, ¿es verdad que vais a la ciudadela? —preguntó entonces.
—Sí, y cuanto antes.
—Mejor entrar allí fingiendo estar muerto que preso, maestro.
—¡La patrulla no tardará en aparecer en la plaza! —advirtió el hijo de Rei—. ¡Escondeos ahí, en el cuarto de armas, bajo las escaleras de la muralla!
—No hay tiempo para eso —respondió Leb con urgencia—. ¿Qué sugieres, Rei?
—Los subterráneos.
—¿No están inundados desde el ataque de las fieras? —le increpó Manzúr.
—El nivel del agua ha descendido mucho —respondió Rei—. Lo sé porque hay una entrada aquí mismo, en los depósitos de la muralla.
A Leb se le iluminó el rostro.
—¿Sabes a dónde llevan? —preguntó.
—A distintos puestos de guardia en el muro de la ciudadela.
—¿Nada más?
Rei se encogió de hombros.
—¡La patrulla! —retornó el joven centinela pendiente de los pasos que estaban a punto de doblar la esquina.
—¡Guíalos, rápido! —ordenó Rei.
—¡Por aquí! —llamó el muchacho abriendo la portezuela que daba paso al cuarto de armas bajo las escaleras de piedra de la muralla.
Leb y Manzúr se sumergieron en la obscuridad de la pequeña estancia. La puerta se cerró. El hijo de Rei les impuso silencio con un bisbiseo y oyeron lejanamente cómo el viejo cambiaba palabras vanas y pasteleaba con los vigilantes nocherniegos.
—Por aquí —volvió a llamar el muchacho, ahora en un susurro, y atravesó la opacidad del cuarto hasta otra puerta, más baja y estrecha, que chirrió al moverla—. Hay tres escalones, cuidado.
Palpando las paredes, Leb y Manzúr siguieron a su guía.
—No estaríamos aquí si no hubiesen hecho esas malditas levas —se quejó el muchacho en un gruñido ahogado.
—Vuestro mal ha sido nuestra suerte —repuso con un murmurio Leb.
—Sí, y también que no estuviese todo el cuerpo de guardia en la puerta; no habríamos podido hacer nada por vosotros.
La portezuela volvió a cerrarse gimiendo y la queja reverberó en el aire tenebroso. La obscuridad era penetrante, tajante el frío, sofocante la humedad como una niebla. El centinela intentó una y otra vez encender un candil; por fin una triste llama pálida acudió a las invocaciones del ansioso pirofante. Un cuarto vacío, cuadrado y amplio apareció entre los jirones de las sombras.
—Es uno de los depósitos de la muralla —explicó el hijo de Rei—, pensado para las provisiones de los defensores en tiempos de asedio. Pero con esta humedad…
—¡Rápido ahora, ben-Rei, por lo que más quieras! —apremió Leb.
—Sí, sí. Ayudadme aquí.
Levantaron entre los tres una pesada trampilla en el centro de la estancia y oyeron el correr del agua en las profundidades. Unas barras de metal fijadas en la piedra del foso formaban la peligrosa escalerilla hasta la red de subterráneos que comunicaban todos los puestos defensivos de la ciudad. Durante quince años la red había sido un secreto del rey y de sus primeros oficiales. Había sido creada por un desconocido que llegó a Eben como arqueólogo, para excavar la vieja ciudad subterránea de los golem y estudiar los misterios de los hombres-bestia criados por Sarkón. Cuál fue el conocimiento que desenterró con sus excavaciones nadie lo sabría nunca, porque ningún trabajo llegó a publicarse en la capital sobre esta materia; pero el arqueólogo, que más tarde se revelaría como ingeniero y cuya identidad sólo el rey Vântar llegaría a conocer, comprendió las inmensas posibilidades defensivas de aquel vasto imperio subterráneo y propuso su idea al monarca. Vântar aceptó. El ingeniero se negó a contratar obreros ebénidas y los trajo de algún lugar perdido; nadie, ni siquiera el rey, sabría de dónde, y Vântar habría sufrido en verdad la llama de los celos si hubiera presentido siquiera que aquellos trabajadores, hábiles y resistentes como enanos, fieles como sepulcros al secreto, pertenecían al viejo Gremio de Constructores, el Primer Pilar, refugiado en el oculto seno de las Órdenes. La ciudad de los golem fue limpiada entonces, se aprovechó su estructura de cinco anillos concéntricos y de corredores irradiantes y zigzagueantes; algunos túneles fueron cegados, se abrieron nuevos y fue creado un complejo sistema de canales para llevar y sacar del laberinto las aguas del Deva. Todo lo que se rumoreó en la ciudad por aquel tiempo fue que las excavaciones científicas proseguían… y el secreto de la red defensiva subterránea perduró. Pero la invasión de Eben por las fieras de Koria obligó a abrirla para intentar salvar al pueblo a través de ella y el secreto murió así en la vida de centenares. Acabado el ataque, la red fue inundada por si alguna de las bestias pululaba por allí todavía. Cuando las aguas descendieran, pensarían los jefes militares, una estrecha vigilancia y lo intrincado de los subterráneos mantendrían protegido el dédalo.
—¿Puedes guiarnos? —preguntó Leb al soldado.
—No, maestro. Debo volver a mi puesto cuanto antes. Y tampoco yo conozco el laberinto.
—Yo guiaré, maestro —dijo Manzúr tomando el candil—. Yo lo recorrí cuando el ataque de las fieras.
Leb le permitió descender primero. Pronto estuvieron con un agua gélida por encima de las rodillas y envueltos en aire denso como bruma. El candil vaciló. El agua se movía, lenta y poderosa, en sentido contrario al que ellos forzaban.
—No comprendo que haya corriente aquí abajo —dijo Manzúr con voz titubeante que se resistía a tremolar, y sus palabras reverberaron en la bóveda obscura perdiéndose en la nada.
Leb calló y observó al soldado mientras este avanzaba cespitante, inseguro, tratando inútilmente de hallar en aquella curvatura del laberinto el pasadizo hacia las entrañas de la ciudadela. Manzúr palpaba la pared, la iluminaba con el candil buscando la abertura del corredor, camuflada en el muro por su propio arco de negrura. Leb no tardó en impacientarse.
—Manzúr, sígueme —ordenó de pronto.
—Maestro…
—Déjalo. Sígueme, no perdamos más tiempo.
Leb le adelantó sin requerir el candil. Abrió camino con determinación, moviéndose por el laberinto como un rey por los pasillos de su palacio, penetrando el vientre opaco del aire con ojos de gato.
—¡Esperad! —hubo de decir Manzúr en dos ocasiones, con la voz ya tremolante de frío, acaso también con un quebranto temeroso, cuando se descubría incapaz de seguir el paso del maestro.
Por fin Leb se detuvo al final de un tramo del angosto corredor que, aunque parecía descender por el efecto óptico de las paredes y el techo abovedado, subía suave y constantemente durante centenares de pasos. Algo más adelante, una luz muy débil alcanzaba el túnel por una abertura en el paramento izquierdo. El helor del agua ahora les acuchillaba sólo los pies.
—Manzúr —pidió entonces Leb—, tú aguárdame aquí. Y por lo que más quieras, oigas lo que oigas… escucha bien: oigas lo que oigas, no se te ocurra intervenir.
—Maestro…
—Óyeme: ha sido una decisión de las Alturas, no mía, el que ahora estés aquí. Yo la agradezco, Manzúr, te lo aseguro. Pero repito, oigas lo que oigas no intervengas; y pase lo que pase, guárdame siempre el secreto de lo que veas y de lo que has visto ya esta noche.
Leb desenvainó el negro alfanje con chasquido doliente y presagioso e hizo gesto de partir.
—Maestro… —insistió Manzúr todavía.
Habría querido pedirle que no lo dejase allí solo, que si debía combatir le permitiese contar también en el lance…, pero al ver el rostro del hombre vuelto hacia él como el de un rey, sólo acertó a decir, como por un instinto:
—Este laberinto… es obra vuestra, ¿verdad?
Leb no respondió y corrió por el túnel hacia peligros mayores.
El pálido resplandor llegaba al bovedizo por la brecha que los nurtan de Absalsâr abrieran en él. Allí habían empezado a cavar, forzando un camino de topos a través de estratos de tierra y de piedra. Había sido necesario primero acertar la senda hasta el corto pasillo que unía las antiguas escaleras de la Torre con la puerta de la cripta, y extraer después la arena que lo inundaba. La primera tarea sólo se logró al cabo de muchos intentos, que llenaron de estériles desgarrones las entrañas de la tierra; la segunda dejó por todas partes una estela blanquecina y deslizante como de polvo reluciente de estrellas.
Leb siguió el camino que la luz trazaba en aquellas catacumbas arratonadas. Corrió ligero, saltando sobre bloques derribados y vigas, que prevenía su intuición más que sus ojos. Por fin, emergió a la galería donde brillaban cuatro antorchas y la puerta arcana. El fulgor, durante un instante, lo cegó.
—Te esperaba, Tamôr.
Abdalsâr estaba sentado de espaldas a la puerta iridiscente, las piernas cruzadas, el torso tieso como tronco joven; a sus pies el colmillo blanco que enfundaba el Kiran y las Llaves insobornables de la cripta, odiados y codiciados despojos.
—Tamôr… —repitió el Rishi Negro.
Leb no respondió, alzó su arma y se inmovilizó en una postura defensiva. Había previsto aquel primer ataque de su antiguo amo y maestro: el nombre iniciático nurtan era un sortilegio, una cadena que ataba el adepto a la sombra y abismo de su propio ser.
—¿Sabes por qué te llamé Fuego Negro, Tamôr?
El titán hablaba el mâurya con voz lenta, resonante, cavernosa; cuando tradujo al ordumia el nombre nurtan de Leb, fue como si escupiendo sus palabras con veneno quisiese profanar el alma y la savia de la lengua imperial.
—¿No contestas? —y su cadencia era hechizante, en la mente tejía nieblas y delirantes hilvanes de araña.
Se puso en pie trabajosamente, como si le costase alzar su estatura de coloso; y a medida que fue erigiendo y tensando el cuerpo, su sombra cayó sobre Leb como un monte, con voluntad de aplastarlo. Frente al Rishi Negro, Leb era un niño y tuvo que apelar a todo su espíritu guerrero, aun a su entrenamiento nurtan, para contener el alud de miedo que sabia y sutilmente descargaba sobre él Abdalsâr en andanadas invisibles e intoxicantes.
—Haces bien. Me decepcionarías si respondieses.
Leb continuaba inmóvil. El coloso clavó en él sus ojos hondos, cambiantes, tornasolados, como celaje en movimiento y mutante por el que quisiesen transparecer los rayos de un sol negado y sólo a traducirse llegase un reverbero de luz crucificada.
—Tamôr… —y prolongando mucho la vocal obscura del nombre, como en una burla de su propia nigromancia, estalló en una risa hueca de envolventes, abismales carcajadas.
Recuerdos de su vida esclava en la pirámide negra de Krissa y, más tarde, en el nido de escorpiones del volcán, recuerdos de todas las vejaciones y atrocidades a las que había sido sometido e inducido, gusanearon en las entrañas de Leb lanzando a la superficie viejas imágenes, viejos quebrantos, como flotantes cadáveres. Y la cicatriz nurtan de su antebrazo pulsó y ardió.
—Los veo, Tamôr, los veo levantarse del sepulcro del pasado, cruzar los arrabales de la memoria, zombis que vuelven a ti… células de tu cuerpo de sombra.
Lentamente Abdalsâr desenvainó su espada larga, gélida, tenebrante, de punta corva, filo ígneo, golpe negro como el que guillotina la tarde. Era la empuñadura una garza transfija por la cola de un alacrán gigante, la hoja obscura y recorrida por fieras inscripciones, el gavilán semejante a la garra crispada de un grifo: cuando la tuvo alzada, negra y deletérea, ante su rostro bárbaro, el arma pareció forjada no de acero sino de ocultas fuerzas brutales.
Uno frente a otro, permanecieron inmóviles, en la calma violenta de un arco tenso. Fijos los ojos en los ojos adversarios, los cuerpos y sus armas eran los últimos espejos de una lucha que avanzaba en otras dimensiones. Leb afrontaba internamente la amenaza del pasado transformando los suspiros del plasma tenebroso, la profunda insatisfacción humana, el sedimento de dolor dejado por errores y derrotas y límites no trascendidos, en anhelo de una luz más y más alta. Abdalsâr, entonces, invaginaba el anhelo de luz en soberbia titánica y suscitaba demonios de orgullo. Leb convertía la soberbia en exaltada y divina consciencia de sí, y en una efusión de resplandores diluía los demonios en agua de amor rorante. Abdalsâr traducía el agua de amor en pócima esclavizante, e instigaba fantasmas de lujuria y alucinado placer. Leb trasvasaba la pócima en cáliz de licor transformante, y en jaulas de sueño arrojaba los fantasmas al abismo…
Abdalsâr había querido recuperar al traidor resucitando su sombra antigua; ahora sabía que debía matarlo. Leb lo comprendió en el mismo instante en que desfalleció la contraalquimia del Rishi Negro. Aprovechó el momento y permitió que transpareciese un asomo de vacilación, disfrazando el señuelo. El coloso atacó; tan rápido, que apenas tuvo tiempo Leb de romper quietud en movimiento. Las dos estatuas eran ahora dos rayos y las hojas negras chocaban lostregantes. Mientras se defendía de golpes que acabarían por aniquilarlo, del empuje de un rival que no podía caer ni por su acero ni por su brazo, ni un segundo olvidaba Leb su objetivo, oculto a los ojos penetrantes de Abdalsâr.
Danzó alrededor de la figura del titán, marcado el ritmo por el diapasón de los golpes. De pronto, tropezó o fingió hacerlo, se dejó caer, rodó por el suelo huyendo del filo carnívoro y se alzó cuando la espada de Abdalsâr arrancó chispas al mármol. Leb se había colocado ahora a sus espaldas y golpeó con todo el poder de sus miembros; en la tensa musculatura dorsal del coloso se hizo pedazos el alfanje negro de Leb.
El Rishi Negro se revolvió como huracán, tajando…
No había nadie allí. Sólo un eco quedaba en los túneles como de pisadas de gato. Fija su mirada furente en las ciegas profundidades, aún no veía el titán que las Llaves y el Kiran no estaban ya a sus pies.